Manuel Mejía Vallejo (1923-1964): vida y obra como un juego de espejos

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El protagonista de La tierra éramos nosotros, con tono casi elegíaco, confiesa que con la entrega obligada de la finca también les tocó vender una historia, una tradición, unos amigos y conocidos, un paisaje añorado, «una comunidad hermana». Con ese pedazo de tierra se ha ido lo más esencial, las raíces a las que estaban aferrados y que habían dignificado sus vidas y la de quienes los acompañaban. Con esa expropiación, dice Bernardo:

Hemos perdido la juventud. Ya no pertenecemos a la raza de los brazos abiertos, a la que tendió caminos en tentáculos de progreso, a la que con el hacha compuso un himno guerrero contra la selva, a la que con la pica horadó y preñó la montaña. (TEN, p. 207)

Pero es una película la que ofreció a Mejía el tono y la motivación definitivas para escribir su primera novela cuando estudiaba pintura en la Escuela de Bellas Artes y quería irse a México. «La vuelta a la tuerca» ficcional que motivó la escritura de La tierra éramos nosotros ocurrió una tarde en que el joven Mejía estaba aburrido y decidió entrar al teatro Junín61 para ver una película estadounidense. En esta se cuenta la historia de un hombre que se ve forzado a salir de la tierra que le ata. Al final de la película se observa al personaje mirando por última vez y a la distancia ese valle hermoso que amaba y tuvo que abandonar. Al salir del cine, Mejía compró un «cuaderno grandote cuadriculado» y decidió escribir esa noche los dos primeros capítulos de La tierra éramos nosotros, no solo sobre el desarraigo que generó el hecho de verse obligado a dejar la tierra que quería, sino también los perros y los caballos amados que los acompañaban a todas partes, los muertos familiares, los fantasmas de otros conocidos y de los personajes legendarios. En ese mismo momento, en 1943, afirma Mejía, apenas si tenía

Los veinte años y no había leído más de cinco novelas. Partí de un inmenso impacto a raíz de la salida nuestra del campo y de la aldea donde nacimos, nos criamos y comenzamos a descubrir el misterio de cada día. Me parece que ese impacto volcó algo en mí y quise, tal vez, por ese instinto primario de conservación que tenemos de no dejar olvidados los seres que acompañaron mi infancia. A tal punto llegó la ingenuidad que en esa novela todos los personajes, excepto el mío, que narro en primera persona, tienen el nombre con que fueron bautizados. Inclusive, después regresé al campo donde se planteaban esos problemas un poco ingenuos de mi primera novela y quise seguir el destino de aquellas personas que yo conocí niños o viejos y comprobé dolorosamente hasta qué punto una gran porción de mi mundo se había derrumbado con ellos. A siete de los que yo menciono, tres de ellos protagonistas, los mataron en la violencia (Escobar, 1997, p. 194)62.

Como dirá Mejía (1975), décadas más tarde en uno de sus cuentos, definitivamente «nos vamos quedando con los seres a quienes amamos un día… Salimos de ellos como náufragos» (p. 139), pero irremediablemente a ellos se vuelve. Es lo único esencial63. No obstante, incluso antes de estos dos hechos históricos, el interés por contar e imaginar comienza a despertarse en la pubertad, cuando sirve de cartero del amor entre una pareja de campesinos enamorados. Así lo cuenta Mejía:

Aquellas primeras cartas que yo hice con mala letra y pésima ortografía entre Jael y Ramón Ángel fueron el primer esbozo literario que yo tuve; luego fueron los cuentos que yo contaba cuando íbamos a algún velorio […] Así que puede decirse que mi primera obra fue haber servido de secretario de dos amantes campesinos; después, cuando cumplí trece años, mi madre me envió una carta donde elogiaba mi manera correcta para describir situaciones de la vida cotidiana, como por ejemplo, lo que sucedía en una plaza de mercado o la visita de un familiar o amigo. Fue en ese momento que me puse a pensar qué era esa vaina de escribir bien y de ahí tal vez nació mi vocación (Escobar, 1997, pp. 195-196)64.

