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Episodios Nacionales: El 19 de marzo y el 2 de mayo

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XV

Al punto empecé las indicadas operaciones, cuidando de poner en ellas todo el celo posible para contentar a mis generosos patronos. Debo ante todo dar a conocer la casa en que me encontraba. La tienda, sin dejar de ser pequeñísima, era lo más espacioso y claro de aquella triste morada, uno de los muchos escondrijos en que realizaba sus operaciones el comercio del Madrid antiguo. La trastienda era almacén y al mismo tiempo comedor, y los fardos de pañuelos y lanas servían de aparador a la cacharrería, cuyo brillo se empañaba diariamente con repetidas capas de polvo. Todos los artículos del comercio estaban allí reunidos y hacinados con cierto orden. Los Requejos vendían telas de lana y algodones, a saber: pañuelos del Bearne, género muy común entonces, percales ingleses, que desafiaban en la frontera portuguesa las aduanas del bloqueo continental; artículos de lana de las fábricas de Béjar y Segovia, algunas sederías de Talavera y Toledo; y por último, viendo D. Mauro que sus negocios iban siempre a pedir de boca, se metió en los mares de la perfumería, artículo eminentemente lucrativo. Así es, que además de los géneros citados, había en la trastienda multitud de cajas que encerraban polvos finos, pomadas y aguas de olor en su variedad infinita, verbi gratia: de lima, tomillo, bergamota, macuba, clavel, almizcle, lavanda, del Carmen, del cachirulo y otras muchas. Como el local donde se guardaban todos estos géneros servía de comedor, ya pueden Vds. figurarse la repugnante mezcolanza de olores, desprendidos de sustancias tan diversas, como son una pieza de lana teñida con rubia, un frasco de vinagrillo del príncipe y una cazuela de migas; pero los Requejos estaban hechos de antiguo a esta repugnante asociación de olores inarmónicos.

De la trastienda se subía al entresuelo por una escalera que presumo fue construida por algún sapientísimo maestro de gimnasia, pues no pueden ustedes figurarse las contorsiones, los dobleces, las planchas, las mil torturas a que tenía que someterse para subirla el frágil barro de nuestro cuerpo. Sólo la escurridiza doña Restituta pasaba por aquellos aéreos escollos sin tropiezo alguno. Subía y bajaba con singular ligereza; y como por un don especial a ella sola concedido, no se le sentía el andar; siempre que la veía deslizarse por aquella problemática escalera, sus pasos no me parecían pasos, sino los ondulantes y resbaladizos arqueos de una culebra.

Cuando, franqueada la escalera, se llegaba al entresuelo, era preciso hacer un cálculo matemático para saber qué dirección debía tomarse, pues el viajero se encontraba en el centro de un pasillo tan oscuro, que ni en pleno día entraba por él una vergonzante luz. Tentando aquí y allí se hallaba la puerta de la sala, con ventana a la calle de Postas, y por cierto que allí no vi ninguna cortina verde con ramos amarillos, sino un descolorido papel, que en mil jirones se desternillaba de risa sobre las paredes. Un mostrador negro y muy semejante a las mesillas en que piden limosna para los ajusticiados los hermanos de la Paz y Caridad, indicaba que allí estaba el cadalso de la miseria y el altar de la usura. Efectivamente, un tintero de pluma de ganso, cortada de ocho meses, servía para extender las papeletas, algunas de las cuales esperaban sobre la mesa la anhelada víctima. Una cómoda y varios cofres, resguardados con barrotes, eran Bastilla de las alhajas y Argel de las ropas finas. Las capas, sábanas y vestidos, estaban en una habitación inmediata que además tenía la preeminencia de proteger el casto sueño del amo de la casa.

