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La guardia blanca

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– El casco de acero de un centinela, contestó Simón. Pero apretemos el paso si hemos de llegar antes que la campana dé la señal de vísperas y el clarín la de alzar el puente levadizo; porque el barón de Morel, á fuer de buen soldado, es lo más exigente y riguroso en punto á disciplina.

Pronto se hallaron los tres camaradas en la extensa población construída al pie de la antigua iglesia y del amenazador castillo. El barón de Morel había cenado aquella tarde antes de ponerse el sol, según su costumbre; visitó después las caballerizas, donde sus dos corceles de batalla, Darío y Armorel, descansaban de sus pasadas campañas, en unión de otros buenos caballos y de los palafrenes de las damas, y por último dispuso que los monteros sacasen á los perros y los dejasen correr y retozar en libertad por media hora en las avenidas del castillo. Unos treinta contenían las perreras y no fué mal concierto de ladridos el que armaron al precipitarse en tropel perdigueros y lebreles, mastines, galgos, sabuesos y podencos, de todos tamaños y colores. Detrás de los monteros y pajes que con sus voces aumentaban la algazara, veíase al noble señor de Morel, que contemplaba sonriente aquel animado cuadro. Iba á su lado la buena baronesa y ambos siguieron andando hasta el puente de piedra que separaba el pueblo del castillo.

Era el famoso guerrero de corta estatura y pocas carnes, y ni su aspecto ni sus maneras revelaban en él al esforzado campeón inglés cuyos altos hechos andaban en lenguas de todos. Los años habían encorvado algo su cuerpo, aunque no pasaban de cuarenta y ocho los que tenía; y en la época en que le conocemos sufría todavía de la vista á consecuencia de haberle vaciado encima una espuerta de cal viva los sitiados de Bergerac, cuando el barón dirigía el asalto de aquella plaza al frente de los veteranos de Derby. El constante ejercicio de las armas y las penalidades de su pasada vida de soldado lo habían conservado vigoroso y activo como siempre; era delgado de rostro, de color moreno y llevaba el retorcido bigote y larga perilla que por entonces estaban en boga entre los caballeros del ejército. El chambergo de fino fieltro con airosa pluma blanca, algo inclinado sobre la oreja derecha, ocultaba en parte la cicatriz de una larga herida que partía desde la sien; la mitad de aquella oreja se la llevó una bala de bombarda allá en Tournay, en las guerras de Flandes. Vestía rico traje de terciopelo negro y capa corta del mismo color, y usaba calzado de retorcida punta, aunque no tan desmesurada como fué uso llevarla en el siguiente reinado. Ceñíale el cuerpo un cinturón bordado de oro, en cuya ancha hebilla estaban grabadas las armas de los Morel, cinco rosas gules en campo de plata.

Á su lado y apoyada en el parapeto del puente, la baronesa parecía el tipo acabado de las altivas castellanas de la época. Más alta que su esposo, tenía la mirada dominante y la robustez física que había hecho posibles las heróicas proezas de Agnes Dunbar, de las condesas de Salisbury y de Monfort y de otras damas inglesas que habían demostrado ser tan animosas como sus nobles maridos llegada la ocasión, y poco menos expertas que ellos en el manejo de la espada ó del hacha de combate. Pero muchas de aquellas heroínas inglesas y otras que pudiéramos citar, como las de Monteagudo, Chandos y Belver, eran no sólo valerosas sino bellas, calificativo este último que por ningún concepto podía aplicarse á la baronesa de Morel.

– Os repito, barón, que una doncella como nuestra hija no debería pasar su vida cazando y corriendo por campos y bosques, decía la imponente dama á su esposo. Si la dejamos que siga rodeada de caballos y perros, pajes, monteros y soldados, cuidando halcones y aprendiendo, la muy taimada, trovas francesas, que tal hacía cuando la sorprendí ayer en su cuarto, ¿cómo ha de servir para esposa de un noble compañero y para gobernar un castillo, cual lo he hecho yo en vuestras largas ausencias, con un centenar de hombres de armas y sirvientes á sus órdenes, la mitad de los cuales sólo entienden de holgar y beber cerveza? Y cuenta que las trovas de que os hablo, que ella escondió bajo la almohada al verme entrar, se las había prestado, según confesión suya, el mismísimo padre Cristóbal, del Priorato. Es verdad que siempre me dice lo mismo.

