Maestros de la Poesia - César Vallejo

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From the series: Maestros de la Poesia #5
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Maestros de la Poesia - César Vallejo
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El Autor

César Abraham Vallejo Mendoza fue un poeta y escritor peruano. Es considerado uno de los mayores innovadores de la poesía del siglo XX y el máximo exponente de las letras en su país. Es, en opinión del crítico Thomas Merton, «el más grande poeta católico desde Dante, y por católico entiendo universal» y según Martin Seymour-Smith, «el más grande poeta del siglo XX en todos los idiomas».

Publicó en Lima sus dos primeros poemarios: Los heraldos negros (1918), con poesías que si bien en el aspecto formal son todavía de filiación modernista, constituyen a la vez el comienzo de la búsqueda de una diferenciación expresiva; y Trilce (1922), obra que significa ya la creación de un lenguaje poético muy personal, coincidiendo con la irrupción del vanguardismo a nivel mundial. En 1923 dio a la prensa su primera obra narrativa: Escalas, colección de estampas y relatos, algunos ya vanguardistas. Ese mismo año partió hacia Europa, para no volver más a su patria. Hasta su muerte residió en París, con algunas breves estancias en Madrid y en otras ciudades europeas en las que estuvo de paso. Vivió del periodismo complementado con trabajos de traducción y docencia.

En la última etapa de su vida no publicó libros de poesía, aunque escribió una serie de poemas que aparecerían póstumamente. Sacó en cambio, libros en prosa: la novela proletaria o indigenista El tungsteno (Madrid, 1931) y el libro de crónicas Rusia en 1931 (Madrid, 1931). Por entonces escribió también su cuento más famoso, Paco Yunque, que saldría a luz años después de su muerte. Sus poemas póstumos fueron agrupados en dos poemarios: Poemas humanos y España, aparta de mí este cáliz, publicados en 1939 gracias al empeño de su viuda, Georgette Vallejo. La poesía reunida en estos últimos volúmenes es de corte social, con esporádicos temas de posición ideológica y profundamente humanos. Para muchos críticos, los Poemas humanos constituyen lo mejor de su producción poética, que lo han hecho merecedor del calificativo de «poeta universal».

El poeta César Vallejo, en Madrid1

Alguna vez escribiré un libro titulado Jefe de andenes, para acusar recibo de todos los grandes, pequeños y medianos hombres que vienen a “L’Espagne”. En estos días, dos poetas: después de Vicente Huidobro, que quedó reseñado en nuestro Heraldo, César Vallejo, peruano de raza, pasado por París.

Tenía viva curiosidad por conocer a este César Vallejo. “Ciap” ha lanzado hace poco una reedición de Trilce, su libro de poemas, que era ya famoso en los nuevos decamerones.

Y he aquí que se produce el milagro kilométrico, porque el viaje de un poeta siempre tiene mucho de milagro y anuncian en las ciudades los cambios de temperatura, por consonancia con la literatura. ¡Conmovedor!

Ha llegado el indefinible Vallejo. Yo recuerdo unas palabras del nuevo libertador de América, Carlos Mariátegui, que nos explicaba cómo el ultraísmo, el creacionismo, el superrealismo y todos los “ismos” son elementos anteriores en él, dentro del panorama de su sueño; elementos, en suma, que no permiten catalogarle tampoco en ninguna escuela. Así lo creo yo también. Asombra su autoctonismo y los lejanísimos mares, las remotas palabras que le sirven a este hombre desinteresado de partidos politicoliterarios para construir su poema con el mismo sentido personal y directo que las flores producen su olor. César Vallejo aprisiona en Trilce la precisión como principal elemento poético. Sus versos me dieron, cuando lo conocí, la impresión de una angustia sin la cual no concibo al verdadero poeta. Su desgarramiento por lograr la verdad -su verdad- me pareció terrible.

A otra cosa y otra cosa: la gracia de su cultura. Desde la primera poesía comprendí que no era el montañés peruano que me querían presentar algunos, creyendo favorecerle con la simulación de un poeta adánico, cazado en lazo de auroras en la serranía donde él comía soles, ignorando que sus zapatos eran de charol. No, no ¡No! Yo veía en él las conchas de la experiencia, la cultura del sufrimiento, la fosfatina poética convertida en la mermelada del hombre de los grandes hoteles de la tierra, que sabe que la luna no tiene nada que ver con la Luna de Montparnasse. Un hombre, en fin, que sabía pelar la naranja de sus versos sin poner los dedos en ella.

