In crescendo

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7

Tenía la extraña sensación de que todo el mundo me miraba, hubiera jurado que mis compañeros volvían la cabeza a mi paso, pero supongo que sería solo una impresión mía, una influencia de mis extraños pensamientos, que continuaban aprisionados en mi mente, pugnando por salir de ella sin más dilación.

Apenas me había sentado en el sillón de mi despacho, cuando sonó el interfono y la voz de la auxiliar me trajo a la realidad:

—Señor Coronado, el señor Salgado le espera en su despacho para preparar la reunión de…

—Dígale que no puedo ir, que estoy ocupado… y tráigame un café, por favor.

Extendí sobre mi mesa un montón de papeles para que cuando entrase Cristina tuviese la impresión de que, efectivamente, tenía mucho que hacer. Me puse las gafas y con un bolígrafo en la mano, simulé estar enfrascado en cualquier asunto.

Momentos después llamó a la puerta y se acercó a mi mesa para dejar sobre ella un vaso con el café y varios sobres.

—Ya le dije al señor Salgado que en este momento no puede ir.

—Muchas gracias —le contesté sin levantar casi la mirada de los papeles hasta que salió y cerró la puerta a sus espaldas.

De nuevo solo, giré la silla en la que estaba sentado, a mi espalda, el gran ventanal del piso doce en el que me encontraba, me devolvía la imagen de cientos de edificios que como el del banco, se elevaban erguidos al cielo. Miles de ventanas, como pequeños huecos en panales de abejas emitían reflejos por la luz del sol que impactaba en ellos y me parecieron señales que toda aquella gente me estaba enviando desde sus lugares de residencia o trabajo, tal vez encerrados en sus despachos, como yo, o en sus vidas... también como yo.

No podía trabajar, no tenía ganas de nada. Si por mí hubiera sido, me hubiese lanzado a la calle, a aquella calle que hervía a mis pies y en la cual la gente se confundía sin tener que darse explicaciones de nada, sin tener que dejar clara ninguna postura en sus vidas.

Miré las paredes del despacho que, cubiertas de madera, acogían enormes cuadros abstractos que nunca me habían dicho nada, tenía la sensación de estar aprisionado entre aquellas paredes, pero no quería salir de allí, no quería encontrarme con Román Salgado, no había vuelto a verlo desde el intento de caricia que él había querido hacerme y que yo había rechazado bruscamente.

Afortunadamente, Luis Suárez entró en aquel momento en mi despacho y me trajo de nuevo a la realidad de cada día al plantarme delante un montón de estadísticas que tenían que haber estado revisadas hacía dos días y que se nos habían pasado por alto.

—Sabes que hay reunión con el “súper” dentro de nada, ¿no? —me dijo mientras yo encendía un cigarro con otro.

—¿Otra vez? Pero bueno, ¿qué se cree este? ¿Que no tenemos nada más que hacer? —le dije.

—Viene de otra forma de trabajo. Él es de la escuela de consensuar todo con cada departamento, preparar las reuniones con unos o con otros y luego no tomar ninguna decisión hasta que esté todo expuesto a los demás.

—Muy bonito para una sesión de terapia en alcohólicos anónimos, pero vamos, para un banco como este... Tendrá que irse dando cuenta de que hasta que él llegó también hemos sabido mantenernos a flote. ¡Cuánto me fastidian los imprescindibles!

—Creí que te caía mejor —dijo Luis mirándome sin disimular una cierta sorpresa—. ¿Sabes que dicen que es gay?

—Tiene pinta... —contesté con desdén echando para atrás el respaldo de mi sillón.

—¡Lo que nos faltaba! —dijo él sin poder contener la risa—. Un director de altos vuelos y encima maricón, con lo quisquillosos que dicen que son...

Reí con él de una forma abierta, para que no quedase la menor duda de que yo estaba de su lado, de que yo participaba de aquel secreto a voces aunque hubiese sido el último en enterarme. Reí para reafirmar mi postura, para elevarme en mi pedestal y para despejar la tormenta de dudas que aparecía en el horizonte de mi mapa vital.

Cuando, inevitablemente, tuvimos que acudir a la nueva llamada de Salgado para la reunión, Suárez y yo nos dirigimos a su despacho sin disimular la gracia que nos habían hecho nuestros propios comentarios.

