7 mejores cuentos de Bram Stoker

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From the series: 7 mejores cuentos #94
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7 mejores cuentos de Bram Stoker
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Tabla de Contenido

Título

El Autor

Las almas gemelas

El sueño de las manos ensangrentadas

Una profecía gitana

La cadena del destino

El hombre de Shorrox

El Huésped de Drácula

About the Publisher




El Autor


Abraham "Bram" Stoker (Clontarf; 8 de noviembre de 1847 - Londres; 20 de abril de 1912) fue un novelista y escritor irlandés, conocido por su novela Drácula (1897).

Hijo de Abraham Stoker y Charlotte Mathilda Blake Thornley, Bram Stoker fue el tercero de siete hermanos.​ Su familia era burguesa, trabajadora y austera, cuya única fortuna eran los libros y la cultura. Su mala salud lo obligó a llevar a cabo sus primeros estudios en su hogar con profesores privados, ya que pasó sus primeros siete años de vida en cama debido a distintas enfermedades. Mientras se encontraba enfermo su madre le contaba historias de fantasmas y misterios, que más tarde influyeron en su obra.

A los siete años se recuperó por completo y en 1864 ingresó en el Trinity College, donde se licenciaría con matrícula de honor en matemáticas y en ciencias en 1870. Fue campeón de atletismo y presidente de la Sociedad Filosófica. Mientras estudiaba, trabajó como funcionario en el castillo de Dublín, sede del gobierno británico en Irlanda, donde su padre ocupaba un alto cargo. Incluso trabajó como crítico de teatro para el Dublin Evening Mail y crítico de arte para varias publicaciones de Irlanda e Inglaterra. Aprobó las oposiciones de Derecho para poder ejercer como abogado en Inglaterra.

En 1878, cinco días antes de trasladarse a Londres, Stoker se casó con Florence Balcombe, una antigua novia de su amigo Oscar Wilde, con la que tuvo un hijo, llamado Irving Noel.

Sus primeros relatos de terror, como "La Copa de Cristal" (1872), fueron publicados por la London Society, y "The Chain of Destiny" en la revista Shamrock. En 1876, mientras trabajaba como funcionario, escribió un libro de texto nombrado The Duties of Clerks of Petty Sessions in Ireland (1879), este libro se utilizó como referencia durante mucho tiempo.

Siendo crítico del teatro para el Dublin Evening Mail, cuyo copropietario era Sheridan Le Fanu uno de los escritores más importantes de su época por cuentos como el de Carmilla, influyeron mucho a Stoker a la hora de escribir Dracula. La crítica de Stoker hacia la obra fue una gran alabanza a la actuación en Hamlet del actor Henry Irving, quien le contrató para ser su secretario particular y gerente del Lyceum Theatre de Londres.2

Mientras trabajaba para Irving, fue crítico literario para el Daily Telegraph y escribió varias novelas como The Snake's Pass (1890) y Dracula (1897) y, tras la muerte de Irving en 1905, La dama del sudario (1909) y La guarida del gusano blanco (1911).

Su esposa fue la administradora de su legado literario, y dio a conocer obras como la que sería la introducción de Drácula, el relato corto «El invitado de Drácula».

Drácula (1897) fue su creación literaria más reconocida, en la cual realzó los matices del vampirismo y la cual pasó a ser una obra literaria transmitida a través de los años. Es una historia ficticia basada, según algunas fuentes, en el personaje real del príncipe de Valaquia Vlad III, nacido como Vlad Drăculea, más conocido como «Vlad el Empalador» (en rumano: Vlad Țepeș).

Para esta novela, se llenó de los conocimientos de un erudito orientalista húngaro llamado Arminius Vámbéry (Ármin o Hermann Bamberger, en realidad) en varias reuniones al igual que de libros como el de Emily Gerard Informe sobre los principados de Valaquia.

Se inspiró en Henry Irving y en Franz Liszt para fijar el aspecto del conde Drácula y la novela refleja la lucha entre el bien y el mal. Oscar Wilde dijo de ella que era la obra de terror mejor escrita de todos los tiempos, y también «la novela más hermosa jamás escrita». Además, la obra recibió elogios de, entre otros, Arthur Conan Doyle.




Las almas gemelas


Bis Dat Qui Non Cito Dat

––––––––


En casa de los Bubb reinaba la alegría.

