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Tristán o el pesimismo

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Este hombre terrible ¡quién lo diría! se hallaba completamente abstraído recogiendo florecitas del suelo. Al oír el grito de Elena levantó la cabeza y en sus labios sinuosos y amoratados se dibujó una sonrisa feroz.

–¿Conque también se viene usted por aquí, Elenita? ¿Y no tiene usted miedo a las fieras?

La esposa de Reynoso quedó inmóvil, petrificada, sin poder responder una palabra. Hizo esfuerzos por sonreír, pero resultó una mueca.

–¡Oh! Aquí en estos bosques no hay peligro ninguno—prosiguió Barragán—. Pero si usted caminase por algunos de América ya podría usted ir con más cuidadito. A lo mejor salta el tigre o se tropieza con los bandidos…

Barragán al proferir estas palabras dio un paso hacia Elena. Esta se puso más pálida aún y sin saber lo que decía con voz alterada exclamó:

–¡Haga usted el favor!

–¿Qué? ¿La he asustado con mis palabras, verdad?—dijo sonriendo de nuevo más pavorosamente, sin presumir el pobre hombre que no eran sus palabras sino su rostro lo que la asustaba—. Aquí no hay peligro ninguno. Ni en estos sitios se crían fieras ni hay temor de bandidos. Está muy bien guardadito esto.

Y dio otro paso hacia ella. Elena volvió a exclamar con acento más afligido:

–¡Haga usted el favor!

Y volviendo repentinamente la cabeza se puso a gritar desesperadamente:

–¡Tristán! ¡Clara! ¡Tristán! ¡Nanín!

El buen Barragán quedó asustado de aquel susto y acercándose más exclamó con dulzura:

–¡No tenga usted miedo, Elenita! ¡Si estoy aquí yo! Además, esto está muy bien guardado.

–¡Clara! ¡Tristán! ¡Nanín!

–¡Pero, Elenita, si estoy aquí yo!

Felizmente para Barragán, no tanto para Elena, se presentó allí Gustavo Núñez que la había seguido los pasos. Recobró aquélla la calma y disimulando la causa de su turbación para no herir al amigo de su marido, contó que había visto un bicho negro y largo, así como una serpiente. Barragán y Núñez se pusieron a buscar, pero, es natural, no dieron con él.

Cuando de nuevo se unieron a los excursionistas, Elena, arrastrada por su humor alegre y travieso, hizo a Núñez la confianza de decirle la verdad. El pintor se desternillaba de risa y no dejó de hacer comentarios muy sabrosos, consiguiendo con ello ponerla de buen humor. En realidad, Barragán había logrado interesarle mucho desde que le viera. Decía que si pintase su retrato y lo presentara en la Exposición sería el éxito más grande de la temporada.

Pero se llegaba la hora de emprender nuevamente la marcha. Era necesario salvar aquellas colinas cubiertas de árboles, luego una pequeña sierra y llegar a Zarzalejo antes de las siete y media. Todo fue ruido, júbilo y algazara antes que las damas se acomodasen en sus borriquitos. Los jóvenes se apresuraron a ayudarlas; pero lo hicieron con tal ardor que no lograban más que asustarlas y ponerlas nerviosas. Hubo en tan memorable ocasión un verdadero derroche de rubor, de gritos, de risas maliciosas y de frases más o menos felices.

Gustavo Núñez, en su calidad de escudero de la señora de Reynoso, hizo lo posible por llenar a conciencia su cometido. Pero cuando la bella dama se hallaba ya sentada en su cabalgadura, tuvo el insolente la audacia increíble de pellizcarla una pierna. Elena, arrebatada de cólera, le dio un puntapié en el rostro con tal ímpetu que el pintor vaciló y estuvo a punto de caer. Se llevó la mano a la cara y se le declaró una violenta hemorragia por la nariz.

–¿Qué es eso? ¿qué es eso?—dijeron varios acudiendo en su auxilio.

–Nada, que al bajarme el borriquito de la señora alzó la cabeza y me dio un golpe en la nariz—tuvo la habilidad de decir.