Estaban ya en la sala varios compañeros del resto de departamentos. Cuando todos hubimos tomado asiento en torno a la mesa rectangular que ocupaba el centro de la estancia, Salgado, desde la cabecera, comenzó a exponer su estrategia para coordinar los diferentes enfoques de campañas inversoras que hasta entonces se habían abordado de manera individual y que, según su propuesta, debían llevarse a cabo de manera conjunta, lo cual requeriría de gran colaboración por parte de todos, que era lo que estaba solicitando de cada uno de nosotros.

Evité mirarlo, me limité a escuchar tanto su exposición como las intervenciones de los demás dejando la mía voluntariamente para el final, y expuse mi alegato dirigiéndome a los otros asistentes, sin cruzar una sola mirada con él, pero con la certeza de que su mirada escrutadora no se apartaba de mí.

Dos horas de intercambio de ideas no me dejaban más opción que callarme y simular que me daba igual todo lo que los demás dijesen, o por el contrario, participar de la conversación como era habitual en mí, pero la verdad es que la presencia de Salgado me incomodaba, me hacía sentirme un extraño dentro de mí mismo, y era incapaz de comportarme con naturalidad.

Estaba deseando que terminase de una vez la maldita junta y pudiésemos ir a la cafetería a echar unos cuantos cigarros que relajasen aquella tensión. Era consciente de que mi actitud no era la correcta, no me encontraba al cien por cien, no era capaz de concentrarme en los temas que estábamos tratando, mi mente se escapaba de la sala y tenía que ir en su busca para que no se notase demasiado el desinterés que me había poseído aquella mañana. Normalmente, me gustaba implicarme en nuevos proyectos, en iniciativas que hiciesen menos monótono el trabajo, enseguida me apuntaba a cualquier innovación y no me costaba el menor esfuerzo ponerme al día en cualquier tipo de actualización que tuviésemos que hacer, pero en aquellos momentos no era capaz de motivarme con nada de lo que se estaba proponiendo, era como si una capa impermeable de dejadez y pasotismo me hubiese aislado de lo que sucedía a mi alrededor.

—Bueno —dijo Salgado como si leyese mis pensamientos—, creo que por hoy vamos a dejarlo, nos hemos ganado todos un buen café.

Me levanté como si se hubiera accionado un resorte y ya cuando estaba alcanzando la puerta, no tuve más remedio que detener mis pasos:

—Ignacio, si te puedes quedar un momento... me gustaría matizarte un par de temas.

—Estoy muy liado... —le dije—, puedes decírselo a Suárez y ya me lo comentará él, hemos hecho todo el planteamiento juntos, así que...

—Será solo un momento —insistió.

Y de nuevo tuve que soportar los gestos de los demás, las señas que me hacían, los movimientos escondidos con la mano, gestos amanerados que disimulaban ante mi mal contenido cabreo, codazos y risas absurdas que echaban por tierra todo mi empeño en que se me desligase de Salgado, en que no se me relacionase con él, en que no me dejasen en aquella sala de juntas con un tío que parecía que lo único que quería era echar abajo en dos días la buena imagen que los demás tenían de mí y que había ido construyendo a lo largo de los años.

Con el rostro embotado me dirigí hacia el extremo de la mesa en la que él estaba apoyado, tenía que decírselo, tenía que hablarle claro de una vez por todas, que no se confundiese conmigo, que no me fastidiase más con llamadas aparte y estupideces que para su utópico mundo de “todo es muy natural” y de “nada importa” tal vez estuvieran muy bien, pero para el mío, para un mundo real, estaban fuera de lugar. Le iba a decir que era la última vez que me hacía aquello, que cuando quisiera dirigirse a mí lo hiciese estando los demás presentes y que, de no hacerlo así, se iba a encontrar con una sorpresa muy desagradable, que además ya estaba harto de todo, que...

—Parece que me estás evitando de continuo. ¿Te pasa algo? —me preguntó a bocajarro antes de que yo pronunciase ni una sola palabra.

—Pero bueno —empecé a decir tratando de contener una ira que no quería manifestar en un lugar que no era el apropiado—, pero tú, ¿qué te has creído? Pero...

—Mírame —insistió sin perder la calma lo más mínimo, con un tono pausado que en nada se parecía a la indignación que escondían mis palabras

—. Así, eso es —continuó mientras mis desobedientes ojos se posaban en los suyos sin que yo pudiese evitarlo—. No quiero perjudicarte, si quieres no volveré a llamarte aparte, pero hoy no he podido evitarlo, te he visto tan inquieto... No quiero que eso te vuelva a pasar.

