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La Fe

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¡Ah, sí! Por encima de este vulgar conocimiento que me esclaviza a la materia hay otro que me emancipa. Los ojos del cuerpo no penetran en la intimidad profunda de los seres; pero la fe no necesita de ojos: la pintan vendada. No sólo poseo una razón que me explica la apariencia de las cosas: existe también en mi espíritu una revelación constante que las ilumina por dentro… ¿Por qué he de prescindir de esta revelación? ¿Por qué he de cerrar los oídos a los suspiros de mi alma? Esta revelación es el tesoro más precioso con que he sido dotado. Quiero gozar de él; quiero recobrar la libertad y responder al llamamiento de lo que hay en mí de divino. Esta revelación me dice que soy un extranjero en este mundo, sometido a la necesidad, y que puedo romper los lazos que me unen a él. Me manda sacudir el yugo del tiempo y distinguir lo que hay en mi ser de temporal y lo que hay de eterno… Si llevo en mi cerebro las formas eternas de los objetos, es que soy superior y tengo una existencia independiente de ellas. Esta existencia es lo único que hay en mí de real; lo demás es pura apariencia, y como ha nacido debe morir… Quiero vivir esta vida inmortal y libre; quiero conocer directamente la verdad eterna que se oculta detrás de este Universo. «La hora vendrá— dice Jesús— en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y aquellos que la oirán vivirán.» La hora ha llegado para mí… ¡Oh sí, Dios eterno, al través del tiempo y el espacio y de todas las formas efímeras de la existencia te veo inmutable, infinito, única fuente de verdad y de vida, única luz en las tinieblas que envuelven nuestra vida temporal; te veo, te reconozco y te adoro!…

Un sacudimiento semejante al que produce una corriente eléctrica le hizo ponerse en pie vivamente. El corazón le latía con tal fuerza que se llevó las manos al pecho. Una emoción grande, intensa subía de él hasta la garganta y se la apretaba. Sentíase inundado de una extraña alegría. Comenzó a pasear por el corredor, presa de un desasosiego tan dulce que le hacía daño. Le parecía que su ser trasmigraba súbito al de un ángel, que en su espíritu se cumplía un misterio inefable y augusto. Le acometían impulsos de reír y llorar al mismo tiempo. Se hallaba en la situación de un desterrado a quien restituyen de repente al seno de su patria y su familia. Necesitaba hacer esfuerzos sobre sí mismo para no brincar, para no gritar y reír como un oxigenado.

De tal modo estaba abstraído, que no oyó el ruido de la puerta de su gabinete al abrirse, ni tampoco los pasos de una persona que avanzaba por él hasta llegar al mismo corredor.

– Buenas noches, señor excusador— dijo una voz conocida.

– ¿Quién va?… ¡Ah!… ¿Es usted, señor juez? ¿Cómo no han encendido una luz?

– No hace falta. La noche está hermosa. Indudablemente, este corredor es una gran cosa.

Se dieron la mano, y el juez de primera instancia, que era hombre de unos cuarenta años, de fisonomía abierta y simpática, se arrimó a la barandilla del corredor y puso las manos sobre ella.

– Se extrañará usted— dijo con afectada indiferencia— de verme por aquí a estas horas… ¡Phs!… Hay en el juzgado una denuncia… Nada… Supongo que será nada entre dos platos. Pero como ya sabe usted que todas estas cosas de justicia se llevan con tanta formalidad… Luego en la audiencia no dejan pasar una rata; todo ha de ser a punta de lanza… En fin, me veo en la necesidad de detener a usted… Supongo que será por muy poco tiempo… una pura formalidad; pero hay que cumplirla… No he querido mandar al alguacil ¿sabe usted? por no asustarle, porque la cosa no merece la pena. He venido yo en persona para tranquilizarle… No se apure usted, pues, que la detención no tiene importancia, y véngase conmigo. De este modo y a esta hora nadie se enterará.

– ¿Una denuncia?… ¿De qué me acusan?