Dieciséis años después de La tierra éramos nosotros y con motivo de una segunda edición con miles de ejemplares, la novela fue parte de uno de los libros seleccionados para las colecciones del Festival del Libro del Continente Latinoamericano, celebrado entre 1959 y 1961. Mejía revisó su texto y escribió un prólogo en el que expresaba lo que su novela representó en su momento, lo mucho que de ella seguía vigente en su espíritu de escritor y en el hombre, porque él continuaba atado a la naturaleza, al paisaje del suroeste antioqueño y a las tradiciones de los habitantes de su región. También manifestó que esta fue una novela de los aprendizajes primeros y por eso las muchas falencias formales, la visión ingenua de un mundo que apenas comenzaba a despuntar en un joven al que todavía no se la había revelado la vida y por eso lo hacía un utópico soñador, porque

Vivía entonces la exuberancia de los primeros veinte años, cuando la angustia propia y la ajena no alcanzaban a empañar una descomplicada visión de las cosas. Tenían los pasos un amable sonambulismo, reflejaban los ojos el asombro de quien va descubriendo la vida y el mundo como si nadie antes los hubiera vivido y habitado. De ahí cierto infantilismo en mi estilo, cierta reiteración, cierto caos defectuoso en su misma abundancia de poesía. Porque esta novela es un viejo estado del alma. En ella transcribí con juvenil fidelidad unos cuantos destinos, copié con regocijada quejumbre sucesos demasiado ligados a mí, ignorante de que el transcurrir humano es en sí de un deplorable gusto literario, de que el entusiasmo y el dolor son malos consejeros si se escribe bajo su inmediato influjo. Además, carecía de medios para trascender la realidad, tal vez no veía las cosas desde ellas mismas en esa formidable transferencia del novelista verdadero. Sin embargo, en ese intervalo solo he llegado a convencerme de que nunca se aprende a escribir ni a vivir ni a fabricar belleza, pues a esta la rige un poco el azar, un poco el genio, un poco la intuición repentina, y la vida y la literatura exigen para cada situación una solución distinta, difícil de hallarse en experiencias pasadas. Por ello me he convencido de que siempre seré aprendiz de mí mismo y de lo que me rodea. Por ello también, y por la sonreída seguridad de que esta obra no cambiará el curso de la literatura de hoy, estoy a salvo de la más leve vanidad. Lo anterior no obsta para que, al releerla, me atraiga todavía el vaho de aquellos hechos, el eco amortiguado de aquellas palabras, el recuerdo de aquellos tropiezos que me fueron enseñando el camino del hombre, y ese modo suave que tienen los viejos rostros para acomodarse en nuestro olvido. Fueron auténticas al fin y al cabo estas experiencias que han hecho lo que soy. Que han hecho, sobre todo, lo que pude ser: tantas posibilidades entrevistas con inicial entusiasmo y que la vida volvió ajena como la luz de los espejos. (Mejía V., 1961, pp. 7-8; Escobar, 1997, pp. 198-199)

La tierra éramos nosotros es de alguna manera una novela de educación o Bildungsroman, porque muestra una cierta evolución del protagonista y su proceso de formación, tanto con las cosas agradables como con las negativas, desde el momento en que regresa a la hacienda que fuera antaño de su padre y antes de sus abuelos65. Todo se va dando como en una película. A medida que observa la geografía del lugar y, en especial, a los personajes cercanos, conocidos y lejanos, la memoria se hace presente y revive cada episodio del pasado como si estuviera sucediendo. A través de la novela deja colar todo lo que va aprendiendo de las personas cercanas, de los animales y de la naturaleza. Todo eso es una escuela de los aprendizajes primeros, que para él fueron los esenciales, y de los que le siguieron que consolidan esa formación iniciática y auténtica. Bernardo, el protagonista, se revela en la novela como un antihéroe realista que al final sale del lugar con el sentimiento de una triple frustración: la primera, saber que la hacienda Pipintá de su infancia se ha perdido de manera definitiva y jamás volverá sobre los pasos perdidos. La segunda, por el alejamiento de su amor primero al que un nunca más verá. La tercera, por los amigos y conocidos de la época de infancia y adolescencia que no se cruzarán de nuevo por su camino.