Después fue a lavarse al arroyo y mientras los demás mostraban su disgusto con frases de compasión, él las hacía jocosas.

–No dirán ustedes ahora que en esta ocasión no ha llegado la sangre al río, porque ha llegado… o por lo menos al arroyo.

Mientras tanto Elena, con la hermosa frente fruncida y un poco pálida, le miraba aún con ojos centelleantes de ira. Gracias a que los demás estaban vueltos al pintor, no se observó su actitud que hubiera hecho sospechar la verdad.

A pesar de todo, Núñez, siempre audaz, quiso de nuevo acercarse a ella, pero se vio inmediatamente defraudado, porque la dama no volvió a separarse un instante de la condesa de Peñarrubia, con quien trabó conversación animada. Esta le había propuesto tutearse: entre jóvenes no hay nada más grato ni que inspire más confianza.

Por espacio de media hora caminaron entre árboles con todas las molestias y todos los goces que esto produce. Al cabo salieron al descubierto atravesando una sierra pelada. Algunos rebaños de cabras pastaban la poca yerba que crecía en las hendiduras de las peñas. Hicieron un alto, y algunos bebieron leche que los pastores ordeñaron a su vista. Poco después llegaron a lo más encumbrado, dando vista a Zarzalejo. Desde aquel sitio elevado se divisaba la gran llanura ondulante que se extiende delante del Escorial. Monte bajo, mieses, rocas peladas, todo formaba un conjunto armónico debajo del hermoso sol radiante que descendía ya majestuosamente escoltado de nubes rojas. Y en medio de aquella llanura la gran charca del Sotillo parecía una pequeña mancha de plata.

La bajada fue rápida. Llegaron a la estación de Zarzalejo poco antes de la hora señalada, pero aún el sol no se había puesto porque estábamos en los días más largos del año. Clara y Tristán sintieron deseo de proseguir el viaje a caballo y ganar el Sotillo al través de las trochas que surcan las llanuras. Estaban seguros de llegar allá antes que Elena. Consultaron con ésta el caso, y teniendo en cuenta lo próximo que se hallaba su matrimonio, la joven señora no tuvo inconveniente en darles permiso para hacerlo.

Llegó el tren. Un minuto de parada. Dejaron las cabalgaduras en poder de los mozos y se abalanzaron a los coches, produciendo disturbios y curiosidad en los viajeros que no contaban con la novedad de aquella numerosa caravana.

Gustavo Núñez, cada vez más terco e insolente, quiso sentarse al lado de Elena, pero no logró más que experimentar un claro y doloroso desaire. La joven se alzó instantáneamente de su asiento.

–A ver, Gonzalito, déjeme usted ese sitio; quiero estar al lado de Araceli.

El pintor se mordió los labios de coraje. Cuando pocos minutos después llegaron al Escorial estaban allí esperándolos Reynoso y casi todos los invitados que habían asistido a la fiesta. Los que habitaban en el pueblo se apearon del tren; los que vivían en Madrid se quedaron en él, uniéndose a ellos los que como Cirilo y Visita no habían participado de la excursión. Despedidas, besos, plácemes, risas, gritos y promesas. Silba la máquina. ¡Adiós, adiós!

Elena se agarró fuerte y afectadamente al brazo de su marido en cuanto se bajó del tren y no volvió a soltarlo. Gustavo Núñez asomado a la ventanilla les vio alejarse en esta forma para montar en el landau que les aguardaba. En los ojos expresivos del pintor se pintaban al mismo tiempo diversos sentimientos; la cólera, el deseo, la amenaza, la burla.

Mientras tanto Clara y Tristán caminaban en amor y compaña la vuelta del Sotillo a campo traviesa. Dejando los caballos al paso conversaban animadamente. A solas con su amada, Tristán recuperó la tranquilidad que la presencia del marquesito del Lago turbaba y se dejó arrastrar dulcemente a una alegría que muy contadas veces había disfrutado.

–¿Quieres que pongamos los caballos al trote?—dijo Clara que veía con cierta inquietud acercarse rápidamente el sol a la tierra.