Además de esta sala había otra con ventana a la calle de la Sal, cuya elegante pieza no desmerecía de la anterior en lujo ni en exquisitos muebles, pues su sillería de paja adornada con vistosos festones, y tan aéreas que cada pieza parecía dispuesta a caer por su lado, no hubieran hallado compradores en el Rastro. En esta sala estaba el taller. ¿El taller de qué? Los Requejos tenían tres industrias: la venta, los préstamos, y la confección de camisas, que en los días a que me refiero eran cortadas por doña Restituta y cosidas por Inés. Allí estaba Inés desde las cinco de la mañana hasta las once de la noche, trabajando sin cesar en beneficio de la sórdida tacañería de sus tíos. Una orden expresa de doña Restituta le impedía salir de aquel cuarto: no bajaba a la trastienda sino a la hora de comer; no se le permitía asomarse a la ventana; no se le permitía cantar ni leer un libro; no se le permitía distraerse de su obra perenne, ni mencionar a su tío, ni recordar a su madre, ni hablar de cosa alguna que no fuera la honradez de los Requejos, y la longanimidad de los Requejos.

Pero sigamos la descripción de la casa. En una habitación interior, mejor dicho en una caverna, estaba el dormitorio de la tía y la sobrina, y en el fondo del pasillo y junto a la cocina se abría mi cuarto, el cual era una vasta pieza como de tres varas de largo por dos de ancho, con una espaciosísima abertura no menos chica que la palma de mi mano, por esta claraboya entraban, procedentes del patio medianero, algunos intrusos rayos de luz, que se marchaban al cuarto de hora después de pasearse como unos caballeros por la pared de enfrente. Mis muebles eran un mullido jergón de hoja de maíz, y un cajón vacío que me servía de pupitre, mesa, silla, cómoda y sofá. Semejante ajuar era para mí en realidad más que suficiente; y en cuanto a la densa y providencial lobreguez que envolvía la casa como nube perpetua, me parecía hecha de encargo para mi objeto.

El entresuelo se comunicaba con la escalera general de la casa, la cual partía majestuosamente desde la misma puerta de la calle, y en su grandioso arranque de tres cuartas tenía espacio suficiente para que fuera matemáticamente imposible que una persona subiese mientras otra se ocupaba fatigosamente en la tarea de bajar. Por ese túnel ascendente tenían que introducirse los que iban a empeñar alguna cosa, siendo en cierto modo simbólico aquel tránsito, y expresión arquitectónica muy exacta de las angustias del alma miserable en los momentos críticos de la vida. Bien podía llamarse la escalera de los suspiros.

No debo pasar en silencio que en la casa de los Requejos había cierto aseo, aunque bien considerado el problema, aquella limpieza era la limpieza propia de todos los sitios donde no existe nada, exempli gratia, la limpieza de la mesa donde no se come, de la cocina donde no se guisa, del pasillo donde no se corre, de la sala donde no entran visitas, la diafanidad del vaso donde no entra más que agua.

Allí no había perros ni gatos, ni animal alguno, si se exceptúan los ratones, para cuya persecución D. Mauro tenía un gato de hierro, es decir, una ratonera. Los infelices que caían en ella eran tan flacos, que bien se conocía estaban alimentados con perfumes. Un perro hubiera comido mucho: un jilguero habría necesitado más rentas que un obispo: una codorniz hubiera echado la casa por la ventana: las flores cuestan caras, y además el agua… La fauna y la flora fueron por estas razones proscritas, y para admirar las obras del Ser Supremo, los Requejos se recreaban en sí mismos.

Me falta ahora hacerme cargo de otro ser que habitaba la casa durante el día: me refiero al mancebo.

El cual era un hombre cuajado, quiero decir, que parecía haberse detenido en un punto de su existencia, renunciando a las transformaciones progresivas del cuerpo y del alma. Juan de Dios ofrecía el aspecto de los treinta años, aunque frisaba en los cuarenta. Su cara amarilla tenía gran semejanza con la de doña Restituta, pero jamás se notaron en ella las contracciones, los enrojecimientos repentinos, propios de aquella señora. Era en sus modales lento y acompasado; su movilidad tenía límites fijos como la de una máquina, y si el método puede llegar a establecerse de un modo perfecto en los actos del organismo humano, Juan de Dios había realizado este prodigio. Llegar, abrir la tienda, barrerla, cortar las plumas, colgar las piezas de tela en la puerta, recibir al comprador, decirle los precios, regatear siempre con las mismas palabras, medir y cortar el género, cobrarlo, contar por las noches el dinero, apartando el oro, la plata y el cobre: tales eran sus funciones, y tales habían sido por espacio de veinte años.