En ese sentido, en ese regreso y viaje por el pasado del que tanto aprende, revela la complejidad de su individualidad y conciencia; pero ese viaje es el primero de muchos otros porque nunca cesará de emprender y aprender. Mejía lleva en sí la condición del trashumante como lo confiesa su imberbe protagonista: «caminar, viajar, caminar. Mi alma lleva el sello errante. Hace veinte años emprendí el viaje al mundo y aún no he llegado a la vida. ¡Necesito vivir!» (TEN, p. 154). En esa novela se observa la emoción en su más primigenio y natural estado. Se podría decir que este es un texto en el que, con palabras de Pascal, «el corazón ha impuesto su razón que la razón desconoce». Es una novela que, como el mismo escritor afirma autocríticamente en 1961:

Escrita con peligrosa fluidez, con derroche exagerado de paisaje, con énfasis escaso de matices. Por aquel entonces no pensaba mis sentimientos, no enjaulaba en definiciones, siempre arbitrarias, el latido espontáneo de cada hora. Así, al leer de nuevo estas páginas, me siento como un ciego que va trajinando un camino al que no se puede juzgar, aunque es el suyo. O fue el suyo muchos años atrás. Ahora, un poco más sobre mí mismo, veo en mi novela el testimonio de los apasionamientos primeros, del nacer a la vida y a la literatura con toda su claridad, toda su puerilidad y toda su autenticidad. Porque en La tierra éramos nosotros hay, cuando menos, una obra honrada. Y si la honradez no significa virtud literaria, sí es base fundamental en la brega creadora. En ella estoy como tal fui antes y porque, a pesar de todo, sus páginas me traen el sabor y el aire de las viejas canciones que un día cantamos emocionadamente […] Ya es lugar socorrido decir que la mejor obra es la que uno está por escribir. Me parece que en la que más me di, en lo poco que yo era, es La tierra éramos nosotros, cuando ni sabía escribir ni entendía qué cosa pudiera ser la novela. Esas páginas me fueron saliendo con una fluidez peligrosa, porque yo me sabía y sentía todo aquello que iba componiendo en esas páginas. Es una novela ingenua, muy fresca y poética; un canto exaltado de paisajes y seres nuestros, narrada en primera persona y con los nombres que conservaron en vida los habitantes de aquellas montañas. El único nombre cambiado es el mío; yo me llamo Bernardo, el mismo nombre que ha aparecido en novelas posteriores, porque sigo siendo aquel niño inocente lleno de miedo, de terrores, lleno de deseos y de fuerza para poder combatir lo que llegara encima, es decir, un magisterio de cierto tipo de valentía que nos inculcaron nuestros padres y parientes que eran hombres y mujeres de verdad. Es una novela llena de ingenuidades, pero para mí representa un honesto, aunque ingenuo punto de partida, porque es muy importante para un escritor tener una primera obra, una obra sobre la cual basarse y además dar pie a que la gente comente sobre uno y diga algo en favor o en contra. Eso, más el criterio que uno se va formando a través de los libros, libros ajenos, de las conversaciones de café, de la autocrítica a que está obligado todo escritor que tenga cierto sentido de la responsabilidad, pues, repito, unido a todo esto, se va dando la formación de un estilo que, en fin de cuentas, nace de la manera personal de decir las cosas y de la discriminación de otros autores modernos y antiguos para decir las suyas. (Escobar, 1997, pp. 199-200, 201-202)

 

Pero esa novela precoz es también un intento por quebrar una concepción de la vida centrada en la función productiva, comercial, mercantil de la vida urbana, y reaccionar ante la hostilidad de las élites por los asuntos del arte, la literatura y la cultura en general. Es la nostalgia por determinados valores que tienden a desaparecer definitivamente con la muerte de una generación cimentada en ese orden peculiar que en el presente ha desaparecido o tiende a desaparecer: el coraje, la aventura, el valor de la palabra empeñada, el riesgo asumido, la lealtad, la amistad y la imaginación. Dada su nueva vida en la ciudad, a Mejía le urgía abandonar el campo y con este un pasado que lo marcaría de manera definitiva, porque lo vivido en ese tiempo primero, que generó no pocos interrogantes, es lo que serviría de pauta para un largo aprendizaje y un ejercicio de escritura en busca de las raíces rotas. Finalmente, esto no es otra cosa que la búsqueda desesperada de sí mismo porque, como diría Rulfo (1994), «Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta» (p. 38).