– Al parecer es el asunto de la escapatoria de la chica de Osuna… No se asuste usted.

– No me asusto, señor juez. Estoy dispuesto a seguirle al instante… Si usted me permite, encenderé el quinqué para quitarme las zapatillas y ponerme los zapatos…

– Todo lo que usted quiera, señor excusador— se apresuró a decir.– Puede usted tomarse el tiempo que guste y mandar a la cárcel cuantos efectos tenga por conveniente.

El sacerdote sacó un fósforo y se dispuso a encender el quinqué. El juez quedó estupefacto. En vez del rostro pálido y descompuesto que pensaba hallar, pudo observar la fisonomía más plácida y feliz que jamás había visto en su vida. En la mirada que el excusador le dirigió, después de encender, brillaba una alegría tan pura como si hubiese venido a noticiarle que le habían hecho obispo. El juez dio un paso atrás y le clavó los ojos con desconfianza. Pero se aseguró en seguida viendo el perfecto sosiego con que hacía todos los preparativos. Empaquetó alguna ropa en una maleta, se puso los zapatos, la sotana y el sombrero y dijo sonriendo:

– Ya estoy. Los curas no tardamos mucho en arreglarnos, ¿verdad?… A Dª Josefa no le diré nada para evitar una escena triste, ¿no le parece a usted? Le escribiré desde la cárcel, pidiéndole la ropa.

Aprobó el juez cuanto decía, y ambos tomaron la escalera y salieron a la calle como dos amigos. Durante el trayecto, el joven presbítero dio señales de una verbosidad y alegría que hacía tiempo no se observaban en él. Entraron en la cárcel, eligió el juez la habitación menos mala y, después de dejarle instalado, se despidió con creciente sorpresa al ver que se quedaba allí tan sereno y risueño como en su casa.

Salió vivamente impresionado de la cárcel. Mientras caminaba por la calle del Cuadrante arriba, su imaginación daba vueltas buscando una explicación a aquella conducta extraordinaria.

El señor juez de primera instancia estaba lejos de sospechar que, al ingresar en la cárcel, el excusador de Peñascosa acababa de salir de los calabozos del escepticismo.

XIV

¡Guarden ceremonia, señores!

La voz del hujier, imperativa, estridente, no lograba calmar la risa y los murmullos de los concurrentes. Porque aunque el presidente de la sala había resuelto que el juicio se celebrase a puertas cerradas, atento a la índole delicada del delito y a las personas que habían intervenido en él, fueron tantos los abogados que reclamaron su derecho a presenciarlo y tantos los permisos concedidos, que se formó pronto una asamblea numerosa y más inquieta de lo que debía esperarse.

La sala de lo criminal de la audiencia de Lancia era una pieza rectangular, grande, oscura, polvorienta. Allá en el fondo, debajo de un dosel de damasco marchito, estaban sentados en sendos sillones de terciopelo los tres magistrados que componían el tribunal. A un lado, el acusador privado, con una mesa delante. Enfrente el defensor. El relator en pie, frente al tribunal. Detrás el acusado en su banquillo.

El testigo que deponía en aquel instante era el cochero que había conducido al P. Gil y su penitenta desde Peñascosa a la estación de la Reguera. Lo presentaba la acusación. Era hombre viejo ya, con la faz extremadamente roja, iluminada por el alcohol tanto como por la intemperie. Vestía un chaquetón del grueso de una albarda, y hacía rodar su gorra de pana entre los dedos con manifiesto embarazo mientras declaraba. La voz era bronca, como conviene a todo mayoral que se estime en algo; el estilo pintoresco, abusando un poco de los tropos.

– Pus a mí me dijo el amo: Lico, hay que dir a Peñascosa a por unos señores. No pases de la venta de Marica, y duérmete allí. Llévate paja pa el ganao, porque allí no la hay. (En esto el amo no habló bien, porque en casa Marica hay paja… sólo que no se la da a los cualisquiera, entendámonos.) Llévate al Tizón y al Sencillo: son quién pa traerlos con la carretela.– Sigún y conforme, dije yo. El Tizón es un perro. Como le dé la serenita por no andar, ya le puede usted alumbrar candela, que ¡ni pa Dios!