Juan de Dios comía en casa de los Requejos, que le trataban como un hermano. Servíales él con fidelidad incomparable, y si en algo nacido tenían ellos confianza, era en su mancebo. Cinco años antes de mi entrada en la casa, la organizadora y genial cabeza de D. Mauro Requejo concibió un proyecto gigantesco, semejante a esos que de siglo en siglo transforman la faz del humano linaje. D. Mauro, después de hacer la cuenta del día, se rascó los codos, diose un golpe en la serena frente, puso los ojos en blanco, riose con estupidez, y llamando aparte a su hermana, le dijo:

– ¿Sabes lo que estoy pensando? Pues pienso que tú debes casarte con Juan de Dios.

Es fama que doña Restituta arqueó las cejas, llevose un dedo a la barba, inclinó hacia el suelo la luminosa mirada y pensó.

– Pues sí – continuó Requejo; – Juan de Dios es trabajador, es ahorrativo, entiende del comercio, y en cuanto a honradez, creo que, no siendo nosotros, no habrá en el mundo quien le iguale. Yo no pienso volver a casarme; y si hemos de tener herederos, no sé cómo nos las vamos a componer.

El mancebo fue enterado del proyecto, y desde entonces se trabó entre ambos prometidos una comunicación amorosa, de la cual no hablo a mis lectores porque no puedo figurarme cómo sería, aunque cavilo en ello. Debieron ellos sin duda, tratar de aquel asunto, como si el matrimonio no fuera la unión de dos cuerpos. Restituta pensaría en casarse, y Juan de Dios pensaría en casarse, ambos sin pena ni alegría, de tal modo que pasados cinco años hablaban del asunto con indiferencia, y dándolo como cosa cercana. Parecía que no les importaba el rápido paso de los años, y aquellos seres encerrados en una tienda, sin duda medían la vida por varas, no considerando que alguna vez llegarían al fin de la pieza. Ambos novios eran de esos que se aprestan a casarse y se casan al fin, sin que los hombres, ni Dios, ni el demonio sepan nunca por qué.

 

XVI

Por las noches, después de cenar, rezábamos el rosario, que llevaba el amo de la casa con voz becerrona; y concluida la oración al patrono bendito, permanecían en la trastienda en plácida tertulia que sólo duraba hora y media, y a la cual solía concurrir algún antiguo amigo o vecino cercano. La noche de mi inauguración no se alteró tan santa costumbre. D. Mauro, su hermana, Juan de Dios, Inés y yo, decíamos el último ora pro nobis, cuando sonó la campanilla del entresuelo y mandáronme que abriese.

– Es el vecino Lobo – dijo mi ama.

Figúrense mis lectores cuál sería mi confusión cuando al abrir la puerta encaré con la espantable fisonomía del licenciado de los espejuelos verdes que había querido prenderme cinco meses antes en el Escorial. El temor de que me conociera diome gran turbación; pero tuve la suerte de que el ilustre leguleyo no parara mientes en mi persona. No sé si he dicho que en mí se estaba verificando la trasformación propia de la edad, y que un repentino desarrollo había engrosado mi cuerpo y redondeado mi cara, donde ya me apuntaba ligero bozo. Esta fue la causa de que el licenciado Lobo no me reconociera, como yo temía.

– Señores – dijo Lobo sentándose en un cajón de medias, – hoy es día de universal enhorabuena. Ya tenemos a nuestro Rey en el trono. ¿No han salido ustedes? Pues está Madrid que parece un ascua de oro. ¡Qué luminarias, qué banderas, qué gentío por esas calles de Dios!

