7 mejores cuentos de Bram Stoker

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From the series: 7 mejores cuentos #94
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Dulce es el sueño de los justos.



––––––––








Deja que los muertos entierren a sus muertos



Cabría pensar que, a partir de entonces, Harry y Tommy suspenderían sus planes.



Pero no fue así. Tenían unas mentes fuera de lo común y no eran de los que se echan atrás a las primeras de cambio. Como Nelson, no conocían el miedo; como Napoleón, creían que imposible es un adjetivo propio de tontos, y habían descubierto que entre su léxico no existía la palabra error. Así pues, al día siguiente de haberse esclarecido el delito perpetrado por los mayordomos, volvieron a encontrarse en el cenador para hacer planes.



Cuando más desanimados estaban y parecía que no se les iba a ocurrir nada, los intrépidos muchachos tomaron una decisión:



—Hasta ahora hemos jugado con tonterías, con cosas muertas. ¿Por qué no entrar en los dominios de la vida? Los muertos pertenecen al pasado, que los vivos cuiden de sí mismos.



Se vieron esa noche, cuando ya todo el mundo se había retirado a dormir, y la única señal de vida que se oía era el ronroneo amoroso de los gatos. Cada uno fue al cenador con su mascota, un conejo, y con un trozo de esparadrapo. Allí, a la luz de una luna tranquila y silenciosa, comenzaron un rito marcado por el misterio, la sangre y las tinieblas. Le colocaron a cada conejo un trozo de esparadrapo en la boca para que no hicieran ruido. A continuación, Tommy cogió a su conejo por el rabito. El animal, boca abajo, meneaba su cuerpo blanco a la luz de la luna. Harry puso muy despacio a su conejo en la misma posición que el de Tommy, hasta que las cabezas de los animales estuvieron a la misma altura.



Pero habían calculado mal. Los chicos sostenían con fuerza a los animales por la cola, pero la mayor parte del cuerpo de los conejos tocaba el suelo. Antes de que las pobres criaturas pudieran escapar, sus captores se abalanzaron sobre ellos. Continuaron la tortura, pero esta vez los sujetaron por las patas traseras.



El juego se prolongó hasta altas horas de la noche. Cuando por el cielo de Levante empezaron a aparecer las primeras señales del nuevo día, cada niño sostenía triunfalmente con sus manos el cadáver de su conejito, y lo colocaron en la que durante algún tiempo fuera su conejera.



A la noche siguiente, repitieron el juego con un nuevo conejo y, durante más de una semana, mientras quedaron conejos, continuó la batalla. Es cierto que había tristeza en los corazones y en los jóvenes espíritus del hijo de los Santón y el de los Merford. También es cierto que se les enrojecían los ojos cuando, una por una, morían sus queridas mascotas, pero Harry y Tommy tenían el corazón de acero de los héroes para aguantar el sufrimiento y no oír los gritos de clemencia que brotaban del fondo de su infancia. Por eso, llevaron aquella feroz lucha hasta su amargo final.



Cuando ya no quedaron conejos, no buscaron otra víctima. Durante varios días se las arreglaron con ratones blancos, lirones, erizos, cobayas, palomas, corderos, canarios, periquitos, pardillos, ardillas, loros, marmotas, caniches, cuervos, tortugas, perros foxterrier y gatos. De todos ellos, como era de esperar, los más difíciles de dominar eran los foxterrier y los gatos y, de estos dos, la dificultad de cortar a un foxterrier comparada con un gato es como intentar descubrir el lac de la Pharmacopoeia británica que se echa a la leche y que los lecheros le cuelan a un público demasiado confiado, cuando no es más que agua. Más de una vez, en plena faena de despellejar gatos, Harry y Tommy hubieran deseado que una silenciosa tumba abriera sus pesadas y macizas mandíbulas y se tragara a aquellas bestias, porque las víctimas felinas no tenían paciencia durante la agonía de la muerte y ponían en peligro la seguridad de los artistas y se tiraban sobre sus verdugos.



Al final, terminaron con todos los animales, pero la pasión por acuchillar seguía aún latente. ¿Cómo acabaría todo aquello?





Una nube recubierta de oro



––––––––








Tommy y Harry estaban sentados en el cenador, abatidos y desconsolados. Lloraban como Alejandro Magno porque no había más mundo que conquistar. Al final, tuvieron que admitir que no quedaba nada más que acuchillar. Aquella misma mañana habían mantenido una brutal batalla. Su ropa daba buena cuenta de la bestialidad de la misma: sus gorros no eran sino masas amorfas, sus zapatos habían perdido la suela y el tacón y tenían las palas rotas; tenían los tirantes, las mangas y los pantalones completamente desgarrados y, si hubieran llevado esos abrigos tan masculinos de faldones, también habrían quedado hechos trizas.