–¿Para qué? Tiempo tendremos a galopar un poco cuando el sol se ponga—dijo él.

Y paseando sus ojos con admiración y arrobo por la campiña exclamó con acento recogido:

–¡Qué hermoso! ¡Qué hermoso está esto! ¡Qué deliciosa naturaleza!

Atravesaban en aquel instante por un extenso sembrado. Los trigos comenzaban a amarillear. Soplaba sobre ellos la brisa fresca del Norte que pasaba estremeciéndolos con leve, fugaz escalofrío, inclinándolos suavemente bajo la llama del sol. Parecían un mar ondulante con transparencias verdes del cual partía vago rumor de sederías que se despliegan. Y entre estas olas verdes hería los ojos el brillo sangriento de alguna amapola o la nota delicada de los azules chupamieles. Las figuras de algunos labriegos que atravesaban las trochas se destacaban con admirable pureza. Por entre los trigos corría un perro de caza del cual se divisaba solamente su cola, agitada con movimiento vertiginoso; alguna vez aparecía su cabecita de color canela. El sol moribundo, con resplandores rojizos, esparcía sus rayos oblicuos por las eras. El Guadarrama sin relieve alguno parecía una larga mancha violácea pintada con difumino sobre un fondo lechoso. Un pastor a lo lejos clavaba las estacas del redil. Se escuchaban los golpes amortiguados por la distancia. Allá en lo alto del cielo un pájaro se cernía batiendo las alas con celeridad unas veces, otras permaneciendo inmóvil con ellas extendidas.

–¡Cuánto me alegro de haber venido por estos sitios! ¡Me encuentro tan bien!

Clara le miraba con ojos brillantes de satisfacción.

Dejaron los sembrados y empezaron a caminar por las praderas cortadas aquí y allá por grupos de árboles, esmaltadas de florecitas blancas, amarillas, rojas. Por entre estos macizos de florecitas silvestres asomaba de vez en cuando el lomo turgente de una roca enorme, como un gigante que durmiese oculto entre ellas.

Se aproximaba el crepúsculo. La tierra exhalaba con calma su aliento perfumado preparándose a dormir. Del cielo bajaba un silencio grave, solemne, que sólo interrumpía la sonoridad de sus pasos, el leve resoplido de los caballos. Los cascos de éstos al pisar las yerbas aromáticas, la mejorana, el hinojo, la yerbabuena, el romero, alzaban vapores penetrantes que les embriagaban produciéndoles un vértigo feliz.

–¿No quieres que corramos un poco, Tristán?

 

–No, déjame gozar de esta hora dichosa. La naturaleza aquí no tiene más que algunos momentos en ciertos días del año, pero estos momentos son tan dulces, son tan espléndidos, que dudo haya nada sobre el planeta que los supere. Mira ese cielo que aquí parece un rubí y allí una amatista transparentes, mira esa llanura tan caprichosamente manchada con todos los matices del verde y del gualdo, mira la masa informe de esa sierra envuelta en neblina azulada. ¿No respiras esa oleada de perfumes penetrantes que oprime las sienes, que corre hacia el corazón anegándolo en una languidez de felicidad inefable…? Escucha. Allá a lo lejos suena el canto del cuco. No tardará en comenzar el ruiseñor.

Clara sonreía viéndole feliz. Pocas veces le había oído aplaudir con tal entusiasmo ni aun a la misma naturaleza.

Al llegar cerca del Sotillo el terreno descendía formando una cañada por donde saltaba el torrente que surtía de aguas las charcas de aquella finca. Antes de salvarlo por un puentecillo de madera, Tristán propuso apearse y descansar un poco. Clara se resistió débilmente; era ya tarde; deseaba llegar a casa antes que regresasen de la estación sus hermanos. Pero cedió al fin por complacerle.

–¿Un ratito nada más, verdad? Cinco minutos echando por largo.