– Nosotros no salimos a ver luminarias – contestó Requejo, – que harto tenemos que hacer en casa. Ay, Sr. de Lobo ¡qué trabajo! Aquí no hay haraganes; y se gana el pan de cada día como Dios manda.

– Loado sea Dios – añadió el leguleyo, – y vivan los hombres ricos como D. Mauro Requejo, que a fuerza de inteligencia…

– La honradez, nada más que la honradez – dijo Requejo rascándose los codos.

– ¡Viva el comercio! – exclamó Lobo; – lo que es la pluma, Sr. D. Mauro, no da ni para zapatos. Ahí estoy yo hace veinte y dos años en mi placita del Consejo y Cámara de Castilla, y Dios sabe que hasta hoy no he salido de pobre. Mucho romper de zapatos para andar en las actuaciones y nada más. Lo que hay es que ahora espero que me den una de las escribanías de Cámara, que harto la merece este cuerpo que se ha de comer la tierra.

– Como Vd. ha servido al favorito…

– No… diré a Vd.; yo no me he andado en dibujos, y serví al gobierno anterior con buena fe y lealtad. Pero amigo, es preciso hacer algo por este perro garbanzo que tanto cuesta. En cuanto vi que el generalísimo estaba ya en manos de la Paz y Caridad, he hecho un memorial al de Asturias, y escrito ocho cartas a D. Juan Escóiquiz para ver si me cae la escribanía de Cámara. Yo les perseguí cuando la famosa causa; pero ellos no se acuerdan de eso, y por si se acuerdan ya he redactado una retractación en forma donde digo que me obligaron a hacer aquellas actuaciones poniéndome una pistola en el pecho.

– No he visto jormiguita como el Sr. de Lobo.

– ¡Y qué entusiasmado está el pueblo español con su nuevo Rey! – continuó el curial. – Da ganas de llorar, señora doña Restituta. Ahora salí a llevar a mi Angustias con las niñas a la novena del señor San José, y después que rezamos el rosario en San Felipe, fuimos a dar una vuelta por las calles. ¡Ay qué risa! Parece que están quemando la casa de Godoy, la de su madre y su hermano D. Diego, lo cual está muy retebién hecho, porque entre los tres han robado tanto que no se ve una peseta por ningún lado. Después que nos entretuvimos un poco volvimos allá; ellas se han quedado en el 13 en casa de Corchuelo, y yo me he venido aquí a charlar un poquito. Pero me había olvidado… Inesita, ¿cómo va? ¿Y Vd., Sr. D. Juan de Dios?

Inés contestó brevemente al saludo.

– Está un poco holgazana – dijo Restituta mirando con desdén a la huérfana. – Hoy no ha cosido más que camisa y media, lo cual es un asco.

– Pues me parece bastante.

– ¡Ay!, Sr. de Lobo, no diga Vd. que es bastante. Mi abuela según me contaba mi madre, echaba en un día la friolera de dos camisas. Pero esta chica está acostumbrada a la holgazanería; ya se ve… su madre no hacía más que arrastrar el guarda pies por las calles, y la niñita me andaba todo el día de ceca en meca, aquí te pongo aquí te dejo.

– Pues es preciso trabajar – dijo Requejo, – porque, chiquilla, el garbanzo y el tocino y el pan y las patatas no caen del cielo, y el que viene a esta casa a sacar el vientre de mal año no se puede estar mano sobre mano. Y si no, aprendan todos de mí que me he ganado lo que tengo ochavo por ochavo, y cuando era mozo, fardo por la mañana, fardo por la noche, fardo a todas horas, y siempre tan gordo y tan guapote.

– Ella es habilidosilla – afirmó Restituta, – y sabe coser; sólo que le falta voluntad. No es ya ninguna chiquilla, que tiene sus quince años cumplidos y ya puede comprender las cosas. A su edad yo gobernaba la casa de mis padres. Verdad es que como yo había pocas, y me llamaban el lucero de Santiagomillas.