– Muy cierto es todo eso, mi buena amiga, respondió el magnate, pero tened en cuenta que es muy joven, llena de vida y salud, traviesa y alegre como una niña y que tiempo hay para todo.

– Sus travesuras van siendo graves por demás y demandan de vos severa corrección.

– No querréis decir seguramente que llegue yo á levantarle la mano. Jamás lo he hecho con ninguna mujer y no exceptuaré precisamente á la que lleva mi sangre en sus venas. En vos confío para enmendarla, cuando su conducta merezca enmienda; sobre todo en mi ausencia, querida mía, pues si llevo largo tiempo de asueto en el castillo, sólo por vos ha sido, y os confieso que sin vuestra presencia no podría tolerar una semana esta vida tranquila y regalona. Soldado nací y soldado he de morir.

– Eso era lo que yo temía, exclamó angustiada la baronesa. ¿Creéis que no he notado vuestro desasosiego de estos últimos tiempos, y la revista que habéis pasado á vuestras armas en compañía de Renato el escudero? ¡Nuestra Señora de Embrún me valga!

– No os aflijáis. No se trata sólo de inclinación mía, sino de un deber, de un llamamiento á nuestro honor. Bien sabéis que la renovación de la guerra es cosa resuelta, que nuestras tropas se reconcentran en Burdeos y ¡por San Jorge! sería cosa de ver que junto á los leones del estandarte real figurasen las armas de toda la nobleza inglesa, excepto las rosas de Morel.

– No lo hubiera permitido yo misma diez ó quince años hace; pero ¿no habéis servido al rey como el primero? ¿No habéis dado pruebas brillantes de valor en diez campañas? Díganlo las heridas de vuestro cuerpo y la fama de vuestro nombre. El mismo rey no espera de vos que combatáis hasta morir y el más bravo soldado depone un día las armas y regresa al hogar.

– No está en mí el hacerlo, creedme. Cuando nuestro gracioso soberano se apresura á vestir la armadura de combate á los setenta años y el señor de Chandos le imita á los setenta y cinco, con tantas campañas y heridas como cuento yo, mal puede quedar en reposo la lanza del barón León de Morel. Mi propia fama me obliga, ya que tanto más notada sería mi ausencia. No, Leonor, debo partir. Sin contar que nuestra hacienda no es tan grande cual yo por vos y por nuestra hija la quisiera, y que sólo el cargo de condestable que ejerzo aquí por merced de mi buen y poderoso amigo el conde de Monteagudo, cuyo castillo habitamos, nos permite sostener la posición correspondiente á nuestro rango. Y bien sabéis que en la guerra es donde el noble y el bravo hallan hoy no sólo honores, sino riquezas. La recompensa regia, el rico botín y los rescates enormes de esta guerra nos pondrán para siempre al abrigo de todo temor, por lo que á nuestros bienes de fortuna se refiere.

– Rescates y botín soberbios habéis ganado con vuestro esfuerzo, pero sois tan generoso como valiente y otros se han aprovechado de vuestra hacienda.

– Descuidad. No más esplendidez á costa de la tranquilidad y el bienestar de los míos. Cobrad ánimos; la campaña no será larga y ansío recibir noticias definitivas.

– Mirad, barón, cerca de la última casa del pueblo, aquellos tres hombres que toman el camino del castillo. Soldado es uno de ellos.

