Arauca: Una Escuela de Justicia Comunitaria para Colombia

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Arauca: Una Escuela de Justicia Comunitaria para Colombia
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Arauca: una escuela de justicia comunitaria para Colombia


Arauca: una escuela de justicia comunitaria para Colombia

Édgar Ardila Amaya

Arturo Suárez Acero

Editores


Instituto de Investigación Sociojurídica

“Gerardo Molina” - Unijus

Bogotá D.C., 2021


CATALOGACIÓN EN LA PUBLICACIÓN UNIVERSIDAD NACIONAL DE COLOMBIA

Arauca : una escuela de justicia comunitaria para Colombia / Édgar Ardila Amaya, Arturo Suárez Acero, editores. -- Primera edición. -- Bogotá : Universidad Nacional de Colombia. Facultad de Derecho Ciencias Políticas y Sociales. Vicedecanatura de Investigación y Extensión. Instituto de Investigación Sociojurídica “Gerardo Molina” (Unijus), 2021.

Incluye referencias bibliográficas e índices de autores y materias

ISBN 978-958-794-554-6 (rústica). -- ISBN 978-958-794-556-0 (e-pub). – ISBN 978-958-794-555-3

1. Universidad Nacional de Colombia (Arauca) -- Escuela de Justicia Comunitaria (EJCUN) -- Fines y objetivos 2. Justicia comunitaria -- Arauca -- Colombia 3. Mecanismos de solución de conflictos 4. Jueces de paz – Arauca -- Colombia 5. Cultura de paz – Arauca – Colombia 6. Negociaciones de paz 7. Administración de justicia – Arauca – Colombia 8. Equidad (Derecho) – Arauca – Colombia 9. Conflicto armado – Arauca – Colombia I. Ardila Amaya, Edgar, 1959-, editor II. Suárez Acero, Arturo, editor III. Serie

CDD-23 378.175 / 2021


Arauca: una escuela de justicia comunitaria para Colombia Colección Gerardo Molina

© Universidad Nacional de Colombia - Sede Bogotá

© Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales

© Vicedecanatura de Investigación y Extensión

© Instituto de Investigación Sociojurídica “Gerardo Molina” - Unijus

© Édgar Ardila Amaya y Arturo Suárez Acero, editores

Primera edición, 2021

ISBN (impreso): 978-958-794-554-6

ISBN (IBD): 978-958-794-555-3

ISBN (digital): 978-958-794-556-0

Dolly Montoya Castaño

Rectora Universidad Nacional de Colombia

Hernando Torres Corredor

Decano Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales

Alejo Vargas Velásquez

Vicedecano de Investigación y Extensión

Preparación editorial

Instituto de Investigación Sociojurídica “Gerardo Molina” - Unijus

Pedro Elías Galindo León

Director Unijus

Viviana Zuluaga Zuluaga

Coordinadora editorial

Julieth Constanza Leal García

Asistente coordinación editorial

Hernando Sierra

Asistente coordinación editorial

Fabio Toro Lugo

Coordinador académico

Luis Miguel Solórzano

Asesor administrativo y financiero

Alejandra Álvarez

Correctora de estilo

María Victoria Mora

Diagramadora

Marcianita Barona

Imagen de cubierta

Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio sin la autorización escrita del titular de los derechos patrimoniales.

Conversión ePub: Lápiz Blanco S.A.S.

Hecho en Colombia

Made in Colombia

A quienes desde el Arauca enseñan a construir paz con justicia comunitaria. Alirio Zubieta, Zulma Bastos, María Elena Vallejo y Uriel Garzón: su vida alienta a miles después del fin de sus tiempos.

CONTENIDO

Hacia un lugar para Arauca en el Derecho nacional

Édgar Ardila Amaya

La justicia comunitaria y la construcción de colombianidad en el Sarare

¿Reinventarnos o simplemente reconocernos?