– Pues yo creo que Inesita es una muchacha que no tiene pero – declaró benévolamente Lobo. – Y tan calladita, tan modesta, que no se puede menos de quererla.

– Ya le dije cuando entró aquí – continuó Restituta- que los tiempos están muy malos, que no se gana nada, que se vende poco y en lo de arriba no cae más que miseria. Ella comprenderá que nos hemos echado encima una carga muy pesada al recogerla, porque… ¡si viera Vd. Sr. de Lobo, qué miseria había en aquella casa del cura de Aranjuez, donde estaba mi sobrina! ¡Ay, partía el corazón!

– Pues es preciso que trabaje – dijo D. Mauro. – Mi sobrina es una muchacha muy buena, y ya he dicho a Vd. cuánto la quiero. Como que al fin y al cabo para ella ha de ser cuanto hay en esta casa.

– Ya le he dicho – prosiguió Restituta- que mañana tiene que lavar toda la ropa de la casa, porque ya que ella está aquí, ¿para qué se ha de gastar en lavandera? Por supuesto que no ha de dejar la costura; y si pasa mañana de las veinte varas la echaré en el pañuelo unas gotitas de agua de bergamota, de la de los frascos averiados. Lo bueno que tiene esta muchacha, Sr. de Lobo, es que nunca da malas contestaciones. Verdad que no le faltan luces y harto conoce lo que nos debe, pues ha encontrado en nosotros su santo Ángel de la guarda. ¡Ah, no puede usted figurarse la miseria que había en aquella casa del cura de Aranjuez!…

– Le conozco, sí – dijo Lobo enseñando con feroz sonrisa sus dientes verdes. – Es un pobre hombre que hacía versos latinos al príncipe de la Paz. Ya se lo dirán de misas. Está probado que ese D. Celestino con su capita de hombre de bien era el confidente del favorito, y el que le llevaba la correspondencia con Napoleón, para repartirse a España.

– ¡Jesús, qué iniquidad! Bien decía yo que aquel hombre tenía cara de malo.

– Pero ya le daremos cordelejo – continuó Lobo. —

– Como la parroquia de Aranjuez la pretende un primo mío, ya se la tenemos armada a D. Celestino, y entre yo y un compañero pensamos escribir ocho resmas de papel sellado para probar que el señor curita es reo de lesa nación.

Mientras esto hablaban yo hacía esfuerzos por contener mi indignación. Inés, aterrada por la verbosidad de sus tíos, no se atrevía a decir una palabra. Lo mismo hacía Juan de Dios; pero por un fenómeno singular, las facciones heladas y quietas del mancebo, indicaban aquella noche que lo que oía no le era indiferente.

– Así lo haremos – contestó Lobo frotándose las manos. – ¿Pero qué hace ahí tan callado el señor don Juan de Dios? ¡Ay, Restituta, qué marido tan mudo va Vd. a tener! Y lo que es por palabra de más o por palabra de menos no armarán Vds. camorra. ¿Y para cuándo dejan Vds. la boda? Animarse señores, y anímese Vd. también, Sr. D. Mauro de mis entrañas, porque mire Vd. que la niñita lo merece. Nada: el mes que entra a la vicaría. Restituta con mi señor Juan, y Vd. con su querida sobrinita Inés, que si no me engaño, le ha rezado ya algún padre nuestro a San Antonio para que esto se realice.

Todas las miradas se dirigieron hacia Inés. Don Mauro estiró los brazos en cruz, luego cerrando los puños, levantolos hacia arriba como si quisiera coger el techo, descoyuntose las quijadas, cayeron luego ambas manos sobre la mesa con estruendosa pesadez, y habló así:

– Yo se lo he dicho ya, y por cierto que la niñita no tuvo a bien contestarme.

– ¿Pues qué quiere decir el silencio en esos casos? ¿Cómo quiere Vd. que una niña bien criada diga: «Me quiero casar, sí señor, venga marido»? Al contrario, es ley que hasta el último momento hagan mil ascos al matrimonio, diciendo que les da vergüenza.