Yo no podía contestarle, todo lo que tenía pensado gritarle a la cara se me había quedado atragantado y era imposible echarlo fuera de mí. ¿Dónde estaban aquellas palabras airadas que tenía listas para escupirle tan solo hacía unos minutos? ¿Dónde se había ido mi genio vulnerado, mi carácter ofendido? ¿Por qué todo mi mal humor se había esfumado y me había dejado desvalido ante aquel hombre que, sin tocarme, me mantenía sujeto al suelo sin que pudiese mover mis pies de allí, sin que pudiera salir corriendo para no volver a verlo nunca más?

—Ignacio, quiero que estés tranquilo, que no te sientas tan tenso. No hay nada de lo que tengas que preocuparte, no volveré a ponerte en este tipo de compromiso. —Como yo permanecía de pie, rígido, y sin poder articular ni una sola palabra, continuó hablando sin perder ni un solo instante la calma que le caracterizaba—. Si lo crees más oportuno trasladaré mi despacho al otro edificio, delegaré parte de mi trabajo en otra persona y apenas tendrás que verme.

 

Un momento de silencio que a mí me pareció un siglo, un momento sosteniendo aquella mirada que parecía salir del fondo de su alma para desarmar la mía por completo.

—Solo tienes que decirme una palabra —me dijo—. Ignacio, ¿quieres que me vaya?

Yo no hablé, aquella voz no podía ser la mía, yo no di consentimiento para que ninguna parte de mi cuerpo emitiera aquel sonido que escuché y que a pesar de proceder de mi garganta, no podía identificar como mío.

—No —acerté a decir.

Y cuando él puso una mano sobre la mía, yo no me aparté.

8

El día que Marta se fue a estudiar fuera sentí como si en mi interior se abriese un vacío inmenso.

Había cincuenta carreras que hubiera podido estudiar sin cambiar de ciudad, pero ella tuvo que escoger una que no había, y nos puso en la tesitura de elegir entre obligarla a estudiar algo que no era lo que a ella le gustaba, o permitir que saliese de casa para irse lejos de nosotros, de nuestra protección, de nuestro apoyo y de nuestro control. Básicamente, lo que se ve lógico y normal cuando les ocurre a los hijos de los demás pero se convierte en algo trascendental cuando ocurre con los propios.

La elección era sencilla, mi hija ha heredado la perseverancia de su madre, y yo tenía muy claro que aunque la hubiese convencido para que se quedase en casa al menos un año más y ganar un tiempo que favoreciese su madurez, no hubiera tocado los libros, hubiera sido un año perdido, y ante esa seguridad y sus insistentes peticiones, no tuve más remedio que ceder a ella y a Paloma, que mucho más tranquila que yo, no estaba angustiada ante la perspectiva de que nuestra “niña” se fuese de casa sin haber alcanzado siquiera la mayoría de edad.

—No veo por qué no podemos confiar en ella —me decía mi mujer como si se pudiera confiar en cualquiera con diecisiete años—, es muy responsable, y muy organizada, ya verás cómo todo va a ir bien, hay que darle una oportunidad...

Paloma no se daba cuenta de que mi problema no era solo que no confiase en la sensatez de mi hija, que desde luego, no tenía nada más que la adecuada a su edad, tal vez algo más de lo que yo pensaba, pero ni la cuarta parte de la que pensaba su madre; el problema era que yo no confiaba en los demás, en “el resto del mundo”, en los amigos que iba a tener y que yo no podría conocer, en los profesores con los que yo ya no iba a poder cambiar impresiones como había hecho hasta entonces, en la gente con la que iba a compartir piso porque se había negado rotundamente a ir a una residencia de estudiantes. Ese cambio radical, ese desprendimiento que se iba a producir era el que me aterraba y el que me dejó como hueco por dentro cuando Marta, con la maleta llena de ropa y la cabeza llena de ilusiones se quedó instalada en aquel piso que a mí me parecía un calabozo y a ella le parecía una maravilla.

—Lo que tienes que hacer es desprenderte un poco de ella y volcarte más en Chimo, que lo tienes abandonado al pobre...

