Free

La Fe

Text
iOSAndroidWindows Phone
Where should the link to the app be sent?
Do not close this window until you have entered the code on your mobile device
RetryLink sent

At the request of the copyright holder, this book is not available to be downloaded as a file.

However, you can read it in our mobile apps (even offline) and online on the LitRes website

Mark as finished
Font:Smaller АаLarger Aa

Una sonrisa sarcástica se dibujó en el rostro macilento del hidalgo.

– Efectivamente, he recibido una educación cristiana… al menos según se ha entendido hasta ahora el cristianismo. Mire usted, señor excusador, yo he tenido un padre que era como Dios. Por la más leve falta, hija de mi inexperiencia, de mi temperamento, de mi edad, me imponía un castigo bárbaro, cruel. Si me dormía durante el rosario, azotes; si cometía tres equivocaciones en la lección, azotes; si me caía un borrón en la plana escrita, azotes; si corría por la casa, azotes; si manchaba el vestido, azotes. ¡Siempre azotes!… Y no se tomaba siquiera la molestia de dármelos por su mano: encargaba de la ejecución a Ramiro, ese criado que le ha conducido a usted hasta aquí, el cual, cristianamente, me los propinaba hasta hacerme sangre. Pero todavía mi padre era mucho mejor que Dios en este punto; porque los azotes de Ramiro duraban un rato, mientras que los que los diablos nos han de dar durarán eternamente, según aseguran ustedes…

La sonrisa que vagaba por sus labios se apagó. Guardó silencio un rato: quedó profundamente ensimismado. Sus ojos, fijos en el suelo, se dilataron con expresión de terror. Por delante de ellos pasó en rauda y lúgubre visión toda su infancia. Su padre, alto, seco, con su gran nariz encorvada y cortante como el pico de un águila. Jamás le había visto sonreír. La mitad de la vida la pasaba en la iglesia, donde se dejaba caer de rodillas con un fuerte golpe que le hacía estremecer (a veces imaginaba que tenía las rodillas de hierro o piedra). Sólo le hablaba para reprenderle o exigirle el cumplimiento de alguna tarea. No tenía más amigos que dos o tres clérigos, con los cuales le oía abominar del liberalismo y la impiedad moderna. Se veía a él, pobre niño, enteco y enfermizo, pasando dos y tres horas arrodillado en la iglesia, sin gustar jamás el placer de correr al aire libre como los hijos de los miserables pescadores, sin tener un compañero con quien comunicar sus inocentes pensamientos. Un día igual a otro. El cielo siempre plomizo. La mar bramando tristemente en las peñas. El viento aleteando con violencia sobre los cristales. Y la casa silenciosa, lóbrega, sucia, resonando de vez en cuando con los paseos lentos, acompasados, de su padre. Veíase más tarde en Lancia estudiando la segunda enseñanza, hospedándose en casa de un clérigo del mismo temperamento y costumbres que su padre. Sus compañeros le despreciaban a causa de su debilidad, de su falta de destreza; los profesores le miraban con recelo por su carácter reservado y triste. Y por las vacaciones vuelta al lúgubre y aborrecible palacio, al austero régimen, a los eternos rezos. A pesar de sus ardientes deseos de seguir una carrera no lo consiguió. Su padre consideraba indigno del mayorazgo de la casa de Montesinos el escribir un pedimento o trazar una carretera: a los abogados los llamaba curiales, a los ingenieros canteros, a los profesores maestrillos. La milicia le agradaba, pero sus ideas tradicionalistas le impedían mandar a su hijo a servir a un gobierno liberal. No pudiendo servir a su rey con las armas, la vida de un noble debía ser levantarse temprano para oír misa, echar un vistazo a su hacienda, platicar un rato con el mayordomo, jugar al tresillo con los curas, dar luego con ellos un paseo, rezar el rosario, confesarse a menudo y dar constantemente ejemplo a los plebeyos de virtud y religiosidad, sin rozarse jamás con ellos. Pero a pesar del gran respeto que mostraba a los sacerdotes y de besarles la mano en público, Álvaro recordaba un pormenor que siempre le había llamado mucho la atención: a la hora de comer los criados servían antes al amo y a su hijo que al capellán de la casa. El orgullo nobiliario latía aún más vivo en el corazón de su padre que el sentimiento religioso; pero sabía aliarlos tan bien en el fondo de su conciencia, que había llegado a creer que la religiosidad era una cualidad privativa de los aristócratas, y que por ella se distinguían mejor que por ninguna otra del vulgo despreciable.