Algunas lecturas sobre La tierra éramos nosotros

Por ser la primera novela de Mejía en la que aparecen en ciernes muchos de los temas que desarrollaría luego en otros cuentos y novelas, nos vamos a detener en las opiniones que suscitó esta obra en una época y medio cultural bien limitados en el campo de la crítica. Eran los mismos escritores y periodistas los que ejercían este oficio de modo circunstancial y no pocas veces más emocional que analítico. Sin embargo, sorprende la cantidad de artículos publicados en periódicos y revistas que motivó la aparición de esta novela y podría decirse que son excepcionales aquellos que no aprecian este texto iniciático. Pocas semanas antes de su publicación, se tuvo noticia de la novela por primera vez, cuando apareció un breve artículo en el periódico, bajo el seudónimo de Sonia, que anunciaba que estaba en prensa la novela de un joven escritor desconocido que nunca había publicado, y adelantaba el tercer capítulo (Sonia, 1945*). Recién salida la novela, el periodista José Jaramillo Zuleta (1945) percibió la «plasticidad» de esta como si fuera una pintura, no «de un hombre sino del conjunto de hombres que pueblan Antioquia», no de un lugar específico sino del campo y de los campesinos en general, no de «determinadas costumbres, sino de las que se observaban en todo lo largo y ancho del campo antioqueño». Sostenía que el retrato que hace de Antioquia «es bien diferente» de sus antecesores. Mientras Efe Gómez muestra una Antioquia campesina «vigorosa y terrible» y la de Carrasquilla «es fuerte también, ambiciosa y definida», el joven Mejía brinda una visión «decadente, tediosa, desconfiada [que] quiere oír a la ciudad» (p. 4). Esta última afirmación de la decadencia de una familia poderosa venida a menos y de muchas costumbres del campo podría confirmarse bien cuando Mejía (1946*) dice a otro periodista: «mis abuelos fueron ricos, pero la vida ha igualado con su rasero a nobles y pecheros, a ricos y pobres, y las dinastías sometidas a este único influjo se remansan en sus glorias antiguas y en sus recuerdos». Un amigo cercano de Mejía, que lo acompañará por Centroamérica, Alberto Upegui Benítez (1945*), reconoce en la primera obra de Mejía

Una gran obra. Es la producción más sorprendente de la novelística colombiana moderna. Se siente bullir la vida de los personajes, de toda nuestra montaña antioqueña, se siente el crepitar de las pasiones elementales y el discurrir fatal del tiempo, barriendo los hechos y las cosas en una interminable sucesión sin descanso. Nada allí es postizo. Todo es verdadero, justo, dinámico. Y en el fondo, un amor inmenso al terruño, a las fuerzas vírgenes que aferran al hombre a la tierra que infunden la vida y hacen del hombre el más alto producto de la madre universal.

A otro lector o lectora le parece que en la novela «no hay nada de postizo, de hueco, de retórico, ni de rabularia emocional». Es una novela que «satisface el gusto y las aspiraciones contemporáneas». Mejía «tiene todos los rasgos temperamentales para emprender una novela de aliento más capital. Sus dotes están comprobadas» (Aldebarán, 1945)66. Por la manera como Mejía describe el paisaje y habla del mundo campesino, Alfonso Lopera opina que, más que narrador y novelista, es un «lírico genuino al sentir las emociones que la montaña engendra». Esto se observa en la musicalidad de los diálogos entre campesinos, en la descripción del paisaje que es como «la pintura de un cuadro cuajado de vida y colorido». Mejía ofrece al lector «la imagen de la tierra que, al fin y al cabo como la mujer esquiva, solo se entrega a quien sabe comprenderla y amarla, sentirla y trabajarla». Lopera (1946*) concluye diciendo que en Mejía «hay una consoladora revelación y una más alta promesa».

El filósofo Fernando González (carta, 1946) habla así de la novela: «obra juvenil, fuerte, movida, tan nuestra y tan universal a un mismo tiempo […] Usted se ha señalado como el delantero de nuestra novela». Para el poeta Carlos Castro Saavedra (1946), «La tierra éramos nosotros es un canto a Antioquia, una alabanza que entraña todo lo propio, todo lo autóctono» (p. 498). Para Carlos Agudelo Echavarría (1946), la novela refleja «el alma de la raza palpitante y preciosa, dulce y trágica a veces», y detrás de ella se percibe «una verdadera promesa para las letras patrias» por «un carácter que denota madurez y responsabilidad de escritor». En un extenso ensayo, Carlos Palacio Laverde saluda la novela de Mejía en una época de «prosas desteñidas y soñolientas, sin hondura y sin tuétanos», «de opaca cotidianía literaria», de «agresivo mercantilismo, de enloquecido ajetreo comercial y de vertiginoso afán de lucro». Valora el temple y osadía de Mejía de tener «el valor de enfrentarse con el público —sordo y ciego siempre ante toda manifestación de arte— armado solamente de un inofensivo cuaderno literario […] de un muchacho desconocido», pero en el que se percibe «una admirable sensibilidad artística y una firme y poderosa vocación de novelista». Para su tiempo, agrega Palacio (1946), La tierra éramos nosotros es una «heroica proeza» (p. 5)67. Este crítico se acerca al espíritu de la novela cuando sostiene que en ella «se cruza insistentemente la sombra de la tristeza» y detrás el rostro eufórico y la sonrisa indefinible del protagonista —alter-ego del autor—. Se observa