Tal vez Paloma tuviera razón, no digo que no. Por supuesto que los quiero a los dos, los dos son mis hijos y daría por ellos lo que fuera, pero me mentiría a mí mismo si negase que por Marta siempre sentí algo especial, y también mentiría si no dijese que a ella le pasaba igual conmigo, porque sin dejar de reconocer que con su madre tenía ciertas afinidades, Marta estaba unida a mí de un modo diferente, de una manera que nunca ha estado Chimo, tal vez porque con él yo tenía una relación más de “hombre a hombre”, sin besos, sin mimos, sin historias que estaba convencido que eran “de mujeres” y lo único que conseguirían sería afeminarlo, creencias que ahora veo absurdas, herencias ancestrales y grabadas a fuego en las que se perdieron caricias, besos y afectos que pude haber tenido con mi hijo y que ya nunca podré recuperar. Yo pensaba que el crío ya tenía bastante con los abrazos efusivos que le daba Paloma, que alguna vez me hicieron temer que lo ahogaría de tanto apretarle la cara contra su pecho. Estaba convencido de que la educación tenía que ser diferente con mi hijo que con mi hija, y así, en el colmo de la desigualdad... les perdí a los dos.

Marta se fue y la casa sin ella parecía vacía. Los primeros días la llamaba al móvil a todas horas, pero poco a poco me di cuenta de que no podía tenerla así, porque se la veía tensa, no se atrevía a decirme nada, pero noté que no le gustaba mi asedio telefónico y, contra mi voluntad, solo pensando en ella, llegamos al acuerdo de que hablaríamos por la noche, eso sí, todas las noches, aunque en realidad, “todas las noches” fueron las tres o cuatro primeras, porque después rara era la vez en que su móvil no estaba “apagado o fuera de cobertura” y yo no tenía más remedio que dormirme con la esperanza de que “mi niña” estuviese sana y salva.

Siguiendo los consejos de Paloma, intenté acercarme a mi hijo, en parte porque tenía mala conciencia por haber estado siempre tan pendiente de su hermana, y en parte porque el tiempo se me hacía eterno y me sentía tremendamente solo en casa, pero ya era demasiado tarde, y Chimo, que estaba acostumbrado a vivir sin un padre que se empeñase en ir con él a todos los sitios, me puso las cosas muy claras desde el primer momento:

—Oye, papá, que si Marta va a estar fuera cinco años, yo esto no lo aguanto tanto tiempo... Que el lunes viniste a esperarme al instituto y mis amigos llevan tomándome el pelo toda la semana; el martes te empeñaste en venir a verme entrenar, el miércoles te acoplaste con nosotros en el cine, y hoy quieres meterte en nuestro grupo de WhatsApp... A ver... que yo te lo agradezco mucho y eso, pero que... me molaba más cuando pasabas de mí, ¿vale? Que tengo catorce años, tío...

Y tenía razón, hay cosas que no tienen vuelta atrás, por eso creo que aquella temporada, de no haber sido por el trabajo, no sé lo que hubiese hecho, porque me resultó tremendamente difícil darme cuenta de que mis hijos ya no me necesitaban nada más que económicamente, eso sí.

Fue ese el momento en el que se produjo un acercamiento a Román Salgado, él había pasado por algo parecido con su hija, y me comprendía desde el punto de vista de un padre que como yo, había visto despegar a su pequeña. En su caso, fue más que eso, él estaba convencido de que la había visto echar a volar para siempre, pues ella no le perdonaba haberse casado con su madre, no entendía lo que para ella había sido una burla a toda la familia cuando reconoció ser homosexual.

—Intenté explicarle que no había sido intencionado, que yo mismo traté de engañarme durante años y disfrazar algo que me producía miedo asumir públicamente, pero no la culpo por no entenderlo, a mí me ha costado casi medio siglo asumirlo y mirar de frente sin pensar que tengo que pasarme la vida pidiendo disculpas por ser como soy.

Me dejaba de hielo con sus razonamientos, no sabía qué decirle porque me daba cuenta de que sus confesiones eran sinceras, hablar de su hija le emocionaba, y lo ponía a mi nivel, al nivel “padre herido”.

—Es muy joven —le decía tratando de quitarle hierro a sus ideas—. Ya verás cómo con el tiempo logra entenderte, los chavales de hoy se han criado en una sociedad más tolerante que la de nuestra infancia, son más abiertos, tienen menos prejuicios.