– Ya te dije, hermano – indicó doña Restituta, – que aunque ese es el destino de la muchacha, si se porta bien y trabaja, no conviene tratar todavía de tal asunto. Ya sabes lo que son las muchachas, y si les entra el entusiasmo y el aquel del casorio, no hay quien las aguante. Ella bien sé yo que se chupará los dedos; pero haces mal en manifestarle tan pronto tu generosidad, porque puede echarse a perder, pensando todos los días en el amorcito, en la palabrilla, en el regalito. ¡Ah, bien sabe ella lo que se hace, la picarona! Bien sabe que un hombre como tú no lo catan las muchachas de Madrid todos los días.

– ¿Y por qué no he de decírselo desde luego? – contestó Requejo riendo, es decir, moviendo la tecla de la risa en su brutal organismo. – Mi sobrina me gusta; y aunque conocemos todos a una porción de señoras muy principales que me pretenden y se beben los cuatro vientos por mí, yo dije: «Vale más que todo se quede en casa». ¿Por qué no se le ha de decir de una vez que quiero casarme con ella? Bien sé que del alegrón se estará ocho noches sin dormir y se trastornará toda, y no dará una puntada; y si fuera por ella, mañana mismo… pero váyase lo uno por lo otro. Pues digo: ¡si ella viera el collar y los pendientes de oro que tengo apalabrados con el platero del arco de Manguiteros…!

– Dale… dale… – dijo Restituta. – ¿A qué viene hablar de esas cosas? ¿A qué sacar de quicio a la muchacha, trastornándole el seso? Nada: no hay collar ni pendientes. ¿Ni cómo quieres que la niña lave la ropa ni cosa las camisas, cuando le dicen que va a ser, como si dijéramos, princesa?

– Nada, nada… yo la quiero y la estimo – afirmó Requejo. – ¿Por qué la hemos de privar de ese gusto? Que lo sepa… y digo más, señora hermana; y es que, aunque a mí no me gusta la holgazanería, porque ya ven Vds., yo desde la edad de catorce años… quiero decir, que aunque no me gusta la holgazanería, lo que es por estos días y de aquí a que nos casemos, si Inés quiere trabajar que trabaje, y si no que no trabaje.

D. Mauro volvió a reír, y alargando el brazo hacia Inés le tocó la barba. Estremeciose la muchacha como al contacto de un animal asqueroso, y rechazó bruscamente la caricia de su impertinente tío.

– ¿Qué es eso, niña? ¿Qué modales son esos? – dijo D. Mauro frunciendo el ceño. – Después que me caso contigo…

– ¿Conmigo? – exclamó la huérfana sin poder disimular su horror.

– Contigo, sí.

– Déjala, Mauro; ya sabes que es un poco mal criada. Niña, no se contesta de ese modo.

– ¿Pues no tiene también su orgullo la pazpuerca?

– Yo no me caso con Vd., yo no quiero casarme – dijo enérgicamente Inés recobrando su aplomo, una vez dicha la primera palabra.

– ¿Que no? – preguntó Restituta con un chillido de rabia. – Pues, indinota, mocosa, ¿cuándo has podido tú soñar con tener semejante marido, un Mauro Requejo, un hombre como mi hermano? ¡Y eso después que te hemos sacado de la miseria!…

– A mí me han sacado Vds. del bienestar y de la felicidad para traerme a esta miseria, a esta mortificación en que vivo – dijo la huérfana llorando. – Pero mi tío vendrá por mí, y me marcharé para no volver aquí ni verles más. ¡Casarme yo con semejante hombre! Prefiero la muerte.

¡Oh!, al oírla me la hubiera comido. Inés estaba sublime. Yo lloraba.

Cuando los Requejos oyeron en boca de su víctima tan absoluta negativa, se encendió de un modo espantoso la ira de sus protervas almas. Restituta se quedó lívida, y levantose D. Mauro balbuciendo palabrotas soeces.