Acuchillar era una pasión que los obsesionaba. De una manera fiera y continua, se habían visto arrastrados por aquella pasión demoniaca que les impedía hacer el bien. Pero entonces, enardecidos aún por el combate, enloquecidos por su éxito con las armas, con la codicia por la victoria aún por saciar, decidieron con más ardor que nunca encontrar nuevas formas de diversión. Eran como los tigres, que, una vez probada la sangre, están sedientos de una libación mayor y más intensa.



Mientras permanecían sentados con el espíritu inquieto por el deseo y la desesperación, algún espíritu maligno condujo a los gemelos, los retoños más queridos del árbol de los Bubb, al jardín. Zacariah y Zerubbabel avanzaban de la mano desde la puerta de atrás de la casa; se habían escapado de sus niñeras y, guiados por ese instinto tan innato al ser humano de explorar nuevos mundos, se adentraron valientes en el gran mundo, la terra incognita, la última Thule del dominio paterno.



Se fueron acercando a la hilera de álamos detrás de la que los veían aproximarse los ávidos ojos de Harry y Tommy. Ambos sabían que el lugar donde estaban los gemelos era donde solían juntarse a charlar las niñeras. Temían que los descubrieran, si les cortaban la retirada.



Aquellas dos criaturas eran un placer para la vista: idénticos en la forma, en sus rostros, en su altura, la misma expresión y la misma ropa. De hecho, eran tan iguales que nadie podía distinguirlos. Cuando Tommy y Harry se percataron del fascinante parecido entre los gemelos, se volvieron, se cogieron por el hombro y se susurraron al oído:



—¡Mira, son exactamente iguales. Esto va a ser el culmen de nuestro arte!



Con la excitación dibujada en el rostro y las manos temblándoles, hicieron planes para atraer a los inocentes bebés, que no sospechaban nada, hacia el osario.



Y les salió bien. Poco después, los gemelos ya habían dado unos pasos vacilantes hasta sobrepasar los árboles y quedaron fuera de la vista de la casa paterna.



Los vecinos no conocían a Harry y a Tommy precisamente por su amabilidad, pero el sutil método que usaron con aquellos indefensos bebés habría conmovido el corazón de cualquier filántropo. Con una sonrisa y bromas y ardides disfrazados de dulzura consiguieron que los gemelos entraran en el cenador. Después, con la excusa de cogerlos para columpiarlos por el aire, juego que gusta tanto a los niños, los levantaron del suelo. Tommy cogió a Zacariah, mientras su carita de luna sonreía a las telarañas del techo del cenador, y Harry, con gran esfuerzo, levantó al querubín de Zerubbabel.



Ambos tomaron aliento para llevar a cabo aquella gran empresa: Harry para actuar y Tommy para soportar la impresión. Zerubbabel daba vueltas por el aire alrededor de la cara decidida e iluminada por el placer de Harry. A continuación, se produjo un estruendo repugnante y el brazo de Tommy cedió.



El pálido rostro de Zerubbabel cayó justo encima del de Zacariah. Tommy y Harry eran por aquel entonces artistas con una dilatada experiencia, demasiada como para perderse el más mínimo detalle. Las naricillas regordetas se achataron, las mejillas regordetas se aplastaron. Cuando un instante después los separaron, las caras de ambos bebés estaban cubiertas de sangre reseca. El ambiente se llenó de tales chillidos que bien podrían haber despertado a los muertos. Inmediatamente, llegó de la casa de los Bubb el eco de unos gritos y el ruido de unos pasos. A medida que los pasos se aproximaban, Harry le gritó a Tommy:



—Estarán aquí de un momento a otro. Subamos al tejado del establo y tiremos al suelo la escalera.



Tommy asintió con la cabeza. Ambos niños, sin atender a las consecuencias, cogieron cada uno a un gemelo, subieron al tejado del establo por una escalera que solía estar apoyada contra la pared y, luego, la empujaron hacia el suelo.