La Escuela en Arauca

Esta obra

Primera parteLECTURAS TERRITORIALES

Justicia en Arauca: entre el Estado y la insurgencia

Arturo Suárez Acero

El revés de la justicia

Reglas armadas: entre la seducción y el miedo

La disputa por la justicia

Mapas de la justicia en el piedemonte

Conflicto, violencia y paz en el piedemonte araucano

Paula Andrea Moreno Pinzón

Regulación de un territorio fragmentado

Conflicto cotidiano: lo que está en juego

La violencia: geografías de la guerra y el abandono

Capacidades locales para la paz: (re)interpretación del territorio y articulación comunitaria

Así se accede a la justicia en Arauca

Édgar Ardila Amaya

Introducción

Diversidad de instancias

Actores armados, conflicto y territorio

Operadores estatales

Conclusión

Segunda parteLA DISPUTA DE LA JUSTICIA COMUNITARIA

Bases de la propuesta de la Escuela a los araucanos

Arturo Suárez Acero

Édgar Ardila Amaya

Trayectos universitarios

¿Transformar el Derecho?

Apuesta metodológica

¿Tiene sentido promover la justicia en equidad en Arauca?

Édgar Ardila Amaya

Hablar de justicia comunitaria

Una precisión conceptual

Diversidad de figuras

El corto vuelo de la justicia en equidad

De la conciliación a la mediación

Construcción regional del acceso a la justicia: travesía y aprendizaje

Arturo Suárez Acero

Francy Aimed Tolosa Vallejo

Sufriendo guerras ajenas

Empezar a llamar justicia a los acuerdos comunitarios

De la paz también se habla y se actúa en Arauca

Aprendizajes y enseñanzas de Arauca

Tercera parteAPRENDIZAJES ARAUCANOS

El aporte de los conciliadores en equidad a la paz de Arauca

Melissa Vargas Silva

Diego Fernando Acosta Daza

Los conciliadores en equidad son personas de carne y hueso que resisten a la violencia

El Programa de Justicia en Equidad se constituye en una capacidad local para la paz

Aportes de la conciliación en equidad a la realidad araucana

 

Notas de cierre

Sistema local, para que la justicia surja con el diálogo y las respuestas efectivas

Édgar Ardila Amaya

Arturo Suárez Acero

Introducción

Transformar la relación del Estado con la comunidad y sus conflictos

Instancias comunitarias en el Sistema Local de Justicia

El sistema local de justicia y el territorio municipal

Así operan los terminales de justicia

Conclusión

Referencias

Autores


HACIA UN LUGAR PARA ARAUCA EN EL DERECHO NACIONAL

Édgar Ardila Amaya


La Escuela de Justicia Comunitaria de la Universidad Nacional de Colombia —EJCUN— ha venido adelantando desde el año 2005 una labor de extensión e investigación en Arauca con diferentes sectores poblacionales y un amplio espectro de entidades estatales relacionadas de alguna manera con las necesidades de amparo de derechos, la regulación social y el acceso a la justicia. Por diferentes razones, la intensidad en las labores ha sido mayor en los cuatro municipios que descienden desde los Andes orientales por el piedemonte, constituyen la zona del Sarare y reúnen aproximadamente la mitad de la población y del área del departamento de Arauca.

Este capítulo busca entender hacia dónde se dirige la labor que realiza la EJCUN en desarrollo y empoderamiento de instancias comunitarias de gestión de conflictos. Aquí, se describen los elementos fundamentales del enfoque y los principales rasgos de la estrategia y la metodología de búsqueda que la Escuela, como equipo de la Universidad, hace al interior de la región tratando de identificar cómo pueden transformarse positivamente los escenarios jurídicos y, desde allí, extraer aprendizajes para otras regiones de Colombia que pueden estar sometidas a condiciones similares.

Desde su definición misional, la Universidad se propone aportar en la elaboración del proyecto de nación para Colombia. Ese proyecto cultural convoca una serie de acciones de amplio espectro que, aunque tienen su vértice en la formación de profesionales, se encaminan hacia la construcción y transformación de la identidad colombiana en diálogo y sinergia con pluralidad de actores a partir de saberes y capacidades de origen diverso que constituyan respuestas a las necesidades del país.