El agua bajaba brincando entre rocas manchadas de musgo. El lecho rocoso era demasiado grande para tan pequeño arroyo; pero en los meses de invierno cuando venía rugiente, amenazador, no bastaba a encauzarlo. Sus orillas en fuerte declive estaban tapizadas de tan menudo césped que parecían una colcha de terciopelo verde. Sombreábalo por entrambos lados un macizo de mimbreras y sauces, bardagueras y chopos.

Allí se sentaron dejando los caballos amarrados. Tristán se mostraba por momentos más tranquilo, más feliz y más tierno.

–No sé lo que me pasa, Clara mía—murmuraba reclinado a sus pies y contemplándola con embeleso—, pero me hallo distinto de lo que hace unos momentos era, distinto de lo que he sido toda la vida. Me siento inquieto, pero es una inquietud deliciosa, muy lejana de esa otra dolorosa y amarga que tantas veces me acomete; es una inquietud que corre por mis venas como un bálsamo, que me oprime el corazón dulcemente y me hace dichoso. Estos árboles, este césped, estas flores, este sol tienen la culpa… Pero sobre todo son tus ojos, Clara, son tus ojos tan brillantes, tan nobles, tan serenos los que me arrancan de las tristezas de la tierra para trasportarme al cielo.

–¿Estás contento de ser mío dentro de poco?—preguntó ella inclinando suavemente su cabeza.

–Tanto, que el tiempo que falta quisiera pasarlo dormido.

–Yo no; yo quiero estar despierta y sentir los pasos del tiempo. Quiero ver mi equipo, tocarlo, guardarlo, quiero ver mi blanco traje de novia, quiero pensar en mis zapatos, en mis camisas, en mis gorros, quiero sacar de su estuche las joyas, quiero recibir los regalos que me envíen las amigas. Vosotros los hombres no sabéis lo que pasa por nuestro corazón en este tiempo.

–Quisiera dormirme, sí, quisiera despertar en tus brazos y que infundieses de una vez en mi alma ese sosiego adorable que se escapa de tu rostro, que hicieses correr por mis venas esa frescura virginal en que se baña tu pura naturaleza, que soplases en mi corazón el aliento de tu caridad inagotable. Aborrezco a los hombres y quisiera amarlos, quisiera amarlos como me amo a mí mismo cuando tú me miras, Clara de mi alma. Aquí dentro hay algo bueno, algo santo, pero el sagrario en que se encierra no está guardado por ángeles, sino por diablos.

–No temas, Tristán—profirió la joven sorprendida y enternecida por aquellas palabras—, no temas; yo no soy un ángel, pero sabré guardar y respetar los sentimientos nobles de tu corazón. Esos diablos no podrán nada contra la fuerza de mis manos.

Tristán tomó una de ellas entre las suyas, una bella mano fría, tersa, maciza, de virgen amazona y la llevó con pasión a los labios.

–¡Vamos, vamos!—exclamó la joven haciendo ademán de alzarse—. Se va a caer la noche en un instante.

–Espera, déjame sentir el beso de adiós de ese sol que se está hundiendo.

El astro rey ocultaba ya la mitad de su disco en la llanura y enviaba uno a uno sus rayos de púrpura con sonrisa melancólica, colgándolos suavemente a las ramas de los árboles.

–¿Lo ves? Ya el sol se ha ido. ¡Vámonos, vámonos!

–Espera un instante; déjame escuchar la serenata de ese ruiseñor que canta encima de nosotros. Si yo tuviese su voz y su inspiración, hermosa mía, también pasaría la noche cantándote al oído el himno del amor.

–No aquí—dijo ella riendo y poniéndose en pie—, porque aquí no te escucharía.

–¡Un instante, un instante nada más! Gocemos el encanto de esta hora fugitiva, retengámosla por los cabellos, dejemos que nos acaricie blandamente. ¡Quién sabe si en pos de esta tan dulce vendrán otras tétricas! Permite que la retenga un minuto más por su manto azul y flotante…

Y al decir esto, sujetaba la falda de su prometida.

–¡Arriba, Tristán, arriba!—replicó ella riendo.

–Pues ayúdame.

La joven le entregó sus manos. Mientras se apoyaba en ellas para alzarse, ¿qué iba a hacer Tristán sino besarlas con transporte? En efecto, fue lo que hizo.