Veíase en Peñascosa haciendo la vida de hidalgo desocupado, sometido como un niño de diez años a la autoridad despótica de su padre. Su espíritu imaginativo, soñador, no podía soportar aquella inacción. Comenzó a leer a hurtadillas novelas que le proporcionaba una señora que tenía estanquillo en la calle del Cuadrante. Subió después a la biblioteca, donde un clérigo, hermano de su abuelo, que pasó por sabio en vida, había dejado gran copia de libros, y comenzó a devorarlos. Leyó a Platón, a Descartes, a Santo Tomás, a Fenelón, etc.

Se hizo sabio. Pero al entrar la luz de la ciencia en su espíritu, también se deslizó la duda. ¡Qué tormentos tan crueles le causó! En su vida, triste, monótona, sólo la religión, el pensamiento de Dios, la promesa de la inmortalidad, de otro mundo más justo y más hermoso endulzaba un poco el amargor de las horas. Y he aquí que repentinamente desconfiaba de esta dulce promesa, dudaba de las verdades todas de la religión, hasta de la existencia de Dios. En un principio anduvo receloso, sombrío, temiendo que su padre le descubriera en los ojos sus abominables pensamientos. Después, atormentado cruelmente, abrumado por ellos, ansioso de hallar remedio a su mal, de una mano que le sostuviese antes de caer en el abismo de perdición, tuvo el valor un día de arrojarse a los pies de su padre y confesárselos. El viejo aristócrata quedó aterrado, y para remediar la locura de su hijo (así la calificó) no halló otro remedio que aconsejarle la penitencia, los ayunos, las mortificaciones de todo género. Para él estas dudas no provenían más que de rebeliones de la carne, a la cual había que combatir con la humildad y las disciplinas.

Saltó pronto la barrera de la duda y cayó en el campo de la incredulidad. Desde entonces, ni un momento de vacilación; más y más convencido cada día de que este mundo no valía nada, y que fuera de este mundo no había que esperar otra cosa. Murió su padre y se confesó con remordimiento que no lo sentía. Respiró con ansia y delicia el aire de la libertad. Hubo un momento en que la vida le pareció menos horrible; el mundo tuvo para él una dulce sonrisa. Fue cuando, el bolsillo bien repleto, se marchó a Madrid. Primero la ciencia le ofreció un consuelo y un entretenimiento. Se puso al corriente con avidez de las últimas ideas en filosofía, en historia, en ciencias naturales; alternó, discutió con los hombres más eminentes de España. Y tuvo la satisfacción de observar que allá en sus soledades de Peñascosa, meditando sobre los libros antiguos, había llegado a los mismos resultados que los filósofos modernos. Después vino el amor: un sueño dulce y embriagador, una música penetrante y divina que le suspendió algún tiempo sobre la miseria de la tierra, que le reconcilió con la vida y despertó en su corazón la esperanza infinita, la ilusión de la dicha inmortal. La caída de aquel mundo luminoso, encantado, risueño, fue bien cruel; una de las páginas más negras que registra la historia de los hombres, ¡donde las hay tan negras!…

– Por lo demás— dijo saliendo de su éxtasis doloroso y pasando la mano de esqueleto por la frente,– yo he tomado bastante tiempo en serio esas cosas que usted cree. Me ha costado mucho dolor, muchas horas de insomnio, muchas lágrimas separarme de ellas. Déjeme usted que a cambio de tantas lágrimas me ría ahora un poco.