En el caso de Arauca, nuestro proyecto cultural tiene retos grandes que se vienen sumando a desafíos históricos que en el último medio siglo ni siquiera se habían encarado. Arauca es un territorio marginalizado y olvidado desde el centro del país, de condición fronteriza, profundamente marcada por la desigualdad, el racismo y la discriminación étnica, que no ha logrado construirse como región y tampoco ha contado con canales que la conecten adecuadamente con una nacionalidad que, generalmente, la esquiva o le muestra los dientes.

A continuación, tratamos de precisar en qué se concreta ese compromiso que asumimos en relación con la región desde nuestro lugar como equipo de la Universidad que trabaja en el campo del derecho y la administración de justicia. Luego, enmarcamos teórica y metodológicamente el sentido con el que nos acercamos a interactuar con estas dinámicas sociales. Finalmente, describimos los retos que hemos asumido a lo largo de nuestra experiencia en el departamento de Arauca y evaluamos la manera como los encaramos.

LA JUSTICIA COMUNITARIA Y LA CONSTRUCCIÓN DE COLOMBIANIDAD EN EL SARARE

Hay una gran distancia entre las fórmulas jurídico-políticas de la modernidad y la realidad de nuestras estructuras orgánicas. Mientras en Europa el concepto de nación precede al del Estado y se concibe como un conjunto humano, que por compartir territorio e historia se siente parte de lo mismo, la Constitución establece la nación a partir del discurso de un pequeño grupo que se considera heredero de españoles y no se identifica con la mayoría, de las pretensiones territoriales que fijan en las normas y de los mapas que no están integrados espacialmente. De acuerdo con esto, el orden jurídico se organiza sobre una nación que es poco más que una formalidad, no solo porque carece del requerido fundamento identitario, sino también del alcance territorial que pregona.

La gran profesora colombiana María Teresa Uribe caracteriza amplias zonas por la carencia institucional del Estado, que no implica necesariamente la falta de presencia física, sino su incapacidad de operar y, en consecuencia, su impotencia para producir los referentes simbólicos de lo nacional que ordenen las relaciones sociales. Con lo cual, en caso de conflicto, la acción reivindicatoria o retaliatoria por mano propia solo encuentra alternativas viables en la intervención de poderes territoriales no nacionales que pueden imponer el orden o competir para imponerlo (Uribe, 2001).

Si bien hoy podemos constatar que —además de una plaza de Bolívar y una estatua de Santander— en esos municipios hay jueces y otros operadores de justicia, su presencia allí en muchos casos no es más que simbólica, porque no garantiza el orden nacional en el territorio, pues para actuar carecen de capacidad operativa, de garantías de seguridad para ellos, de respaldo de la fuerza pública para sus actuaciones y de legitimidad en la comunidad (García, 2008). Así, los conflictos que más afectan a la comunidad son gestionados por los poderes extraestatales, en territorios de todas maneras con orden extraestatal o, de manera más violenta y letal, en las zonas de caos donde compiten los diferentes actores por el dominio territorial (Ardila, 2018).

Arauca es un caso particular dentro de este panorama. Sin haber encontrado una vía para que la región avizorara en la historia condiciones físicas, políticas, económicas y culturales de integración con el resto del país, en apenas cinco décadas ha sido sometida a dinámicas provenientes del resto del país que la lesionan y la fraccionan aún más. Arauca, cultural y físicamente, hace parte de la región bastante homogénea que se conoce como “Los Llanos”, y que comparten Colombia y Venezuela. De manera más o menos similar al resto de los departamentos de esta enorme región, Arauca permaneció más integrada con los llanos1 y relativamente aislada del resto del país, y no ha encontrado oportunidad de participar en la construcción de identidad nacional2.

