Free

La Fe

Text
iOSAndroidWindows Phone
Where should the link to the app be sent?
Do not close this window until you have entered the code on your mobile device
RetryLink sent

At the request of the copyright holder, this book is not available to be downloaded as a file.

However, you can read it in our mobile apps (even offline) and online on the LitRes website

Mark as finished
Font:Smaller АаLarger Aa

– Padre, hoy está usted de mal humor; es porque no ha podido decir misa en el altar de la Concepción como otras veces.– Tiene usted ojeras; bien se ve que se ha pasado toda la noche rezando.– Ya sé por qué dijo la misa el domingo más tarde: esperaba que llegase doña Eloisa.– Ese alzacuello le aprieta a usted mucho. Está usted incómodo. ¿Quiere que yo se lo arregle?…

Sus vidas se iban compenetrando insensiblemente. No sólo tenían un rato de plática casi todos los días en el confesonario, sino que por la tarde se veían en la iglesia, al rosario, y por la noche también a menudo en casa de D.ª Eloisa. Además, de vez en cuando, para algún motivo piadoso, como una novena, una reunión de la cofradía, etc., la joven iba a la rectoral a consultarle, aunque le costase siempre un esfuerzo, porque tenía gran miedo a D. Miguel. Se le había metido en la cabeza que éste la miraba de mal ojo, que la despreciaba. Y acaso no le faltase razón para suponerlo.

Esta confianza llegó a pecar de excesiva en algunas ocasiones. Al menos así lo pensó el P. Gil. Obdulia se autorizaba de vez en cuando algunas familiaridades que le chocaban, y en ocasiones llegaron a turbar momentáneamente la limpidez de su conciencia. Un día le habló de sus apuros económicos. El padre le daba poco dinero para los gastos de la casa, y como tenía el vicio de la caridad, de dar limosnas a troche y moche, había contraído deudas, que la mortificaban; sobre todo había una tendera a quien debía veinte duros, que la molestaba a todas horas y le amenazaba con decírselo a su papá. ¿No podría él facilitarle por poco tiempo esta cantidad? El clérigo tampoco los tenía, pero se los pidió a su madrina y se los entregó ruborizado. Ella los aceptó sin vergüenza alguna, como la cosa más natural. Otro día le llevó a la iglesia el paquete de cartas del novio que había tenido para que las leyese. Más adelante le pidió el escapulario que traía al cuello, y tanto le instó y tales pretextos adujo, que concluyó por obtenerlo. Al día siguiente le confesó, sonriendo, que no había sido para ponérselo a una amiga que acababa de morir, sino para traerlo ella sobre el pecho. Estas cosas herían e inquietaban vagamente al joven sacerdote. Las bromitas que la beata se permitía de palabra también rebasaban algunas veces los límites convenientes. Un día le dijo repentinamente:

– ¿Sabe usted lo que estoy pensando, padre? Que el ángel que viene muchas veces a ponerme la mano sobre la cabeza tiene los ojos muy parecidos a los de usted.

Y soltó la carcajada al decirlo. El clérigo rió también ruborizándose. Luego quedó serio y de mal humor.

Un suceso extraño, que escandalizó a la villa, vino de un modo indirecto a estrechar aún más su relación y a inquietar al P. Gil. Cierta noche se despertó despavorido con el ruido de una detonación dentro de casa. Levantose de un salto y acudió corriendo a la habitación de D. Miguel, donde se figuró que había sonado. Al llegar a ella quedó petrificado de terror ante la escena que apareció a su vista. Un hombre se revolcaba en medio de la habitación en un charco de sangre, mientras D. Miguel, de pie sobre la cama, agitaba triunfante una pistola gritando con sonrisa feroz:– ¡Ya cayó uno! ¡Ya cayó uno!– La mortecina luz de una bujía tirada en el suelo alumbraba aquella fatídica escena.