La máscara angustiada del inconforme, el rictus amargado del torturado mental, golpeado acaso súbitamente por la angustia y la desesperación metafísica del hombre que, abominando de serlo, añora su niñez —esfumada en el tiempo, pero presente en el abecedario de su pizarra emotiva— y su perdida Arcadia, a la que jamás volverá y quiere, sin embargo, embriagarse con el mosto agridulce del recuerdo […] ¿Y habrá tragedia mayor y problema más humano que el del hombre desarraigado de sus afectos y de su solar, zarandeado por el destino, despojado de todo, hasta de su cuna, y cuyo espíritu inquieto y ambicioso, vibrátil antena de sensaciones no encuentra sosiego y acomodo? […] Hay en ella páginas líricas —de lirismo mesurado y de buen gusto, no del melifluo y empalagoso— grávidas de la más alta y pura poesía. (pp. 5 y 13)

Pero no solo los elogios vienen de Antioquia, también de Bogotá68. En una nota de El Espectador, de 9 marzo de 1946, se afirma de Mejía que este «sabrá conquistarse una alta posición en nuestra literatura, pues posee algo más que vocación: cualidades intelectuales y sensibilidad artística que sería injusto desconocerle». Un crítico reconocido del momento, Álvarez D’Orsonville (1946*), reconoce en Mejía «su capacidad novelística, apta para aguda interpretación del subconsciente, traza con acierto innegable la vida externa del habitante campesino. Hay calidad, armonía, color, inspiración en las actitudes y maneras de obrar de los personajes del pueblo […], sensibilidad lírica, imaginativa y observadora». El escritor quindiano Antonio Cardona Jaramillo (mayo/46*) considera La tierra éramos nosotros como «la más fiel novela terrígena de que se tenga conocimiento en la literatura colombiana». Por la manera como el joven escritor escucha del alma de la cultura campesina, este es un «libro sinfónico con una prosa que vacila entre la desesperación y la sonrisa; libro de los recuerdos y de los olvidos; libro de animados diálogos con una precisión ‘fonográfica’; libro del destino que no pudo alcanzarse, pero de sueños esperanzados». Estima esa obra «entre las mejores novelas colombianas».

El bogotano Álvaro Sanclemente (1946) sostiene que «uno de los mayores méritos de la novela» es que el autor «ha procurado ir más allá de la aparente vida campesina». A pesar de anotar algunos defectos como «la frondosidad literaria», concluye que es una de «las mejores producciones de su género aparecidas últimamente en el país» y Mejía «una verdadera promesa de la literatura nacional» (pp. 388, 390). Otro crítico escribe un extenso comentario sobre la novela en el que resalta sus novedades y aportes; descubre en ella una visión «profunda y sensible de la naturaleza» con un «estilo convincente naturalista y profundamente castizo» (Bechara, 1947*). Piensa que el joven Mejía «traduce con exactitud el temperamento de su raza, las costumbres y predilecciones, sus anhelos y esperanzas». Trece años después de haber publicado La tierra éramos nosotros y ganado en 1958 el Concurso Nacional del Cuento Folclórico, el escritor quindiano Adel López Gómez, observa que Mejía «continua la tradición antioqueña de los grandes realistas», la de Tomás carrasquilla, Efe Gómez y José Restrepo Jaramillo69. Recuerda el efecto que le produjo la primera vez que leyó La tierra éramos nosotros: «especie de retablo lírico, en cuya entraña y nervatura se anuda, consistente y seria, la realidad de una novela de la tierra». Aprecia la fuerza de su estilo, «la amplitud de la visión, la plasticidad de las imágenes, la seguridad de las formas». Para Gómez, es una «novela de retorno, tocada de juvenil melancolía» (López, 1958).