Montaron de nuevo, pusieron los caballos al galope para salvar los tres kilómetros que aún restaban antes de llegar a casa.

Frescas por el corto descanso y mecidas por la dulce ilusión de alcanzar presto el pesebre, corrían las jacas sobre el campo con creciente brío sin ayuda de espuelas. Ellos, con el corazón henchido aún por la suavidad que aquellos instantes felices habían dejado en él, sonreían vagamente, aspiraban con deleite el aliento embalsamado del crepúsculo. Guardaban silencio, pero este silencio les decía mil cosas tiernas y placenteras que sus labios no serían capaces de pronunciar.

Clara dio un grito. El caballo de Tristán había metido su casco en la madriguera de un conejo, y cayó de cabeza arrastrando al jinete, envolviéndolo.

–¡Tristán, Tristán!—gritó la joven arrojándose a tierra.

Pero Tristán no resollaba, había perdido el conocimiento y yacía debajo de la cabalgadura abrumado bajo el peso de ella.

Clara corrió a él y con un supremo esfuerzo logró arrancarlo de aquella situación. El caballo no quería moverse; debía de estar herido.

–¡Socorro! ¡socorro!—gritó desesperadamente.

Pero nadie había entonces por los contornos y sólo el campo y los pájaros oyeron sus gritos.

–¡Dios mío!—murmuró echando una mirada en torno.

Miró después a Tristán que parecía dormido, y no advirtió en su rostro señales de sangre; palpó sus brazos y sus piernas, pero no pudo cerciorarse si se había fracturado algún hueso; puso el oído a sus labios y notó que respiraba.

Era necesario echarle agua a la cara para hacerle volver en si, pero el agua estaba lejos. ¿Iría corriendo hacia casa hasta encontrar a alguna persona que le socorriese? Apenas brotó esta idea en su mente aturdida la desechó con horror. No, no podía dejar a su prometido solo y privado de sentido en medio del campo.

Sin embargo, al cabo de un instante, Tristán pareció volver en sí y dejó escapar un débil gemido.

–Tristán, Tristán, ¿cómo te sientes? ¿Tienes dolores?—le gritó sofocada por la emoción.

El joven se llevó la mano a un hombro.

–No te asustes… sólo aquí siento algún dolor—murmuró con aliento casi imperceptible.

–¿Quieres que nos quedemos esperando que alguien pase?

Tristán hizo un signo negativo con la cabeza.

–¿Voy a casa a buscar socorro? ¿Puedes quedar aquí?

Hizo un signo afirmativo.

Entonces la intrépida joven saltó con increíble energía sobre su jaca y la puso a un galope furioso. El animal, como si comprendiese lo que su ama exigía de él, devoró en cortos minutos la distancia.

Cuando llegó al Sotillo su hermano salía ya a su encuentro. El valeroso esfuerzo de la joven se disipó a su vista. Cayó en sus brazos sollozando y sólo pudo decir:

–¡Corred, corred! Tristán está herido más acá del puente de madera.

X
UNA NOCHE DE NOVIOS

Por fortuna la conmoción cerebral que Tristán padeció fue pasajera. Pero se vio que tenía el brazo derecho dislocado por la articulación del hombro. Los médicos del pueblo que fueron llamados por teléfono vinieron prontamente y le hicieron la reducción no sin agudos dolores. El enfermo quedó tranquilo, durmió y amaneció sin fiebre al día siguiente. Escudero, que avisado por telégrafo llegó en el primer tren de la mañana, viéndole en estado satisfactorio quiso llevárselo a Madrid. Reynoso se opuso enérgicamente. Tristán ya pertenecía a su familia de derecho; iba a ser su hermano próximamente y no saldría de casa sino enteramente curado.

No hay para qué encarecer el esmero afectuoso con que fue atendido y mimado en los pocos días que permaneció postrado. Todos querían hacerle compañía, todos querían agasajarle envolviéndole en una atmósfera tibia de vigilancia y amor. En cuanto a Clara se puede decir que no vivía más que para él.