– De modo— dijo el sacerdote con mal reprimida agitación— que, olvidando por entero las creencias que usted mamó, la santa religión de sus padres, se declara usted enemigo de Dios…

– Sí, señor, enemigo de Dios y de los hombres… Es decir, de Dios desgraciadamente no puedo serlo, porque no existe. Si existiera, a juzgar por sus obras, sería un Dios bien perverso. No pudiendo serlo de Dios, lo soy de los hombres, no para hacerles daño, sino para huir de ellos como se huye de las bestias feroces. Desde que nací me han hecho experimentar muchos dolores. Sin embargo, nunca intenté vengarme de ellos, porque sé muy bien que son malvados porque así los ha creado la Naturaleza o el Destino; hacen daño como lo hacen las fieras, por el egoísmo que ruge dentro de todo ser animado. El mundo está organizado para devorarse los seres, unos a otros. Lo que pasa entre los peces pasa entre los hombres; sólo que nosotros no abrimos la boca y nos tragamos la víctima de golpe, lo cual, después de todo, es una ventaja para ella, sino que la vamos devorando a pequeños mordiscos, arrancándole la carne hasta dejarla en esqueleto… ¿No me ve usted a mí?– añadió con sonrisa feroz apuntando a su rostro.– El pez que me ha comido lo entendía. No me ha dejado más que los huesos.

El P. Gil, cada vez más aterrado, se atrevió a preguntar:

– ¿Y usted piensa que no hay sobre la tierra ningún hombre honrado, ninguna mujer virtuosa?

– Sí los hay, pero son productos excepcionales de la Naturaleza; mejor dicho, son aberraciones de un organismo creado para el mal. Los hombres buenos sufren las consecuencias de toda aberración; no pueden subsistir. Todos los animales nacen con defensa para la lucha en el combate de la vida, unos tienen dientes, otros tienen garras, otros tienen cuernos, otros tienen alas para huir: el hombre bueno es el único animal que carece de medios de defensa. No siendo apto para luchar, está fatalmente destinado a perecer. Es la pobre mosca que se enreda en la inmensa tela de araña labrada por los bribones que componen la inmensa mayoría del género humano. El consuelo único que el hombre bueno puede tener es que sus verdugos tampoco son felices. La vida es un gran fraude para todos, para los buenos y para los malos. Dentro del universo se oculta una fuerza astuta, perversa, que nos impulsa, que nos dirige hacia un fin desconocido para nosotros, en el cual nada tenemos que ver. Para este fin misterioso necesita de nosotros y nos obliga a reproducirnos. No le importa que seamos desgraciados. El individuo para ella es nada, la especie lo es todo. Obra como el dueño de una ganadería, que antes de matar un buen caballo que ya no sirve, le obliga a dejar una cría. Preocupada únicamente con la perpetuidad para que no le falten jamás instrumentos, nos engaña con el señuelo del placer, de la ambición o del orgullo. Usted mismo, que no obra por ninguno de estos móviles, es igualmente un instrumento de la especie. Al preocuparse con la suerte de esos pobres huérfanos, al buscar con afán los medios de que vivan, obedece usted inconscientemente las órdenes de esa fuerza malvada. Cuando no le basta el atractivo del placer para la conservación de la vida, apela al sentimiento de compasión que ha puesto dentro de nosotros.

 

El P. Gil, que escuchaba petrificado tal sarta de impiedades, sintió un estremecimiento de horror al oír aquella interpretación monstruosa del sentimiento de la caridad. A este estremecimiento sucedió una viva irritación. Necesitó un gran esfuerzo de voluntad para no romper en insultos contra el blasfemo.

