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Tristán o el pesimismo

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XI
EL ESTRENO DE UNA OBRA DE CARÁCTER

Algunos días después salieron de Madrid. Viajaron por Suiza y por Alemania; en el mes de octubre visitaron a Inglaterra. A Madrid regresaron bien entrado ya noviembre. El viaje ejerció influencia saludable en el temperamento de Tristán, serenando sus ideas y amortiguando sus celos. Mostrose en el transcurso de aquellos meses con su joven esposa lo que era realmente, galante, sensible, extremadamente afectuoso. Hasta pudo pagarle en Suiza aquel auxilio solícito que le prestara cuando cayó del caballo. También la intrépida Clara resbaló en una de sus excursiones alpestres, desapareciendo de la vista de Tristán, quien se lanzó por la escarpada pendiente en su auxilio y rodó por ella sin lograr prestárselo. Felizmente ambos quedaron detenidos en una mata de arbustos y se salvaron de una muerte cierta. Clara fue quien primero se alzó. Rojos de emoción, con lágrimas en los ojos se abrazaron estrechamente y se besaron en medio de la soledad de aquellas montañas que una vez al menos se mostraron piadosas. Clara era dichosa. Sin embargo, el recuerdo fatal de su primera noche de novia le asaltaba alguna vez estremeciéndola; fue una visión siniestra que la persiguió toda la vida.

Cuando llegaron a Madrid, sus hermanos aún no se habían instalado en el nuevo hotel de la Castellana: los últimos retoques habían llevado más tiempo de lo que pensaban. Fuéronse a pasar unos días con ellos al Escorial para dar satisfacción al cariño fraternal de Clara y algo también a su afición a la caza. Era el tiempo propicio: días claros y frescos: la gentil cazadora los empleaba corriendo por el monte a tiros con las perdices y conejos.

–Corre, corre, hija mía—le decía don Germán viéndola llegar sudorosa y jadeante a casa—. Aprovéchate de que el pobrecito aún pesa poco.

Clara sonreía ruborizada. Su estado interesante ya era conocido en la casa y empezaba a ser visible para los de fuera.

Tristán también corría los montes, si no con la carabina al hombro, al menos con un libro en la mano. Placíase en tenderse en el fondo de las cañadas a la sombra de los sauces y pasar allí largas horas saboreando a ratos las páginas de algún escritor admirado, a ratos escuchando los gorjeos de los pájaros, el manso ruido del viento en los árboles y el rumor cristalino de las aguas corrientes. Se hallaba en un período de gran actividad intelectual: la placidez y amenidad del sitio, la paz del hogar, la tranquilidad de sus nervios invitábanle al trabajo. Hasta tuvo la dicha de no tropezar a su vuelta con el marquesito del Lago que inconscientemente tan malos ratos le había hecho pasar: la marquesa viuda había decidido al fin trasladar su residencia a sus posesiones de Extremadura huyendo de los escándalos de su hija y de los peligros que amenazaban a su hijo. Muchos y vastos proyectos de libros y dramas germinaban en la mente del joven autor de Engaños y Desengaños. Escribía poco, sin embargo, aunque meditaba mucho. Alguna vez se acordaba de su drama entregado al teatro Español hacía más de un año y entonces se ponía de mal humor. Estévanez, el famoso dramaturgo, el que empuñaba a la sazón el cetro del teatro, lo había tomado bajo su protección, le había prometido hacerlo representar, pero hasta la hora presente ninguna noticia tenía del éxito de sus gestiones. Era demasiado orgulloso nuestro joven para pedir estas noticias ni menos convertirse en pretendiente. Don Germán le había hablado más de una vez del asunto desde que llegaron, pero no daba su brazo a torcer y esquivaba la conversación por temor de que se le fuera la lengua.

Al fin se le fue cierto día estando de sobremesa. Habían comido con ellos Cirilo y Visita y el farmacéutico Vilches con su esposa, primos de Elena. Visita inocentemente le preguntó cuándo se representaba su drama. Tristán secamente respondió:

–Nunca.