– Déjese usted de tizones y candelas, y diga lo que sepa del asunto— interrumpió el presidente con voz irritada.

Este presidente era un viejo terco, colérico, impertinente, que dirigía las sesiones del juicio oral como una escuela de párvulos. Ofendía a reos y a testigos, sin respetar mucho más a los abogados. Mostraba sus simpatías o antipatías con una franqueza que aterraba. Sin embargo, no era un perverso ni procedía de mala fe. Todo dependía de su temperamento excesivamente nervioso y de la edad, que le obligaba a chochear.

– Bien tá eso, señor, y voy al caso. A la una, menuto más o menos, llegó este señor cura (apuntando para el acusado) a montar en la mesma cochera. Llegaríamos a casa de Marica a eso de las seis. Allí nos dejó el señor y nos dijo que volvería al día siguiente con otra presona pa volvernos a Lancia. Por la noche vino un chico a traerme dos maletas, y al otro día bien temprano dio allí el señor cura con una chavalita que venía toa tapá. Nos mandó enganchar y, mientras, la chavalita se subió a la casa.

– ¿Y no observó usted— preguntó el presidente— si el sacerdote la acompañó arriba?

– Yo no le vi subir. Si estuvo arriba, fue poco tiempo.

– ¿No notaron usted y el zagal nada de particular en la manera de portarse y hablar entre sí el sacerdote y la joven?

– Yo no estaba en el toque de los particulares, señor, porque andaba de aquí para allá detrás del ganao, ni el zagal tampoco… Pero un pensar naide se lo quita a uno. Cuando vi llegar por la carretera al señor cura, que es bien parecido de suyo, con la chavala, dije: Éstos lo mesmo pueen venir de rezar vísperas que de tocar a maitines… Dempués enganché, y dempués me entré en la taberna a limpiar el pasapán. No estaba allí más que Marica.– ¿Sabes, Marica, le dije, que me pesa llevar al curita y a la chavala en la carretela?– ¿Por qué te pesa?– Porque sí… porque el hombre no está hecho tovía a estos oficios, ¿entiendes tú?– ¡Ave María, qué burro eres, Lico! ¡Quita allá! ¿No te da vergüenza?– Mia, Marica, tú no has corrío el mundo como yo. Yo he dido por León, por Palencia, por Salamanca y hasta por tierra de Extremadura… Los curas son, hablando con perdón, hombres como todos los demás, y hay casos en que la mujer no arrepara ni en curas ni en frailes, ni en el verbo devino…

 

Estas palabras fueron las que promovieron la algazara dicha. Ni los hujieres con sus voces, ni el presidente con la campanilla pudieron apaciguarla en algún tiempo. Por último, aquél logró hacerse oír. Amenazó con hacer desalojar el local inmediatamente, y esto bastó para restablecer el silencio. Después se revolvió contra el testigo.

– Advierto al testigo que si ha dido por todos esos sitios que dice, ahora no va por buen camino. Absténgase de frases groseras y declare sencillamente la verdad.

Después del cochero declaró el zagal. No tuvo importancia su declaración. Salieron luego sucesivamente algunas beatas de Peñascosa que declararon en términos vagos que habían observado cierta intimidad desusada entre Obdulia y su confesor, aunque nunca habían pensado mal de ella. También depuso el P. Narciso. Fue una declaración modelo de hipocresía y maldad. Haciendo elogios hiperbólicos de la virtud y el talento de su compañero, supo, no obstante, clavarle el estilete hasta la empuñadura. Sus reticencias insidiosas, el acento protector y triste con que disculpó las faltas de los sacerdotes, y las últimas palabras dirigidas a excitar la benevolencia del tribunal, causaron profunda impresión en el auditorio. Parecía justificar a su compañero; pero al través de su acento y de su mímica se leía bien claro que le condenaba.