El caso había sido que, hallándose el párroco en la cama, un hombre había penetrado en su dormitorio, le había despertado y le intimó para que le entregase el dinero. D. Miguel sin inmutarse echó mano al chaleco, sacó la llave y la arrojó al medio de la habitación. Luego, mientras el ladrón la recogía, sacó una de las pistolas que tenía debajo del colchón y le descerrajó un tiro dejándole tendido. La bala le había penetrado por los riñones. El excusador, dominando su espanto, se apresuró a prestarle los auxilios espirituales. Sólo tardó tres horas en expirar.

El suceso se comentó mucho y de muy diverso modo en el pueblo. Algunos aprobaban la conducta del cura. Estaba en su derecho defendiéndose de un facineroso que Dios sabe lo que haría con él después de robarle. Otros, los más, la censuraban con acritud. Un sacerdote no puede obrar como los demás en tal caso. Es un ministro de Jesucristo y debe proceder siempre con caridad aunque sea en legítima defensa. El P. Gil estaba profundamente indignado, aunque guardaba silencio. Un sacerdote, antes que ensangrentar sus manos, no sólo debía dejarse robar, sino matar. Nuestro Señor así lo había enseñado cuando San Pedro cortó la oreja al soldado que venía a prenderle. Obdulia traslució bien los sentimientos que le agitaban y le aconsejó que dejase la rectoral y se estableciese en otra casa.

– Usted ya no puede vivir ahí después de lo que ha pasado, padre. El susto que ha llevado ha sido muy fuerte, y todos los días tiene que renovarse la impresión viendo el sitio.

No era esto precisamente lo que quería decir, sino que un hombre verdaderamente cristiano y virtuoso debía de padecer mucho viviendo al lado de quien acababa de dar muerte violenta a un semejante. Pero si no lo decía con las palabras, se dejaba adivinar en la gravedad y tristeza de su continente. El P. Gil no ansiaba otra cosa hacía mucho tiempo. La compañía del párroco le era molesta, como ya sabemos. Ahora, después del asesinato (así lo calificaba su conciencia), se le había hecho insoportable. D. Miguel había incurrido en la censura de la Iglesia, se le retiraron las licencias para confesar y decir misa: mientras llegase la rehabilitación pasaría una temporada. Aprovechando aquellos momentos de flaqueza del terrible cura, con la ayuda de su madrina alquiló una casita no muy lejos de la iglesia y se trasladó a ella. Una antigua criada de D.ª Eloisa vino a servirle y a ser su ama de gobierno.

Libre ya del temor al párroco, Obdulia empezó a frecuentar la nueva casa del excusador y a ejercer en ella una alta vigilancia. Enterábase de la ropa blanca, del estado de las sotanas, de los alimentos que más placían al padre, de las particularidades de su cama. Algunas veces venía a ayudar al planchado o llevaba para aplanchar en su casa aquellas cosas más delicadas, como las albas y los roquetes, recosía las medias que se habían roto, quitaba las manchas de las sotanas, etc. Éstas eran las tareas ordinarias. Pero también se ocupaba en alguna obra más fina, en bordarle un amito, o unos corporales o cualquier otra prenda de las vestiduras sacerdotales. D.ª Josefa, el ama de llaves, no aceptaba de buena gana este protectorado; pero como aún no había echado raíces hondas en la casa y observaba la estrecha amistad que aquella señorita llevaba con su amo, no se atrevía a protestar. Contentábase con murmurar de ella cuando iba a visitar a su antigua señora y llamarla entrometida y tonta. Más adelante fue tascando el freno de peor voluntad aún y concluyó por desbocarse, como ya tendremos ocasión de ver. Tampoco el P. Gil estaba tranquilo ni satisfecho en la atmósfera de atenciones delicadas, de afecto y veneración en que la joven le tenía envuelto. Por más que la profesaba viva admiración y tenía en cuenta sus consejos, sentía un vago malestar cada vez que la veía ocupándose del cuidado material de su persona. Le parecía a él que esto era rebajar el carácter de aquella amistad espiritual, formada y sostenida para mejorar sus almas, para ayudarse en el camino de la perfección. No tenía noticia alguna de que Santa Teresa repasase las medias de San Juan de la Cruz. Además, no se comprendía muy bien el desprecio de la carne, que tan bien practicaba ella, con las comodidades de que pretendía rodearle. ¿Por qué había de ser tan severa para ella y tan blanda para él? ¿Por ventura, le suponía tan débil y cobarde que no podía vivir sin tales cuidados?