Estupefacción en todos los comensales. Viendo el efecto que había causado añadió al cabo de un momento:

–Nunca mientras Estévanez ejerza en el Español el supremo mangoneo, sea el cancerbero que la Empresa tiene a la puerta.

–¿Pero no fue Estévanez quien lo ha presentado y el que prometió hacerlo poner en escena?—preguntó el primo Vilches.

–Precisamente por eso—replicó con displicente laconismo.

Hubo unos instantes de silencio. Tristán comenzó a hablar en voz baja y afectando mucha calma. En realidad, había padecido una equivocación lamentable depositando su confianza en Estévanez, porque éste jamás había dejado pasar ninguna obra apreciable. No quería decir que la suya lo fuese, mas si algún amigo se lo había dado a entender o si él mismo había encontrado en ella algo que le hiciera dudar de su fracaso, tenía por seguro que estorbaría su representación. Todos se asombraron de tal ruindad y la deploraron: algunos le propusieron que retirase su manuscrito del Español y lo llevase a otro teatro. Sólo don Germán se atrevió a protestar aunque tímidamente de aquel juicio precipitado.

–Tú estás mejor enterado que yo de las miserias de la vida literaria, Tristán, pero se me hace muy duro pensar que una persona que se halla en el pináculo de la gloria y que espontáneamente te ha brindado protección te traicione tan pronto y con tal vileza.

–Pues las cosas duras son las que se deben pensar en este mundo—respondió Tristán alzando los hombros con desdén.

No se habló más del asunto. Al cabo de un rato se levantaron de la mesa y fueron al parque. Algunas horas después, hallándose reunidos en el gran cenador de vuelta del paseo, llegó un criado con un telegrama para Reynoso. Leyólo éste y una sonrisa mitad maliciosa, mitad placentera, se esparció por su rostro.

–Toma, Tristán; el contenido es para ti—dijo alargando el papel a su cuñado.

El telegrama decía textualmente:

«Ignoro si Aldama regresó de su viaje. Hágale saber que ensayos de su drama comenzarán semana próxima.—Estévanez.»

Las mejillas de Tristán se tiñeron levemente de rojo. Don Germán soltó una carcajada. Los demás, cuando se enteraron del asunto, también rieron. Elena se aprovechó lindamente para embromar a su concuñado y ponerle de veras amoscado.

Comenzaron en efecto los ensayos del drama o más bien alta comedia según el tecnicismo teatral. Tristán se trasladó a Madrid con su esposa y comenzó a asistir a ellos. No los dirigió porque la Empresa tenía contratado para ello un viejo académico irascible que llamaba a los autores badulaques cuando osaban hacer sobre la representación de su obra la más tímida advertencia. ¿Qué sabían los autores del arte? ¿Qué sabían los cómicos del arte? ¿Qué sabía el público ni los periodistas del arte? Del arte nadie sabía nada más que él: pronunciaba la palabra ahuecando la voz y paseando su mirada fulgurante por los circunstantes como si temiese cualquier profanación y estuviese apercibido a reprimirla de un modo sangriento.

El amigo García gozó el privilegio de asistir a estos ensayos y hacer sobre ellos profundas y sabias disquisiciones, aunque siempre confidenciales, esto es, cuando se ponía al habla con Tristán. De otra suerte, sentía por el anciano académico un medroso respeto. Desde que comenzaron los ensayos todas las facultades psíquicas de García se concentraron en este magno acontecimiento. No vivió ni respiró más que para la obra de Tristán. Hasta puede decirse que no se alimentó siquiera. Su madre se hallaba profundamente contristada viéndole engullir los garbanzos del cocido como un perro de caza y renunciar generosamente a los cuatro higos pasos que indefectiblemente le ponía para postre.

–¡Pero, hijo, no masticas!

–¿Cómo he de masticar, mamá, si a la una y media comienza el ensayo de la obra?