Nuestros tres conocidos llegaban, en efecto, al término de su viaje, cubiertos de polvo, pero sin señal de fatiga y platicando alegremente. El barón se fijó desde luego en el joven de rubios cabellos é inteligente rostro, que observaba atentamente el castillo y sus alrededores. Iba á su derecha un gigante pobremente vestido, que por lo estrechos y cortos que le venían sus arreos decían bien claro no haber sido cortados para él. El caminante de la izquierda era un veterano robusto y de atezado rostro, con espada al cinto y largo arco á la espalda; el abollado capacete y los desteñidos colores del león de San Jorge que llevaba cosido en el coleto no dejaban duda sobre la procedencia del soldado, cuyo aspecto todo denotaba sus recientes campañas. Llegados al puente, miró el arquero fijamente al noble capitán, saludó á la baronesa con una inclinación respetuosa y dijo:

– Perdonad, señor barón, pero á pesar de los años transcurridos os he reconocido al momento, y eso que hasta hoy no os había visto vistiendo terciopelo, sino yelmo y coselete. Junto á vos he tendido muchas veces mi arco en Romorantín, La Roche, Maupertuis, Auray, Nogent y otros lugares.

– Y yo me felicito de verte, y darte la bienvenida al castillo de Morel. Mi mayordomo os proporcionará en él buen lecho y buena mesa á tí y á tus compañeros. Espera, arquero; sí, me parece recordar tu rostro, aunque ya no puedo fiarme de mi vista como antes. Descansa un tanto y después te llamaré para que me des noticias de lo que en Francia ocurre. Hasta aquí han llegado rumores de que antes de terminar el año ondearán nuestras banderas al sur de las grandes montañas de la frontera española.

– Mucho se hablaba de ello en Burdeos á mi partida, repuso Simón, y á fe que los armeros trabajaban sin descanso y que ví llegar buen número de soldados. Pero permitid que os entregue esta misiva que para vos puso en mis manos el bravo caballero gascón Sir Claudio Latour. Y á vos, señora, os traigo de él este joyero, que le fué presentado en Narbona y que os ofrece con sus respetos.

El arquero se había repetido muchas veces durante su viaje aquellas palabras, que eran las mismas pronunciadas por su capitán; pero la verdad es que la dama, aunque estimando el rico presente, no se fijó en las frases del arquero porque estaba tan absorta como su esposo en la lectura del pergamino, que aquél le hacía en voz baja. Roger y Tristán, que se habían detenido á algunos pasos de distancia del arquero, vieron que la baronesa palidecía y que su esposo se sonreía satisfecho.

 

– Ya véis, señora mía, dijo, que no quieren dejar tranquilo al viejo lebrel cuando se preparan á levantar la caza. ¿Qué me dices, arquero, de esta Guardia Blanca de que aquí me hablan?

– De lebreles hablasteis vos, señor barón, y os aseguro que no hay mejor jauría que aquella Guardia en ambos reinos, cuando se trata de correr caza mayor, sobre todo si los dirige un buen montero. Juntos hemos estado en las guerras, señor, pero jamás he visto cuerpo de arqueros más valientes ni más temibles. Todos os queremos tener por capitán en esta próxima campaña; y lo que la Guardia Blanca quiere ¿quién lo impide?

– ¡Pues me gusta! exclamó el barón sin ocultar su contento. La verdad es que si todos aquellos arqueros se os parecen, no hay jefe que no deba sentirse orgulloso de mandarlos. ¿Cómo os llamáis?

– Simón Aluardo, del condado de Austin.

– ¿Y el gigante ese?

– Es Tristán de Horla, un montañés como hay pocos, á quien acabo de alistar en la Guardia Blanca.

– Hará un soldado excelente. ¿Buenos puños, eh? Robusto y forzudo pareces, arquero, pero estoy seguro de que ese buen mozo lo es más todavía. Á ver, Tristán, si avergüenzas á todos mis ballesteros, ninguno de los cuales pudo ayer hacer rodar aquella piedra y arrojarla al torrente. Aunque me temo que ni tus brazos de hércules puedan con ella.

Tristán se dirigió al peñasco sonriéndose. Era de enorme peso y hundido en parte en la tierra; pero el coloso lo arrancó de su húmedo lecho á la primera sacudida, y no contentándose con hacerlo rodar lo levantó del suelo y lo lanzó al agua. La noble pareja manifestó su admiración ante aquel prodigio de fuerza, mientras Tristán se limpiaba el barro de las manos, sin dejar de sonreirse bonachonamente.