Durante diez largos años, Ephraim y Sophonisba Bubb se habían lamentado de lo solos que se sentían. Durante todo este tiempo, se habían dedicado a mirar las tiendas de ropa de bebé y los almacenes, donde las cunas aparecían en tentadoras filas. Habían rezado y suspirado, habían llorado y anhelado aquel día, pero el médico nunca les había dado la más mínima esperanza.

Pero ahora, al fin, había llegado el momento tan esperado. Mes tras mes habían tenido todo el cuidado del mundo, y los días transcurrieron lentamente. Los meses dieron paso a semanas, las semanas a días, los días se hicieron horas, las horas minutos. Ya no quedaban ni siquiera minutos, solo unos segundos.

Ephraim Bubb se sentó con miedo en la escalera. Desde allí, intentó afinar el oído para captar los acordes de la maravillosa música que saldría de los labios de su primer hijo. En la casa reinaba el silencio, esa calma mortal que precede a un huracán. ¡Ay, Ephraim Bubb!, ¿no pensaste nunca que algo podía destruir para siempre la paz y la alegría de tu hogar, y que abrirías tus ojos atónitos a las puertas de esa maravillosa tierra donde reina la infancia, donde el niño tirano, con un simple movimiento de su manita y con su aguda vocecita condena a sus padres a la bóveda mortal bajo los fosos del castillo? Tan pronto como piensas en ello, palideces. ¡Cómo tiemblas al sentirte al borde del abismo! ¡Si pudieras volver al pasado!

Pero, escucha, para bien o para mal, la suerte ya está echada. Atrás quedan por fin largos años de espera y súplica. Del interior de la alcoba sale un grito desgarrado que se repite poco después. Ephraim, ese grito es fruto del esfuerzo de unos labios infantiles que no están aún acostumbrados a la lucha, es una forma de articular la palabra «padre». Cuando más nervioso estabas, se desvanecieron todas tus dudas. Cuando venga el médico, mensajero de la dicha, te encontrará radiante ante este nuevo gozo recién llegado.

Querido amigo, permítame felicitarle. Le doy mi enhorabuena por partida doble. Señor Bubb, han tenido gemelos.

Días de Alción

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Los gemelos eran los mejores niños que se hubiera visto nunca. Al menos, eso decían todos los conocidos, y los padres se lo creían.

La opinión de la niñera era una clara prueba de ello: «Señora, no es que sean buenos porque son gemelos, cada uno es un ángel». Y ella debía de saberlo bien porque había criado muchos bebés en su vida, tanto gemelos como no gemelos. Lo único que les faltaba a las criaturas era no tener piernecitas, sino un par de alas en sus hombritos. Así, podrían colocarlos a cada lado de la lápida de mármol, consagrada a los restos mortales de Ephraim Bubb, lo que sucedería, señor mío, si la esposa sobrevivía al padre de estos dos maravillosos gemelos. Sería una osadía por parte de ella decir, sin ánimo de ofender, que su marido era un apuesto caballero, aunque fuera uno o dos años mayor que ella. Siempre había oído decir que los caballeros nunca son demasiado mayores y, además, los prefería así. Odiaba a los hombres que parecían medio niños, que no sabían qué hacer. Aunque, al caballero que fuera padre de aquellos dos angelicales gemelos (Dios los bendiga), no podían llamarle otra cosa que niño. Pero, en su larga experiencia, que era mucha, nunca había oído que un niño tuviera gemelos o que unos gemelos hubieran pasado por una situación parecida.

 

Los padres estaban locos por sus hijos. Eran su dicha y su dolor. Si Zerubbabel tosía, Ephraim se despertaba de su dulce sopor con un grito de inquietud; en sueños había visto un sinfín de gemelos con la cara amoratada por un ataque de asfixia que les sobrevenía de noche. Si Zacariah chillaba, Sophonisba salía con sus rizos despeinados y dando gritos hacia la cuna de sus hijos. Ya fuera por unos pinchacitos que les molestaban o por la sensación de ahogo o por el roce de la ropa o de una mosca o por el exceso de luz o por el miedo a la oscuridad o porque tuvieran hambre o sed, pero, eso sí, los dos bebés siempre en perfecta sincronía, el hogar de los Bubb veía interrumpido su sueño o la rutina de las labores domésticas.

Los gemelos crecieron en paz, los destetaron, echaron los dientes y, al final, cumplieron tres años.

Crecieron en belleza uno junto a otro, llenaron un hogar, etc.