García pronunciaba esta palabra con el mismo aliento sonoro y la unción con que el director del Español decía el arte. Y al teatro se iba y vagaba como una sombra espectral del escenario a las butacas y desde aquí a las galerías meditando el efecto que harían tales versos oídos desde lo alto y desde lo bajo, cómo resultarían los apóstrofes y los apartes. Pero hay que decir que aquellos malditos cómicos le llenaban de indignación y excitaban su bilis de un modo alarmante. No tomaban en serio el ensayo de la obra. El primer actor declamaba con las manos en los bolsillos y dando paseos de un cabo a otro del escenario. La primera dama se estaba arrellanada en una butaca y no cesaba de chupar bombones. El barba no se desembozaba de su capa bajo el especioso pretexto de que se hallaba acatarrado, y el galán joven se pasaba la mayor parte del tiempo diciendo recaditos al oído a la dama joven, riendo después de lo que había dicho y volviendo a reír de lo que la joven le respondía. Era cosa para hacer perder la paciencia a un santo. Por fortuna estos excesos se fueron corrigiendo según avanzaron los ensayos; el primer actor sacó al fin las manos de los bolsillos; la primera dama cesó de engullir bombones y se alzó de la butaca; el barba deshizo el embozo de la capa. Sólo el galán joven persistió cínicamente en hablar al oído a la dama joven y en provocar su risa y en reír él mismo de haberla provocado. Este galán joven era un ser perfectamente ligero y superficial, indigno de desempeñar un papel en la obra. No sabía pronunciar, ni distinguía los sonidos, ni separaba las palabras, ni sostenía los finales. Además su tono era siempre familiar cuando en algunos casos precisaba emplear el sostenido, por ejemplo en la bella hipotiposis del segundo acto, cuando narraba un interesante incidente de caza. No sabía accionar. Sus movimientos eran desproporcionados. No mantenía el cuerpo recto, ni las rodillas derechas, ni el pie izquierdo un poco trecho delante del otro, ni los hombros quietos, ni los brazos algo separados del cuerpo. Además (y esto era lo más grave) cuando bajaba el brazo, en vez de dejar caer primero la mano y que las demás partes siguiesen por su orden, en vez de presentar los dedos doblados con suavidad y conservar entre ellos la gradación natural, extendía siempre el brazo precipitadamente y con rigidez y mantenía los dedos de la mano tiesos y abiertos. Naturalmente estas y otras infamias iban nutriendo en el corazón de García un odio feroz. Al principio este odio se exteriorizó por una serie de fruncimientos de cejas, de sonrisas sarcásticas y de bufidos desdeñosos en cuanto aquel impostor entraba en parlamento. Después comenzó García a hacer círculos en tomo de él como un ave de presa alrededor de su víctima y a expresar en voz bien perceptible su descontento, haciendo ademán de dirigir la palabra a Tristán. Por último en uno de los últimos días le abordó resueltamente y con sonrisa contraída y voz alterada le dijo:

 

–Me parece, señor mío, que está usted equivocado respecto al modo de representar esta obra. La está usted representando como si fuese una obra de enredo y esta es una obra de carácter.

El galán joven le miró estupefacto. Aquel ser menudo, velloso, de ojillos vivos y hundidos, con su sombrero grasiento y su capa raída había excitado ya la curiosidad de los actores. Le contempló unos instantes en silencio, y después sin dignarse responder le volvió la espalda. Pero no dejó de comunicar al momento el lance con la dama joven. García pudo cerciorarse de ello por la risa y la algazara que armaron y por las miradas insolentes y burlonas con que desde entonces le regalaron.