– Todo eso está muy bien— dijo dominándose y sonriendo forzadamente;– pero usted me dispensará que le haga una pregunta. En ese pesimismo tan desconsolador que usted profesa, en la idea deplorable que usted ha formado del mundo y de los hombres, en ese mismo ateísmo brutal (¡perdón por la frase!) que tanto gusto tiene en exhibir, ¿está usted seguro de que todo depende de la razón fría y serena? ¿No habrán influido nada sus tristezas individuales, los acontecimientos desgraciados de su vida?

Los ojos felinos del hidalgo brillaron iracundos; le había herido en lo vivo.

– ¡Ah, la eterna cantilena!– exclamó impetuosamente.– Cuando no se puede atacar una teoría, se escudriñan los móviles del que la sustenta. ¿Qué pretende usted probar con eso? Supongamos que el mundo es un paraíso, que todos los hombres, menos yo, son felices, y que mi pesimismo depende en un todo de mis desgracias. ¿Dejaré por eso de afirmar el mal que me ha tocado en suerte? ¿No tendré derecho yo, criatura desdichada, a calificar a Dios (caso de que lo hubiera) de perverso, puesto que pudiendo haberme hecho feliz como a los demás me hizo desgraciado? Todo el que padece sobre la tierra puede preguntar a Dios como Job: ¿Cuándo la existencia te pidió la nada?… Por lo demás— añadió adoptando un tono despreciativo, insultante,– desde que usted ha entrado por esa puerta supe a lo que venía. No quiero discutir con usted, porque me aburriré. Estoy persuadido de que la religión en que usted cree no es más que un conjunto de hipótesis inocentes como las de todas las demás religiones inventadas por la miseria y la cobardía de los hombres, que no pueden resignarse a morir buenamente como los demás seres animados, como nos lo enseña irrefutablemente la experiencia, que no pueden convencerse de que han nacido para el dolor. Y esto no lo creo por capricho, sino después de haber estudiado y meditado el asunto largamente, después de haber seguido paso a paso con cuidado la historia de las religiones más importantes. Si hubiera de elegir alguna entre ellas, no sería ciertamente el cristianismo, que es una de las más tristes e insensatas. Me sucede lo que a Goethe: la cruz me crispa los nervios. Ni Santo Tomás, ni San Agustín, ni Fenelón, ni Pascal me han convencido. Por consiguiente, ninguno de ustedes me convencerá. Usted no tiene más respetabilidad para mí que la que le preste su carácter y sus obras. De su ciencia y de la de todos sus colegas, obispos y arzobispos me río a carcajadas.

Sus ojos brillaban con fiereza, mirándole de arriba abajo; pero estos ojos se dulcificaron repentinamente al ver temblar una lágrima en los del P. Gil.

– Dispénseme usted, señor excusador— se apresuró a decir, acercándose a él,– si le he ofendido. Tengo mal carácter… me irrito con facilidad…

– Adiós, señor, adiós— respondió el P. Gil, estrechando la mano que Montesinos le tendía.– A mí no me ha ofendido… Es a Dios a quien…

– Entonces estoy contento, porque eso no importa nada…– replicó sonriendo.– Hasta la vista. Ya sabe que tiene aquí un amigo y una casa a su disposición.

V

Salió de aquella casa maldita en un estado de confusión y tristeza indescriptibles. No quiso ir a la de D.ª Eloisa, que le esperaba impacientemente. Cuando más tarde la vio, manifestole su fracaso en cortas y secas palabras.

Durante algunos días hizo esfuerzos para alejar de su pensamiento aquella desagradable entrevista y hasta la imagen del blasfemo. Abrumado, abatido por un recibimiento tan brutal, no imaginaba que hubiese medio alguno de combatir aquel diablo rabioso henchido de ira y de impiedad. Pero sus palabras resonaban noche y día en sus oídos, le perseguían, le dolían como crueles latigazos. Conocía algunos razonamientos de los herejes; aquellos que los libros de teología traían, y que el autor, con la autoridad de los Santos Padres, refutaba siempre victoriosamente. Sabía de la existencia de los racionalistas, pero sus noticias eran deficientes y vagas. Jamás había visto expresado de un modo tan cínico el ateísmo. No pensaba que hubiese quien estuviera verdaderamente convencido de que Dios no existía.