– Esos brazos suyos me han rodeado una vez las costillas, dijo Simón, y todavía me parece oirlas crujir. Este otro compañero mío, continuó al notar que el barón miraba á Roger, ha sido hasta ahora amanuense en la abadía de Belmonte, donde deja el mejor recuerdo, como lo atestiguan las letras del abad que consigo lleva. Y es también doncel de mucha ciencia, aunque de pocos años. Su nombre, Roger de Clinton y es hermano del arrendatario de Munster.

– Mala recomendación esta última, dijo el señor de Morel frunciendo el ceño; y si á tu hermano te pareces por los hechos…

– Lejos de eso, señor, dijo vivamente el arquero. Puedo aseguraros lo contrario, y á fe que hoy mismo lo amenazó de muerte su hermano y le soltó los perros.

– ¿Perteneces también á la Guardia Blanca? Á juzgar por tu rostro, edad y porte, no has tenido mucha práctica militar.

– Quisiera ir á Francia con estos dos amigos, señor, dijo Roger. Pero no sé que sirva para soldado, porque he sido siempre hombre de paz; estudiante desde que salí de la niñez y también lector, exorcista, acólito y amanuense en la abadía.

– Eso no quita, observó el barón, y nunca está de más que cada compañía tenga su amanuense, alguien que entienda más de leer un pergamino y de redactar un informe que de andar á flechazos con el enemigo. Todavía recuerdo yo á un secretario que tuve en la campaña de Calais, llamado Sandal, que era también trovador y juglar de mérito. Habíais de oir las rimas que compuso describiendo combates, asaltos y salidas, y cuantos incidentes ocurrieron en el largo asedio de aquella plaza. Pero bastante hemos hablado y hora es de regresar al castillo. Reposad, comed y bebed con mis hombres de armas, que son gente de buena y alegre compañía. Venid, señora, si gustáis.

– Sí, que el aire ha refrescado mucho, dijo la dama, tomando el brazo del barón.

Dirigióse la noble pareja hacia el castillo, seguida de Simón, que se alegraba de haber desempeñado su misión y visto á su querido capitán de otros tiempos, y de Roger, admirado de hallar en el afamado guerrero á un hombre modesto y afable, sin sombra de la insufrible altivez de muchos nobles. Sólo Tristán parecía descontento y lo manifestaba con sordos gruñidos.

– ¿Qué le pasa al mastuerzo éste? dijo Simón en voz baja, deteniéndose y mirando á Tristán.

– Me pasa que me has engañado, que me prometiste hacerme servir á las órdenes de uno de los más grandes capitanes del reino y en su lugar buscas para capitán de la Guardia Blanca á ese alfeñique vestido de terciopelo, con sus ojillos llorosos y que por lo flaco y desmedrado parece no haber comido en tres días…

– ¡Hola, con que ahí es donde te duele! Pues mira, Sansón, procura que no te oiga él, el chiquitín ese de los ojillos llorosos, porque sólo entonces conocerías tú la fuerza de sus puños. Por lo demás, tres meses de plazo te doy para cambiar de opinión. Al capitán Morel sólo le conocen los que lo han visto hilar por lo fino en la guerra. Ya verás, ya verás.

En aquel momento se oyó gran gritería en las calles del pueblo; hombres, mujeres y niños corrían de uno á otro lado de la calle central dando voces y se refugiaban en las casas. Al otro lado del puente y corriendo cuanto podía en dirección al castillo, apareció un hombre, que al ver á la baronesa se llegó á ella y gritó, sudoroso y jadeante:

– ¡Huid, señora, huid! ¡Salvadla! ¡El oso, el oso!

En efecto, corriendo hacia ellos venía un oso negro enorme, de terrible aspecto, entreabierta la boca y con un trozo de cadena atado al cuello. En dos saltos se puso Tristán al lado de la baronesa, á quien levantó en sus brazos como si fuera una pluma, y con ella corrió rápidamente fuera del camino, hasta llegar á unos árboles vecinos. Roger solo acertó á dar algunos pasos en igual dirección y se quedó mirando atónito al furioso animal; entre tanto soltaba Simón una retahila de tacos franceses é ingleses y preparaba su arco. Entonces, con sorpresa de todos, vieron que el barón de Morel no sólo no había huido sino que se dirigía en derechura al oso con tranquilo paso, llevando en la mano el rojo pañuelo de seda que en ella tenía cuando hablaba con Simón y sus amigos. El oso llegó hasta él, dió un sordo gruñido, y alzándose sobre las patas traseras, levantó la poderosa zarpa.