Ephraim Bubb salió de casa para buscar a sus dos queridos pequeños. Se le heló el alma al contemplar aquel espectáculo: arriba, en el alero del tejado del establo, Harry y Tommy permanecían de pie y se disponían a reiniciar el juego. Parecían dos jóvenes demonios que perpetraran un plan diabólico. Lanzaban a los gemelos por el aire, primero uno y luego el otro y, al caer, chocaba con el cuerpo del hermano. Solo un padre tierno y sensible puede llegar a imaginar cómo se sentía Ephraim. Aquello habría sido suficiente para destrozar el corazón de cualquier progenitor, por insensible que fuera, que viera a sus dos hijos, el báculo de su vejez, sus amados gemelos, sacrificados en aras de satisfacer el placer brutal de unos jóvenes degenerados que no tenían conciencia alguna de estar perpetrando un crimen.



Ephraim, y también Sophonisba, que había aparecido con los rizos despeinados, se lamentaban a voces ante la desgracia de sus pequeños, y comenzaron a pedir ayuda a gritos. Mas, por alguna extraña mala suerte, solo ellos fueron testigos de aquella carnicería, solo ellos oyeron sus gritos de angustia y desesperación. Ephraim, fuera de sí, se subió a los hombros de su mujer, e intentó escalar la pared del establo.

 



Agotado, corrió hasta la casa y volvió enseguida con una escopeta de dos cañones. Mientras corría, iba cargando un par de cartuchos. Se acercó al establo y exhortó a los jóvenes asesinos.



—Soltad a los gemelos y bajad o dispararé sobre vosotros como si fuerais un par de perros.



—¡Eso jamás! —exclamaron a un tiempo los dos héroes.



Siguieron con su horrible pasatiempo y, mientras, su alegría se multiplicaba por diez al comprobar que los ojos agonizantes de los padres se llenaban de lágrimas.



—¡Entonces, vais a morir! —aulló Ephraim en tanto abría fuego por los dos cañones, derecha e izquierda, hacia los dos acuchilladores.



Pero ¡ay, el amor hacia sus pequeños hizo vacilar la mano que nunca antes vacilara! En cuanto se desvaneció la humareda y Ephraim se recuperó del culatazo, escuchó dos carcajadas de victoria y vio que Harry y Tommy estaban ilesos y movían de un lado a otro el cuerpo decapitado de los gemelos. El cariñoso padre había volado la cabeza de sus retoños con los disparos.



Tommy y Harry aullaron de felicidad y empezaron a jugar a pasarse los cuerpos durante un rato, contemplados únicamente por los ojos atónitos del infanticida y de su esposa. Seguidamente, ambos muchachos lanzaron los cuerpos al aire. Ephraim corrió a coger lo que en otro tiempo había sido Zacariah, y Sophonisba acudió frenética a alcanzar los restos de su amado Zerubbabel.



Pero ninguno de los padres tuvo en cuenta el peso de los cuerpos y la altura desde la que caían. Ignorantes de tan sencilla fórmula dinámica, intentaron realizar una operación que la calma, el sentido común y unos mínimos conocimientos científicos habrían tachado de inviable. La masa de los cuerpos cayó al fin, y Ephraim y Sophonisba recibieron el impacto mortal del cuerpo de los gemelos al caer. Así, los bebés fueron póstumamente culpables de parricidio.



Un espabilado juez de instrucción declaró a los padres culpables de infanticidio y suicidio. Se valió para ello del testimonio de Harry y Tommy, quienes declararon de mala gana que aquellos monstruos inhumanos, enajenados por la bebida, habían matado a sus hijos; los habían tirado al aire y habían disparado contra ellos un arma de doble cañón, que previamente habían robado, y los cuerpos de los bebés les cayeron encima como una maldición. Después, se habían matado entre sí con sus propias manos.



A Ephraim y a Sophonisba se les negó el consuelo de un sepelio cristiano y se les enterró con un mínimo ritual. Cercaron su tumba sin bendecir con estacas para dejarlos allí hasta el día del Juicio Final.



Harry y Tommy fueron reconocidos con honores nacionales y los nombraron caballeros, a pesar de su edad.



La fortuna pareció sonreírles durante largos años. Vivieron hasta muy mayores, con buena salud y amados y respetados por todos.



