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Episodios Nacionales: 7 de Julio

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XXIII

Serían las diez cuando sonaron golpes en la puerta de la casa, semejantes a los que turbaron su reposo una noche del mes de febrero de 1821. Monsalud, separándose de Soledad, a quien había colocado en las habitaciones de Naranjo, salió a abrir. En el marco de la puerta, a la luz de una linterna que ellos mismos traían, destacáronse varios hombres que terminaban por lo alto en morriones y bayonetas. Al frente de ellos venía D. Patricio Sarmiento desplegando en toda su longitud el escueto cuerpo, y radiante de orgullo.

– Con permiso – dijo entrando. – ¡Ah! está aquí el Sr. D. Salvador. ¿Es que se nos ha anticipado para sorprender a la pillería?

– ¿Qué buscan ustedes aquí – preguntó Monsalud de muy mal talante?

Sarmiento sacó un papel y acercando la linterna leyó:

«El Excmo. Ayuntamiento… etc… Hace saber: Que muchos guardias han quedado ocultos en las casas o quizás estos miserables han hallado un asilo compasivo en la generosidad de los mismos a quienes venían a asesinar…». En resumidas cuentas, Sr. Monsalud, ya conoce usted el bando de hoy. Muchos esclavos se han escondido en las casas, y nosotros venimos a ver si está aquí el alférez de guardias D. Anatolio Gordón… En cuanto al Sr. Naranjo y al Sr. Gil también tenemos orden de llevárnoslos, chilindrón, porque hoy se ha acabado el imperio de la canalla, y ya se puede decir a boca llena, para que tiemble el infierno: ¡Viva la Constitución!

D. Patricio lo dijo con toda la fuerza de sus pulmones, y repitiéronlo del mismo modo sus compañeros.

– Silencio, animales – dijo Salvador. – Hay un muerto en la casa.

– Sí, sí – gruñó Sarmiento con la risa estúpida del hombre ebrio. – Tal es su sistema. El despotismo conspira para asesinarnos; pero cuando se ve cogido y vencido, se hace el muerto. Lo mismo pasa allí.

– ¿En dónde?

– En la casa grande. ¿Conque un muerto?

– Sí, el Sr. Gil de la Cuadra ha fallecido.

– ¿Y Naranjo? – preguntó Sarmiento con vivísimo interés. – ¿Ha espichado también?

– Ha huido.

– A mí con esas… Registraremos la casa. Si tropezáramos con D. Víctor Sáez o con otro pajarraco gordo, ¡qué gloria, muchachos, qué gloria para nosotros!

Pero sus pesquisas no les dieron la satisfacción de prender a nadie, y cuando el bravo don Patricio salía iba diciendo:

– Bien muerto está; ¡por vida de la chilindraina! A fe que no se ha perdido nada… Vámonos de aquí que esto da tristeza, y hoy es día de felicidad… ¡Viva la…!

Salvador le tapó la boca, y empujándole violentamente le echó fuera de la casa. Los demás habían salido antes.

XXIV

Dos días después, el 9 de Julio, Salvador, cumplidos los últimos deberes con el desgraciado D. Urbano, llevose a Solita a su casa. Desde aquel día, su hermana era más hermana, y debía quererla y protegerla más.

– Ahora – le dijo cuando entraron ambos en un coche de plaza, – no te faltará nada. Estarás en mi casa tranquilamente con mi madre hasta que se presente tu primo, que casi es ya tu marido. Seguramente ha salido con los guardias fugitivos, y si no viene en seguida, tendremos noticias de él.

– ¿Han huido muy lejos? – preguntó Soledad con tristeza.

– Muy lejos. Han muerto pocos, por más que digan, para abultar la importancia de las refriegas de ayer. Creo que puedes estar tranquila. He oído los nombres de casi todos los que han parecido, y nada se dice de tu marido.

– No lo es todavía – dijo Soledad dando un suspiro.

– Pero lo será. Al fin llegará tu hora de felicidad. ¡Por Dios, que la has ganado bien! Aunque deseo, hermana querida, que Anatolio venga y te recoja y se case contigo, me agradaría que estuvieras algunos días en mi casa con mi madre, que tanto te quiere.

– ¿Y si mi primo no parece? ¿Y si ha muerto? – preguntó la huérfana mirando a su hermano.