Tambores de guerra

––––––––


Harry Merford y Tommy Santón vivían en la misma hilera de casas que Ephraim Bubb. Los padres de Harry tenían su residencia en el número 25, y en el 27 solo se oían las continuas risas de Tommy. Entre ambas viviendas, en el número 26, Ephraim Bubb criaba a sus retoños.

Harry y Tommy se veían a diario desde siempre. Se comunicaban a través de los tejados hasta que sus respectivos padres tuvieron que pagar a Bubb los desperfectos del tejado y de las ventanas de la buhardilla. A partir de entonces, la autoridad familiar les prohibió verse, aunque, por si acaso, su vecino tomó la precaución de reforzar los muros del jardín y colocó trozos de vidrio en lo alto, para evitar así visitas inesperadas. Sin embargo, Harry y Tommy eran dos espíritus osados, orgullosos, impetuosos y cabezotas, así que desafiaron el escarpado muro de Bubb y siguieron viéndose en secreto.

Si se compara a estos dos jóvenes con Cástor y Pólux, con Damón y Pitias, con Eloísa y Abelardo, se ve que son claros ejemplos de compenetración, de constancia y amistad. Todos los poetas, desde Higinio hasta Schiller, cantarían las hazañas y los peligros en que ambos se vieron en nombre de su amistad, pero habrían enmudecido al conocer el cariño mutuo que se tenían Harry y Tommy. Día tras día, y a menudo noche tras noche, estos dos valientes sorteaban a la niñera, a su padre, la amenaza del látigo y del castigo, el hambre y la sed, la soledad y la oscuridad para verse. Nadie sabía de lo que hablaban. Nadie podía decir qué oscuros pensamientos se fraguaban en aquellas conversaciones. Quedaban a solas, hablaban a solas y solos volvían a casa. En el jardín de Bubb había un cenador cubierto de yedra y rodeado por unos álamos jóvenes que había plantado el padre el día en que nacieron sus dos hijos y cuyo rápido crecimiento contemplaba con orgullo. Estos árboles tapaban el cenador, y era allí donde se veían Harry y Tommy, tras comprobar que no había nadie dentro. Con el tiempo, llegaron incluso a no temer encontrarse con alguien y continuaron viéndose. Pero levantemos el velo del misterio y veamos qué era ese gran desconocido ante cuyo altar se arrodillaban.

En Navidad, a Harry y a Tommy les regalaron una navaja nueva a cada uno. Durante bastante tiempo, casi un año, las dos navajas, bastante parecidas en la forma y en el tamaño, fueron su mayor pasatiempo. Con ellas cortaban y rayaban todo lo que pudiera pasar inadvertido. Actuaban con sigilo pues ninguno quería que la tristeza oscureciera sus momentos de diversión. Su habilidad dejaba muestras en el interior de los cajones, escritorios y cajas, en los bajos de las mesas, en el reverso de los marcos de los cuadros e incluso en el suelo (allí donde se podía levantar disimuladamente la esquina de las alfombras). Cuando comparaban sus hazañas artísticas, les invadía la alegría. No obstante, al cabo de un tiempo, llegó un momento crítico. Tenían que buscar nuevos entretenimientos; se habían cansado de sus viejos juguetes y habían saciado su apetito de ir cortándolo todo por ahí. Tenían que llevar más allá su afán destructivo. De todas formas, no corrían casi ningún riesgo de ser descubiertos porque hacía tiempo que actuaban con total precaución. Pero el riesgo, fuera grande o pequeño, había que correrlo, había que encontrar nuevas diversiones; la tierra se estaba volviendo yerma y el anhelo de emociones se hacía cada vez más fuerte.

El momento de cambio estaba allí: ¿quién podía prever sus consecuencias?

Fanfarria de trompetas

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Quedaron en el cenador, decididos a discutir tan grave asunto. Sus corazones latían con fuerza; tenían la cabeza llena de planes y estrategias y los bolsillos llenos de ricos caramelos, más ricos aún por ser robados. Después de comerse los caramelos, los dos conspiradores empezaron a explicar sus respectivos puntos de vista en relación con la idea de ensanchar su campo de acción. Tommy expuso todo orgulloso un plan que consistía en hacer una serie de agujeros en la tabla de armonía del piano con el fin de destruir sus propiedades musicales. Harry no se quedó a la zaga. Había pensado en cortar por la parte de atrás el lienzo del retrato de su bisabuelo, a quien su padre tenía en gran estima entre todos sus lares y penates, de modo que, cuando movieran el cuadro, la capa de pintura se resquebrajaría y la cabeza se vendría abajo.