Todas las miradas se volvieron hacia el acusado. El P. Gil estaba como hacía tres meses, cuando ingresó en la cárcel de Peñascosa. Con el encierro su rostro había ganado aún en blancura. En vez del cansancio y melancolía que en los últimos tiempos reflejaba, observábase ahora un alegre sosiego, una firmeza que tenía desconcertados a todos los asistentes al juicio oral. Parecía que aquellos debates no iban con él, que no estaban su honra y su libertad sobre el tapete. La opinión que prevalecía en el concurso, y de la cual se había hecho eco ya la prensa liberal de Lancia, era que aquel clérigo era un cínico, con poca o ninguna vergüenza. No se necesitaba ser muy lince para ver que se había captado la antipatía del tribunal, sobre todo del presidente, que la había puesto ya de manifiesto en varias ocasiones. Como hacía siempre que declaraba algún testigo, el acusado contemplaba ahora al P. Narciso de hito en hito, con mirada firme y tranquila. El coadjutor habló con los ojos puestos en el suelo, y todo el mundo aplaudió su modestia y la moderación de sus palabras.

Salió luego por la puerta de los testigos don Martín de las Casas. Después de su nombre, edad, estado, profesión, etc., el presidente le preguntó:

– ¿Ha estado usted procesado alguna vez?

D. Martín, que se hallaba bastante turbado, porque era principalmente hombre de acción, como ya sabemos, y no de derecho, respondió vacilando:

– No recuerdo.

– ¡Hombre, no recuerda usted! Pues eso no suele olvidarse.

La frase presidencial despertó gran alegría en el concurso. El inválido rechinó los dientes. Hubiera dado el otro hombro por poder asestar una bofetada a aquel viejo. Éste, observando su irritación, le interrumpió varias veces mientras declaraba, dirigiéndole con zumba algunas preguntas, que siguieron regocijando al auditorio.

El feroz cacique de Peñascosa almacenó en pocos momentos tanta cólera, que se propuso nada menos que escupir en la cara al presidente y desafiarle tan pronto como saliesen a la calle. Sin embargo, este varón poderoso, digno de vivir en la edad de hierro, tropezó con él por la tarde en el casino, y en vez de inferirle agravio, le quitó el sombrero con mucha reverencia. Y es que no hay nada que desanime a los héroes tanto como las cárceles celulares.

Llamaron inmediatamente a D. Peregrín Casanova, el cual, al revés de lo que le había sucedido a su amigo, entró majestuosamente en el salón, resoplando y balanceándose como un vapor que atraca al muelle. En sustancia, el ex-gobernador interino de Tarragona vino a decir que el excusador de Peñascosa nunca había sido santo de su devoción. Los caracteres retraídos, mansos, silenciosos, no le habían dado resultado. A otros quizá se lo dieran, no lo discutía, pero él en su larga carrera administrativa tuvo varios subordinados que estuvieron a punto de comprometerle, y siempre habían sido caracteres semejantes al del acusado. Cuando corrió por Peñascosa la especie de que Obdulia se había fugado con el excusador, él había dicho: «Imposible; estoy seguro de que ese hombre la ha llevado engañada. Hace mucho tiempo que le observo, y yo no necesito tanto. Me precio de tener buena nariz.» (¿De qué no se preciaba D. Peregrín?) A pesar de que existían ciertas diferencias entre él y Osuna, las dio al olvido inmediatamente, porque nunca había sido rencoroso, y se ofreció a acompañarle en la persecución de la pareja. La situación en que los habían encontrado en Palencia no era para descrita. Baste saber que él, D. Peregrín, había enrojecido de indignación. Sin embargo, a ruego del abogado acusador la describió. Después quiso entrar en consideraciones filosóficas sobre la magnitud del delito y sobre la conveniencia para la sociedad de que los tribunales castiguen con mano firme en estos casos, pero le atajó el presidente. El tono pedantesco, la voz nasal y recia y la acción de dómine con que emitía su declaración habían impresionado de mal modo al auditorio, pero peor que a todos al presidente, que le miraba con ojos torvos desde que había comenzado. Cuando ya tuvo lleno el saco de la paciencia, que no llevaba mucha, dijo con su voz áspera de vejete irritable:

– ¿Acaso quiere usted darnos un curso de derecho penal? Déjese de filosofías y manifieste los hechos como Dios le dé a entender… que se lo da bien mal por cierto.

– Señor presidente, creo que estoy en mi perfecto derecho…

– Aquí no tiene usted derecho ninguno, ni perfecto ni imperfecto…

– Señor presidente, yo…

– Basta. Retírese usted.

– ¡Señor presidente!…

– Que se retire usted inmediatamente, o será expulsado por los hujieres.

Rojo de confusión, trémulo y aturdido, a punto de llorar, el hombre que rigió los destinos de la provincia de Tarragona por más de dos semanas, salió al fin de la estancia dando traspiés.

– Señor presidente— manifestó el abogado acusador con entereza,– esa orden debilita la prueba que propongo y me parece arbitraria…

– ¡Llamo al orden al letrado!– gritó furioso el presidente, agitando la campanilla.

– Señor presidente, yo entiendo que se vulneran los derechos de la acusación…

– ¡Llamo por segunda vez al orden al letrado!– gritó más furioso aún el presidente, levantándose a medias del asiento y golpeando la mesa con la campanilla.

– Pues formulo la correspondiente protesta.

– Proteste usted cuanto quiera, pero absténgase en lo sucesivo de dirigir palabras irrespetuosas a la presidencia.

El abogado acusador era un joven flaco, de barba negra, ojos pequeños insolentes, y muy sobre sí en todos los ademanes. Figuraba como jefe de los republicanos federales de Lancia y dirigía el periódico que éstos publicaban. Su odio al clero era proverbial en la población. Había tenido varios choques por este motivo, uno de ellos con el obispo: estuvo procesado por injurias a la religión. Como es natural, cogía por los pelos cualquier ocasión de vejar a sus ministros. Un proceso como el presente, en que figuraba como reo un sacerdote, le llenaba de júbilo, lo atendía con cuidados tan tiernos como si se tratase de la honra de una hermana.

Después de D. Peregrín, fue llamada el ama de la casa de huéspedes de Palencia. Venía presentada por la defensa. Declaró que había observado relaciones extrañas entre el sacerdote y la joven, pero que en nada podían comprometer a aquél. Cuando llegaron, pidieron caballos para marchar al día siguiente por la mañana a Astudillo. Le dijo la criada que ya no se marchaban, porque la señorita estaba algo constipada y no se había levantado. Pasó a verla y la encontró pálida, pero no constipada. Le preguntó si había estado a verla su compañero de viaje el sacerdote, y se apresuró a responderle que no, de un modo tan vivo que le llamó la atención. Después supo que había enviado un recado al sacerdote diciéndole que almorzase solo y que pasase luego por su habitación. Estuvo poco tiempo en ella. Le vio salir corriendo, agitado y tembloroso y echarse a la calle. Estuvo por allá toda la tarde, y vino muy de noche ya. Mientras tanto, la señorita había tenido dos ataques; ella la había asistido, porque no quiso que se llamase al médico. El sacerdote se encerró en su habitación. La señorita me mandó llamarle, pero no quiso acudir hasta que le fui a decir que estaba con un ataque. Después fue cuando la señorita me mandó que le hiciese un poco de tila, y mientras yo estaba en la cocina subió su padre con los amigos. Cuando llegué la encontré tendida en el suelo en paños menores. El papá trataba de llevarla a la cama y yo le ayudé.