He aquí que ahora, traído por el gran Pablo Abril de Vivero, el fundador de Bolívar, el excelente escritor, a cuya labor americana en España se debe mucho más de lo que se aprecia, que tengo frente a mí a César Vallejo. ¿Cómo es César Vallejo?

Duros y picudos soles le han acuchillado el rostro hasta dejarlo así: finamente racial, como el de un caballerito criollo de Virrey nato, que con espuela de plata fuera capaz de hacer correr al caballo de Juanita y espantarle el Rívoli. Mazos de pensamiento sacaron su frente y hundieron sus ojos, a los que la noche daba el kool de quienes suspiran más hacia dentro que los demás. Este hombre, muy moreno, con nariz de boxeador y gomina en el pelo, cuya risa tortura en cicatrices el rostro, habla con la misma precisión que escribe, y no os espantará demasiado si os juro que en el café se quita el abrigo y lo duerme en la percha.

—César Vallejo, ¿a qué viene usted?

—Pues a tomar café.

—¿Cómo empezó a tomar café en su vida?

—Publiqué mi primer libro en Lima. Una recopilación de poemas: Heraldos Negros. Fue el año 1918.

—¿Qué cosas interesantes sucedían en Lima en ese año?

—No sé… Yo publicaba mi libro…, por aquí se terminaba la guerra… No sé.

—¿Qué tipo de poesía hizo usted en sus Heraldos Negros?

—Podría llamarse poesía modernista. Encajaban, sí, en un modernismo español, en un sentido tradicional con lógicas incrustaciones de americanismos.

—¿Recuerda usted…?

Es Abril quien la recuerda:

Qué estará haciendo ahora mi andina y dulce Rita,

de junco y capulí;

ahora que me asfixia Bizancio, y que dormita la sangre,

como flojo coñac, dentro de mí.

Lo ha recitado César Vallejo mal, muy mal; pero no tan mal que yo no aprecie las excelencias de esta estrofa, que revela -y más si se la mira con el sentido histórico de su fecha- un auténtico poeta. En ella veo, por lo pronto…

—Veo por de pronto, amigo Vallejo, algo importantísimo en un poeta y sin cuya condición no me interesan ni los poetas ni los prosistas ni las locomotoras; la precisa adjetivación: “flojo coñac”.

—La precisión -dice Vallejo- me interesa hasta la obsesión. Si usted me preguntara cuál es mi mayor aspiración en estos momentos, no podría decirle más que esto: la eliminación de toda palabra de existencia accesoria, la expresión pura, que hoy mejor que nunca habría que buscarla en los sustantivos y en los verbos… ¡ya que no se puede renunciar a las palabras!…

—En Trilce, por ejemplo, ¿puede citarme algún verso así?

—Vallejo busca en su libro que yo he traído al café, y elige lo siguiente:

La creada voz rebelase y no quiere

ser malla, ni amor.

Los novios sean novios en eternidad.

Pues no deis 1, que resonará al infinito.

Y no deis 0, que callará tanto,

hasta despertar y poner en pie al 1.

—Muy bien. ¿Quiere usted decirme por qué se llama su libro Trilce? ¿Qué quiere decir Trilce?

—Ah, pues Trilce no quiere decir nada. No encontraba, en mi afán, ninguna palabra con dignidad de título, y entonces la inventé: Trilce. ¿No es una palabra hermosa? Pues ya no pensé más: Trilce.

—¿Cuándo llega usted a Europa, a París, Vallejo?

—En 1923, con Trilce publicado el año anterior.

—¿Usted no conocía a los modernos poetas franceses?

—Ni a uno. El ambiente de Lima era otro. Había alguna curiosidad; pero concretamente yo no me había enterado de muchas cosas.

—¿Cómo pudo usted hacer ese libro entonces, ese libro que, incluso como poesía verbalista, pregona conocimientos de toda clase?

—Me di en él sin salto desde los Heraldos Negros. Conocía bien los clásicos castellanos… Pero creo, honradamente, que el poeta tiene un sentido histórico del idioma, que a tientas busca con justeza su expresión.

—¿Qué gente conocía usted en París?

—Poca. Desde luego no busqué escritores. Después encontré a un chileno, Vicente Huidobro, y a un español, Juan Larrea.