Disipada, no obstante, al cabo de algún tiempo la impresión, no pudo menos de pensar que se había amilanado pronto. Demasiado sabía que la oveja no se le había de entregar de buenas a primeras, que iba a encontrarse con un hombre avisado, erudito, a quien no se atraería con cuatro lugares comunes. Entonces, ¿por qué abatirse repentinamente? ¿Por qué darse por vencido sin luchar? El P. Gil se confesó, con su habitual y sincera modestia, que no estaba preparado para este combate. Debajo de las frases irónicas y cínicas del mayorazgo de Montesinos adivinaba un estudio largo de la materia, un sistema meditado y completo. Para combatir este sistema y los razonamientos que la impiedad puede alegar era menester conocerlos de antemano, discutirlos y ponderarlos previamente en la cabeza, para luego, al aparecer en la boca del incrédulo, destruirlos, hacerlos polvo. Por eso no se atrevía a intentar de nuevo aquella apetecida conversión.

Pero cuanto más difícil se le hacía, cuantos más obstáculos encontraba en el camino, más vivos eran sus deseos de lograrla. En las vidas de los santos había visto que jamás se daban por vencidos en su lucha con el pecado. Por enorme, por imposible que la empresa fuera, una y otra vez la acometían con creciente ardor, fiados únicamente en la ayuda de Dios. Debía hacer otro tanto. Si le faltaban fuerzas, Dios se las prestaría. Trabajar sin descanso hasta conseguir la vuelta del hijo pródigo, hasta destruir este foco de impiedad que podía contagiar los corazones sanos de Peñascosa, hasta remover aquella piedra de escándalo.

Quedó decidido en su pensamiento que volvería de nuevo a la carga. Pero esta vez iría mejor apercibido; conocería perfectamente todos los argumentos de los herejes y llevaría preparada la réplica. Comunicó con su maestro el rector del seminario de Lancia el proyecto de la conversión y le rogó que pidiese al prelado un permiso para leer libros prohibidos. Tardó poco en mandárselo el rector, pero en la carta que lo acompañaba no aparecía muy entusiasmado con la empresa de su discípulo. El ascético sacerdote gozaba más con perfeccionar las almas creyentes y buenas, que en atraer las que definitivamente se hallaban en las garras del pecado.

Lo primero que se le ocurrió leer al P. Gil fue cierta Vida de Jesús, muy popular a la sazón entre los impíos y de la cual se hablaba siempre con desprecio mezclado de terror en el seminario. La leyó con profundo dolor y tristeza. Nuestro Señor Jesucristo era considerado por el hereje que la escribiera como hombre. Le prodigaba mil irrisorias alabanzas, le manifestaba exagerada admiración, pero era para demostrar mejor su condición exclusivamente humana y deslizar el veneno de la impiedad con más fruto. El libro estaba atestado de patrañas. «El cristianismo, decía, es un fenómeno histórico, y como tal debe ser estudiado históricamente.» Esto era evidentemente absurdo, porque el cristianismo significa la redención del género humano por el Hijo de Dios; es la revelación de la verdad divina. El autor pedía que se examinasen los relatos de los Evangelios mediante los mismos principios con que se juzga cualquiera otra tradición, que no se impusieran de antemano a la crítica los resultados y se la dejase libre de hipótesis preconcebidas. Esto era otro absurdo, porque ¿cómo hemos de aplicar a la fe, a la palabra de Dios, los mismos principios que a los hechos y a las palabras de los hombres? De este modo iba respondiendo uno por uno a los argumentos del autor racionalista, y deshaciéndolos.