– ¡Hola, feo! ¿Con que estamos de mal humor? dijo tranquilamente el barón, cruzando por dos veces con su pañuelo de seda el hocico del oso.

El animal, sorprendido, le miró un momento, cayó sobre las cuatro patas y gruñó de nuevo, mirando á derecha é izquierda como sin saber qué resolución tomar, mientras el barón, á dos pasos, lo contemplaba con curiosidad, guiñando sus irritados ojillos. En aquel momento llegaron cuatro gañanes con gruesas cuerdas y en pocos instantes tuvieron asegurado al fugitivo. El dueño del oso llegó también, temeroso del castigo que pudiera aguardarle y descubriéndose explicó al barón que había dejado á la fiera bien encadenada á la puerta de una taberna mientras él tomaba un vaso de cerveza, y que habiendo llegado de súbito los perros del castillo, atacaron al oso, enfureciéndolo y haciéndole romper la cadena. Lejos de castigarlo ó reprenderlo el barón le dió algunas monedas de plata, con escándalo de la baronesa, á la que todavía no se le había pasado el susto.

– Te pido perdón, camarada, dijo Tristán al arquero, á tiempo que entraban por las puertas del castillo. El señor de Morel es todo un hombre. ¡Digo, qué calma y qué nervio! Por mi parte, no quiero más jefe que él.

CAPÍTULO XI
DEL CONVENTO Á ESCUDERO Y DE DISCÍPULO Á MAESTRO

SOBRE el macizo arco que daba entrada á la fortaleza se veía el escudo de los Monteagudo, un corzo gules en campo de plata, y junto á él las armas del veterano condestable, las rosas de Morel. Al pasar el puente levadizo le pareció á Roger que en una de las saeteras brillaba la armadura de un soldado; y apenas estuvieron todos en el pórtico, sonó un clarín y el pesado puente se elevó tras ellos como impulsado por manos invisibles, con gran ruido de cadenas. El barón acompañó á su esposa á la sala del castillo y un obeso mayordomo se encargó de los tres recienllegados, á quienes trató á cuerpo de rey. Satisfechos ampliamente sus estómagos y refrescados con un baño en la cercana acequia, siguieron Tristán y Roger al arquero, que examinaba atentamente la fortaleza con la práctica de quien tantas había visto en su vida. Á sus dos compañeros, que por primera vez se hallaban en un castillo, les parecían aquellos gruesos muros del todo inexpugnables, y veían con asombro el número de centinelas apostados en puertas, murallas y almenas, sin contar los soldados del cuerpo de guardia situado cerca del puente levadizo, que limpiaban sus armas, cantaban ó hablaban con sus mujeres é hijos en el ancho pórtico.

– Me parece que un puñado de rústicos podría defender esta fortaleza contra diez compañías del rey, dijo Tristán.

– Lo mismo digo, asintió Roger.

– Pues bien os equivocáis, mes garçons, exclamó el arquero. Mucho más formidables que ésta las he visto yo rendidas en una sola noche. ¡Por el filo de mi espada! Pues ¿y el castillo de Monleón, en Picardía, que parecía un cerro y que batimos, tomamos y saqueamos los soldados de Sir Roberto Nolles, antes de que existiera la Guardia Blanca? De allí saqué yo unos arreos de caballo, de plata maciza, que me valieron cien ducados.

– ¿Sois vos el arquero Aluardo? le preguntó en aquel momento un ballestero que acababa de cruzar el patio del castillo.

– Simón Aluardo, para serviros.

– Pues mírame bien, camarada, y no tendré necesidad de nombrarme.

– ¡Mala bombarda me parta si no es esa la cáfila de Reno el arquero! Embrasse-moi, camarada; y ambos amigos se estrecharon como dos osos.