(Séame aquí permitido recordar a Juan Larrea, poco o nada conocido de nadie. Gran poeta nuevo. Le conocí en el Archivo Histórico Nacional, donde era archivero. Un día se despidió, abandonó la carrera y dijo que iba a hacer poesía pura a París. Dos o tres años. Se fue a París, diciendo que se iba a hacer poesía pura, y se metió en un pueblo peruano, donde, naturalmente, no se le había perdido nada. Dos años de soledad, de aislamiento. Nunca quiso publicar sus versos. Un día se cansará definitivamente, y diciendo que se va a hacer poesía pura, llegará al limbo de los buenos poetas, donde ángeles desplumados tocan violines de sueño. ¡Gran Larrea!)

—Para terminar, amigo Vallejo, ¿obras inéditas?

—Un drama escénico: Marnpar. Un nuevo libro de poesía.

—¿Qué título?

—Pues… Instituto Central del Trabajo.

Selección de poemas
Absoluta

Color de ropa antigua. Un julio a sombra,

y un agosto recién segado. Y una

mano de agua que injertó en el pino

resinoso de un tedio malas frutas.

Ahora que has anclado, oscura ropa,

tornas rociada de un suntuoso olor

a tiempo, a abreviación... Y he cantado

el proclive festín que se volcó.

 

Mas ¿no puedes, Señor, contra la muerte,

contra el límite, contra lo que acaba?

¡Ay, la llaga en color de ropa antigua,

cómo se entreabre y huele a miel quemada!

¡Oh unidad excelsa! ¡Oh lo que es uno

por todos!

¡Amor contra el espacio y contra el tiempo!

Un latido único de corazón;

un solo ritmo: ¡Dios!

Y al encogerse de hombros los linderos

en un bronco desdén irreductible,

hay un riego de sierpes

en la doncella plenitud del 1.

¡Una arruga, una sombra!

Altura y pelos

¿Quién no tiene su vestido azul?

¿Quién no almuerza y no toma el tranvía,

con su cigarrillo contratado y su dolor de bolsillo?

¡Yo que tan sólo he nacido!

¡Yo que tan sólo he nacido!

¿Quién no escribe una carta?

¿Quién no habla de un asunto muy importante,

muriendo de costumbre y llorando de oído?

¡Yo que solamente he nacido!

¡Yo que solamente he nacido!

¿Quién no se llama Carlos o cualquier otra cosa?

¿Quién al gato no dice gato gato?

¡Ay, yo que sólo he nacido solamente!

¡Ay! ¡yo que sólo he nacido solamente!

Amor prohibido

Subes centelleante de labios y de ojeras!

Por tus venas subo, como un can herido

que busca el refugio de blandas aceras.

Amor, en el mundo tú eres un pecado!

Mi beso en la punta chispeante del cuerno

del diablo; mi beso que es credo sagrado!

Espíritu en el horópter que pasa

¡puro en su blasfemia!

¡el corazón que engendra al cerebro!

que pasa hacia el tuyo, por mi barro triste.

¡Platónico estambre

que existe en el cáliz donde tu alma existe!

¿Algún penitente silencio siniestro?

¿Tú acaso lo escuchas? Inocente flor!

... Y saber que donde no hay un Padrenuestro,

el Amor es un Cristo pecador!

Ausente

Ausente! La mañana en que me vaya

más lejos de lo lejos, al Misterio,

como siguiendo inevitable raya,

tus pies resbalarán al cementerio.

Ausente! La mañana en que a la playa

del mar de sombra y del callado imperio,

como un pájaro lúgubre me vaya,

será el blanco panteón tu cautiverio.

Se habrá hecho de noche en tus miradas;

y sufrirás, y tomarás entonces

penitentes blancuras laceradas.

Ausente! Y en tus propios sufrimientos

ha de cruzar entre un llorar de bronces

una jauría de remordimientos!

Avestruz

Melancolía, saca tu dulce pico ya;

no cebes tus ayunos en mis trigos de luz.

Melancolía, basta! Cuál beben tus puñales

la sangre que extrajera mi sanguijuela azul!

No acabes el maná de mujer que ha bajado;

yo quiero que de él nazca mañana alguna cruz,

mañana que no tenga yo a quién volver los ojos,

cuando abra su gran O de burla el ataúd.

Mi corazón es tiesto regado de amargura;

hay otros viejos pájaros que pastan dentro de él...

Melancolía, deja de secarme la vida,

y desnuda tu labio de mujer...!

Bordas de hielo

Vengo a verte pasar todos los días,

vaporcito encantado siempre lejos...

Tus ojos son dos rubios capitanes;

tu labio es un brevísimo pañuelo

rojo que ondea ¡en un adiós de sangre!