A esas alturas de la reunión, Tommy tuvo una idea brillante.

—¿Por qué no duplicamos la diversión y sacrificamos en el altar del placer los instrumentos musicales y los cuadros familiares de las dos casas?

La idea cuajó y la reunión se aplazó para ir a cenar. La próxima vez que se vieron, se dieron cuenta de que había una pieza que no encajaba en el plan, que había algo corrupto en el estado de Dinamarca. Tras un momento de discusión, reconocieron que la vigilancia materna había echado por tierra todos sus planes. Sus madres habían descubierto en parte sus planes y les habían reñido mucho. Por este motivo, tuvieron que abandonar su plan (hasta ese momento, por lo menos, su fuerza física, cada vez mayor, había permitido a los dos reformadores reírse de las amenazas y prohibiciones de sus padres).

Los dos desolados jóvenes sacaron sus navajas y se quedaron contemplándolas. Con tristeza, se quedaron pensativos, como otrora le ocurriera a Otelo cuando vio alejarse para siempre todas las posibilidades de conseguir honor, gloria y triunfo. Compararon sus navajas como hace el típico padre al que se le cae la baba por su hijo. Allí estaban: iguales en tamaño, resistencia y belleza, sin la más mínima mancha de óxido, bien brillantes, y con la hoja como la espada de Saladino.

Eran tan idénticas que, de no ser por las iniciales que llevaban grabadas en el mango, ninguno de los dos habría sido capaz de reconocer la suya. Después de un rato, cada uno se puso a alardear de las grandes cualidades de su arma.

Tommy insistía en que la suya estaba más afilada, mientras que Harry afirmaba que la suya era la más resistente de las dos. Poco a poco, aquella disputa verbal se fue caldeando, hasta que el genio de Harry y Tommy salió a relucir y les invadió un sentimiento de odio. En ese momento, el ambiente se enrareció con un espíritu propio de otros tiempos, que llegó a penetrar incluso en el oscuro cenador de Bubb. Ese espíritu les susurró al oído antiguas consignas del rito del sufrimiento y, de repente, el odio se calmó. Por algún inexplicable impulso, los muchachos decidieron que debían poner a prueba la calidad de sus navajas.

Dicho y hecho. Harry puso la hoja de su navaja mirando hacia arriba. Tommy cogió la suya por el mango con fuerza y colocó la hoja sobre la de Harry formando una cruz. Luego, invirtieron el proceso y Harry fue el agresor. Acabado el ritual, comprobaron el resultado. Saltaba a la vista: en cada navaja había dos mellas de igual profundidad. Por tanto, había que repetir la prueba, aunque de otra manera.

¿Qué necesidad hay de contar los detalles de esta terrible disputa? Ya hacía un buen rato que el sol se había escondido y, la luna, con su hermosa cara sonriente, se alzaba sobre el tejado de Bubb. Harry y Tommy, hartos y exhaustos, se marcharon a sus casas. Las navajas habían perdido para siempre su brillo. ¡Maldición, maldición, la gloria se había desvanecido! ¡Ya solo quedaban los despojos de dos armas inservibles con las hojas melladas!

A pesar de sentirse terriblemente apenados por el destino de sus queridas armas, los corazones de los chicos estaban felices. El día que acababa de terminar les había abierto los ojos a nuevas posibilidades de diversión, tan amplias como los límites del mundo.

La primera cruzada

––––––––


Aquel día marcó una nueva etapa en la vida de Harry y Tommy. Mientras en sus casas lo soportaran, su nueva diversión iba a seguir adelante. Con mucha sutileza, se fueron haciendo a escondidas con las piezas de la cubertería familiar que ya no usaban, y las fueron llevando, una a una, a sus citas secretas.

De la alacena del mayordomo salían limpias e inmaculadas pero ¡ay, luego no volvían igual!

Con el paso del tiempo ya no quedaron más objetos punzantes, y los muchachos tuvieron que volver a echar mano de su imaginación. Pensaron lo siguiente:

«El juego de la navaja ya no tiene ningún secreto, pero vamos a seguir disfrutando cortando las cosas. Sí, vamos a hacer algo diferente, vamos a seguir divirtiéndonos, pero con otros objetos que no sean las navajas».

Estaba decidido. En adelante, no fueron las navajas las que atrajeron la atención de los dos impetuosos jóvenes. Ahora lo que hacían era machacar y deformar las cucharas y tenedores; las pimenteras luchaban en combate contra las pimenteras, y luego las retiraban moribundas del campo de batalla; las palmatorias se encontraban en medio de la lucha y ya no salían de la tumba. Incluso los fruteros servían como armas en esta cruzada.