– Dice usted— manifestó el acusador— que cuando le vio salir del gabinete de la joven ofrecía señales evidentes de turbación. ¿No habrá usted observado, por casualidad, si presentaba igualmente signos de desarreglo en las ropas?

Hubo un murmullo en el auditorio.

– No, señor; no noté nada.

Otras varias preguntas le hizo con la misma intención que ésta. Luego fue repreguntada por la defensa.

Salió inmediatamente, también presentada por ésta, D.ª Josefa, el ama del excusador. Se decía que esta señora tenía pruebas de la inocencia de su amo, que iba a relatar cosas muy curiosas. Se esperaba su declaración con ansiedad. Cuando le hubo tomado juramento y después de las preguntas de reglamento, el presidente le dijo con el tonillo agrio que le era característico:

– Ahora va usted a decir lo que sepa, pero mucho cuidado con los embrollos, porque la tengo a usted sobre ojo…

El abogado defensor, que era un hombre corpulento con largas patillas blancas, protestó contra esta advertencia. Preguntada por el presidente, D.ª Josefa declaró que Obdulia hacía tiempo que perseguía a su amo y le molestaba proponiéndole la escapatoria al convento. Que el excusador había tratado en vano de disuadirla; sus esfuerzos habían sido vanos. Estaba tan resuelta a marcharse, que se hubiera ido sola si él se negaba a acompañarla. En vista de eso, su amo, aunque de malísima gana, había cedido. La testigo misma se lo había aconsejado para que se librase de una beata tan insufrible.

– ¿Y no es cierto— preguntó el defensor— que un mes, poco más o menos, después del regreso de Palencia, la querellante se presentó una noche en casa de mi defendido, y que fue arrojada por él de allí?

– Sí, señor.

– Explique cómo ha sido.

D.ª Josefa relató exactamente la escena ya conocida, sin omitir los insultos que dirigió a la joven.

– Como esta versión— dijo el defensor— no concuerda con lo manifestado por la querellante en el sumario, de no haber hablado con mi defendido desde su regreso de Palencia, pido un careo entre ambas.

– Señor presidente— manifestó el abogado de Obdulia,– la acusación se adhiere a esta petición de la defensa, pero solicita que este careo se efectúe después que la querellante haya declarado.

Así lo dispuso la presidencia. El acusador repreguntó a D.ª Josefa:

– ¿Es cierto que la testigo miraba con malos ojos a mi defendida, por suponer que la sustraía una parte del cariño o la estimación de su amo?…

– ¡No conteste usted a esa pregunta!– se apresuró a decir el presidente.

– Está bien— expresó el defensor.– ¿No es igualmente exacto que la testigo detestaba a todas las hijas de confesión del procesado, estableciendo con ellas una suerte de rivalidad?

– No conteste usted tampoco. Esa pregunta es tan impertinente como la otra.

– Renuncio a seguir repreguntando— dijo el abogado con una sonrisa maliciosa, que indicaba bien claramente que ya creía haber conseguido su objeto.

Faltaba la gran emoción de aquel juicio, el acontecimiento que desde que se comenzara hacía unos días se esperaba por todos con verdadero anhelo; faltaba, en suma, la declaración de la querellante, que estaba la última en la lista. Cuando el presidente dio la orden de hacerla pasar, hubo un prolongado rumor en el auditorio, al cual siguió silencio sepulcral. Todos los ojos estaban vueltos hacia la puerta con expresión de intensa curiosidad.

Pareció, al fin, la hija de Osuna. Vestía con modestia y elegancia al mismo tiempo. Su figura esbelta y distinguida y la hermosura ajada, pero interesante, de su rostro causaron favorable impresión en los circunstantes. Al pasar para ocupar su sitio, no se dignó arrojar una mirada a su antiguo confesor. Estaba más pálida que de ordinario, más ojerosa; pero en su mirada podía observarse una vehemencia y un brillo inusitados.

 

El presidente le hizo las preguntas de la ley, en tono respetuoso y hasta galante. Respondió con notable claridad y precisión.