Preocupado con esta discusión interior y ganoso de exteriorizarla, como acaece con todo lo que llena y embaraza nuestro espíritu, se aventuró a hacer otra visita al mayorazgo de Montesinos. Esta vez le recibió muy bien, con exquisita amabilidad, como si le remordiese la conciencia de su grosería pasada. Hablaron de cosas indiferentes. Montesinos tuvo ocasión de manifestarle que tenía muy buenas noticias de su carácter, que conocía las virtudes que le adornaban. El P. Gil se ruborizó con estos elogios y respondió, sonriendo tristemente, que lo que quisiera en aquel momento era tener mucho talento y mucha ciencia para convencerle de la verdad de la revelación. «¿De cuál revelación?– le había preguntado el hidalgo sonriendo también con benevolencia.– ¿Cómo de cuál revelación?– Sí, ¿de cuál? porque hay varias: los cristianos, los buddhistas, los mahometanos, los judíos, todos creen su religión revelada por Dios.– Hablo de la única verdadera, de la revelación de Nuestro Señor Jesucristo.– ¿Y en qué se funda usted para creer que ésa es verdadera y las otras falsas?– En que las otras están llenas de cosas monstruosas, irracionales— respondió imperiosamente el clérigo,– en que sólo la religión del Crucificado llena todas las aspiraciones de nuestro sentimiento y nuestra razón.– ¡Tenga usted cuidado, señor excusador!– exclamó el mayorazgo soltando una alegre carcajada— que está usted haciendo depender la verdad revelada del aserto de la razón, que está usted proclamando la supremacía de ésta, lo cual es una proposición herética.– ¿Cómo? ¿cómo?– preguntó aturdido el sacerdote.» Pero Montesinos cambió la conversación bruscamente. No se atrevió a insistir.

Le costó gran trabajo tragar aquella píldora. Estuvo una porción de días sin poder pensar apenas en otra cosa. La idea de que sin darse cuenta de ello pudiera incurrir en algún error condenado por la Iglesia le inquietaba vivamente. Indudablemente el leer libros heréticos, el pensar demasiado en los fundamentos de la religión era parecido a jugar con fuego. Mejor haría en dejar los dados quedos y a Montesinos que se lo llevase el diablo. Contra esta resolución clamaban todos los santos que vivieron en el mundo y los mandamientos divinos que ordenan amar al prójimo como a uno mismo. Por otra parte, presentía que su agitación interior no iba a cesar. Las ideas de la Vida de Jesús y las que había oído a Montesinos bullían confusamente en su cerebro, y no se calmarían repentinamente por un esfuerzo de la voluntad. ¿Por qué no había de ahondar en el examen de los orígenes de la religión cristiana? ¿Por qué no había de conocer hasta en sus últimos pormenores los datos de la discusión, a fin de confundir, de pulverizar a cualquier racionalista que se le presentase, por sabio que fuera? En esto no había peligro alguno. La poca ciencia aleja de Dios: la mucha acerca.

Dedicose con ardor, con frenesí se puede decir, al estudio. Montesinos, con quien empezó a intimar, puso a su disposición la biblioteca. Leyó sin tregua, con atención profunda, los escritos más sobresalientes acerca de las investigaciones críticas sobre el cristianismo primitivo, sobre los libros del Nuevo Testamento y la historia de los dogmas. Bebió a grandes tragos el veneno de la herejía sin percibir su sabor, con la esperanza de que al agotar el vaso quedaría perfectamente tranquilo, seguro para siempre de la insensatez y maldad que encerraba todo lo que se opusiera a la Iglesia de Cristo. Mas ¡ay! no sucedió así. Al cabo de algunos meses la duda levantó su cabeza hedionda en su espíritu atribulado. Estuvo muchos días sin confesárselo, procurando engañarse a sí mismo, desviando los ojos para no verla. Llegó un momento, sin embargo, en que ya no fue posible. La infame se había ido enroscando cautelosamente a su alma, se había apoderado insensiblemente de toda ella. ¡Qué estupor! ¡Qué horrible desconsuelo!