El P. Gil meditaba esto, apoyado en la baranda de un corredor enrejado que su habitación tenía sobre el mar. El sol declinaba entre celajes carmesíes, envolviendo en una onda de luz tibia y rojiza el pueblo y la rada. El lienzo de rocas que la cierra allá enfrente alzaba su masa enorme sobre las aguas, proyectando ya una vasta región de sombra. Y entre aquel negror los ojos del presbítero percibían el fulgor de las olas, mostrando y apagando a cortos intervalos su blancura. El muelle estaba desierto: aún no era llegada la hora de la vuelta de las lanchas. Los pataches y quechemarines cabeceaban dulcemente, aburridos de su inacción. Una gaviota volaba en círculos concéntricos rozando con sus alas la superficie del agua. El suave lejano rumor de las olas henchía el ambiente dormido de un murmullo sordo. La pequeña ensenada sólo vivía del juego movible de la luz que la bañaba de una claridad sangrienta que se iba retirando lentamente detrás de las peñas.

Tan absorto estaba, que D.ª Josefa necesitó llamarle tres veces desde la puerta para conseguir que se volviese.

– ¿Qué hay?

– Una señora está abajo preguntando por usted. Dice que necesita hablarle en seguida.

– ¿Una señora?– replicó el P. Gil abriendo mucho los ojos.– Será la señorita Obdulia.

– No, señor, no es ésa— replicó el ama haciendo con los labios un gesto de desdén.– La señora que aguarda abajo es mucho más guapa y elegante.

– ¿No la conoce usted?– preguntó algo acortado por la intención que advertía en las palabras de D.ª Josefa.

– No, señor, es forastera.

– Pues hágale usted subir.

Tardó pocos segundos en aparecer una linda joven como de veinticuatro años, rubia, de rostro blanquísimo y facciones delicadas, vestida con elegancia peregrina. En su vida había visto el P. Gil, ni aun en Lancia, una dama tan distinguida. Su traje era sencillo, de viaje, pero tan original el corte y con tal lujo y esmero en los pormenores, que se echaba de ver inmediatamente la elevada calidad de la persona. Despedía de ella un perfume suave que vino a herir su nariz así que puso el pie en el cuarto. Mirola con sorpresa, que se convirtió en estupefacción al ver que la dama avanzó con resolución hasta él, y sin decir palabra se dejó caer de rodillas a sus pies sollozando.

 

– ¡Señora… por Dios… levántese usted!– dijo aturdido.

La dama no se movió.

– Señora, levántese usted— repitió de nuevo cogiéndola suavemente por un brazo.

La forastera se levantó en silencio y se dejó caer en una silla, alzó el velito del sombrero que le tapaba los ojos y se los enjugó con el pañuelo. El P. Gil, en pie frente a ella, aguardaba a que se explicase. Y como no daba señales de hacerlo, antes se tapaba el rostro cada vez más, aventurose a decir:

– Señora, desearía saber en qué puedo servirla…

Todavía tardó unos instantes en responder. Al cabo dijo, sin apartar el pañuelo de los ojos:

– Soy la esposa de D. Álvaro Montesinos.

El excusador dio un paso atrás involuntariamente.