Llegó por fin el día del estreno. Desde veinticuatro horas antes el estado de agitación de García superaba a todo lo imaginable. Atacado de una especie de epilepsia ambulatoria corría de su casa a la de Tristán, de aquí al teatro, después al colegio Platónico a prevenir al mayordomo, al inspector y a uno de los pasantes, hombres de toda su confianza, que estuviesen preparados para todo, en seguida al Greco-Latino a hacer lo mismo, más tarde a buscar al marido de su lavandera para entregarle una entrada de paraíso, luego al café de Madrid para ver a Fariñas, su camarero favorito, quien le había prometido tres o cuatro hombres de buenas manos callosas que sonaban como tablas, luego a visitar a un dependiente de la Dalia Azul que había conocido una tarde de merienda en los Viveros. Entre todos estos amigos y conocidos había repartido treinta o cuarenta entradas de galería y paraíso que Tristán le había entregado para el caso. Pero García no se había limitado a repartirlas, sino que como un general experto recorría a menudo las líneas, daba instrucciones, infundía alientos y exaltaba la imaginación de aquellos honrados alabarderos, haciéndoles pensar que del choque adecuado de sus manos una contra otra dependía el porvenir de la literatura española.

Pero he aquí que cuando venía rendido y jadeante de una de estas revistas se le acerca en la Carrera de San Jerónimo un amigo y le dice al oído:

–García, te prevengo que la obra de tu amigo será estrepitosamente silbada. Yo sé de una casa de la calle de Toledo donde se han reunido esta tarde hasta veinticuatro reventadores y esa ha sido la consigna. Además, en la calle de la Escalinata creo que ha habido ayer otra reunión por el estilo.

Oír esto García y perder la razón fue todo uno. Y en su locura furiosa comenzó a desbarrar de un modo lamentable. Lo mejor que se le ocurrió para contrarrestar la obra tenebrosa de aquella vil canalla fue ir a visitar al inspector de policía del distrito y prevenirle de tales focos de conspiración. El inspector escuchó su denuncia con indiferencia y sólo respondió con un «bien, bien; ya veremos: no hay que preocuparse de eso» que dejó descorazonado a nuestro profesor.

–Es que, señor inspector, si esa canalla se obstina en armar bronca no respondo de lo que pueda suceder en el teatro.

–Pierda usted cuidado; yo respondo de ellos… y de usted también—replicó el inspector con sorna.

Media hora antes de abrirse el teatro la noche del estreno ya estaba García rondándolo provisto de un enorme garrote.

–¡Vaya un código que lleva usted, amigo!—le dijo un revendedor de los que estaban a la puerta.

–Todo puede hacer falta—murmuró García con feroz expresión.

Poco a poco fueron llegando los del zaguanete, los leales, el mayordomo y el pasante del colegio Platónico, dos alumnos espigados del Greco-Latino y el lavandero, la guardia negra del camarero Fariñas, etc., etc., todos provistos asimismo de iguales razones contundentes que su digno jefe.

Tristán no quiso ir al teatro a primera hora: se reservaba conocer el éxito del primer acto para salir de casa. Clara le acompañaba, resuelta a no participar de las emociones del estreno. Si la obra tenía buen éxito ya la vería al día siguiente. En cambio Elena y la condesa de Peñarrubia, que eran ya íntimas amigas, se acomodaron en dos butacas a primera hora. Aquélla no quiso asistir desde un palco por no hacerse demasiado visible, cosa harto enojosa, si la obra no lograba buen éxito. Reynoso se quedó también con Tristán en casa, dispuesto a trasladarse al teatro en cuanto se viese el cariz que presentaba el asunto.

El primer acto produjo agradable efecto en el público, aunque no se le tributaron aplausos muy ruidosos. Apenas se bajó el telón García corrió como un cohete a participar a su amigo la fausta nueva. Este la recibió con aparente frialdad, aunque vivamente satisfecho en el fondo. García se volvió inmediatamente al teatro, acompañado solamente de don Germán, pues Tristán, haciéndose un poco el displicente, manifestó que no iría hasta que se supiese el éxito del segundo, clave de la obra.