Pero no lo convencía, no podía convencerlo cuando yo lo seguía mirando con recelo, cuando podía hablar con él si estaban las puertas abiertas o lo tenía a cinco metros de distancia, aunque no por eso dejaba de reconocer que hablar con él me tranquilizaba, que tal vez, como el consuelo de los tontos, ver que mi mal no era el peor del mundo, me daba la sensación de que lo mío no era tan grave, de que mi hija no me había abandonado, de que simplemente estaba estudiando fuera de casa y sobre todo, creciendo y formándose para la vida, como antes lo habíamos hecho otros. Además, yo tenía a Chimo, y al resto de mi familia, seguían estando todos a mi lado.

—Tengo la esperanza —decía con un punto de ilusión en los ojos—, de que tengas razón y algún día pueda volver a abrazar a mi hija, pero con el resto de mi familia, ni tengo esperanza ni la quiero tener. Eran adultos cuando me apartaron de sus vidas, antepusieron la opinión del resto del mundo a los afectos, y eso, deja heridas que no cierran fácilmente.

—Bueno, anda, no seas exagerado, la familia es la familia para siempre.

—¡Mira quién habla! Exagerado, dice, el que está hecho un agonías porque su hija, como es normal, pasa un poco del brasas de su padre.

—¿Un poco? Pero si hace tres días que no la localizo. Ayer tuvo un examen y no sé nada de ella.

—Natural, habrá tirado el móvil —se burlaba entre risas.

Charlábamos entre una reunión y otra, en la cafetería, en el ascensor, donde fuese, porque me doy cuenta de que me puse realmente pesado con el tema de mi hija, y cualquier momento era bueno para sacar la conversación, y él, sin ofenderse por mi poca variedad, siempre tenía respuesta para mis miedos, no le faltaban ejemplos que ponerme, razones para hacerme ver las cosas desde otro punto de vista, palabras que aliviasen mi decaimiento, y ánimo para esperar con ilusión la primera visita de Marta o la próxima vez que me llamase por teléfono sin que yo tuviese que perseguirla dos días para ello.

Llegó a ser tal mi dependencia de su apoyo que el temor a que me viesen con él continuamente, pasó a un segundo plano, porque como además, mis compañeros más cercanos conocían de sobra mi obsesión con la partida de mi hija y bromeaban sobre ello continuamente, no me importaba que viesen que Salgado me aconsejaba y hasta se reía con ellos de mis absurdos temores; pero si se daba el caso de que estuviésemos los dos solos, tampoco salía corriendo, yo lo que necesitaba era que me tranquilizase y cuando le escuchaba, lograba convencerme de que era un “neuras” y un pesado con la persecución a la que sometía a Marta.

Salgado no había vuelto a hacer referencia a la conversación que habíamos tenido semanas atrás en la sala de juntas, no volvió a tener un acercamiento físico conmigo, ni mencionó el tema de cambiar su despacho de edificio, era como si aquella escena jamás hubiera tenido lugar. Yo había tenido la cabeza tan ocupada con el tema de mi hija que instintivamente había hecho como si me hubiese olvidado de aquello, pero el engaño al que quise someterme no se sostenía, y pronto, la realidad vino a imponerse aunque yo me ofuscase en no verla.

Los comentarios acerca de la homosexualidad de Salgado habían sido de lo más variopinto. Todos, incluido yo, nos habíamos reído hasta no poder más de los chistes que enseguida le habían sacado, de las afirmaciones que se hacían de él, de los sitios en los que decían haberlo visto, la mayoría de las veces inventado solo para darle más fuerza a las gracias que se querían hacer con él.

Me tranquilizaba el hecho de ver que mis compañeros me incluían en su grupo aunque fuese para burlarnos de Salgado, que no se ocultaban de mí para eso, porque dejaba claro que me situaban al lado de ellos y no al del director, como tanto había temido al principio. Alguna vez bromeaban, pero les seguía la corriente, me estaba convirtiendo en un magnífico actor.

—Pues tú te llevas muy bien con él —me decían de vez en cuando entre risas y guiños de complicidad—. ¿No te habrá tirado los tejos?

Y todos reíamos como si nuestra probada masculinidad nos hiciera indudablemente superiores a él, y con eso se nos llenaba la boca, se nos tranquilizaba la conciencia y se nos recargaban las pilas para seguir inventando chistes a su costa.

