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La Espuma

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XII
Matinée religiosa

Pocos días después, a las once de la mañana de un viernes de Cuaresma, el salvaje más elegante de Madrid salía de un sueño tranquilo y profundo con el firme propósito de casarse con la hija de Calderón. Abrió los ojos, los paseó por los adornos hípicos que colgaban de las paredes de su cuarto, se desperezó con elegancia, bebió un vaso de limón que tenía sobre la mesa de noche y se preparó a levantarse. No afirmaremos que el mencionado propósito viniese a su espíritu durante el sueño; pero es innegable que debió de operarse en él una misteriosa labor que lo favoreció sensiblemente. Porque en el momento de acostarse, Castro sólo pensaba vagamente en esta unión provechosa. Al abrir los ojos, su decisión de lograr la mano de Esperancita por cuantos medios estuviese a su alcance era ya irrevocable. Felicitemos, pues, de todo corazón a la afortunada niña y sigamos atentamente al noble salvaje en la tarea de perfeccionar la obra primorosa que la Naturaleza había llevado a cabo al crearle.

El criado tenía ya el baño dispuesto. Después de dar un vistazo al espejo para observar el semblante del día, esto es, el suyo, cogió unas bolas de hierro e hizo con ellas algunos movimientos. Tomó un florete y se tiró a fondo unas cuantas veces. En seguida aplicó unas docenas de puñetazos rectos sobre la almohadilla de un dinamómetro. Hecho lo cual creyó llegado el instante de meterse en el agua. Dentro de ella se hallaba aún cuando apareció en la habitación, sin previo anuncio, Manolo Dávalos.

–Pepe, tengo que hablarte de una cosa muy seria—, dijo el lunático marqués, con aparato de misterio, los ojos más extraviados que nunca.

–Aguarda un poco: déjame salir del baño.

–Sal pronto, que corre prisa.

El marquesito se levantó de la silla donde se había sentado y comenzó a dar vueltas por la estancia con cierta agitación estrambótica, a la cual ya estaban acostumbrados sus amigos. No podía estarse quieto cinco minutos. Si cualquiera hiciese al cabo del día la mitad de movimientos que él, caería rendido antes de llegar la noche. Castro seguía sus movimientos con ojos burlones y desdeñosos. Pero estos ojos se tornaron serios e inquietos al ver que su amigo se acercaba a la mesa de noche y se ponía a jugar con un precioso revólver que allí tenía.

–Mira que está cargado, Manolo.

–Ya lo veo, ya—respondió éste sonriendo; y volviéndose de pronto:

–¿Qué dirían en Madrid, si yo te matase ahora de un tiro?

Pepe Castro sintió cierto hormigueo en la espalda, que no era producido solamente por el agua, y rió de un modo extraño.

–Y que, hoy por hoy, lo podría hacer impunemente—siguió muy risueño el marqués—. Porque como todos dicen que estoy loco….

–¡Je, je!

El tenorio volvió a reir como el conejo. No era cobarde: al contrario, tenía fama de quisquilloso y espadachín: pero, como casi todos los valientes, necesitaba público. La perspectiva de una muerte oscura a manos de un loco, no le hizo maldita la gracia. Los ejemplos de Séneca, Marat, y otros hombres notables que murieron violentamente en el baño, no lograron darla ninguna amenidad, quizá porque no tuviese noticia de ellos. El marqués avanzó con el revólver amartillado, diciéndole:

–¿Qué dirían en Madrid? ¿eh? ¿qué dirían?

Castro se sitió penetrado de frío como si estuviese metido entre hielo y no en agua tibia. Pero tuvo aún serenidad para gritarle:

–¡Deja ese revólver, Manolo! Si no lo dejas no vuelves a ver en tu vida a Amparo.

–¿Por qué?—preguntó aquél bajando el arma con el desconsuelo pintado en los ojos.

–Porque yo no quiero; porque la aconsejaré que no te deje entrar más en su casa….

–Bueno, hombre, no te incomodes…. Ha sido una broma—replicó apresurándose a colocar el revólver en su sitio.