El éxito del segundo fue brillante. El público complacido, tanto por la feliz disposición de las escenas como por aquella espléndida versificación donde se advertía al discípulo predilecto del gran Rojas, llamó al autor repetidas veces. García desde el paraíso también le llamaba con voz estentórea a sabiendas de que no podía presentarse. Esta vez no quiso salir del teatro: era imposible abandonar la batalla. Envió un emisario a su amigo con estas palabras trazadas con lápiz: «Éxito indescriptible. Ven inmediatamente.» Una vez cumplido su deber, se creyó en el caso de recorrer el teatro de arriba abajo para felicitar a sus valerosas huestes y recibir de ellas la misma enhorabuena. La faz de García brillaba pura y radiante como una aurora de primavera. Cuando subía al paraíso, cuando entraba en las galerías, cuando bajaba al vestíbulo creía sentir todas las miradas posarse sobre él, creía escuchar a su paso rumores lisonjeros: «Ese es García, el amigo íntimo del autor, ¡son como hermanos!» Y el glorioso opositor a cátedras se balanceaba lleno de importancia aunque haciendo esfuerzos por aparecer modesto y sereno en medio del triunfo.

Pero he aquí que al entrar una de las veces en el vestíbulo escucha voces acaloradas de dos personas que disputaban con sobrada viveza. Eran dos caballeros, uno de edad madura, el otro joven. En torno de ellos había un grupo numeroso que escuchaba la discusión. Versaba ésta sobre los méritos de la obra. El viejo la atacaba: el joven la defendía. García sintió el estremecimiento del soldado que va a entrar en fuego. El caballero maduro no comprendía por qué se aplaudía aquella obra. Ningún efecto teatral que tuviese novedad, ningún carácter con verdadero relieve; nada más que versos sonoros, es decir, hojarasca.

García creyó escuchar una voz misteriosa en sus oídos que le gritaba: «¡Arráncale la vida! ¡Bebe toda su sangre!» Se abrió paso al través de la muralla de carne que le separaba de aquel ser abyecto y encarándose con él le dijo temblando de cólera:

–Sólo por un desconocimiento absoluto de los principios que informan el arte dramático se puede hacer una crítica tan ligera, tan superficial y tan injusta como la que usted está haciendo de la obra que se representa.

El caballero, poseído de viva indignación ante aquel grosero exabrupto le miró de los pies a la cabeza en silencio y al cabo dijo dando a su voz una increíble inflexión de desprecio:

–¿Y usted quién es?

–Yo soy quien soy—respondió García plagiando al Supremo Hacedor—. Por supuesto—añadió con énfasis—el autor de la obra se halla a demasiada altura para que puedan alcanzarle las críticas de los pasillos y las habladurías de los ignorantes.

El caballero refractario se puso pálido y mirando a García fijamente a los ojos le preguntó:

–¿Es usted el autor de la obra?

–No, señor, soy su amigo.

–Pues lo mismo usted que el autor son dos solemnísimos mamarrachos.

García soltó el garrote, cuya arma no podía jugar en aquella ocasión a causa de la estrechez del recinto, y se arrojó al cuello del crítico no diremos como un tigre, pero sí como el animal que más se le parece. Gran confusión en el vestíbulo. Intervinieron los circunstantes, intervino después un agente de orden público, pero no fue posible que García soltara su presa y salió colgando de ella a la calle empujados por el agente y otros guardias que acudieron a secundarle. Poco después era conducido ignominiosamente a la Prevención. En vano suplicó que se le dejase en el teatro hasta el final de la representación prometiendo constituirse inmediatamente preso. Los guardias fueron insensibles. García hubo de pasar por el trance fiero de no ver el estreno de la obra.

Mientras tanto Reynoso y Elena, Escudero, doña Eugenia y Araceli, todos los parientes en suma del afortunado autor recibían alegrísimos las enhorabuenas de los amigos y conocidos. Elena había tenido en el entreacto la visita de algunos, entre ellos de Gustavo Núñez, quien sólo permaneció a su lado algunos instantes grave y ceremonioso. Se despidió para ir al escenario a ver a Tristán y si no estaba para ir a buscarle a su casa. Mientras Elena hablaba con uno de sus amigos acercose por detrás a saludar a su compañera la condesa un caballero de mediana edad y elegante porte, se estuvo un rato departiendo con ella y se despidió al cabo amable, sonriente, reteniendo algún tiempo en su mano la de Marcela.