A menudo, en las soleadas tardes de verano, cuando toda la naturaleza parecía descansar, cuando el tonel más viejo estaba abierto y la lámpara más grande permanecía encendida, cuando las castañas se tostaban en los rescoldos y al niño se le hacía la boca agua, cuando sus bisnietos hacían como si arreglaran el cenador imaginario y recortaran el penacho ficticio de un casco, cuando las lanzaderas de las buenas esposas de sus nietos destellaban cada una en su rueca, solían contar entre gritos y carcajadas la historia de LAS ALMAS GEMELAS O LA MALDICIÓN DE LA DOBLE IDENTIDAD.











































El sueño de las manos ensangrentadas








Lo primero que oí acerca de Jacob Settle fue una sencilla afirmación que describía su carácter: «Es un tipo triste». Sin embargo, más tarde me di cuenta de que esa opinión solo expresaba lo que sus compañeros de trabajo pensaban de él. En aquellas palabras había cierto grado de intolerancia; les faltaba el lado positivo que toda opinión que se precie debe tener y que sitúa a la persona en la justa medida de la estima social. Pero había algo que no encajaba con el aspecto del personaje. Esto me dio que pensar y, poco a poco, y a medida que fui conociendo cada vez más el lugar y a sus compañeros de trabajo, fue creciendo mi interés por él. Supe que siempre estaba haciendo favores que podía cumplir y que en todo momento se dejaba guiar por la previsión, la paciencia y el autocontrol, verdaderos valores de la vida. Las mujeres y los niños confiaban ciegamente en él pero, por extraño que parezca, él los evitaba, salvo cuando alguien estaba enfermo; entonces, aparecía tímido y desgarbado para ofrecer su ayuda.



Llevaba una vida muy solitaria. Él mismo se hacía las cosas de casa. Vivía en una pequeña casa de campo, lo más parecida a una cabaña, de una sola habitación y alejada del mundo, en los límites del páramo. Su existencia parecía tan triste y solitaria que me entraron ganas de animarla. Me decidí a ello un día que nos encontramos ayudando a incorporarse a un chico herido, con el que choqué accidentalmente. Fue entonces cuando me ofrecí a prestarle unos libros. Él aceptó de buen grado y, al separarnos, ya al amanecer, sentí que entre nosotros había surgido cierto grado de confianza.



Los libros me los devolvía siempre en perfecto estado y en la fecha convenida y, con el tiempo, Jacob Settle y yo llegamos a ser buenos amigos. Una o dos veces que me decidí a cruzar el páramo en domingo, me reuní con él, pero noté que no se encontraba a gusto ni relajado, por lo que no supe si debía volver a verle o no. Lo que sí sabía es que él nunca vendría a visitarme a mí bajo ninguna circunstancia. Una tarde de domingo, regresaba yo de dar un largo paseo por el páramo y, al pasar por la cabaña de Settle, me detuve en la puerta y pregunté: «¿Qué tal está?». Como la puerta estaba cerrada, pensé que había salido. Aun así, y para guardar las formas o por simple costumbre, llamé sin esperar respuesta. Para mi sorpresa, oí una débil voz que provenía de dentro, aunque no pude descifrar lo que decía. Entré y me encontré a Jacob medio desnudo y tendido en la cama. Estaba pálido como la muerte. Las gotas de sudor le caían por el rostro. Sus manos se aferraban inconscientemente a las sábanas, del mismo modo que un hombre que se está ahogando se agarra a lo primero que encuentra. Al verme entrar, trató de incorporarse con una expresión salvaje en los ojos; los tenía muy abiertos y miraban como si algo horrible hubiese sucedido. Cuando me reconoció, volvió a tumbarse con un contenido sollozo de alivio y cerró los ojos. Permanecí de pie junto a él apenas un instante mientras jadeaba.



Entonces, abrió los ojos y me miró con una expresión de desesperación tal que, tan cierto como que estoy vivo, mejor habría sido no ver aquella mirada de terror. Me senté a su lado y le pregunté cómo se encontraba. Al principio, solo decía que no estaba enfermo pero, entonces, después de examinarme, se incorporó apoyándose en el codo y dijo:



—Se lo agradezco, señor, le estoy diciendo la verdad. No estoy enfermo, lo que entendemos comúnmente por enfermedad, aunque solo Dios sabe si hay peor enfermedad que la que conocen los médicos. Le contaré lo que me ocurre porque usted ha sido muy amable conmigo. Confío en que nunca se lo mencionará a nadie pues, de hacerlo, sería terrible para mí. Estoy viviendo una auténtica pesadilla.



—¿Una pesadilla? —dije con intención de animarle—. Los sueños desaparecen con la luz, incluso cuando uno despierta.



Entonces, dejé de hablar porque, antes de que pudiera decir nada más, vi la respuesta en su mirada.