– Sí, el arquero Reno, ahora ballestero al servicio del barón, y casi olvidado ya de disparar ballesta ó arco. Pero ven acá, viejo lobo; en la sala de armas se habla de recorrer una vez más la buena tierra de Francia y aun se dice que el barón en persona…

– Las buenas noticias se saben pronto, á lo que veo, dijo Simón dando una carcajada y guiñando el ojo á Tristán.

– ¡Bravo! gritó Reno. Desde ahora ofrezco un cirio de dos libras á mi santo patrón. ¡Si supieras tú lo que es pudrirse aquí la sangre, entre cuatro paredes, para un soldado como yo! Vengan en buenhora aquellos tiempos en que teníamos franceses que matar y saetazos que dar y recibir, sin hablar de lo que siempre se gana y se divide con los amigos.

– Qué me place verte tan bien dispuesto, repuso Simón. Pero oye, amigo ¿tan vacía está tu bolsa? Porque en tal caso, mientras entramos en el primer campo, castillo ó villa de Francia, aquí llevo yo mi vieja escarcela de cuero al cinto y no tienes más que meter en ella la mano. Ya sabes que entre hermanos de armas no hay tuyo ni mío.

– No, amigo; aquí ni dinero se necesita. No es como en Francia, donde andábamos siempre á puñadas con los hombres y con la rodilla en tierra y la mano abierta ante las mujeres. ¡Qué tiempos aquellos! Con tal que vuelvan pronto… Y además, se trata de saldar una cuentecilla pendiente. Tú no lo sabes, pero mientras nosotros batíamos el cobre en Rennes, las galeras francesas hicieron un desembarco en Chelsea y quemaron y mataron hasta cansarse y cuando volví á mi pueblo me encontré con que entre las víctimas de sus alabardas se contaban mi madre, mi hermana y sus dos hijos, dos chiquitines que apenas sabían hablar. ¡Rayos de Dios! Cuando te digo que ardo en deseos de verme otra vez frente á frente de aquella canalla…

– Pues descuida, Reno, que si bien parece que esta vez nos esperan en España más que en Francia, andan las cosas tan revueltas que siempre habrá trabajo en todas partes y para todos los gustos. Desde luego hallaremos por Castilla el famoso Duguesclín, que con las mejores lanzas francesas anda al servicio de un príncipe español, Don Enrique de Trastamara, empeñado en ponerlo en el trono, al paso que el monarca legítimo Don Pedro, hermano del pretendiente, se ha dirigido á nuestro rey Eduardo en demanda de auxilio y creo que el mismísimo Príncipe Negro nos llevará al combate. Ya ves, pues, que habrá ocasión de poner una flecha tan pronto en un castellano como en un francés. Pero entre tanto, amigo Reno, creo que también tú y yo tenemos nuestra cuenta pendiente y…

– ¡Pesia mí, que lo había olvidado con la alegría de verte, camarada! dijo Reno. Muy cierto es ello, y también que apenas nos habíamos puesto en guardia nos separaron el maldito preboste y sus hombres de armas.

– Á quienes la peste se lleve por entremetidos. Pero como quedamos en aclarar el punto en nuestra próxima entrevista, y veo que llevas puesta la espada, en guardia, Reno amigo y á quien Dios se la dé…

– Palabra empeñada y cuestión de honra son cosa sagrada, dijo Reno desenvainando el acero. La luz de la luna basta para vernos el bulto y estos dos mozos servirán de testigos. Cuestión de honra, compañeros.

 

– ¿Qué decís? exclamó Roger. ¿Qué cuestión de honra puede inducir á dos amigos como vosotros á matarse á sangre fría? ¡Tened! Pero ¿no sabéis que eso es un pecado mortal, que el odio os ciega? ¡Por favor, Simón!

– No hay odio ni cosa que se le parezca, frailecico mío, repuso jovialmente Simón, mientras el otro veterano miraba sorprendido al doncel. No hay sino una cuestioncilla no terminada á gusto nuestro. ¡Ojo á mi espada, Reno!

– Guárdate de la mía, Simón hermano, que hace meses no he tenido ocasión de esgrimirla una sola vez y necesito esta escaramuza para ejercitar la muñeca. ¡Á ello!