Una tarde en que por haberse ausentado momentáneamente Elena quedaron solos los novios, Tristán aprovechó aquellos instantes para repetir a su amada la admiración y la gratitud de que estaba poseído. Después, quedando pensativo, dijo melancólicamente:

–¡Era yo tan feliz en aquel momento, Clara! Jamás había visto el cielo tan diáfano ni el campo tan hermoso, jamás percibí tan grato el aroma de las flores ni oí más suave las notas del ruiseñor, jamás sentí mi cuerpo tan vigoroso y mi espíritu más lúcido. Pero ¡ay! el hombre es siempre un niño que persigue mariposas al borde de un abismo. La naturaleza se ríe de nuestro amor y nuestra admiración; es una madre loca que estrangula a su hijo cuando éste la besa.

–Desecha esas ideas lúgubres, Tristán. No vuelvas tanto los ojos hacia atrás. Ya que Dios ha permitido que salvaras de este peligro en que fácilmente pudiste perecer o quedar lisiado para siempre, es que consiente en hacerte feliz.

Tristán tomó la mano de su prometida, la apretó tiernamente y dijo sonriendo:

–La edad de oro, querida mía, se ha vuelto al cielo.

–Pero tu felicidad no se ha deshecho; sólo se ha interrumpido un instante… si es que me quieres como aseguras. Dentro de pocos días estarás sano… Yo te quiero mucho más que antes porque al verte caer comprendí de una vez hasta dónde habías entrado en mi corazón… Y mi hermano—añadió bajando los ojos y ruborizándose—quiere adelantar la fecha de nuestro matrimonio.

Los ojos de Tristán brillaron con alegría.

–¿Cómo…? ¿Es de veras?

–Eso me ha dicho ayer—respondió Clara dulcemente.

En efecto, Reynoso pensó que estando ya Tristán alojado en su propia casa razones de delicadeza le aconsejaban no demorar la boda hasta octubre y realizarla en cuanto fuera posible. Todos en la casa aplaudieron esta determinación, y Elena fue la primera en celebrarla con gritos de júbilo.

–¡A ver si se le quitan de una vez esos malditos celos!—le dijo al oído a su cuñada.

Tristán los sentía cada día más rabiosos del marquesito del Lago. Este chico, sin darse cuenta de ello, hacía lo posible por mantenerlos vivos; se juntaba a Clara en cuanto tenía ocasión y no sabía luego apartarse de ella. Era seguro que no hablaba más que de caza y lo que con ella se relacionase, pero el obcecado Tristán hallaba en estas conversaciones un sentido misterioso. Cuando el marquesito, por ejemplo, pedía noticias a Clara de las garzas, se imaginaba que el amor salía volando de sus palabras como salen estos graciosos animales de entre los juncos. No solamente, pues, por el cariño profundo que aquélla le inspiraba sino por verse libre de estos celos crueles que le mordían las entrañas experimentó viva satisfacción al saber la noticia.

Apresuráronse los preparativos de boda. En cuanto pudo levantarse se fue a Madrid, pero allí recibía todos los días la visita de Clara y Elena y las acompañaba a las tiendas para comprar lo que aún faltaba y para apremiar a las modistas, joyeros y maestras de confecciones. Él por su parte vigilaba los últimos trabajos realizados en el piso de la calle del Arenal. A última hora se les juntó un día Gustavo Núñez y entró con ellos en el Suizo a tomar un helado. La acogida que Elena le hizo fue desconcertante; pero el pintor tenía la cara dura, no se dio por enterado y tan bien se las arregló con su charla graciosa, insinuante, que al cabo logró hacerla sonreír. No tardó en tomar parte en la conversación y mostrarse como siempre locuaz, traviesa y un poco aturdida. A los pocos días volvieron a encontrarse y Elena mostró desde luego que había olvidado su atroz insolencia. Gustavo, arrepentido de ella, se presentaba respetuoso, amable, cordial, huyendo de toda galantería. Pero esto sólo era en la apariencia; su propósito firme y oculto era bloquear la plaza con todas las reglas del arte, hacer su corte con juicio y cautela. Tanta empleó que cuando las damas se despedían para montar en coche y trasladarse a casa se abstenía de estrechar su mano y sólo se la daba a Tristán. Con éste y otros rasgos de delicadeza logró presto volver a la gracia y a la confianza de la gentil señora de Reynoso.