Vengo a verte pasar; hasta que un día,

embriagada de tiempo y de crueldad,

vaporcito encantado siempre lejos,

la estrella de la tarde partirá!

Las jarcias; vientos que traicionan; vientos

de mujer que pasó!

Tus fríos capitanes darán orden;

y quien habrá partido seré yo...

Capitulación

Anoche, unos abriles granas capitularon

ante mis mayos desarmados de juventud;

los marfiles histéricos de su beso me hallaron

muerto; y en un suspiro de amor los enjaulé.

Espiga extraña, dócil. Sus ojos me asediaron

una tarde amaranto que dije un canto a sus

cantos; y anoche, en medio de los brindis, me hablaron

las dos lenguas de sus senos abrasadas de sed.

Pobre trigueña aquella; pobres sus armas; pobres

sus velas cremas que iban al tope en las salobres

espumas de un mar muerto. Vencedora y vencida,

se quedó pensativa y ojerosa y granate.

Yo me partí de aurora. Y desde aquel combate,

de noche entran dos sierpes esclavas a mi vida.

Comunión

Linda Regia! Tus venas son fermentos

de mi no ser antiguo y del champaña

negro de mi vivir!

tu cabello es la ignota raicilla

del árbol de mi vid.

tu cabello es la hilacha de una mitra

de ensueño que perdí!

Tu cuerpo es la espumante escaramuza

de un rosado Jordán;

y ondea, como un látigo beatífico

que humillara a la víbora del mal!

Tus brazos dan la sed de lo infinito,

con sus castas hespérides de luz,

cual dos blancos caminos redentores,

dos arranques murientes de una cruz.

Y están plasmados en la sangre invicta

de mi imposible azul!

Tus pies son dos heráldicas alondras

que eternamente llegan de mi ayer!

Linda Regia! Tus pies son las dos lágrimas

que al bajar del Espíritu ahogué,

un Domingo de Ramos que entré al Mundo,

ya lejos para siempre de Belén!

Considerando en frío, imparcialmente...

Considerando en frío, imparcialmente,

que el hombre es triste, tose y, sin embargo,

se complace en su pecho colorado;

que lo único que hace es componerse

de días;

que es lóbrego mamífero y se peina...

Considerando

que el hombre procede suavemente del trabajo

y repercute jefe, suena subordinado;

que el diagrama del tiempo

es constante diorama en sus medallas

y, a medio abrir, sus ojos estudiaron,

desde lejanos tiempos,

su fórmula famélica de masa...

Comprendiendo sin esfuerzo

que el hombre se queda, a veces, pensando,

como queriendo llorar,

y, sujeto a tenderse como objeto,

se hace buen carpintero, suda, mata

y luego canta, almuerza, se abotona...

Considerando también

que el hombre es en verdad un animal

y, no obstante, al voltear, me da con su tristeza en la cabeza...

Examinando, en fin,

sus encontradas piezas, su retrete,

su desesperación, al terminar su día atroz, borrándolo...

Comprendiendo

que él sabe que le quiero,

que le odio con afecto y me es, en suma, indiferente...

Considerando sus documentos generales

y mirando con lentes aquel certificado

que prueba que nació muy pequeñito...

le hago una seña,

viene,

y le doy un abrazo, emocionado.

¡Qué más da! Emocionado... Emocionado...

¡Cuídate, España, de tu propia España!

¡Cuídate, España, de tu propia España!

¡Cuídate de la hoz sin el martillo,

cuídate del martillo sin la hoz!

¡Cuídate de la víctima a pesar suyo,

del verdugo a pesar suyo

y del indiferente a pesar suyo!

¡Cuídate del que, antes de que cante el gallo,

negárate tres veces,

y del que te negó, después, tres veces!

¡Cuídate de las calaveras sin las tibias,

y de las tibias sin las calaveras!

¡Cuídate de los nuevos poderosos!

¡Cuídate del que come tus cadáveres,

del que devora muertos a tus vivos!

¡Cuídate del leal ciento por ciento!

¡Cuídate del cielo más acá del aire

y cuídate del aire más allá del cielo!

¡Cuídate de los que te aman!

¡Cuídate de tus héroes!

¡Cuídate de tus muertos!

¡Cuídate de la República!

¡Cuídate del futuro!...

Deshojación sagrada

Luna! Corona de una testa inmensa,

que te vas deshojando en sombras gualdas!

Roja corona de un Jesús que piensa

trágicamente dulce de esmeraldas!

Luna! Alocado corazón celeste

¿por qué bogas así, dentro la copa

llena de vino azul, hacia el oeste,

cual derrotada y dolorida popa?