– ¿Es cierto— le preguntó el presidente— que ha sido usted objeto de una agresión maliciosa y escandalosa por parte del procesado?

– Sí, señor.

– Relate usted lo ocurrido en la forma que usted crea más oportuna, sin separarse de la verdad.

– Muy poco tiempo después de llegar el padre Gil a Peñascosa y desempeñar el cargo de excusador, empecé a confesarme con él. Le encontré prudente, advertido y extraordinariamente piadoso. El respeto que yo tenía a su talento y la admiración a sus virtudes eran tan grandes que algunos maliciosos de la población pudieron muy bien figurarse que existía una inclinación en mí hacia su persona. Yo no puedo negar que le profesaba estimación y cariño. Durante el tiempo que fue mi confesor, jamás noté en él más que una estimación espiritual a veces, no siempre, porque ordinariamente se manifestaba severo y poco comunicativo. Sólo en los últimos tiempos empecé a observar que se detenía más tiempo que antes en las confesiones (risas y murmullos en el auditorio); que procuraba prolongarlas entrando en conversaciones que nada tenían que ver con ellas. No hice aprecio de esto, ni tampoco de que alguna vez al despedirnos me retenía la mano entre las suyas largo rato. (Más risas. El presidente agita la campanilla.) Lo atribuía a la confianza que había logrado inspirarle, porque tenía, al menos en la apariencia, un carácter tímido y retraído. Hace ya lo menos un año que le manifesté deseos de entrar en un convento, pero se opuso tenazmente a ello. De vez en cuando volvía a la carga rogándole que me ayudase a llevarlo a cabo. Siempre encontré la misma resistencia. Hasta que repentinamente, pasados algunos meses, me dijo un día que encontraba mi proyecto muy bueno y muy santo, y que estaba dispuesto a prestarme los medios para realizarlo. Lo primero que se me ocurrió, como es natural, fue solicitar el permiso de mi padre. El P. Gil se opuso a ello. Me dijo que por entonces no era conveniente; más adelante ya veríamos. Empezamos a tratar la cuestión de convento. Yo quería entrar en las Agustinas de Lancia, pero él me dijo que conocía un convento de Carmelitas en Astudillo que era el que me convenía. Era un convento que no tenía más que diez o doce monjas, muy tranquilo, muy apartado, un verdadero rinconcito del cielo, como él decía. (Risas.) Preparamos la expedición. Se ofreció a acompañarme. Yo no cesaba de instarle para que mi padre tuviese noticia del proyecto. No se oponía abiertamente a ello, pero lo iba dilatando. Por fin, cuando llegó el momento de realizarlo, me dijo que creía más prudente no darle parte. El pobre iba a tener un disgusto muy grande. Acaso viendo la posibilidad de desbaratarlo se opondría, mientras que sabiéndolo cuando ya estuviese hecho, no tendría más remedio que resignarse. En fin, me alegó una porción de razones que concluyeron por convencerme…

Aquí hizo una pausa la querellante; se llevó la mano a la frente, como si le doliese traer a la memoria lo que iba a decir. Un gesto digno de una actriz de primer orden.