–¿Quién es ese caballero?—le preguntó Elena.

–No te lo he presentado porque estabas muy distraída… Es el conde de Peñarrubia.

–¿Tu marido?—exclamó Elena dando un salto en la butaca.

–Él mismo… ¿Te sorprende?—añadió sonriendo—. Siempre se ha manifestado muy fino conmigo. En cualquier parte adonde voy, sea al teatro o a las carreras, nunca deja de hacerme su visita y de enviarme flores o bombones. Es un perfecto caballero aunque no tiene pizca de vergüenza.

Elena se hallaba aturdida. Hacía lo posible por encontrar aquello natural, pero en sus ojos se pintaba tal sorpresa que la condesa reía a carcajadas.

–Y si nos encontramos en cualquier reunión o baile me hace su mijita de corte y baila conmigo un rigodón… Esto no impide que nos aborrezcamos cordialmente, ¿sabes? Pero la corrección ante todo, hija… ¿Lo ves?—añadió volviendo la cabeza—. El consabido ramito.

En efecto, la florista se estaba abriendo paso por la fila posterior de butacas para entregar un ramo de flores a cada una.

Escudero rebosaba de contento y su digna esposa igualmente. Pero Araceli se mostraba en absoluto indiferente al triunfo de su primo. Su corazón virginal no latía ya sino con los recuerdos feudales, y Gonzalito Ruiz Díaz era el encargado de refrescárselos. Allí lo tenía a su lado en todos los entreactos. No podía bajar la vista a sus gemelos ornados de una corona ducal sin sentirse agitada por un estremecimiento de placer, de anhelo y de veneración al mismo tiempo. Acaso el feudalismo se hallara mejor representado si Gonzalito estuviese más provisto de carnes, pero Araceli no parecía echarlas de menos y se decía a sí misma con razón que en esta época sólo los plebeyos engordan. La interesante joven tenía, sin embargo, una espina en el corazón. El duque del Real-Saludo no la quería por nuera. Era un caballero tan almidonado y tan tieso que a serlo de igual modo el noble fundador de su estirpe fuera imposible que hiciese al rey aquel saludo que le valió el ducado. Naturalmente mientras este señor no se ablandase un poco con la humedad no había que pensar en boda, porque Gonzalito tenía más miedo a su padre que al mar embravecido. La hija de Escudero sufría mucho con esta repulsa, pero la encontraba justificada y aun por ella profesaba hacia el duque un respeto sin límites. La duquesa, en cambio, se le había mostrado propicia. La saludaba desde su coche en el Retiro con extrema amabilidad, la convidó a su palco del Real dos o tres veces y le envió un precioso regalo el día de su cumpleaños. No era extraño, pues, que tuviese esperanzas de que a la postre lograse reducir a su marido. Gonzalito procuraba alimentárselas, pero en el fondo dudaba mucho de ello, porque su claro papá era más tozudo que un caballero de la Tabla Redonda.

 

Vencida la indiferencia del público, o por mejor decir enardecido ya por el aplauso, el tercer acto fue un gran triunfo para el autor. Llamadas a escena, palmoteo ruidoso, bravos y otras señales de complacencia. Tristán, rojo de emoción, avanzaba por la escena entre los actores recibiendo los aplausos y haciendo profundas cortesías… Después en el saloncillo una nube de amigos que brotan siempre al calor de los aplausos como se cuenta que nacen los sapos con la lluvia de verano. El autor se sintió abrazado y tuteado por una porción de sujetos con quienes jamás en la vida había cambiado un saludo. El gran dramaturgo Estévanez recibía casi tantos plácemes como Tristán por haber descubierto a aquel muchacho y ponerle en el camino de la celebridad. Realmente el viejo se sentía contento y se mostraba orgulloso de haberle adivinado.