Luna! Y a fuerza de volar en vano,

te holocaustas en ópalos dispersos:

tú eres talvez mi corazón gitano

que vaga en el azul llorando versos!...

Deshora

Pureza amada, que mis ojos nunca

llegaron a gozar. ¡Pureza absurda!

Yo sé que estabas en la carne un día,

cuando yo hilaba aún mi embrión de vida.

Pureza en falda neutra de colegio;

y leche azul dentro del trigo tierno

a la tarde de lluvia, cuando el alma

ha roto su puñal en retirada,

cuando ha cuajado en no sé qué probeta

sin contenido una insolente piedra,

cuando hay gente contenta; y cuando lloran

párpados ciegos en purpúreas bordas.

Oh, pureza que nunca ni un recado

me dejaste, al partir el triste barro,

ni una migaja de tu voz; ni un nervio

de tu convite heroico de luceros.

Alejaos de mí, buenas maldades,

dulces bocas picantes...

Yo la recuerdo al veros ¡oh mujeres!

Pues de la vida, en la perenne tarde,

nació muy poco ¡pero mucho muere!

Desnudo en barro

Como horribles batracios a la atmósfera,

suben visajes lúgubres al labio.

Por el Sahara azul de la Sustancia

camina un verso gris, un dromedario.

Fosforece un mohín de sueños crueles.

Y el ciego que murió lleno de voces

de nieve. Y madrugar, poeta, nómada,

al crudísimo día de ser hombre.

Las Horas van febriles, y en los ángulos

abortan rubios siglos de ventura.

¡Quién tira tanto el hilo: quién descuelga

sin piedad nuestros nervios,

cordeles ya gastados, a la tumba!

¡Amor! Y tú también. Pedradas negras

se engendran en tu máscara y la rompen.

¡La tumba es todavía

un sexo de mujer que atrae al hombre!

El poeta a su amada

Amada, en esta noche tú te has crucificado

sobre los dos maderos curvados de mi beso;

y tu pena me ha dicho que Jesús ha llorado,

y que hay un viernes santo más dulce que ese beso.

En esta noche clara que tanto me has mirado,

la Muerte ha estado alegre y ha cantado en su hueso.

En esta noche de setiembre se ha oficiado

mi segunda caída y el más humano beso.

Amada, moriremos los dos juntos, muy juntos;

se irá secando a pausas nuestra excelsa amargura;

y habrán tocado a sombra nuestros labios difuntos.

Y ya no habrá reproches en tus ojos benditos;

ni volveré a ofenderte. Y en una sepultura

los dos nos dormiremos, como dos hermanitos.

En el rincón aquel, donde dormimos juntos...

En el rincón aquel, donde dormimos juntos

tantas noches, ahora me he sentado

a caminar. La cuja de los novios difuntos

fue sacada, o talvez que habrá pasado.

Has venido temprano a otros asuntos

y ya no estás. Es el rincón

donde a tu lado, leí una noche,

entre tus tiernos puntos

un cuento de Daudet. Es el rincón

amado. No lo equivoques.

Me he puesto a recordar los días

de verano idos, tu entrar y salir,

poca y harta y pálida por los cuartos.

En esta noche pluviosa,

ya lejos de ambos dos, salto de pronto...

Son dos puertas abriéndose cerrándose,

dos puertas que al viento van y vienen

sombra a sombra.

Espergesia

Yo nací un día

que Dios estuvo enfermo.

Todos saben que vivo,

que soy malo; y no saben

del diciembre de ese enero.

Pues yo nací un día

que Dios estuvo enfermo.

Hay un vacío

en mi aire metafísico

que nadie ha de palpar:

el claustro de un silencio

que habló a flor de fuego.

Yo nací un día

que Dios estuvo enfermo.

Hermano, escucha, escucha...

Bueno. Y que no me vaya

sin llevar diciembres,

sin dejar eneros.

Pues yo nací un día

que Dios estuvo enfermo.

Todos saben que vivo,

que mastico... y no saben

por qué en mi verso chirrían,

 

oscuro sinsabor de ferétro,

luyidos vientos

desenroscados de la Esfinge

preguntona del Desierto.

Todos saben... Y no saben

que la Luz es tísica,

y la Sombra gorda...

Y no saben que el misterio sintetiza...

que él es la joroba

musical y triste que a distancia denuncia

el paso meridiano de las lindes a las Lindes.

Yo nací un día

que Dios estuvo enfermo,

grave.