¿Cómo? ¿aquella dama era la mujerzuela despreciable que había hecho la desgracia de D. Álvaro, de quien su madrina D.ª Eloisa hablaba siempre con horror? Por ésta conocía la triste historia del aquel matrimonio. El heredero de la casa de Montesinos se había enamorado como un loco de una joven de buena familia, pero sin dinero; una de esas chicas que suelen verse en Madrid en todos los teatros y en todos los saraos a la caza de un marido rico. Aun con serlo Montesinos, Joaquinita Domínguez (que así se llamaba) le dio cordelejo una temporada, esperando tal vez que llegase otro con la misma hacienda y mejor figura; porque la del mayorazgo de Peñascosa era, cierto, de lo más raquítico y desgraciado que pudiera verse. Mas como no llegaba, resolviose un día a enamorarse perdidamente de él y se lo demostró de un modo que no daba lugar a dudas. «Todo el Madrid elegante» recordará a una linda rubia abonada al turno primero par del teatro Real, que se pasaba la noche charlando con un caballero flacucho y pálido sentado en la fila de atrás; que en el teatro de la Comedia y en el de Apolo no le quitaba los gemelos de encima desde su platea; que lo llevaba de remolque en el paseo del Retiro, y hasta por las mañanas, cuando iba de tiendas, se la veía con él, escoltados por la mamá. Enteramente convencido de su amor, el hidalgo la pidió en matrimonio, y la obtuvo no sin algún trabajo, pues a la mamá costole muchas lágrimas entregarle aquella joya, que era la alegría de la casa. En los primeros cuatro meses gastó D. Álvaro la renta de todo el año. Joaquinita quiso coche y palco en los teatros, y dio reuniones y saraos. Pero estaba tan hermosa y su marido la encontraba tan alegre, que con el amor frenético que la profesaba no le hubiera rehusado ni la sangre del corazón si un día se la pidiera después de un beso de amor largo, oprimido, espasmódico, como los que le daba cuando tenía que pedirle una rivière de brillantes o una sociable de doble suspensión.

A los seis meses justos se le antojó a la joven esposa viajar por Europa, un viaje largo que había de durar un año o más; visitar toda Francia, Italia, subir luego a Inglaterra, pasar a Alemania y correrse hasta San Petersburgo. El enamorado Montesinos no puso obstáculos a este deseo, aunque debiera ponerlos. Necesitábase un capital respetable para realizarlo, atento a las comodidades y boato con que Joaquinita pretendía viajar. Pidió a préstamo sobre algunas de sus fincas 30.000 duros y salieron de Madrid. En Hendaya vieron en la fonda del ferrocarril tomando chocolate a Federico Torres, un sietemesino madrileño hijo de un ministro del Tribunal de Cuentas. A Joaquinita siempre le había sido muy antipático, sin saber por qué.

– ¿Adonde irá este títere?– preguntó por lo bajo, después de corresponder fríamente a su saludo.

Montesinos alzó los hombros con indiferencia.

– ¡Qué pelea le tienes a este chico! Yo le encuentro fino y agradable.

– ¡Qué horror!– exclamó ella riendo.

En Pau volvieron a verle en la estación, y ya no le vieron más. En Marsella pensaba el matrimonio detenerse cuatro o cinco días; pero al tercero, viniendo D. Álvaro de la estación de arreglar el asunto del sleeping-car para el día siguiente, con gran sorpresa no encontró a su esposa en casa. La sorpresa convirtiose en horrible estupor al observar el desorden de la habitación. El gran baúl mundo de su mujer había desaparecido. Había diferentes prendas de ropa por el suelo. Los criados le dijeron que la señora había hecho trasportar el baúl después de irse él para facturarlo en doble pequeña, según decía. Luego había salido y no había vuelto. Montesinos, aturdido, horrorizado de la idea que le cruzaba por el cerebro, abrió con mano convulsa el secreto del cofre donde guardaban el dinero. Ni un céntimo había allí ya. Comprendiendo de una vez toda su desgracia, cayó al suelo como herido por un rayo. Estuvo algunos días entre la vida y la muerte. Cuando recobró el conocimiento, hizo telegrafiar a su cuñado D. Martín, el cual se presentó inmediatamente y le condujo a Peñascosa. No tardó en saberse que Joaquinita se había escapado con Federico Torres, y que viajaban alegremente por Europa con el dinero del hidalgo.