Pero aunque no quisiera detenerme a pensarlo, me sentía cada día más hipócrita cuando estaba a su lado, porque la verdad era que la única persona que me estaba ayudando a superar el trauma que la separación de mi hija me había causado, era él, mientras yo pagaba su paciencia y sus consejos con burlas y risas a su espalda; pero por muy mezquino que uno sea, llega un momento en que eso, pesa por dentro y busca un resquicio por donde salir. Aunque me afané en tapar cualquier rendija por la que mi sentimiento de culpabilidad pudiese aflorar no lo conseguí, y un día, en una de aquellas “sesiones de terapia” que Salgado mantenía conmigo, me coló una pregunta ante la que no supe mentir.

—Te veo mucho mejor —me dijo—. Creo que estás a punto de empezar a superar lo de Marta.

—Pues si es así, te lo debo a ti, eso desde luego...

—No digas eso, hombre, yo lo único que he hecho ha sido escucharte y si acaso, contarte cómo intento superarlo yo, nada más.

 

Y mientras hablaba yo esquivaba su mirada enviando la mía a vagar por las paredes, el suelo, los zapatos, las manos o una mancha diminuta en el cristal, cualquier cosa que evitase mirarle a los ojos, porque no quería sentirme de nuevo confuso, de nuevo alterado, de nuevo como ya me había sentido semanas atrás y como no quería volver a sentirme.

—Ignacio... —Y cuando pronunció mi nombre, todas y cada una de las terminaciones nerviosas de mi cuerpo se pusieron en guardia—. ¿Qué sientes cuando sirvo de burla en los corrillos?

Fingiendo una sorpresa que no sentía comencé a hacer gestos de extrañeza como si no supiera a lo que se refería, tratando de sustituir con aquellas expresiones las palabras que no acudían a mi boca. Tenía la garganta muy seca y el corazón se había tomado la libertad de sobrepasar los límites de velocidad permitidos.

—Vamos —dijo— lo tengo asumido, no creas que es la primera vez, por favor, alguno de los chistes que se hacen, me lo he inventado yo, no es eso lo que me preocupa, lo que me gustaría saber es lo que sientes tú cuando los oyes.

—Pues... bueno... es una situación...

Y me levanté del sofá para moverme por su despacho en el que habíamos tomado un café mientras charlábamos, en principio de la subida en bolsa de las acciones del banco y después de nuestro tema más habitual, los hijos, o para ser más exacto, las hijas.

—Me siento mal —dije por fin mirando a través de los cristales para darle la espalda—, me siento mal porque participo de ello, porque yo también me burlo, porque...

—¿De verdad te sientes mal por eso?

—Hay que ser un miserable para burlarse de ti a una hora y recurrir a tus consejos minutos después —le dije.

—Debes hacerlo así —afirmó—. No se te ocurra cambiar de postura si no quieres buscarte la ruina.

Él continuaba sentado en su silla, y yo apoyado en la ventana, con las manos en los bolsillos del pantalón, sin mirarnos, sin decir nada, como si ninguno quisiera romper aquel delicado silencio, como si una palabra pudiera hacerlo estallar en mil pedazos.

—Me gustaría que algún día pudiéramos hablar con más calma, tal vez te apetezca pasarte por casa a tomar una copa, ya sabes que vivo solo.

No supe reaccionar ante su invitación, me sentí desorientado y lejos de responder con la misma naturalidad con la que él me lo había propuesto, solo pude balbucear algunas palabras inconexas.

—Bueno... no creo... verás... el caso es que... mejor será que...

Pero él no se sorprendía ante ninguna de mis reacciones, no perdía jamás la compostura, siempre era tan calmado hablando como actuando, y mientras yo me deshacía en excusas, él se acercaba a mí y deslizando en mi mano una tarjeta en la que imaginé que figuraba su dirección, me retuvo un momento la mano entre las suyas, y solo dijo:

—Como tú quieras, siempre será como tú quieras, no lo olvides.

Sin contestarle siquiera, salí de su despacho apretando la tarjeta sin mirarla, estrujándola entre mis dedos, intentando deshacerla como me hubiera gustado deshacer aquel maldito cerebro que no era capaz de reaccionar, de imponerse, de plantar cara a situaciones que me desagradaban.

Al llegar a mi despacho rompí la tarjeta en mil pedazos a ver si de aquella forma rompía también la maraña de ideas confusas que iban y venían por mi mente como si quisieran destrozarme la cabeza por dentro.

Pasé la tarde encerrado en el despacho, dejándome los ojos en pegar pedazo a pedazo aquella maldita tarjeta, recomponiendo no solo el papel, sino también la parte de mi desorientado corazón que empezaba a desplomarse ante una evidencia que yo me negaba admitir.

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