Un comentarista de la época afirma que la primera edición de la novela, con un tiraje de 1300 ejemplares se había agotado de inmediato en Antioquia y se proyectó una reimpresión para el país70. Además, dice que Mejía «tiene lista, pero sin corregir, las hojas de una segunda novela» con el título provisorio «El hombre vegetal, que será publicada probablemente a finales del año en curso» («Manuel Mejía Vallejo», 1946*)71. Poco tiempo después alguien cercano a Mejía dice que este ha terminado hace poco una nueva novela y lleva el título provisional

 

El hombre infinito. Se trata del violento choque que sufre un muchacho de clase media contra las agresivas murallas de prejuicios y egoísmos de la sociedad (moderna o antigua es lo mismo). El personaje —prototipo del hombre nuevo— quiere a toda costa liberarse, consolidar su espiritualidad y dejar atrás los vicios y las miserias de semejante paz artificial. El asunto no es nada nuevo. Pero es interesante conocer el esquema que pueda trazarnos de él una juventud en plena marcha hacia el gran mundo ideal. Mejía Vallejo se ha enfrentado al tema esencial que ha servido de tumba a infinidad de escritores en formación72. («Novela», 1946*)

No se ha encontrado ninguna referencia de esta supuesta novela y tampoco corresponde en su temática con la siempre inconclusa novela El hombre vegetal, que comienza a publicar por capítulos de vez en cuando a partir de 1946. A finales de 1946, al hacer un balance de la literatura colombiana de ese año, un colaborador del periódico El Siglo dice que, con La tierra éramos nosotros de Mejía, Andágueda de Jesús Botero y Chambú de Guillermo Edmundo Chaves, se puede afirmar un renacimiento de la literatura del país que «había experimentado un largo eclipse» y «agotamiento de la cantera intelectual»73 («Resurge…», 1946)*). Otro comentarista de El Tiempo, al hacer el mismo balance con las mismas obras afirma que, de esas tres, la de Mejía «es la que más se aproxima a la concepción integral de la novela» («La novela…», 1946*).

En 1957, un periodista le preguntó a Mejía sobre esta y él le respondió de manera franca que

Esas páginas salieron naturalmente. Yo desconocía la literatura en general, tenía poca edad y tenía que escribir eso. Fue una especie de memorias poetizadas de mis primeros veinte años. Las quiero como quiere su infancia, o la sombra de un árbol donde se recuerda amablemente. («Una entrevista con el escritor Mejía V.», 1957)

Cuando aún Mejía se encontraba en Centroamérica, un crítico salvadoreño que leyó la novela dijo sobre esta que «es una elegía a la tierra, al bien perdido. A ratos lo vemos resbalar peligrosamente hacia la dulcedumbre romántica al estilo de María. Pronto se recupera y vuelve a ser él. Son los recuerdos de un adolescente con alma de poeta» (Gallegos, 1956, p. 43). Cincuenta y tres años después de la aparición de La tierra éramos nosotros, el ensayista y poeta Santiago Mutis (1998) se acercó como pocos al espíritu de lo que esta es y lo que significa para un escritor que se inicia al oficio de manera precoz

En plena y ardiente juventud, lo cual explica su inmanejable abundancia, la avalancha de emociones, su probable falta de maestría, su desbordante y espléndido caos, y el magnífico espectáculo de vida que nos brinda con su don natural de narrador: el de permitirnos ver nacer a un hombre y al mismo tiempo a un escritor. La fascinante complejidad de cualquiera de estos hechos está aquí contada con todas sus profundidades y matices, con todas las contradicciones, dudas y revelaciones, que como ángeles y demonios venidos del fondo del aire, del misterio mismo de la condición humana —atada al mástil del tiempo— se lanzan sobre una criatura que dolorosamente comienza a despedirse de la juventud y a internarse en la sombra que aún lo separa de la madurez […] La tierra éramos nosotros es una pieza autobiográfica y la sorprendente bitácora de un viaje interior por el que debe pasar la humanidad entera: la determinación de tomar la vida en las propias manos […], asumir el destino que brilla desde lo más lejano del alma y «leer en el tiempo el lugar del mundo en que se halla». En esto, la novela es admirable, y su lectura una lección que pocas veces se nos da en forma tan honrada […] La «falta de maestría» de Manuel en La tierra éramos nosotros está en haber llevado a la novela todo cuanto aquejaba su alma, todo cuanto sabía y había visto y oído, todo cuanto amaba y deseaba, todo cuanto quería poner a salvo. La complejidad de asuntos que intenta exponer en ella es abrumadora, y fascinante, y se funde con su vida […] No conozco entre nosotros un ejemplo más intenso, más dramático, más complejo y veraz, ni más diáfano, que este que nos brinda Manuel de cómo un hombre se aventura en la línea de sombra, este repentino eclipse que nos nubla el corazón y la inteligencia, y navega en sus aguas siguiendo solo una estrella, la suya, arrastrando el alma entre peñascos, con una honestidad, un talento y una entrega dignas del mayor respeto. (pp. 136, 137)