La Biblia es la palabra de Dios. Lo que Dios sugiere es la infalible verdad. En la Biblia no pueden existir narraciones falsas o contradictorias. Esto se repetía el sacerdote a cada instante, hasta en voz alta cuando se hallaba solo.

Si la Escritura no fuese de origen divino, ¿cómo se explica que Isaías pudiese profetizar que Jesús nacería de una virgen y que había de ser en Belén? ¿Cómo pudo el mismo Isaías, siglo y medio antes de Ciro, señalar a éste como libertador de los judíos? ¿Cómo pudo Daniel, bajo el imperio de Nabucodonosor, profetizar el nacimiento de Alejandro Magno y muchas particularidades de su historia?

 

¿A quién dirigía con violencia el P. Gil estas contundentes preguntas hallándose solo? A un heresiarca invisible que le replicaba silbando como una serpiente: «Los diferentes libros de la Biblia son obra de los hombres, como todos los demás que se atribuyen origen divino, el Corán, los Vedas, etc. Son compilaciones de escritos de diversos géneros y épocas. Los libros atribuidos a Moisés y a Samuel son compilaciones muy posteriores, en las cuales se han introducido fragmentos de diferentes épocas. Lo mismo pasa con los libros del Nuevo Testamento. Isaías no ha pensado con su hijo de virgen para nada en Jesús. El último tercio de las profecías de Isaías procede de un contemporáneo de Ciro y todo el libro de Daniel de un contemporáneo de Antioco, por lo cual muy bien pudieron profetizar lo que ya había sucedido.»

El P. Gil se tapaba los ojos, se mesaba los cabellos, horrorizado de aquella disputa sacrílega. ¡Él, un ministro del Altísimo, buscando reparos y contradicciones a las palabras del Espíritu Santo! Merecía que la tierra se abriese repentinamente y se lo tragara. Aquellos libros infames que le había prestado el hereje Montesinos tenían la culpa. Arrebatado de santa indignación contra ellos, sin reparar en que no le pertenecían, los cogió todos un día, hizo un montón con ellos en el patio, y le dio fuego. D. Miguel, que estaba muy lejos de sospechar lo que pasaba por el alma de su teniente, aplaudía desde el balcón con fuertes risotadas el auto de fe.

Quedó más tranquilo desde que no tuvo en la habitación aquellos perversos enemigos de su salvación. Dejó por completo la lectura y entregose de nuevo a los deberes del confesonario, que tenía algo abandonados. Y procediendo con sus dudas de crítica histórica como los santos antiguos procedían con las tentaciones de la carne, comenzó a mortificarse despiadadamente. Él, que hasta entonces se había mostrado débil y cobarde en esta vía de perfección, siguiola ahora con arrojo, ansioso de pagar con los dolores del cuerpo la rebelión escandalosa del espíritu. Mucho le confortó y ayudó en este trance el ejemplo de la piadosa hija de Osuna. Cada día descubría en el alma pura de su penitenta nuevos tesoros de bondad y perfección cristianas. Creía estar en presencia de una de aquellas elegidas del Señor, consagradas por la Iglesia y adoradas por los fieles de toda la cristiandad: Santa Teresa, Santa Isabel, Santa Catalina, Santa Eulalia, la beata Margarita de Alacoque. Las mismas particularidades que había leído en la historia de estas santas, observábalas ahora en su hija de confesión; la misma sed de penitencia, iguales escrúpulos y temores, la misma humildad, los mismos favores divinos.