La expansión paulatina y centenaria de la economía ganadera de pastoreo, aunque generalmente no reivindicaba títulos de propiedad, atacó los sistemas de relacionamiento de la población indígena con la naturaleza, especialmente de los pueblos nómadas. La expulsión creciente de los llamados “guahibos” de sus propios territorios ha estado sustentada en un ideario racista desde el que no solo se les ha excluido de las pocas oportunidades existentes, sino que se les ha asesinado3. Sin embargo, es en la segunda mitad del siglo XX que se producen los rasgos más profundos del actual escenario de fraccionamiento social y cultural, luego de una migración desordenada y agresiva que no solo ataca de frente la territorialidad de los pueblos nativos, sino una cierta comunalidad existente en el pastoreo de ganado.

Durante la mayor parte de la Colonia predominó la población indígena, en parte sometida a la explotación ganadera impulsada por los jesuitas, aunque hubo una paulatina colonización de zonas aledañas, incluso venezolanas, que fueron definiendo una configuración cultural y fenotípica que se conoce externamente como el llanero, y allá denominan criollo. Esta población aprendió de los indígenas su interacción con la naturaleza, pero se vinculó con la ganadería en el pastoreo de los grandes hatos que sucedieron a la expulsión, en el siglo XIX, de la Compañía de Jesús.

Esa situación empezó a tener un cambio rotundo y unos choques interculturales por la migración masiva de los departamentos andinos a partir de la violencia del medio siglo, pero que arreció con la expectativa generada por el descubrimiento de petróleo en los años ochenta. La población del Sarare por lo menos se duplicó en treinta años, principalmente, por la inmigración, que expandió una tendencia cultural y fenotipo andino en los municipios de Saravena, Fortul y Arauquita, que los lugareños denominan “guates”.

Los desplazamientos forzados por el conflicto armado compelieron por décadas a oriundos de Santander, Boyacá y otras regiones de Colombia a abrirse espacio en este territorio, en disputa con la población ya asentada. Pero los recién llegados no pudieron dejar atrás los factores y los actores que los llevaron hasta allí y tampoco encontraron respuestas institucionales a sus necesidades en el nuevo territorio. Por el contrario, lo protuberante ha sido la presencia y el control de los actores armados. Con un Estado ausente, en medio de los esfuerzos autogestionarios de las comunidades, fueron medrando proyectos territoriales guerrilleros que, ante las necesidades de las comunidades, procuraron cooptar los recursos y las organizaciones que ellas habían desarrollado o, simplemente, imponer sus condiciones para hacer alguna oferta para la solución de conflictos y otras necesidades de la comunidad.

En los años ochenta, el Ejército de Liberación Nacional (ELN) se hizo fuerte y predominó en el territorio. En los noventa, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) lograron disputarle amplias zonas e imponerse en varias de ellas en una confrontación crónica que se prolonga hasta esta década, dejando más líderes sociales víctimas que bajas entre las partes. Al comienzo del siglo, aprovechando el repliegue de la guerrilla, logrado por las fuerzas armadas del Estado, grupos paramilitares se expandieron desde el sur, arrasando el liderazgo social existente entonces. En todos los casos, las comunidades tuvieron que reconstruirse luego de que, al asesinar o desplazar a sus líderes, se les privaba de los recursos colectivos para atender sus necesidades.

Frente a muchos de sus problemas, en las últimas décadas, el Estado viene dando respuestas muy precarias y limitadas en su alcance. El Sarare, a pesar de la enorme riqueza petrolera —que en su mayoría se bombea por un tubo sin que llegue a verse—, es una zona marginalizada y se encuentra por debajo de los índices de satisfacción de las necesidades que se registran en el país (datos de pobreza, participación, estratos económicos, PIB per cápita, NBI).