—¡No, no! Eso es lo que le sucede a la gente que vive en paz y rodeada de sus seres queridos, pero es mil veces peor para los que tenemos que vivir solos. ¿Qué alegría puedo encontrar aquí cuando me despierto en medio del silencio de la noche, rodeado por este vasto páramo, lleno de voces y rostros que hacen de mi despertar una pesadilla peor que la de mis propios sueños? Usted, no tiene un pasado que le envía sus legiones en la oscuridad y en el vacío. Le ruego a Dios que nunca le ocurra.



A medida que hablaba, me di cuenta de que estaba tan seguro de sus palabras que decidí olvidarme de mi crítica. Sentí que me encontraba en presencia de una influencia que yo mismo era incapaz de comprender. No sabía qué más decirle pero, para alivio mío, continuó hablando:



—He soñado con ello las dos últimas noches. La primera noche fue bastante intenso, pero logré superarlo. Sin embargo, en la última, el temor fue casi peor que el propio sueño porque, cuando este llegó, acabó con el recuerdo de otros momentos de dolor. Permanecí despierto justo hasta antes de que empezara a amanecer. Después, la pesadilla volvió y, desde entonces, he sentido tal angustia que he creído morir y con ella he sido presa de todos los temores que me acechan esta noche.



Antes de que hubiese terminado la frase, mi mente se había repuesto lo suficiente como para darle algunas palabras de aliento:



—Intente irse a dormir esta noche un poco más temprano, antes de que anochezca. Le aseguro que descansar le vendrá bien. A partir de hoy ya no volverá a tener más pesadillas.



Movió la cabeza resignado. Estuve un poco más a su lado y, después, le dejé solo.



Cuando llegué a casa, preparé mis cosas. Había decidido pasar con Jacob Settle su vigilia en la cabaña del páramo. Pensé que si conseguía dormirse antes de la puesta de sol, se despertaría antes de medianoche y, entonces, justo cuando las campanas de la ciudad diesen las once, yo estaría apostado justo a su puerta con una bolsa con la cena, un termo grande, un par de velas y un libro. La luna brillaba e inundaba todo el páramo con una luz tan intensa que parecía de día. De repente, cruzaron el cielo unas nubes negras, que crearon una oscuridad casi tangible. Abrí la puerta con cuidado y entré sin despertar a Jacob. Dormía boca arriba y pude ver su rostro lívido. Estaba bañado en sudor. Intenté imaginar qué visiones estarían pasando por aquellos ojos cerrados, visiones capaces de llevar consigo el sufrimiento y el dolor que se plasmaban en aquel rostro. No pude hacerme a la idea, y esperé a que se despertara. Fue algo tan repentino y extraño que me estremecí. Mientras se incorporaba y volvía a echarse hacia atrás, de sus labios blanquecinos salió un gemido cavernoso que no debía de ser sino el final de una serie de pensamientos que le habían invadido con anterioridad.



—Si está soñando, debe de ser con algo terrible. ¿Cuál puede ser ese suceso desgraciado del que me habló? —pensé para mis adentros.



Mientras me detenía en este pensamiento, Jacob se dio cuenta de mi presencia. Me sorprendió que no dudase si se encontraba dormido o despierto, tal y como suele sucedemos recién despertados.



Con un grito de alegría, me agarró la mano entre las suyas, húmedas y temblorosas, como un chiquillo atemorizado agarra a alguien a quien ama. Intenté tranquilizarle:



—Ya está, ya está, no pasa nada. He venido para estar con usted, juntos intentaremos luchar contra ese maldito sueño.



De repente, me soltó la mano. Se dejó caer en la cama y se cubrió los ojos con las manos.



—¿Enfrentarnos a ese maldito sueño? ¡No, señor, no! Ninguna fuerza mortal puede enfrentarse a este sueño que proviene de Dios y arde aquí —dijo mientras se golpeaba la frente. A continuación, siguió hablando:



—Es el mismo sueño, siempre el mismo, cada vez más fuerte. Me tortura una y otra vez.



—¿Con qué sueña? —le pregunté creyendo que hablar de ello podría aliviarle.



Se apartó de mí y, tras una larga pausa, dijo:

 



—No, creo que es mejor no contárselo. Puede que no vuelva a soñar.



Estaba claro que ocultaba algo, algo que se escondía en el sueño.



—Está bien. Espero que no sueñe más pero, si vuelve de nuevo, prometa contármelo, ¿de acuerdo? No se lo pregunto por curiosidad, sino porque creo que hablar de ello puede servirle de ayuda.