 

Llegó por fin el día señalado, uno de los últimos de julio que amaneció como los antecedentes claro, sofocante, abrasador. La familia de Escudero había ido la noche anterior a dormir en casa de Reynoso. Tristán se trasladó por la mañana acompañado de Gustavo Núñez y el paisano Barragán.

Gran parte de la colonia veraniega y mucha también del vecindario quiso presenciar la ceremonia nupcial. Con este motivo rodaron los coches y hubo no poca confusión a las puertas del templo, que estaba adornado suntuosamente para el acto. La novia se presentó pálida y sonriente con su traje blanco y su corona de azahar, debajo de la cual saltaban juguetones los rizos de sus cabellos negros. Hubo mucha admiración para ella, pero también quedó algo para Tristán, cuya figura elegante despertó en los corazones femeninos una ola de incondicional aprobación. ¡Hermosa pareja! ¡Gentil pareja! Bendijo la unión un personaje eclesiástico de Madrid auditor del Tribunal de la Rota; hubo misa, órgano y orquesta.

Terminada la ceremonia y la misa Tristán se acercó a su amigo Núñez en la misma iglesia y le dijo:

–¿Sabes, Gustavo, que esa epístola de San Pablo que nos acaban de leer me parece un poco grosera?

Núñez soltó una carcajada discreta y exclamó poniéndole la mano sobre el hombro:

–Pero hombre, ¿hasta con San Pablo te has de meter? ¡Eres delicioso, Tristán!

Los novios regresaron con los padrinos en un coche. La comitiva se fue acomodando en otros, y a Núñez y Barragán les tocó venir juntos en una berlina. No era empresa llana y de gusto meterse solo en un coche con hombre de tan endiablado rostro como el paisano. Alguno había en la comitiva que hubiera preferido viajar con un lobo. Pero Núñez no sentía aprensión alguna: al contrario, había simpatizado mucho con él y le estudiaba atentamente, lo mismo en lo físico que en lo moral. Pero ahora hablaron poco en los comienzos. Barragán estaba preocupado y él también, aunque por muy diferente causa. La del primero era divina: la del segundo demasiado humana.

En efecto, el paisano Barragán se sintió acometido en el templo por un tropel de ideas metafísicas. Desde niño, en que se fuera a América, no había entrado en una iglesia más que el día en que se casó con la viuda, hacía ya bastantes años. En aquella sazón los afanes matrimoniales no permitieron el paso a los pensamientos ultramundanos que ahora soplaban lúgubremente por su cerebro vacío. Sumergido toda su vida en el golfo de los intereses materiales, trabajando, comerciando, lucrándose y no tratando más que con hombres que hacían lo mismo, no se le presentó nunca a la imaginación la idea de Dios, del alma y de la otra vida. Ahora, viejo ya, sereno, desocupado, se filtraron de rondón cuando menos podía esperarse en su espíritu financiero. Las luces, las vestiduras de los sacerdotes y sobre todo el órgano tuvieron de ello la culpa.

Al cabo de unos minutos de silencio dijo el paisano con voz sorda:

–Estaba pensando en la iglesia, señor Núñez, estaba pensando en que este asunto de la religión es cosa curiosa.

–¿Le parece a usted?—respondió Núñez completamente distraído.

–Mucho. Sería interesante saber si después de esta vida hay otra, como dicen… Pero, en realidad, debo confesarle a usted que aquellos vestidos dorados de los curas, aquel doblarse y levantarse, aquellas vueltas en redondo y aquel ir y venir de una punta a otra del altar estará muy bien, pero no me parece serio.

–Pues yo no lo encuentro nada risueño—afirmó el pintor con el mismo ensimismamiento.

–Pero vamos a ver, señor Núñez, ¿piensa usted que haya infierno?