Pero ese no es el único problema, el territorio está fuertemente fragmentado. Por una parte, a causa de la lucha bélica por el territorio, se ha incrementado el aislamiento de unas zonas y otras; y se han dividido en su interior, incluso, las comunidades y hasta a las familias por la desconfianza, la polarización y la estigmatización mutuas. Por otra parte, las dinámicas de poblamiento y la ubicación socioeconómica han demarcado cuatro grupos sociales que tienden a diferenciarse y a discriminar de arriba hacia abajo así: en la cresta, beneficiarios de la economía petrolera y de los recursos públicos, como la burocracia estatal sempiterna; enseguida, los guates, que a través de la apropiación de la tierra y el comercio se han convertido en el sector que dinamiza la economía capitalista en la región y constituye la población mayoritaria, salvo en Tame; en un nivel inferior, está el sector que identifica a todos los llaneros, los criollos, que son población en general carente de propiedades y de acceso a los beneficios sociales y se ubica en zonas muy marginales; en la parte más baja, u’was, hitnüs, macaguanes, betoyes y sikuanis, muy reducidos en sus miembros, población indígena que se mantiene aferrada a su identidad, de cara a una sociedad que mayoritariamente los excluye.

 

En lo relacionado con la labor que desempeña la EJCUN, se evidencia que las entidades encargadas de garantizar derechos y gestionar conflictos han tenido una presencia insular, discontinua, desarticulada e insuficiente. Por ello, los requerimientos de justicia rara vez llegan a puerto mediante la oferta institucional nacional. De allí que la Constitución y las otras leyes de la República no sean una herramienta reconocida para ordenar la vida y regular los comportamientos sociales en la región. De hecho, a pesar de que en ello se agotan las acciones estatales, las entidades encargadas de agenciar la legalidad en el territorio son muy poco robustas y tienen un alcance territorial que apenas rasguña lo más importante de la conflictividad, que se circunscribe a un radio de acción principalmente urbano. Los programas de promoción y defensa de derechos, y de acceso a la justicia han estado reducidos a unos recursos muy limitados de la cooperación internacional.

La acción coactiva de actores ilegales es, en parte, una consecuencia de esa exclusión. La instrumentalización de la violencia para tramitar los conflictos ha sido un recurso más utilizado que la fuerza que corresponde a los actores estatales en buena parte del territorio. La población se somete a los actores armados no solo por miedo a sus represalias, sino también, en muchos casos, por la necesidad que se tiene de zanjar conflictos que no se está dispuesto dejar en suspenso, y ese es el camino que predomina. Es la contracara de la inacción del Estado que aparece en muchos estudios sobre la violencia en esta u otras zonas del país. Pero tampoco desde aquí puede comprenderse plenamente el conjunto de dinámicas que determinan los comportamientos y enmarcan las dinámicas de orden social reinantes en la zona.

La manera como la gente actúa y se relaciona entre sí, también como tramita sus controversias, es la sumatoria de diversos vectores que interactúan de manera compleja y muchas veces contradictoria. Están sin resolverse los choques que surgen de las normas que siguen las personas para trabajar, para acceder a la naturaleza y a los bienes, para intercambiar recursos, para reproducirse o para participar en las acciones colectivas, pues estas no son homogéneas. Para los indígenas y una parte del campesinado, los parámetros son los que plantaron los ancestros; mientras que, para los colonos de las últimas décadas, son los que trajeron de sus zonas de origen. El impulso de las normas estatales también llega débil al pasar por los filtros de comunidades de fe o de grupos políticos poco interesados en el discurso de la legalidad.

Además, ya hemos visto que, como resultante de ese juego vectorial muchas veces también conflictivo, han ido surgiendo, con mayor o menor sostenibilidad, instancias, saberes y procedimientos mediante los cuales las comunidades han buscado atender por sí mismas las necesidades de justicia que se presentan a su interior. Esas normas y esas instancias, con sus limitaciones y sus defectos, tienen una profunda y extensa significación en la vida de los sarareños. El modo de ser araucano se ha venido construyendo en esa área comunitaria todavía poco visible pero mucho más real y presente que los códigos legales y las metralletas. Hay una trayectoria de experiencias, incluso algunas efímeras y ocasionales, que han ido dejando también enseñanzas sobre cómo abordar los conflictos y han decantado capacidades que se han convertido en el patrimonio más valioso para enfrentarlos. Son esas normas y esas instancias las que representan el sentir y el ser de este territorio llanero.