– No pienses eso… Pero en caso de que pasara tal desgracia, vivirás con nosotros como si fueras de la familia. No te faltará nada, descuida. Apuesto a que tú misma llegarás a creer que has nacido en mi casa. Y no seas tonta; tampoco te faltará a su tiempo una buena posición. Tienes mucho mérito, y no es dudoso que encontraríamos un hombre honrado con quien casarte.

Soledad al oír esto no hizo más preguntas, y miró con ojos aparentemente distraídos a la gente que al paso lento del coche se veía por ambas portezuelas.

Salvador había trasladado a su madre a una casa que el duque del Parque poseía en el Prado Viejo y cuyas largas tapias ocupaban parte de la vasta manzana comprendida entre las calles del Gobernador y de Atocha. Era más que palacio un conjunto de edificios de distinta edad y construcción, unidos por dentro, y en los cuales la parte habitable era muy pequeña, si bien embellecida y alegrada por una frondosa huerta, algunos de cuyos pinos corpulentos viven todavía, y parece que saludan a sus honrados vecinos los del Botánico. Allí condujo Monsalud a Solita.

– Al fin – dijo cuando entraron en el ancho patio, – me encuentro en un sitio donde podré olvidar el ruido de los tiros de fusil y de los cañonazos. ¡Qué silencio! ¡Qué hermosos pinos! Allí hay un establo. Aquí veo dos ovejas atadas junto a la yerba… Vamos ¿también palomas?… ¡Qué precioso es este emparrado! ¡Y cómo está de uvas!… Por allí hay otra puerta y más arriba la noria. Pues no estará poco cansado ese pobre animal dando vueltas todo el día… Y no faltan melocotoneros; vaya, que tendrán mucha fruta… ¡Qué perro tan bonito!… ¿Sabes que de aquí se ve mucho cielo, pero muchísimo?… ¿Y eso que está delante es el Jardín Botánico? Buena finca.

De esta manera expresaba el placentero alivio de su alma, al verse trasportada a mansión tan encantadora; pero el recuerdo del pobre viejo, y el considerar lo mucho que a este hubiera gustado vivir allí, la arrojaban de nuevo en las negras honduras de su aflicción. Doña Fermina salió a recibirla, y el día pasó tranquilo aunque muy triste.

Salvador salió, deseando averiguar la suerte del perdido esposo futuro de su amiga; pero esto era cosa harto difícil todavía. Los ocultos en Madrid no saldrían fácilmente de sus madrigueras, y los dispersos estaban demasiado lejos. Se sabía, sí, que la caballería de Almansa y la Milicia habían cogido muchos prisioneros en los alrededores de Madrid; que Palarea, persiguiéndoles con ochenta caballos, había echado el guante a trescientos cincuenta y seis; que Copons había hecho también buena presa y matado a algunos. En los días sucesivos se tuvo noticia de los detenidos en Húmera y en el Escorial, y de los que fueron a dar con sus fatigados cuerpos en Tarancón y Ocaña; pero ni entre los prisioneros ni entre los muertos se tuvo noticia de ningún Anatolio Gordón.

– Esta falta de noticias – dijo Monsalud a Soledad, algunos días después del 9, – me hace creer que vive. Debe de ser de los que están escondidos en los pueblos, o de los que han ido a unirse a las facciones del Norte.

– ¿En ese caso no podrá volver a Madrid? – preguntó la huérfana con viveza.

– Sí, podrá volver dentro de poco. Aquí se perdona pronto, y todo se olvida. No te apures.

Soledad no demostraba en verdad grande apuro porque su primo volviese; pero interesada por la vida del excelente joven, dijo así:

– El pobrecillo es tan bueno, que Dios no le habrá dejado morir. Por Dios, hermano, no te descuides en averiguar si vive, y si en caso de vivir necesita algún socorro.

Continuando sus diligencias, Salvador fue una mañana a la Casa-Panadería, donde su buen amigo D. Primitivo Cordero había formado, con no menos trabajo que fruición, listas de los guardias prisioneros y heridos que se iban recogiendo.

– ¿D. Anatolio Gordón? – dijo el patriota mirando al techo. – Ese nombre no me es desconocido. Yo lo he oído, lo he oído estos días. Siéntese el amigo Monsalud, mientras hago memoria y registro estos apuntes… Pues no hay nada; sin duda confundo ese nombre con otros. ¿Era alférez?