Cuando ya se había sosegado un poco el entusiasmo y Aldama departía entre un círculo de amigos distribuidos por los divanes, apareció en el saloncillo la figura prolongada del ilustre Pareja, el sabio ateneísta, con su levitón flotante y el deslucido sombrero de copa en el cogote. Avanzó majestuosamente hasta el autor y estrechando su mano con fuerza exclamó:

–¡Bravo, joven, bravo! Le doy a usted mi cordial enhorabuena. Ha demostrado usted mucho talento. Creo que no es posible hacer más sin la ayuda de la cultura científica que entre ustedes los literatos (me perdonará usted que se lo diga) es por lo general bien deficiente.

A Tristán no le supo bien aquella enhorabuena, pero la aceptó disimulando.

Pareja se volvió hacia los circunstantes sonriente, benévolo, dichoso de sentirse tan sabio.

–No es posible hacer más, lo repito. Mi amigo Aldama es uno de los literatos que pudiéramos llamar simplistas; pero en la estrecha esfera en que se mueve, pocos, poquísimos le aventajarán. Yo apetezco, sin embargo, un arte más alto. ¿No es verdad, señores, que es una tristeza el observar cuán pobre es la cultura de nuestras escuelas en elementos científicos? Los literatos ignorantes, los que juzgan que basta escribir una novela agradable o un drama interesante sin preocuparse de los grandes intereses sociales y de los problemas científicos, son los que aún dominan. De ahí procede ese arte frívolo, inconsistente, sin enjundia que durante tantos siglos nos ha inmovilizado y con el cual es preciso acabar. Un arte en el cual el concepto no tiene valor ¿qué significa? Una obra literaria sin análisis científico ¿qué es? Hace falta una nueva dirección. Si mis ocupaciones me lo permiten, señores, no será difícil que me entretenga algún día en escribir una novela y un drama. Y entonces les diré a los literatos: «Ahí tenéis la nueva fórmula; ahí tenéis la fórmula de la novela y del drama modernos. Recogedla si queréis: sacad de ella el partido que os fuere posible. Yo os la dejo y me retiro a mis queridos trabajos científicos sin intentar por más tiempo invadir vuestros dominios.»

Este discurso, pronunciado de un solo aliento, produjo efecto gratísimo en la reunión a juzgar por la disposición a la alegría que se manifestó inmediatamente en todos los rostros. Uno de aquellos jóvenes se levantó del asiento y estrechó la mano del sabio con veneración diciéndole:

–Señor Pareja, me haría usted el más desgraciado de los hombres si no influyese para que me reservaran una butaca el día del estreno de su drama.

Otro le fue acompañando hasta la puerta haciéndole presente que pensaba dedicarse a la poesía lírica y consultándole al propio tiempo si debía comenzar por el estudio de la Biología o el de la Patología interna.

Cuando ya había terminado el sainete y se disponía el autor a retirarse con sus amigos, el inspector de policía vino a decirle que había hecho detener por sospechoso a un hombre de mal aspecto que se hallaba en el paraíso y que decía conocerle.

–¿Mal aspecto?—preguntó Tristán.

–Malísimo.

–¿Unas barbas muy largas? ¿Cara de asesino?

–Sí, señor, sí—se apresuró a decir el inspector.

–Suéltenlo ustedes: es un santo.

El funcionario quedó estupefacto, y aunque nunca quiso convenir en la santidad del paisano Barragán (pues no era otro el detenido) al fin se decidió a soltarlo.

En aquel instante entraba en el saloncillo Reynoso con García. Este, para no turbar a su amigo Aldama, había escrito desde la delegación una esquelita a aquél haciéndole saber lo que le ocurría. Don Germán se apresuró a ir allá y afianzarle. Llegaba el buen García feliz, resplandeciente. En cuanto divisó a Tristán se precipitó hacia él y cayó en sus brazos llorando de alegría:

–¡Hemos triunfado! Ya sé que has salido siete veces a escena… Si yo hubiera estado en el teatro me dejo cortar las manos si no sales catorce.

–¿Pero es de veras que has estado preso?