Es allí donde se ubica el lugar específico de la EJCUN en la misión de la Universidad. La resignificación de la nación no puede hacerse con la exclusión de Arauca, de sus identidades, de su obra colectiva, de las normas que encauzan su interacción, de los instrumentos que han generado para tramitar sus controversias pacíficamente. El sistema jurídico y la función de administrar justicia debe buscar los caminos para que este acumulado pueda ser canalizado. Empeñarse en desconocerlo, intentando imponer modelos únicos, es remar contra la corriente y, sobre todo, puede tener un efecto que solo llega a destruir lo poco o mucho con lo que cuenta la población.

Si, ante la inexistencia o la ineficacia del Estado, son las instancias y las reglas comunitarias lo que funciona en medio de la dura realidad específica del piedemonte, se trata de conocerlas y reconocerlas, de valorarlas y evaluarlas, de fortalecerlas y de criticarlas. De hecho, es necesario partir de la base de que no se trata de una realidad uniforme, sino de un escenario en el que se han ido estructurando tendencias y proyectos diferentes y, en muchos sentidos, contradictorios entre sí. Entonces, nuestra labor no se limita a describir y a ser testigos de su experiencia, se trata de entablar un diálogo con su normatividad y sus instancias en busca de que la propia comunidad se transforme y fortalezca desde sus propias contradicciones y en su interacción con las dinámicas nacionales. Pero también se trata de que el proyecto de nación y de sus estructuras jurídicas se enriquezcan con el aporte que se hace desde una región específica, de que la oferta institucional se nutra con los aprendizajes que se elevan también desde estas realidades que no son excepcionales en el país.

¿REINVENTARNOS O SIMPLEMENTE RECONOCERNOS?

La epopeya fundacional de la nación iroquesa, una de las más extendidas de nuestro continente al momento de la Conquista, no narra una guerra sino una paz. Hiawatha fue un personaje real que dedicó su vida hasta lograr, a través del diálogo cuidadoso y fecundo, que se fueran construyendo las instituciones y las reglas comunes que les permitirían vivir en paz y prosperar sin que las contradicciones fueran causa de conflagración. Onondogas, mohicanos, entre otros, hasta entonces enemigos acérrimos, a través de esa narrativa, proyectaron los valores éticos y políticos con los que fueron dándose sentido como grupo humano y establecieron las condiciones organizativas que requerían para proyectarse hacia el futuro como una nación.

Por la misma época, los Estados europeos se estaban creando a través de la espada y la conquista. Ricardo Corazón de León, el Cid Campeador, Juana de Arco y tantas otras figuras guerreras representan lo que llegó a imponerse como identidad de naciones enteras y que llevó a que, incluso hasta mediados del siglo XX, en el viejo continente no se reconociera preeminencia en quien no hubiera liderado una acción bélica. Fue con esa idiosincrasia que exportaron su institucionalidad y sus modelos de organización política a los territorios de quienes llamaron “pieles rojas” o simplemente “hombres rojos”, destruyendo o reduciendo saberes e instituciones de todo el continente, a veces muy sofisticados, como los que habían alcanzado entre los aztecas mesoamericanos o en el Tahuantinsuyo, de la zona Andina. Muchas estatuas lo dicen, los grandes personajes que han protagonizado la historia luego del siglo XVI se representan con una espada ensangrentada en alto.

La imagen no cambia: un jinete que no se apea para interactuar con la población común. Tanto el conquistador como el prócer representan el poder foráneo que desconoce a los actores y al territorio mismo. De hecho, la gran efeméride del piedemonte araucano es un diálogo de Bolívar y Santander, donde no se recuerda que haya participado la gente de ahí; ni que, posteriormente, las causas de los indígenas y los campesinos de entonces hubieran dejado alguna huella en los planes del gobierno al que le pusieron pertrechos, provisiones y personas que fueron a luchar. Hoy, en la escena siguen campeando guerreros que, sin bajarse de sus cabalgaduras y sus camionetas, aseguran que serán los vencedores.