– Alférez de guardias en el tercer batallón.

– Los del tercero están casi todos muy lejos de aquí. Veremos si mañana se sabe algo. ¿Qué le pareció, amiguito, nuestro famoso Te Deum en la Plaza? ¿Hase visto fiesta más solemne en lo que va de siglo?

– En verdad que estuvo magnífica… pero si me hiciera usted el favor de preguntar a los dos ayudantes de Palarea que están arriba… Ellos quizá sepan…

– ¿El paradero de su amigo de usted?

– De Gordón.

– ¡Oh! descuide usted, yo lo averiguaré. Esta tarde tengo que ir al Ayuntamiento, después al Ministerio de la Guerra. Quizás allí lo sepan.

– En el Ministerio de la Guerra no saben nada. La Milicia, que es quien ha hecho las visitas domiciliarias, lo sabrá seguramente.

– Ahora me informaré… pues mire usted, amigo Monsalud, pensamos celebrar otra fiesta mucho más solemne, mucho más grande, mucho más importante que el Te Deum de la Plaza Mayor. Se hablará de esa fiesta mientras haya lenguas en el mundo.

– ¡Oh! sin duda será soberbia esa solemnidad. Pero…

– Figúrese usted… – añadió asiendo las solapas de la levita de su amigo, – que se trata de un banquete.

– ¡Ah! ya… eso podrá ser magnífico, señor Cordero; pero no es nuevo.

– Un banquete en celebración del triunfo del pueblo sensato sobre el absolutismo. Ha de haber nueve mil cubiertos para otras tantas bocas. ¿Qué tal?

– Es un mediano número de bocas, mayormente si todas tienen buen apetito.

– Me han nombrado de la comisión – dijo Cordero echando hacia atrás el morrión en la redonda cabeza, – y he propuesto, después de estudiar detenidamente el asunto: 1.º, que el banquete no sea comida, sino almuerzo; 2.º, que se celebre en el espacioso Salón del Prado; 3.º, que se pongan dos mil ciento diez varas de mesa, porque yo he hecho mis cálculos y es imposible que los nueve mil cubiertos quepan en menos espacio. ¿No lo cree usted así?

 

– Si usted ha hecho los cálculos, ¿a qué me he de quebrar yo la cabeza?

– Dos mil ciento y diez varas de mesa que se construirán en trozos formando setecientas cincuenta mesas de a doce cubiertos; 4.º, que el almuerzo sea frugal, porque no nos reunimos para sacar el vientre de mal año, sino para fraternizar y hacer memoria de nuestro gran triunfo; 5.º, que cada convidado pagará treinta reales adelantados, cuyo recibo servirá de papeleta para…

– Si usted tuviera la bondad de informarse… – dijo Salvador con impaciencia interrumpiéndole. – ¡Es para mí tan urgente averiguar algo de ese joven!…

– ¡Cosa sencillísima!… ¡Ah! ¡si pudiera yo entrar en la jefatura política, como en tiempo de San Martín!… Ya sabe usted que ha huido el pobre Sr. Tintín, porque los exaltados parece que trataban de asesinarle. Esta peste de patriotas matones perderán la libertad en España. ¿No cree usted lo mismo?… Pero si en la jefatura política no puedo hacer nada… Veremos los partes de las visitas domiciliarias.

– Es lo mejor.

– A ver – gritó D. Primitivo llamando a un ordenanza. – ¿Está el Sr. Calleja?

– ¿Es el barbero de la carrera de San Jerónimo? – preguntó Salvador.

– El mismo… pero ahora recuerdo… ¡Qué cabeza la mía! Ya se ve; con tantas cosas en que pensar…

– ¿Qué?

– Calleja ya no viene por aquí. El nuevo Ministerio le ha dado un puesto en Gobernación. ¿Le parece a usted bien cómo empieza el Ministerio exaltado? ¡Ah! Sr. San Miguel, Sr. San Miguel, usted acabará de perder el Sistema.

– Es una lástima que el Sr. Calleja… – dijo Monsalud contrariado. – ¿Conque está en Gobernación? Ahora sabremos quién es Calleja. Aquí no faltará quien me dé noticias.