– ¿Cómo es eso? ¡Venir a comer mi pan, venir aquí a lavarse la sarna, venir aquí después de haber andado por los caminos pidiendo limosna… y portarse de esa manera!… ¿Pero eres tú una Requejo, o de qué endiablada casta eres?… Cuidado con la señorita Panza en trote. Niñita, ¿sabes tú quién soy yo? ¿Sabes que tengo cinco dedos en la mano… sabes que me llamo Mauro Requejo… sabes que de mí no se ríe ninguna piojosa… sabes que a mí no me pican pulgas de tu laya?… Tengamos la fiesta en paz… y ten por sabido que has de hacer lo que yo mando, y nada más.

 

Diciendo esto, agarró con su mano de hierro el brazo de la muchacha y la sacudió con mucha fuerza. Quiso poner más alto aún el principio de autoridad, y lanzó a Inés contra la pared, avanzando sobre ella en actitud rabiosa. Cuando tal vi pareciome que se me nublaban los ojos, y sentí saltar mi sangre toda del corazón a la cabeza. Yo estaba en pie junto a la mesa, y al alcance de mi mano había un cuchillo de punta afilada. El lector comprenderá aquella situación terrible, y no es posible que vitupere mi conducta, si es que tales hechos, hijos de la ciega cólera y la impremeditación, pueden llamarse conducta. ¿Quién al ver una huérfana inocente e indefensa, maltratada por el más necio y soez de los hombres, hubiera podido permanecer en calma? Durante aquella escena de un segundo, alargué la mano hasta tocar la empuñadura del cuchillo, y con rápida mirada observé el cuerpo deforme de D. Mauro Requejo; pero afortunadamente para mí y para todos, este, sin duda aterrado ante la debilidad de la víctima, se contuvo, y no se atrevió a tocarla. En un movimiento insignificante, en un paso atrás, en una mirada, en una idea que pasa y huye estriba la perdición de personas honradas, y un grano de arena hace tropezar nuestro pie, precipitándonos en el abismo del crimen. Por aquella vez Dios apartó del camino de mi vida el cadalso o el presidio.

El licenciado Lobo y el mancebo contribuyeron a calmar la enconada soberbia de su amigo. En el semblante del segundo noté una alteración vivísima, y su piel amarilla se encendió con inusitado enrojecimiento, que yo no sabía si atribuir a la indignación o a la vergüenza.

Doña Restituta, queriendo poner fin a una escena que no podía tener buenas consecuencias, cortó la cuestión, diciendo:

– No te acalores, hermano. Yo la haré entrar en razón. Ya sabes que es un poco mal criada. Vamos arriba, niña, y ajustaremos cuentas.

Esta fue la orden de retirada. Juan de Dios salió de la tienda para irse a su casa, y doña Restituta e Inés subieron seguidas por mí, pues también se me dio la orden de que me acostara. Entraron las dos mujeres en su cuarto y yo en el mío; mas no pudiendo dominar mi inquietud, y recelando que en el dormitorio vecino se repetiría entre tía y sobrina la violenta escena de la trastienda, luego que pasó un rato, salí muy quedamente de mi escondrijo, y desliceme por el pasillo, conteniendo la respiración para que no ser sentido. Puesto cerca de la puerta del dormitorio, sentí la voz de doña Restituta que decía: «No llores, duérmete. Mi hermano es una persona muy amable; sólo que de pronto… Si él te quiere mucho, niñita…». Esta afabilidad de la culebra me sorprendió; mas al punto comprendí que debía ser puro artificio.

También llegaban confusamente a mí las voces de D. Mauro y de Lobo, que habían quedado en la trastienda. Avancé un poco más hasta llegar a la escalera, y echándome en tierra apliqué el oído.