Las comunidades araucanas, en medio de dificultades y tras reiteradas pérdidas, han tenido que prodigarse por sí mismos, y mediante la cooperación y el apoyo mutuo, muy buena parte de los recursos que disfrutan en común. La base de esa resiliencia ha sido el aprendizaje colectivo para el cuidado de la convivencia mediante normas de comportamiento y la gestión de conflictos. Las pautas de conducta para la interacción interna y con el exterior se dirigen armonizar al máximo los procesos vitales diversos que coexisten, al mismo tiempo que procuran el cuidado colectivo frente a los factores de violencia que pueden irrumpir o escalar. La gran vulnerabilidad en la que se vive, especialmente en las zonas rurales, ha llevado a que cualquier tipo de controversia a su interior sea motivo para que toda la comunidad se sienta implicada y se sienta beneficiada cuando se produzca un resultado satisfactorio que la zanje. Cuantos más incidentes sean resueltos mediante las herramientas comunitarias creadas para atender la conflictividad, menos vulnerables serán a la acción violenta.

En el Sarare no es visible un personaje mítico como Hiawatha, pero de tantos acumulados y tantas capacidades de acción colectiva es posible construir una epopeya que no sea escrita por los amanuenses de los guerreros. Arauca podría ser una esquina del país que, superando los índices más altos de violencia que le han acompañado por décadas, se convierta en el vértice de una narrativa y unas prácticas institucionales, desde las cuales podamos encontrar no solo un lugar para Arauca en lo que somos como país, sino que Colombia se transforme con los acumulados que en el Sarare, al igual que en regiones similares, ya se han venido alcanzado como normas de convivencia e instancias de regulación de conflictos que logran impactos que siguen siendo impensables desde el derecho y las instancias estatales.

Los acumulados comunitarios deben fortalecerse para que se apropien conscientemente con vocación de permanencia y desarrollen su potencial, y para que se proyecten nacionalmente en diálogo con la institucionalidad del país. Y es allí donde encuentra su sentido la labor que realizamos desde una entidad académica como la Escuela de Justicia Comunitaria de la Universidad Nacional de Colombia en esas tierras. Entendemos que nuestro papel debe ser el de participar en la construcción del proyecto de nación desde el Sarare y para el Sarare. Es decir, un proyecto dirigido a que lo que es la región sea una parte del horizonte del país y que lo que construimos como país le aporte a la región. Que la suerte de los Hiawathas que germinan en las comunidades piedemontanas sea recogida como activo en los acumulados normativos e institucionales del país y que en lo nacional haya un aporte reconocible y útil para la gestión de las necesidades específicas del territorio, empezando por la convivencia pacífica, la inclusión y la igualdad en las relaciones.

Ese marco define los propósitos de una labor académica que para ser participativa exige que se haga de la mano y en diálogo con los diferentes sujetos que interactúan en el territorio. En primer lugar, ante todo la labor es de visibilización. Debe contarse con sensibilidad para percibir los problemas y sus respuestas. Al mismo tiempo, con herramientas conceptuales y metodológicas que permitan reconocer y hacer visibles, para la comunidad y los actores llamados a interlocutar con ella, las dinámicas mediante las cuales se regula y gestiona la convivencia. Se busca que se reconozca el aporte y la potencialidad que tienen a través de un enriquecimiento teórico y comparativo.

En segundo lugar, el rol de la Universidad es el de aportar en la transformación positiva de lo que existe. Es el más exigente, porque nos movemos entre dos extremos peligrosos que deben evitarse. De un lado, existe el riesgo de que se entable una relación vertical en la que se impongan los conocimientos académicos y los valores que portan y, en consecuencia, el mejoramiento que se promueve se reduzca a una modernización más burda o más sofisticada. Del otro lado, puede caerse en una visión que mitifica lo comunitario y se limita a recoger y hacer un mejoramiento formal por considerar que la intervención contamina los procesos, dejando intactas o reforzando dinámicas de violencia estructural, de dominación, de explotación o de discriminación. El mejoramiento implica el diálogo de saberes en un ejercicio constante de autoevaluación de lo que se hace y de autocrítica sobre lo que hay y lo que se propone.