– ¿Por qué no sube usted? Se me figura que aún estará arriba mi tío.

– ¿El Sr. D. Benigno? ¡Qué hallazgo! – dijo Monsalud con alegría corriendo a la escalera.

Sumamente disgustado de su conferencia con Cordero menor, buscaba a toda prisa quien con más diligencia y buena voluntad diese los informes apetecidos. Halló efectivamente en el piso alto a D. Benigno Cordero, medianamente lleno de vendas y parches a causa de sus gloriosísimas heridas; pero siempre afable y sonriente, como hombre a quien no perturban achaques ni deterioros del miserable cuerpo. Despachaba con otros jefes de la Milicia asuntos propios de la Institución, y entre párrafo y párrafo sobre los asuntos del día, trazaba con segura y gallarda letra algunos renglones en papel de oficio.

– Bien venido, amigo mío – dijo dando la mano al visitante.

Salvador le preguntó con mucho interés por su salud, por el estado de sus heridas y verdadera importancia de cada una de ellas.

– Esto no es nada, caballero Monsalud – dijo D. Benigno poniéndose las gafas a la altura que les correspondía. – No merece la pena preguntar por ello. ¿Y usted? Ya, ya sé lo que le trae aquí. Ayer me lo dijeron: busca usted a un alférez de guardias que se ha evaporado.

– Efectivamente – repuso el joven, gozoso de ver que el señor comandante se adelantaba a sus investigaciones, – creo que si aquí no me dan noticias…

– Descuide usted… pero da la maldita casualidad de que el Gobierno ha pedido ayer todos los datos. Sin embargo, se conservan algunos apuntes de las visitas domiciliarias.

– Veámoslos, si le parece a usted.

– Por cierto – dijo D. Benigno, – que no comprendo este afán del Gobierno de meterse en todo. ¡Ah, señores exaltados, ahora queremos ver qué tal lo hacéis! Una cosa es gritar en los clubs o en las logias y otra cosa es gobernar en las poltronas.

– Tiene usted razón. De modo que…

– Vamos, dígame usted su parecer, ¿qué piensa usted de este Gobierno? – preguntó don Benigno arrellanándose en el sillón, y rascándose la oreja con la pluma.

– Yo no he tenido tiempo aún de pensar en el Ministerio. Será como todos, será bueno si le dejan gobernar. ¿No cree usted lo mismo?

– Y yo digo que esta es la ocasión de que veamos si se cumple lo prometido. Temo mucho que esos señores hagan alguna barbaridad, porque todos ellos son gente inexperta y ligera de cascos. Tenemos de ministro de Estado a un literato, y esto… francamente.

– ¡San Miguel literato!

– ¿No compuso la letra del himno de Riego?… Francamente desconfío de los literatos. Tenemos de ministro de la Guerra a López Baños, que ayer era capitán, y de ministro de Marina al célebre Capaz, que se dejó tomar los barcos con cargas de caballería. Tenemos en Ultramar a un Sr. Vadillo, comerciante de ultramarinos en Cádiz, y de Hacienda a un tal Egea… Y yo pregunto, ¿quién es Egea?

– Eso mismo digo yo, ¿quién es Egea?

– Si al menos estos señores, a falta de grandes dotes, tuvieran templanza…

– Es claro, si tuvieran templanza… Pero no se olvide usted, mi querido D. Benigno, de averiguar…

– ¡Ah! ¿ese joven alférez? Es muy fácil… Ya sabe usted que Su Majestad ha desterrado a toda la cuadrilla de palaciegos que le tenían engañado y seducido.

– Así parece; mas…

– El marqués de Castelar ha sido desterrado a Cartagena, el de Casa-Sarriá a Valencia, y los duques de Montemar y Castro-Terreño, no sé a dónde… Esos tienen la culpa de todo, esos, esos… cuatro o cinco aristócratas inflados, que beberían la sangre del pueblo si les dejaran. Pónganse en un puño a media docena de hombres pérfidos y verán cómo se arregla todo y echa raíces el Sistema por los siglos de los siglos.