Rumor mendaz

Desde su publicación, La tierra éramos nosotros generó muchos elogios y los infaltables detractores que no conocían los antecedentes de la gestación de la novela ni les interesaba, porque les era difícil aceptar que alguien que apenas había superado los veinte años tuviera tanta capacidad para narrar e intercalar no pocas reflexiones de calado filosófico. Tal vez por esto, cuando salió la novela, Monseñor Félix Henao Botero, rector de la Universidad Pontificia Bolivariana, la atacó por inmoral. Esta fue la misma Universidad que había marginado a Mejía cuando estudiaba el bachillerato por sus ideas distintas, por lo cual no terminó sus estudios. Pero el ultra conservadurismo de cierto clero fue más allá cuando el padre Bernardo Restrepo, párroco de Jardín, hizo quemar, según Mejía, algunos ejemplares en el parque en una especie de auto de fe. Cosa que llegó al ridículo en una novela ingenua y sin malicia alguna. Al respecto de la desconfianza de algunos de sus colegas, afirma Mejía:

Me dio mucha tristeza que los mismos amigos dijeran que la novela no era mía, que tenían pruebas suficientes para corroborar que era de mi tío, porque yo estaba muy joven para escribir cosas tan profundas como se veían en esa novela; por lo menos ahí me elogiaron y me llevaron a demostrarles, con mis posteriores trabajos, que era un escritor. (Escobar, 1997, p. 69)

Además, como él mismo advierte, fue ingenuo escribir una novela en la que hasta se le «olvidó cambiar los nombres a los personajes, y fue eso lo que más gustó a los campesinos de mi tierra, que se reconocían en las páginas del libro» (Escobar, 1997, p. 70; Pineda, 1964, p. 27). La desconfianza y el cuestionamiento de ciertos sectores dominantes de la sociedad antioqueña ante la nueva generación fueron compensados en parte al ser aceptados y promovidos por la anterior generación de escritores, que era lo que a ellos en realidad les interesaba «porque sabíamos que la sociedad seguiría con sus prejuicios contra nosotros o contra cualquier nuevo poeta o artista que apareciera» (Escobar, 1997, p. 69)74.

En un artículo publicado en 1928 por Sanín Cano (1977), conocedor del medio intelectual europeo y colombiano, este último es descrito como anclado en el academicismo, la tradición fijada, la mediocridad, el arribismo y lo poco que había cambiado con el paso del tiempo:

El anhelo pueril de enriquecerse a toda costa, el ansia de entretenimientos superficiales y la aspiración a formar parte de los cuadros burocráticos, desadaptan a la juventud y le conservan a la República el carácter de residuo fósil en medio de la agitada vida que lleva la especie humana, allí donde la vida está de acuerdo con las ideas y sentimientos de una civilización renovada y perpetuamente renovable. (p. 642)

Es tal el éxito de La tierra éramos nosotros que, entre los muchos comentarios de periodistas, escritores, lectores de Antioquia y del país, raro es el comentario negativo, salvo indicar algunos defectos de forma o ingenuidades de un iniciado. Durante los primeros nueve meses de publicada la novela, todos resaltaban la precocidad narrativa del recién llegado a la literatura y la profundidad de muchas reflexiones sobre los grandes temas metafísicos de la vida, así como la visión casi poética y trágica de la naturaleza y del mundo del campo y de sus naturales habitantes. Esto resultaba difícil de aceptar para dos jóvenes iniciados a poetas de la misma región de Mejía, Iván Piedrahita y Federico Ospina, de Andes y Jardín, quienes lanzaron un rumor que causó mucho revuelo, acerca de que la novela no había sido escrita por Mejía Vallejo, sino por un tío abogado suyo de igual nombre, Manuel Mejía Montoya, muerto once antes75.