Ésta era la mujer que tenía delante el P. Gil. Después de aquel primer movimiento de repulsión, se rehizo y dijo:

– Serénese usted un poco, señora, y dígame en qué puedo favorecerla.

– Acabo de llegar de Madrid— articuló con trabajo la dama,– y me he dirigido a casa de mi marido, con quien hace tiempo estoy reñida… Deseaba reconciliarme con él… que concluyese esta separación tan fea y tan escandalosa… Un criado viejo que tiene… ¡un bruto!… no me permitió verle… me cogió por el brazo… me arrojó de casa a empellones… ¡sí, a empellones!

Aquí la dama volvió a estallar en sollozos, y se tapó de nuevo el rostro con el pañuelo.

El clérigo esperó a que continuase; pero viendo que no lo hacía, tomó de nuevo la palabra.

– Siento mucho ese percance, señora… Pero no creo que haya motivo para tal desconsuelo. Las ofensas que se perdonan no se sienten. Perdone usted a ese pobre criado que ha obrado sin saber lo que hacía, y dígame qué es lo que puedo hacer en su obsequio.

Secose los ojos la esposa infiel. Volvieron a humedecérsele y volvió a secarlos.

– Según me han dicho ahí en la posada, usted es la única persona que visita a mi marido… Yo le suplico, por lo más sagrado, ya que es usted su amigo, que intervenga para que termine nuestra separación. Lo deseo hace mucho tiempo con ansia… Confieso que no he sido buena para él…

– Sí, sí; lo sé todo— interrumpió el clérigo con impaciencia.

La dama se puso fuertemente colorada.

– Confieso que le he ofendido gravemente… Fue un momento de obcecación… una tentación del demonio… Pero yo siempre le he querido… y le quiero… No tengo inconveniente en humillarme, en pedirle perdón de rodillas… Ya ve usted, padre, si no le quisiera no me humillaría… ¡Me horroriza la idea de no obtener su perdón, de morir lejos de él sola, maldita! ¡Ah, qué porvenir tan espantoso!… Si mucho he pecado, crea usted que mucho he padecido en estos últimos tiempos…

– Señora, ya puede usted comprender si yo tendría satisfacción en unir un matrimonio disuelto… lo mismo el de usted que cualquier otro. Mi misión es predicar la concordia entre los hombres y morir por ella si es preciso. Aun sin pedírmelo tengo el deber, por mi cargo, de procurar en esta parroquia la reconciliación de los matrimonios desavenidos… Pero este caso es delicado. Aparte de la ofensa gravísima que usted ha inferido a su esposo, del escándalo que la acompañó, de los que la siguieron, todo lo cual dificulta extraordinariamente la reconciliación, aparte de eso, repito, hay otra dificultad mayor. Y es que su marido de usted está fuera de la Iglesia católica. No tengo sobre él otra influencia que la que puede dar una amistad superficial. Ninguno de los razonamientos a los cuales pudiera yo apelar como sacerdote tiene fuerza sobre su ánimo. Al contrario, dadas sus ideas, es posible que sirviesen para embravecerle más, o cuando menos de mofa…

– Sí, sí— interrumpió la dama con voz chillona, malévola,– mi marido ha sido siempre un impío, un ateo escandaloso.

– Señora, de poco sirve creer si se obra como si no se creyera— replicó severamente el excusador, a quien había herido el tono agresivo de la dama, tan contrario a la humildad de antes.