– Cuando yo le doy a Vd. mi palabra de que es así – decía el leguleyo, – Inesita fue abandonada y recogida por doña Juana. Su madre, que es una de las principales señoras de la corte, desea encontrarla y protegerla. Yo poseo los papeles con que se puede identificar la personalidad de la muchacha. De modo que si Vd. se casa con ella… Amiguito, la señora condesa tiene los mejores olivares de Jaén, las mejores yeguadas de Córdoba, los mejores prados del Jarama, y más de treinta mil fanegadas de pan en tierra de Olmedo y de D. Benito, sin herederos directos que se lo disputen a esa barbilinda que hace poco estaba haciendo pucheros aquí mismo.

– Pero ya Vd. la ha visto – dijo D. Mauro midiendo con grandes zancadas el piso de la trastienda. – La muchacha es un puerco-espín. Le hago una caricia y me da una manotada; le digo que la quiero y me escupe la cara.

– Amigo D. Mauro – repuso el licenciado, – el sistema que Vds. siguen no es el más a propósito para hacerse querer de la niña. Vds. debían traerla en palmitas, y la están maltratando haciéndola trabajar hasta que reviente. ¿A quién se le ocurre que una princesita como esta friegue los platos y lave la ropa? Por este camino aborrecerá a mi señor don Mauro como si fuera el demonio.

– Pues me parece – dijo mi amo dándose un golpe en la majestuosa cerviz, – que el señor licenciado tiene muchísima razón. Eso mismo dije yo a mi hermana; pero como Restituta es tan ambiciosa, que se dejaría desollar por un ochavo, ha dado en sacarle el cuero a la muchacha. ¿No somos ricos Sr. Lobo? Pues si somos ricos ¿a qué viene el descajillarse por un maravedí? Pero con mi hermana no hay quien pueda. ¿Le parece a Vd.? Aquí vivimos como en el hospicio: mi padre se llama hogaza y yo me muero de hambre, como dijo el otro. Pues digo que ha de ser lo que yo mando, y mi hermana que se case con Juan de Dios y se lleve lo suyo… Y nada más. Inesita no trabajará más, porque si se me muere…

– Además – dijo Lobo; – procure Vd. ser amable con ella. Cuide algo más de lo exterior, y no se le presente con esa facha de mozo de cordel, porque las niñas son niñas, Sr. D. Mauro, y no se entra en el templo del amor sino por la puerta del buen parecer.

– Eso está muy bien parlado. Si fuera por mí… Yo quiero vestirme bien, pero esa langostilla de Restituta no me deja, y dice que no me he de poner el traje bonito más que el día de San Corpus Christi. Nada, nada; aquí mando yo; me pondré guapote, porque yo… a Dios gracias, no soy de esos que necesitan afeites y menjurjes para parecer bien, y cuanto me cae encima está que ni pintado. Trataré a Inesita como ella se merece, y Dios por delante. Antes de un mes la llevo a la parroquia.

– Ese es el mejor sistema, Sr. D. Mauro. Con las amenazas, con el encierro, con las privaciones, con el trabajo excesivo no conseguirán Vds. sino que la muchacha les odie, y se enamorisque del primer pelafustán que pase por la calle.

Así hablaron el comerciante y el leguleyo. Despidiéronse después, y el segundo salió a la calle por la tienda. Retireme a toda prisa; pero aunque no hice ruido, doña Restituta, con su sutilísimo órgano auditivo debió sentir no sé si mi aliento o el ligero rumor de un ladrillo roto que se movió bajo mis pisadas. Esto produjo cierta alarma en su vigilante espíritu, y saliendo al encuentro de su hermano que subía, le dijo:

– Me parece que he sentido ruido. ¿Tendremos ladroncitos? Anoche hicieron un robo en la calle Imperial, metiéndose por los tejados.

Registraron toda la casa, mientras yo, metido entre mis sábanas, fingía dormir como un talego. Al fin convencidos de que no había ladrones se acostaron. Mucho más tarde advertí que doña Restituta registraba la casa segunda vez, hasta que todo quedó en silencio. Cerca ya de la madrugada oí ruido de monedas. Era doña Restituta contando su dinero. Después la sentí salir de su cuarto, bajar a la trastienda y de allí al sótano, donde estuvo más de una hora.