Porque Obdulia, llena de vergüenza, como si se acusara de un pecado grave, temblando de emoción, le había confesado que de vez en cuando experimentaba desmayos hallándose en oración, caía al suelo repentinamente, y en los breves momentos en que permanecía sin sentido, veía unas veces a Jesús entre nubes rodeado de ángeles, escuchaba una música divina, embriagadora; otras veces notaba que un ángel grande, fuerte, hermoso, con dos alas inmensas y trasparentes, se acercaba a ella y le ponía con dulzura la mano en la cabeza, diciéndole: «Persevera;» otras, las más, percibía solamente una gran claridad, que la bañaba toda de placer, sin ver a nadie; pero se sentía acompañada como si todos los santos y santas del cielo vagasen invisibles a su alrededor. Al principio, como confesor prudente, mostró no dar importancia a aquellas visiones: podría muy bien estar equivocada; el diablo finge muchas veces tales escenas para engañar a las almas incautas, deslizando en ellas el veneno de la vanidad y la soberbia. Obdulia persistía, sin embargo: los síncopes eran cada vez más frecuentes y prolongados, las visiones más intensas; aseguraba con mal reprimido fuego que veía a Jesús, que veía al ángel. El P. Gil dudaba siempre, o fingía dudar, haciendo un gesto desdeñoso cada vez que la joven relataba con labios temblorosos aquellos favores del cielo. Sólo había un signo seguro para reconocer si venían directamente de Dios; cuando el alma se perfecciona con ellos a tal punto que un levísimo pecado venial le causa tanto dolor y tantas lágrimas como el más nefando y mortal. Ahora bien, en ella todavía existían las rebeliones de la carne, todavía apuntaba el amor propio. No podía juzgar divinos aquellos deslumbramientos. Obdulia experimentaba un gran desconsuelo ante esta actitud severa y reservada.

Pero poco a poco el sello que el sacerdote pedía para reconocer el origen celestial de sus visiones fue apareciendo. El espíritu de la joven se acendró de todas las impurezas. Su devoción a las prácticas religiosas, sobre todo al sagrado pan eucarístico, era cada día mayor. Se deshacía, se derretía en amor divino, rompiendo muchas veces en exclamaciones de entusiasmo, en frases incoherentes, como si estuviera loca. Y con esto, su humildad y sumisión tan perfectas, que bastaba una mirada de su confesor para confundirla, para hacerle temblar y pedir perdón por los actos más inocentes. A la postre no tuvo más remedio aquél que inclinarse ante la voluntad de Dios y confesar su presencia. Lo hizo con gran placer. Después de sus sacrílegas dudas, estaba ansioso de ver los testimonios de la omnipotencia y de la bondad infinitas; quería anegarse en el océano de lo inexplicable, de lo sobrenatural, para escapar a la crítica minuciosa y perversa que todo lo marchita. Considerose feliz, libre de ella, teniendo a su lado tan claro ejemplo del poder milagroso de Dios. Creyó que así le advertía para que no volviese a caer en la tentación, que le enviaba un faro para esclarecer las tinieblas de su espíritu. Recordaba siempre lo que le había pasado al P. Gracián, a quien Santa Teresa tanto ayudó en el camino de la virtud con el ejemplo de su conciencia inmaculada. Y en el fondo de su corazón nació un gran respeto a par que una inmensa gratitud hacia aquella piadosa mujer, que le libertaba de las garras del demonio. Escuchó con atención el prolijo relato de sus visiones, y armado de santa emulación emprendió de nuevo con más ardor, si no con más fe, el camino de las mortificaciones, que había abandonado mientras gimió en la servidumbre de la duda.

Obdulia, que durante los últimos meses le había visto con pena distraído, sintió gran alegría al hallarle de nuevo atento, solícito, escuchándole horas enteras desahogar las menudas preocupaciones de su espíritu sin impacientarse. Era un retorno feliz a la dulce confianza, a las pláticas místicas, a las familiaridades de antes. Y como suele acontecer en casos semejantes, se apretó más el lazo entre ellos; esto es, la confianza y el afecto fueron mayores. Al cabo de poco tiempo consultaba con su penitenta, no sólo los asuntos piadosos, sino también los domésticos; era su consejera espiritual y temporal. La joven devota penetraba todos sus pensamientos, a veces antes de formularse con precisión en su cerebro.