– ¿Pero qué espíritu sanguinario os anima? ¡No lo consentiré y antes tendréis que matarme! gritó Roger poniéndose delante del arquero.

– Tampoco lo consentiré yo, exclamó el no menos sorprendido Tristán, enarbolando un pesado tablón que vió apoyado contra el muro. ¡Ea, basta de broma! Al primero que mueva el chafarote lo aplasto como un sapo. ¡Pues no faltaba más!

– ¿Qué mala mosca ha picado á este par de gansos? preguntó Reno. Cuidado, gigantón, no empiece yo por darte una sangría y te caiga encima la tabla esa…

– Decidme, Simón, interrumpió vivamente Roger, la causa de vuestra querella, para ver si ello admite honroso arreglo, antes de que os degolléis como enemigos implacables.

El arquero miró pensativamente al suelo y después á la luna.

– ¿La causa, muchacho? ¿Y cómo quieres tú que yo me acuerde de tal cosa, cuando nuestra disputa ocurrió allá en Limoges hace más de dos años? Pero ahí está Reno, que te lo dirá en un santiamén.

– No tal, dijo Reno bajando la espada. Desde entonces he tenido otras muchas cosas en que pensar y aunque me rompa la crisma no lo recordaré nunca. Creo que estábamos jugando á los dados. No, creo que fué cuestión de faldas. ¿Eh, Simón?

– Dados ó mujeres, creo que le andas cerca. Á ver, en Limoges conocíamos á… ¡Calla! ¿pues no te acuerdas de aquella Rosa tan frescachona, que servía en el mesón de Los Tres Cuervos? ¡Aux Trois Corbeaux! Apuesto á que ya no sabes una palabra de francés, animal. ¡Qué chica aquella! Yo me enamoré como un bendito.

– Y yo, y otros muchos también, dijo Reno. No estoy seguro de que fuese ella el objeto de nuestra reyerta, pero sé muy bien que el mismo día que íbamos á batirnos desapareció de la venta en compañía de Ivón, el arquero aquel de Gales ¿te acuerdas? Un licenciado del ejército me dijo después que habían abierto una taberna, en no sé qué ciudad del Garona y que Rosa sigue haciendo de las suyas y él bebe tanto vino y cerveza como diez de sus parroquianos.

– ¿Sí? Pues aquí acaba nuestra querella, dijo Simón envainando la espada. No se dirá que por una chiquilla capaz de preferir á un desertor y sobre todo á un hijo de Gales, se han dado de cuchilladas dos mozos como nosotros.

– Más vale así, repuso Reno envainando á su vez, porque el barón nos hubiera oído ó hubiera sabido el duelo y tiene pregonado que á los duelistas de la guarnición les hará cortar la mano derecha. Y ya sabes que cuando él dice una cosa…

– Como si lo dijera la Biblia, ya lo sé. Ea, una visita al mayordomo, que me parece buen hombre, á ver si nos da alguna cerveza con que brindar por el barón.

Dirigiéronse los cuatro hacia las cocinas del castillo, pero al salir del patio vieron á un gentil pajecillo que se dirigió á Roger diciéndole:

– El señor de Morel os espera arriba, en la saleta contigua á su cámara.

– ¿Y mis compañeros?

– Á vos solo.

Siguió Roger al paje, que le condujo por una ancha escalera al corredor del primer piso y á una cámara cuyas paredes cubrían tapices y panoplias, donde le dejó solo. Descubrióse el doncel y no viendo á nadie comenzó á examinar las armas y los antiguos y macizos muebles de roble tallado. Había desaparecido la primitiva sencillez de las habitaciones en los castillos, debido en parte al deseo de proporcionar mayores comodidades á las damas y sobre todo al ejemplo de los cruzados, que habían traído de Oriente el lujo y las riquezas incompatibles con la vida incómoda y mezquina de las fortalezas feudales. Influencia no menos poderosa había sido después la de las grandes guerras con Francia, nación que en el siglo XIV adelantaba en mucho á Inglaterra en las artes de la paz y cuyos progresos y refinamientos dejaron huella marcadísima en las costumbres inglesas de aquella época.