–Realmente no he podido hasta ahora formar clara idea de él, porque si los condenados cuecen allí a fuego lento, como aseguran, no comprendo cómo al poco tiempo no se convierten en papilla y si se asan no se transforman en carbón… Pero, en cuanto al cielo, lo concibo admirablemente. Es un sitio encantado, con buenos restauranes, donde se almuerza siempre con ostras y champagne y donde los ángeles camareros no le presentan a uno la cuenta ni quieren recibir propina.

El paisano sonrió, pero poniéndose pronto serio exclamó como si se hablase a sí mismo:

–Si Dios no existe, ¿quién hizo el mundo?

–Acaso se haya hecho por sí mismo como el anís escarchado—replicó Núñez asomando la cabeza por la ventanilla para ver si divisaba el coche que conducía a Elena.

Hubo algunos minutos de silencio durante los cuales el cerebro de Barragán daba terribles vueltas en el piélago de lo insondable. Al cabo murmuró sordamente:

–De todos modos es curioso, ¡muy curioso! Yo daría cinco mil duros por saber si hay Dios o no hay Dios.

–Por mucho menos dinero se lo dirían a usted en Alemania, donde hay personas dedicadas a averiguar esas cosas. Y hasta me figuro que si llevase una carta del embajador le harían a usted una rebaja de un veinticinco por ciento.

El carruaje se detuvo al fin delante del hotel cerca de otros que habían descargado. Elena estaba asomada ya a uno de los balcones presenciando la llegada de la comitiva.

–¿Con quién ha venido usted, Núñez?—le preguntó desde arriba.

–¡No sea usted indiscreta, Elena, no me obligue usted a ruborizarme!

–Bueno, si usted no me lo dice pronto lo averiguaré—replicó ella un poco intrigada.

–No hay secreto ninguno, Elenita: ha venido conmigo—dijo—Barragán.

Elena sacudió la cabeza riendo a carcajadas.

En el amplio comedor se habían colocado dos mesas a las cuales se sentaron más de cincuenta invitados. A los postres se desbordó un río de champagne y otro río aún más caudaloso de brindis en prosa y verso. Los desdichados novios quedaron por más de una hora sumergidos entre ellos. No faltó al cabo una mano caritativa que los sacó de aquel abismo. Los comensales se levantaron y se distribuyeron por los salones.

Reynoso se acercó a su cuñado, le pasó un brazo por la cintura y le llevó al hueco de un balcón.

–Dentro de un rato—le dijo—, cuando yo te haga seña, podéis bajar. El coche estará a la puerta enganchado. Montáis en él y os vais sin que nadie se entere… Y ahora, Tristán—añadió poniéndole una mano sobre el hombro—, sólo me resta que decirte una cosa. Te entrego a mi hermana, mejor dicho, te entrego a una hija adorada, pues eso ha sido para mi siempre la que hoy es tu esposa. Mi cariño y mi vigilancia han protegido sin descansar jamás su inocencia. No llevas una dama elegante, distinguida, espiritual para brillar en los salones, pero sí una esposa noble y tierna que te acompañará fielmente en la carrera de la vida, que compartirá tus penas y tus alegrías. La elevación de tu espíritu suplirá lo que haya de limitado en el suyo. Y si alguna vez te impacienta esta limitación, si una sombra de malestar se interpone entre vosotros, considera que es una pobre huérfana que ya no tiene a nadie más que a ti en el mundo: ten compasión de ella, sé generoso como un padre y Dios te lo pagará.

Tristán se sintió enternecido por aquellas palabras y dijo con efusión:

–Responderé a esa confianza con todo el amor de que es susceptible mi corazón. Velaré sobre Clara como si fuese un tesoro que me fuese encomendado, un tesoro de inocencia, de ternura y de nobleza que estoy muy lejos de merecer.

–Gracias, Tristán, gracias—repuso don Germán a su vez conmovido y apretándole la mano fuertemente—. Ya somos hermanos, y puesto que el parentesco ha borrado la diferencia de edad llamémonos de tú en adelante.