Tornó a ponerse colorada y bajó los ojos afectando de nuevo una gran contrición. El P. Gil prosiguió:

– De todos modos, como cristiano y como sacerdote, estoy dispuesto a hacer todo lo que puedan mis fuerzas por conseguir lo que usted desea. Dudo mucho del éxito de mi intervención… Sé también que me expongo a ser arrojado como usted de la casa, pero no me importa. Cumpliré mi deber, y si no conseguimos nada, me quedará al menos la satisfacción de haberlo cumplido…

Quedose pensativo unos instantes, mientras la dama mantenía sobre él una mirada intensa y ansiosa. Luego, como si hablase consigo mismo más que con ella, prosiguió:

– El dirigirme ahora a casa de D. Álvaro ofrece inconvenientes. La gente del pueblo es curiosa… Vendrían las hablillas… después el escándalo… Opino que deberíamos aguardar un rato a que concluyera de oscurecer, o mejor aún, que yo fuese por delante a tantear el asunto…

– ¡No! ¡no!– exclamó la dama.– No le prevenga usted. Se negaría a recibirme. Es necesario cogerle de improviso; aprovechar el primer movimiento de su corazón, que es generoso. Luego, cuando reflexiona, se hace malo, burlón…

– Como usted quiera. Entonces, aguardaremos.

Pero en el instante de pronunciar esta palabra se hizo cargo de lo inconveniente de permanecer tanto tiempo a solas con una mujer, y dijo un poco turbado:

– Usted me permitirá que mientras tanto la deje sola unos momentos… Soy con usted en seguida.

En vez de ser con ella, mandó a su ama para que la acompañase. Sólo cuando la luz se hubo extinguido por completo subió de nuevo con el sombrero en la mano, preparado a salir. La esposa de D. Álvaro, así que le vio en esta traza, se levantó de la silla.

Había cerrado ya la noche. La gente de mar se había retirado a sus casas o a las tabernas. Por la larga, sinuosa calle del Cuadrante circulaban pocos transeúntes. El excusador y la esposa de Montesinos caminaron un rato en silencio en dirección al Campo de los Desmayos. Al aproximarse a él ambos se sentían agitados, temerosos. Tanto para calmarse un poco como para prevenirse, se detuvieron un instante, y metiéndose en el hueco de una puerta, cuchichearon con animación. El P. Gil insistía en su idea de entrar primero en la casa y explorar el ánimo de D. Álvaro: tenía miedo a un escándalo. La dama se oponía con calor, convencida hasta la evidencia de que su marido se negaría en absoluto a recibirla, y tomaría precauciones para que no pisase el suelo de su casa. Cuando más embebidos se hallaban en la discusión, del hueco de otra puerta cercana salió una sombra estrecha, elevada, y se aproximó a ellos rápidamente.

– Buenas noches, padre, buenas noches.

Era la hija de Osuna. Había en la inflexión de su voz al pronunciar estas palabras cierta ironía, mezclada de cólera, que sorprendieron a la vez a la dama y al sacerdote. Éste levantó la cabeza y respondió fríamente:

– Buenas noches, hija.

– ¿Va usted a hacer oración, o viene usted?– preguntó con el mismo retintín y sonriendo.

– Ni voy ni vengo de hacer oración, hija mía. En este momento me ocupo de asuntos de mi ministerio— replicó en tono severo el P. Gil.

Pero este tono, en vez de sosegar a la joven o amedrentarla, la encrespó al parecer.

– Usted siempre haciendo algo por Dios, padre, ¡ji! ¡ji! lo mismo en la iglesia, que a la cabecera de los moribundos… que en los huecos de las puertas, ¡ji! ¡ji!… Si usted se muere antes que yo, ya tiene usted un testigo de alguno de sus milagros para que le canonicen… Vaya, no quiero estorbar el milagro. Hasta la vista. ¡Ji! ¡Ji!

Y cuando hubo dado dos o tres pasos, sin volverse dijo:

– ¡Y que aproveche!

La esposa de Montesinos levantó la cabeza y clavó en el P. Gil una mirada de estupor y curiosidad.

– ¿Qué es eso?

El sacerdote, rojo de vergüenza y de indignación, alzó los hombros en señal de ignorancia y echó a andar hacia el caserón de Montesinos.