– Seguramente… Si usted me lo permite…

– Porque Su Majestad – prosiguió Cordero encariñado con su idea como un niño con un juguete, – no es malo. Yo creo que dijo de buena fe aquello de marchemos, y yo el primero; pero ya se ve… ¡hay tanto pillo, tanto servilón empedernido! Yo no sé por qué esos hombres no han de amar la libertad, una cosa tan clara, tan patente, tan obvia. ¡Ah! si todos fueran razonables, templados, tolerantes, esto sería una balsa de aceite, ¿no es verdad?

– Lo sería, sí, señor. ¡Qué lástima que no lo sea! Me retiro, Sr. D. Benigno, tengo mucho que hacer…

– ¿Sin llevar las noticias que desea? Aguarde usted, por Dios – dijo D. Benigno deteniéndole. – Es cuestión de un momento. ¿Ese joven era alférez? ¿Fue de los que huyeron o de los que se escondieron en las embajadas y en las casas?

– Eso es lo que trato de averiguar.

– Muy bien. ¿Sabe usted si se batió bien? ¡Qué lástima de muchachos! Perderse por una causa tan mala. Dicen que Su Majestad les incitaba a degollarnos. Yo no lo creo. No hay quien me quite de la cabeza que Fernando no es malo, no, señor; que desea nuestro bien; que no es enemigo del Sistema… pero ya se ve, con la multitud de pillos que le rodean… Sé que ha lamentado los sucesos del día 7. Usted tendrá noticia de su famosa entrevista con el general Riego.

– ¿De mi entrevista con el general Riego? – dijo Monsalud abrumado por la pesadez del señor comandante.

– Hombre no, de la entrevista de Su Majestad con el general D. Rafael del Riego.

– Algo he oído, sí; pero… si usted me hiciera el favor…

– Pues el mismo general me lo ha contado anoche. Es verdaderamente patético el caso. El Rey le llamó, y delante de todo el Cuerpo diplomático, le dio un abrazo apretadísimo, diciéndole que le apreciaba mucho.

– Por muchos años.

– Si llego a estar presente, de fijo se me saltan las lágrimas – añadió Cordero. – He aquí una reconciliación en que yo vengo pensando hace tiempo, sí señor, y si fuera sincera y durara mucho, ¿quién duda que los pérfidos serían aniquilados y confundidos? Su Majestad mismo se lo manifestó así al General: «En mi corazón, – le dijo— no tendrán ya entrada los consejos de hombres pérfidos». Sí es mi tema. Los pérfidos, los pérfidos tienen la culpa de todo. Tres o cuatro pillos, ambiciosos…

– ¡Todo sea por Dios!

– Le digo a usted que el general Riego salió de Palacio entusiasmado, pero muy entusiasmado. Había que oírle. Su Majestad se le quejó de los insultos, del trágala… Es natural. Siempre me ha parecido una vileza mortificar al Soberano con groserías. Riego piensa lo mismo. Ya sabe usted que ayer cuando formamos en la Plaza, el general nos arengó, después de haber regalado aquí mismo una medalla al Excelentísimo Ayuntamiento. Pues nos dijo muy bellas cosas, ¡vaya!… Nos dijo que deseaba no se cantase más el trágala, y que habiendo empeñado su palabra en nombre de todos, rogaba al pueblo que no la quebrantase por su parte. Ese, ese es el camino. También suplicó que no se le victorease más, porque su nombre se había convertido en grito de alarma.

– Buenas tardes – dijo Monsalud levantándose, resuelto a evitar con una retirada brusca el bombardeo de palabras del digno comandante de la Milicia.

– ¡Tan pronto!… pero me parece que usted venía a saber algo… No recuerdo ya.

Salvador no pudo contener la risa y repitió las preguntas.

– Gordón, Gordón… – dijo D. Benigno acariciándose la boca. – ¡Ah!… ¿Por qué no me lo dijo usted antes?… Ya sé, ya sé dónde está ese joven. Dispense usted, amigo. Tiene uno la cabeza en tal estado…

– ¿Vive? ¿En dónde está?

– Si no me engaño, anoche he oído hablar de ese joven a D. Patricio Sarmiento.

– Malo, malo.

– No, no se apure usted. Tengo entendido que fue Pujitos quien le encontró en cierta casa… Creo que en la calle de las Veneras. Parece que estaba herido.

– Gracias a Dios. Algo es algo. Corramos allá.