Me contestó con solemnidad:



—No se preocupe. Si vuelvo a soñar, le prometo que se lo contaré todo.



Intenté distraerle con cosas más mundanas. Preparé la cena y la compartí con él, incluido el contenido del termo. Después de un rato, se tranquilizó. Me encendí un puro, le di otro a él, y fumamos durante una hora y hablamos de muchos temas. Poco a poco la placidez que sentía su cuerpo se adueñó de su mente, y pude ver cómo las dulces manos del sueño le acariciaban los párpados. También él las sintió. Me dijo que se sentía mejor y que podía dejarle e irme tranquilo, pero le dije que iba a esperar a que amaneciera. Encendí la otra vela y empecé a leer, mientras él se quedaba dormido. Poco a poco me fui ensimismando de tal forma en la lectura que casi se me caía el libro de las manos. Miré y comprobé que Jacob seguía dormido. Me agradó ver en su rostro una expresión de felicidad poco habitual, mientras parecía que sus labios pronunciaban palabras mudas. Regresé de nuevo a la lectura, y me volví a despertar aterrado por una voz que procedía de la cama que estaba junto a mí.



—¡Con esas manos ensangrentadas no, nunca, nunca!



Le miré y me di cuenta de que seguía dormido. Sin embargo, se despertó al instante y no pareció sorprenderse de verme. De nuevo había en él esa extraña indiferencia. Entonces, le dije:



—Settle, cuénteme su sueño. Puede hablar sin miedo. No contaré nada. Mientras vivamos los dos, jamás contaré lo que va a decirme.



—Prometí que se lo contaría, pero es mejor que conozca antes la historia. Así podrá comprenderlo mejor. En mi juventud, fui profesor. Trabajaba en una escuela en una pequeña ciudad del Suroeste de Inglaterra. No hace falta mencionar su nombre. Es mejor que no. Me prometí en matrimonio con una joven a la que amaba y casi adoraba.



»Pero ocurrió lo de siempre. Mientras esperábamos el momento en que pudiésemos tener una casa donde vivir juntos, apareció otro hombre. Tenía casi los mismos años que yo. Era elegante y amable. Tenía todos los atractivos que adoran las mujeres de nuestra clase. Mientras yo estaba trabajando en la escuela, él iba a pescar y ella se encontraba con él. Intenté convencerla, incluso llegué a implorarle que le dejase. Le prometí casarme con ella enseguida y marcharnos de allí, comenzar una nueva vida en un lugar diferente. Pero jamás habría escuchado nada de lo que yo le hubiera dicho. Estaba perdidamente enamorada de él.



»A continuación, decidí hablar con aquel hombre para que la tratara bien. Pensé que la quería y que no habría posibilidad alguna de convencerle. Me dirigí a donde sabía que podría encontrarme con él a solas, y mis temores se confirmaron.



Jacob Settle tuvo que hacer una pausa; parecía como si tuviera algo que le molestara en la garganta. Casi jadeaba al respirar. Después continuó:



—Señor, pongo a Dios por testigo, juro por Dios que no me movía ningún pensamiento egoísta. Amaba tanto a mi querida Mabel que me conformaba con solo una parte de su amor. Había pensado demasiado en mi desgracia como para no darme cuenta de que no tenía nada que hacer. Aquel hombre se comportó de forma insolente conmigo. Usted, señor, que es un caballero, tal vez no sepa lo humillante que puede llegar a ser la insolencia de alguien que se cree superior a ti. Pero conseguí soportarlo. Le supliqué que tratase bien a la joven. Le advertí que si lo que buscaba era simplemente diversión, no iba a conseguir sino romperle el corazón.



»No me preocupaba que ella no le quisiera sino que sufriera. No quería que fuese desgraciada. Pero cuando le pregunté cuándo pensaba casarse con ella, su risa me hizo perder los nervios. Le dije que no me iba a cruzar de brazos para ver cómo mi amada era infeliz. Él también se enfureció y, en su furia, dijo tales crueldades de ella que juré que no iba permitir que siguiera vivo para hacerle daño a mi amada. Solo Dios sabe cómo ocurrió. En esos momentos de ofuscación es difícil recordar cómo se pasa de las palabras a las manos. De repente, me encontré de pie junto a su cadáver. Tenía las manos manchadas del color carmesí de la sangre que le brotaba del cuello roto. Estábamos solos. Él era forastero, ningún familiar le buscaría

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