Absorto estaba Roger en la contemplación de los objetos de arte que enriquecían la estancia, cuando oyó la risa mal reprimida de una mujer. Miró á todos lados sin ver persona alguna, repitióse la risa y por fin distinguió detrás de la mampara que á su izquierda tenía una blanca mano que sustentaba un espejo con marco y mango de plata, puesto de manera que reflejaba todos sus movimientos. Permaneció el joven por algunos momentos inmóvil, sin saber qué hacer y luégo vió que desaparecían mano y espejo y que se adelantaba hacia él una hermosísima joven, con traje tan elegante como rico. En su rostro sonriente reconoció Roger el de la doncella á quien aquella mañana librara él de las asechanzas de su hermano, y su sorpresa creció de punto.

– Veo que os admira hallarme aquí, dijo alegremente la encantadora dama. Trovador quisiera ser para cantar cual se merece nuestra aventura de ayer; el perverso Hugo, la cuitada doncella y el paladín esforzado que la rescata de las garras del tirano. Mis trovas os harían célebre y pasaríais á la posteridad cual otro Percival ó Amadís famoso y gran desfacedor de entuertos.

– Insignificante fué lo que yo hice para merecer tanto elogio, pudo decir por fin Roger. Mas no sabéis, señora, cuánta es mi alegría al volver á veros y saber que llegasteis sana y salva á vuestra morada, suponiendo que lo sea este castillo.

– Lo es, y el barón León de Morel es mi padre. Pude revelároslo al despedirnos, pero como me dijisteis que era este el término de vuestro viaje, preferí callarme y daros una sorpresa, antes de que volváis á encerraros entre las cuatro paredes de vuestra celda. Pero ante todo, os he hecho llamar para haceros un encargo, mejor dicho, para pediros un servicio.

– ¿Qué deseáis?

– ¡Cuan poco galante sois! Pero en fin, no me extraña. Un caballero más acostumbrado al trato de las damas se hubiera puesto desde luego á mis órdenes, pero vos me preguntáis qué os quiero. Pues bien, necesito que corroboréis con vuestro testimonio mis palabras. Voy á decir á mi padre que os encontré en la parte del bosque situada al sur del camino de Munster. De lo contrario, si averigua que le desobedecí y puse la planta en las tierras de Clinton, no escapo sin una encerrona atroz y lo menos una semana de rueca y tapicería.

– Si el barón me interroga no le contestaré.

– ¡Cómo! Pero es que tendréis que contestarle. Y asegurarle lo que os he dicho, ó lo pasaré muy mal.

– ¿Pero cómo he de poder decirle lo que no es cierto? ¿Seríais capaz de hacerlo vos, sabiendo que estabais leguas al norte del camino?..

– ¡Oh, me aburrís con vuestros sermones! ¿Os negáis? Pues yo sé lo que debo hacer.

– No os ofendáis, por favor. Pensad en lo que me pedís… Pero aquí está vuestro noble padre.

– Estadme atento y veréis si soy ó no buena discípula vuestra. Padre mío, continuó dirigiéndose al barón, que acababa de entrar; estoy altamente obligada á este caballero, á quien encontré esta mañana en el bosque de Munster y que me prestó un valioso servicio. Ocurrió el hecho á dos leguas justas al norte del camino de Munster y por consiguiente en una propiedad donde vos me habíais prohibido poner los pies.

– ¡Ah, Constanza! repuso el señor de Morel, que daba el brazo á una anciana dama; me cuesta más hacerme obedecer de tí que de aquellos doscientos arqueros de la piel del diablo á quienes capitaneaba yo en el sitio de Guiena. Pero silencio, niña, que tu madre estará aquí dentro de un momento y no hay necesidad de que se entere. Por esta vez no llamaremos al preboste y sus guardas ¿eh? Pero retírate á tu cámara y no vuelvas á las andadas. Sentáos aquí, junto al fuego, madre mía, dijo á la anciana cuando se hubo retirado su hija. Acercáos, Roger de Clinton; deseo hablaros, y en presencia de mi madre, sin cuyo buen consejo no gusto de resolver siempre que puedo consultarla.