Sin esperar a más, y temiendo que un solo minuto de detención diera aliento a D. Benigno para engolfarse en nuevo piélago de comentarios y observaciones políticas, apretole la mano que tenía libre de vendajes y salió a toda prisa, decidido a poner entre su persona y los Cordero toda la distancia posible, siempre que tuviese que hacer averiguaciones en el vasto campo de la Milicia.

XXV

Cuando Salvador se presentó en su casa, después de las pesquisas que hemos descrito y de otras que siguieron a aquellas, iba triste. Sin duda llevaba malas noticias.

– No hay que perder la esperanza, querida Sola – dijo cariñosamente a su hermana. – Las noticias que hoy te traigo son muy buenas. Ya se sabe que no murió en la jornada del 7, que fue herido, aunque levemente; que después de dos días de estar escondido en sitio que se ignora, le cogieron los milicianos al querer entrar en la que fue tu casa. No se sabe más.

– ¡Entonces está en Madrid! – manifestó Soledad con sorpresa y mirando con azoramiento a un lado y otro como si temiera ver entrar una visita desagradable.

– Ten calma y paciencia, que ya vendrá – dijo Monsalud observando el rostro de su hermana.

Después añadió, hablando consigo mismo:

– ¡Qué propio está el uno para el otro! Será lástima que esta pareja se descabale.

A sus ojos, la huérfana que bajo su amparo exclusivo vivía ya, quizás para siempre, era una criatura de estimables prendas, buena como los ángeles; pero sin ninguno de aquellos encantos que fascinan y encadenan el alma de los hombres; un espíritu superior, pero sin aparente brillo; un entendimiento poco común, pero sin alto vuelo; una sensibilidad más delicada que fogosa y que antes parecía timidez que verdadera sensibilidad; una figura insignificante y dulces facciones ante las cuales podía encender perdurables fuegos la amistad y la fraternidad, pero ni una sola chispa el amor. Tal la veía las pocas veces que acertaba a fijar en ella la voluble atención. Comúnmente no se cuidaba de la existencia de su protegida sino cuando la tenía delante, y si en otras partes de esta historia le vimos ocuparse tan solícita y noblemente de prestarle beneficios, fue porque el sentimiento de caridad era en él muy vivo, y en todas las ocasiones semejantes se manifestaba de la misma manera.

Sin embargo, en aquellos días de residencia en la posesión del Prado Viejo, verificose ligera mudanza en la conducta de Salvador Monsalud con respecto a su hermana adoptiva.

Viósele más expansivo, más locuaz y afectuoso, hasta un grado de vehemencia que la huérfana no había conocido en él sino tratándose de otras personas. Buscaba Salvador la compañía de Solita, lo cual no había hecho nunca, y sus salidas de la casa eran menos frecuentes, menos largas. Encargábale mil faenas domésticas, tonterías y nimiedades que cualquier otra persona podía hacer, pero que a él no le agradaban si no ponía la mano en ellas su intachable y casi perfecta hermana. Hacíale preguntas muy prolijas sobre accidentes lejanos de su vida, de su niñez, sobre todas aquellas partes de sus desgracias de que él no había sido testigo. Una mañana estaban solos bajo la sombra de aquellos altos pinos, que en los días serenos bañaban en sol su ramaje negro, y en las tristes noches de viento se mecían murmurando. Salvador le habló de este modo:

– Sola, deseo que entre mi madre y tú traméis alguna intriga contra mí.

 

Ella le miró absorta, porque no comprendía nada de tan extravagantes palabras.

– Sí – prosiguió él, – una intriga contra mí para detenerme, para atarme, porque si no, es posible que haga un gran desatino.

– Pues qué, ¿vas a volar? – preguntó Sola cubriendo con una frase festiva la emoción que llenaba su alma.

– ¡A volar! sí; has dicho la palabra propia. Hace días que trato de cortarme yo mismo las alas. ¡Qué tormento, Solita! Tú por fortuna no conoces esto… Anoche, durante las largas horas sin sueño, he estado pensando que mi madre y tú podríais salvarme.

– ¿Cómo?

– Encerrándome. Atándome de pies y manos como a los locos.

– Yo no entiendo de esas cosas tan sutiles, si no me las explicas bien – dijo Sola, cuya palidez crecía por momentos.