–Ya lo creo, por haber querido explicar el argumento a un tío que no comprendía por qué gustaba tu obra. Me parece que a estas horas ya lo ha visto claro.

Tristán le abrazó riendo.

Una porción de amigos de última hora acompañaron al autor hasta su casa en unión de Reynoso y de García. Este hubiera querido organizar una procesión nocturna con hachas de viento como las que solía improvisar la empresa en los triunfos de Estévanez, pero el percance de la detención había hecho abortar su idea.

Tristán durmió mal aquella noche. La embriaguez de la gloria como la del vino enciende la sangre y agita los nervios. Por la mañana se hizo traer los periódicos y se regaló con su lectura. En general se mostraban no sólo benévolos, sino lisonjeros con la producción del poeta novel. A Tristán no le parecía, sin embargo, bastante todo aquello: recordaba las revistas dedicadas a los estrenos de Estévanez, las comparaba con las de su obra y éstas se le antojaban bien frías. Pero al tomar en manos El Universal y leer la revista del famoso crítico Leporello la ira le hizo empalidecer. Era un artículo desdeñoso, irónico, todo él traspirando amargura y malevolencia. Un furor ciego le acometió. Borráronse de repente de su imaginación los aplausos de la noche anterior, los elogios del resto de la prensa; borráronse también todas las prosperidades que disfrutaba en este mundo, y en un instante se juzgó el hombre más desgraciado de la tierra. Cuando don Germán y su amigo Gustavo Núñez entraron en su cuarto por la mañana le hallaron paseando de un lado a otro con el periódico en la mano y rechinando los dientes.

–¡Claro, esto ya me lo presumía yo! ¿Cómo es posible que Estévanez viera con buenos ojos mi triunfo? ¡Y abrazándome ayer el hipócrita! ¡el canalla!

–Pero ¿qué tiene que ver Estévanez con ese artículo de El Universal?—preguntó con asombro Reynoso.

–Pero, ¿no sabes, inocente—profirió Tristán sonriendo sarcásticamente—, que Leporello está casado con una parienta de Estévanez y que no ve más que por sus ojos ni piensa más que por su cerebro?

A don Germán no le pareció aquello una prueba irrefutable de que el gran dramaturgo fuese el inspirador del artículo, pero no quiso llevarle la contraria abiertamente observando el estado de agitación en que se hallaba.

–Pero en ese caso ¿por qué ha tomado tal interés por tu obra y por qué la ha hecho representar?

–¿Sabes por qué?—respondió Tristán apretándole la mano y con una expresión de infinita perspicacia—. Porque estaba persuadido de que mi obra haría fiasco. Así lo creían los cómicos todos y éstos no se atreven a respirar si Estévanez no se lo permite.

Reynoso guardó silencio.

Gustavo Núñez se sentó en una butaca, encendió un cigarro y cruzando las piernas dijo con su habitual displicencia:

–Cuando era niño mi madre acostumbraba a leerme el Año cristiano antes de dormirme. Pues bien, recuerdo la historia de un santo que por espacio de muchos años se hizo pasar por idiota, sufriendo con admirable paciencia para ganar el cielo toda clase de burlas y de escarnios tanto de los hombres como de los niños. Después de haber vivido un poco encuentro igualmente admirable el procedimiento para ganar la tierra. Si quieres, amigo, lograr algún resultado en las letras es menester que comiences por fingirte tonto y que lleves el convencimiento a todos de que lo eres. La empresa no es fácil porque los literatos son suspicaces y bien despiertos, y no se les engaña de buenas a primeras. Toda clase de obstáculos se te enredarán en las piernas y no podrás dar un paso. Pero si persistes y logras convencerles y te ponen el marchamo de medianía incurable, entonces verás cuán desembarazado caminas; las selvas enmarañadas se abrirán para dejarte paso, las montañas se abatirán, los ríos quedarán en seco y entre nubes de incienso proseguirás tu marcha gloriosa arrullado por los ¡hosanna! de la crítica.