– Salimos un martes al amanecer. Lo había preparado todo perfectamente. El día anterior había ido a Lancia y trajo una carretela que dejó en las inmediaciones de Peñascosa. Durante el camino hablamos poco. Yo iba inquieta y triste. No entramos en Lancia, sino que seguimos a la Reguera para tomar allí el tren. Esperamos bastante tiempo y dimos un paseo por la orilla del río. Nada me dijo entonces que pudiera hacerme concebir sospechas. Sólo cuando estuvimos en el tren y quedamos solos, noté que me miraba fijamente y de un modo particular. Yo me fui al opuesto rincón. Traté de descansar y quise quitarme los zapatos porque me lastimaban. Entonces él se brindó a sacármelos, y sin esperar contestación se puso a hacerlo. (Rumores y risas. El presidente amenaza con despejar la sala.) A mí, a la verdad, me dio aquello vergüenza y quedé muy inquieta. Me pesaba ya muchísimo de haber ido con él. Procuré disimular, sin embargo, porque empezaba a tener miedo. Llegamos a Palencia y mandamos a buscar caballos para ir al día siguiente a Astudillo. Pero al día siguiente me sentí muy mal. La emoción del viaje me había descompuesto los nervios. Me esperaban, por desgracia, otras más fuertes. El padre entró a verme; se sentó a la cabecera de mi cama, y después de algunos lugares comunes, empezó a hablarme de amor como un galán cualquiera. Me hizo una declaración. Yo estaba aterrada y escandalizada. Me dijo que sólo había ideado aquel viaje con el objeto de marcharse conmigo, que podríamos ir al extranjero y vivir como marido y mujer… una serie de cosas escandalosas que me dejaron yerta. Tuve fuerzas, sin embargo, para responderle. Lo hice con tal energía, porque estaba como loca, que le asusté. Le amenacé con gritar si no se marchaba inmediatamente…

Obedeció. Llegó el ama después a verme, y estuve por decirle lo que me había pasado, pero me contuve. Sentía en el alma dar un escándalo y perder a un sacerdote. Me pareció mejor disimular. Envié un recado al padre para que almorzase solo y viniese después a verme. Mi objeto era hacer que reflexionase un poco y rogarle que escribiese a papá o le telegrafiase para que viniese a recogerme, con pretexto de que estaba enferma y no podía entrar en el convento. Llegó después de almorzar; pero en vez de presentarse arrepentido por lo que había hecho, comenzó otra vez a solicitarme de un modo más feo, más asqueroso que antes. Entonces le hablé como debía, recordándole sus deberes y la confianza que había depositado en él. No hizo caso. Viéndome perdida, porque trataba de pasar de las palabras a las obras, cogí un Santo Cristo de ébano que había sobre la mesa de noche y lo puse delante de mí, diciendo: ¡Señor, protegedme!… Entonces él, como si viera el diablo, se marchó corriendo…

Después tuve dos ataques muy fuertes. Creí que me moría. Cuando pude coordinar las ideas, era ya cerca de noche. El ama me dijo que había salido de casa y no había vuelto. Encargué que le avisaran para hablarle por última vez y resolverme o no a dar parte de lo que ocurría. No quiso venir, temiendo sin duda mi indignación. Caí con otro ataque, y el ama sin duda fue a buscarle, porque cuando abrí los ojos estaba él a mi lado. Pedí al ama que me hiciese una taza de tila… En cuanto quedamos solos, sin mediar palabra alguna se arrojó sobre mí, cubriéndome la cara de besos, apretándome con tal fuerza que pensé morir… Aturdida y horrorizada, lancé algunos gritos, pero él los sofocó poniéndome la mano en la boca… Luché con desesperación, y Dios me dio fuerzas para desprenderme de sus brazos y saltar de la cama… Pero apenas había puesto los pies en el suelo, me encontré otra vez sujeta y con la boca tapada… Forcejeamos un rato, pero aquella lucha no podía durar mucho tiempo… Al fin, perdí el sentido…

Una emoción violenta corrió por la sala. Hubo un rumor prolongado. Todas las miradas, fijas hasta entonces en la querellante, se dirigieron hacia el acusado. El P. Gil había escuchado aquella infame declaración, primero con sorpresa, después con una triste compasión, que los circunstantes, impresionados por las palabras de la joven, no supieron leer en sus ojos. Aquella actitud tranquila, aquella mirada persistente, fija sobre su acusadora, siguió atribuyéndose a cinismo.

Era difícil que sucediese de otro modo. Obdulia había mostrado, bajo el latigazo de la ira, un talento diabólico. Su palabra y sus ademanes, un poco exagerados, vibraban de indignación. Su mirada no se cruzó jamás con la del sacerdote; pero supo bien dar a este miedo el aspecto de desprecio.