– Es verdad. Tú eres demasiado buena para comprender esto. Tú no tienes más guía que tu deber. Tu voluntad no se aparta nunca de la ley moral; tú eres un ángel. ¿Qué dirías si me vieras arrastrado a cometer los mayores dislates, conociéndolos y sin poder evitarlos?

– Que eras un hombre débil y menguado. Pero por fortuna no es así.

– Por desgracia es así. Has acertado; me has calificado perfectamente.

– ¿Y qué desatino vas a cometer? ¿Es un crimen?

– También puede serlo. ¡Qué desgraciado soy! Me he metido en un torbellino espantoso y no puedo salir de él. Si el hombre tuviera fuerzas para vencer la atracción poderosa que le arrastra de aquí para allí y le hace dar mil y mil vueltas, no sería hombre: sería Dios. Lo que no puede un astro que es tan grande, ¿lo ha de poder un miserable hombre?

– ¿Pues no ha de poder? Un astro es un pedrusco y un hombre es un alma – dijo Sola con inspiración.

– Precisamente el alma es la que se pierde, porque es la que se fascina, la que se engaña, la que sueña mil bellezas y superiores goces, la que aspira con sed insaciable a lo que no posee y a hacer posible la imposibilidad, y a querer estar donde no está, y a marchar siempre de esfera en esfera buscando horizontes.

– Pues adelante, sigue. ¿Quién te estorba?

– Nadie… pero yo quisiera que alguien me estorbase, quisiera hallarme en ese estado de esclavitud en que muchos están; tener una cadena al pie como los presidiarios. Puede ser que entonces viviera tranquilo y me curase de este mal de movimiento que ahora me consume. ¿No crees lo mismo?

– Entonces serías más desgraciado – dijo Solita mirando al suelo, – porque la esclavitud no es buena sino cuando es voluntaria.

– Es que yo quisiera que la mía fuese voluntaria. ¡Qué mal me explico! Ello es, amada hermana, que yo quiero y no quiero, deseo y temo, anhelo ir y anhelo quedarme… Es preciso que alguien me ayude. Un hombre abandonado a sí mismo y sin lazo alguno, es el mayor de los desdichados. Ni mi madre ni tú tenéis iniciativa contra mí; ella me deja hacer mi voluntad sin una queja, sin una protesta, y esto no es bueno. Yo quisiera que tú no la imitaras en esto, ¿entiendes? Te autorizo para que te ocupes de mí, para que seas impertinente y me preguntes y me reprendas y averigües y seas una especie de dómine.

– ¡Qué cosas tienes! – exclamó Sola riendo, a punto que una súbita y dulce llamarada, saliendo de lo más íntimo de su ser, se extendía por cuanto abarcaba la conciencia de ella misma, estremeciéndola toda, humedeciendo sus ojos y entorpeciendo su lengua. – Yo no sirvo para dómine tuyo, ni yo me puedo entrometer en lo que no me importa.

– Hazte la mosquita muerta – indicó Monsalud sonriendo y en voz baja. – Pues no dejas de ser preguntona.

– Es verdad – dijo Sola con viveza. – Pregunto lo que me interesa, lo que interesaba a mi pobre padre.

– Si él no me perdonó, tú has sido más humana y me has perdonado mi falta sin conocerla.

– Y después que la conozco te la perdono también, – dijo Sola a medias palabras a causa de su mucha emoción.

– ¡La conoces tú! – exclamó vivamente Salvador poniéndose pálido.

– Sí. Al fin todo se sabe. Por lo visto la falta de buenos ángeles tutelares que sujeten y corten las alas no es sólo de ahora.

Monsalud se levantó bruscamente, y con las manos a la espalda, el ceño fruncido, dio algunos paseos por la huerta, sin alejarse mucho y recorriendo una órbita bastante reducida alrededor de su hermana adoptiva. Esta no se movió ni le miró.

Un instante después el joven se detuvo ante ella, y con familiaridad muy natural le dijo:

– Estoy pensando que si tu primo no quiere parecer, que no parezca. Yo no pienso dar un solo paso más por encontrarle.

– Él se cuida poco de mí – dijo Sola, – cuando no me avisa lo que le pasa, ¿no es verdad?

– Seguramente. Ese joven se porta muy mal; pero muy mal.