Pero se volvió a agotar todo lo que había en la alacena del mayordomo. Empezó una nueva estrategia de destrucción que, en poco tiempo, acabó con todo el mobiliario de los hogares de Harry y Tommy. La señora Santón y la señora Merford empezaron a darse cuenta de que el destrozo era desmesurado. Todos los días parecía ocurrir una nueva desgracia doméstica. Un día era la edición de un libro valiosísimo, cuyas lujosas tapas lo hacían digno de aparecer expuesto en un museo, el que sufría un percance inexplicable: aparecía con las esquinas rotas y con el canto desprendido o sin él. Al día siguiente, el mismo destino horrible lo corría algún marco en miniatura. Al otro día, eran las patas de una silla o de una mesa en forma de araña las que mostraban signos de violencia. Los lamentos salían incluso del cuarto de los niños. Era algo que ocurría a diario. Cuando las niñas se iban a la cama por la noche, dejaban encima con mucho cuidado sus queridas muñecas pero, al despertarse, se encontraban con que ya no quedaba nada de toda aquella hermosura; les habían amputado las piernas y los brazos, y de sus caras había desaparecido toda apariencia humana.

A continuación, empezaron a desaparecer las piezas de la vajilla. No se pudo encontrar al ladrón. Le echaron la culpa a los mayordomos y se lo descontaron del sueldo, que comenzó a ser más nominal que real. Mientras la señora Melford y la señora Santón se dolían de tanta desgracia, Harry y Tommy gozaban cada vez más con los destrozos que causaban, y apilaban sus trofeos, cada vez en mayor número, en el escondido cenador de Bubb. Se habían aficionado hasta tal punto a cortar las cosas que aquel pasatiempo se convirtió para ellos en una obsesión, en una locura, un frenesí.

 

Y llegó el aciago día. Los mayordomos de las casas de los Merford y los Santón, atormentados por las constantes desapariciones de objetos y por las continuas quejas, al ver que los descuentos que se les aplicaban en sus sueldos eran mayores que sus salarios, optaron por buscarse una nueva ocupación donde, si no llegaban a cobrar un sueldo aceptable o no se reconocía su labor, sí al menos no perderían dinero ni su reputación. Así, antes de devolver las llaves de la casa y los otros objetos que se les habían confiado, pasaron a revisar sus cuentas con el fin de asegurarse de que todo estaba en orden. Es fácil imaginar su inquietud al comprobar hasta dónde habían llegado los estragos. Si su angustia por el presente era terrible, mayor era su amargura cuando se paraban a pensar en el futuro. Les falló el corazón, arqueado por el peso del dolor; sus fuertes mentes, que antaño habían vencido a enemigos más mortales que la pena, se vinieron abajo; sus fornidos cuerpos se desplomaron en el suelo de sus habitaciones.

Al día siguiente, ya casi de noche, los señores requirieron sus servicios. Los buscaron en el cenador y en el vestíbulo y, al fin, los encontraron a ambos tirados en el suelo.

Pero ¡ay de la justicia! Los acusaron de estar borrachos y de haber roto, mientras se encontraban en tal estado, todos los objetos que estaban a su alcance. ¿Acaso no eran evidentes las pruebas de su culpabilidad a la vista de tal destrozo? Los acusaron de todas las desgracias acaecidas en las dos casas. Tommy y Harry negaron tener nada que ver y, cada uno en su casa, siguieron con su plan. Aliviaron su mente del peso mortal que hasta entonces los había atenazado en secreto. La versión que mantuvieron fue que cada uno de ellos había visto a su respectivo mayordomo, cuando estos creían que nadie los miraba, destrozar los cuchillos de la despensa, las sillas, los libros y los cuadros del salón y del estudio, las muñecas del cuarto de las niñas y los platos de la cocina. Luego, por supuesto, los cabezas de ambas familias reclamaron que se hiciera justicia. Los mayordomos fueron acusados de embriaguez y de destrozo de la propiedad.

Aquella noche Harry y Tommy durmieron plácidamente en sus camitas. Parecía que oyeran el susurro de los ángeles, porque sonreían como si estuvieran perdidos en sueños placenteros. Llevaban en el bolsillo el premio que les habían dado sus padres en señal de orgullo y gratitud. Sus corazones se sentían felices de haber cumplido con su deber.