Castro salió al instante del baño. Lo primero que hizo, cuando estuvo envuelto en el capuchón turco con que se secaba, fué coger el revólver y guardarlo bajo llave. Tranquilo ya, pero irritado por el susto que su majadero amigo le había dado, comenzó a hablarle en tono malhumorado y despreciativo, mientras delante del espejo prodigaba a su bella figura, con el respeto debido, todos los cuidados a que era acreedora.

–Vamos a ver, hombre, desembucha ese secreto…. Será una gansada de las que tú acostumbras…. Desengáñate, Manolo, que tú ya no estás para salir a la calle. Debes ponerte en cura—decía mientras se frotaba los brazos con una pomada olorosa que había tomado de la batería de tarros y frascos de todos tamaños que tenía delante.

El marqués echó mano al bolsillo, y sacando la cartera y de ella un billetito de mujer, dijo con no poca solemnidad:

–Amparo me acaba de escribir esta carta. Deseo que te enteres de ella.

Pepe no volvió siquiera los ojos para mirar el documento que su amigo le exhibía. Absorto en la tarea de atusarse el bigote con un cepillito de barba, repuso en tono distraído:

–¿Y qué dice la Amparo?

El marqués le miró sorprendido de la poca importancia que daba a aquella preciosa misiva.

–¿Quieres que te la lea?

–Si no es muy larga….

Manolo la desdobló con el mismo cuidado y respeto que si fuese un autógrafo de Santa Teresa de Jesús y leyó con voz conmovida:

"Mi queridísimo Manolo: Hazme el favor de mandarme por el dador dos mil pesetas que necesito con urgencia. Si ahora no las tienes, no dejes de traérmelas esta tarde a casa. Tuya de corazón siempre:

"AMPARO."

—¡Sopla! ¡Qué voracidad la de esa chica! ¿No tiene bastante con el bolsillo de Salabert? Supongo que no se las habrás mandado.

–No.

–Has hecho bien.

–Es que no las tenía. Precisamente para ver si tú puedes facilitármelas es para lo que he venido.

Castro se volvió hacia él y le contempló unos momentos entre irritado y sorprendido. Tornando luego la vista al espejo, dijo con calma despreciativa:

–Querido Manolo; eres un melón de gran tamaño. Estoy seguro de que si heredases ahora a tu tía, entregarías la herencia a la Amparito para que la engullese como ha hecho con la de tus papás.

Manolo se enfureció al oir esto. Defendió con energía a su ex querida. No era ella, no, quien le había arruinado, sino los tunos de los mayordomos. Amparo era una chica de excelentes condiciones para ama de casa, un portento de arreglo doméstico: al mismo tiempo generosa, capaz de acomodarse a cualquier vida por el cariño, etc., etc.

El maníaco marqués se expresó con calor y elocuencia haciendo el panegírico de su adorada.

–¿Sabes dónde está el mal de todo?—dijo sordamente después de larga pausa—. En que mi familia me privó, sin razón, de casarme con ella. ¡Qué obstinación tan estúpida! Se empeñaban en que yo estaba perdidamente enamorado de esa mujer. ¡Qué había de estar enamorado!… Lo que yo quería era dar una madre a mis hijos, ¿sabes? Nada más que eso. Ellos hubieran sido felices y yo también.

Pepe Castro se volvió estupefacto. Por las pálidas mejillas del marqués rodaban algunas lágrimas de enternecimiento. Hizo un mohín de lástima y siguió arreglándose los bigotes. Al cabo de unos momentos de silencio, dijo:

–Dispensa, chico. No tengo esas dos mil pesetas; pero aunque las tuviera puedes estar seguro de que me guardaría de dártelas si las ibas a emplear como dices.

El marqués permaneció silencioso y comenzó a pasear de través por el espacioso dormitorio.

–¿A quién me aconsejas que se las pida?—dijo parándose de pronto.

–A Salabert—respondió Castro sonriendo burlonamente al espejo.

Manolito se encrespó terriblemente al oirlo; sus ojos llamearon siniestramente; se dirigió frenético, agitando los puños, hacia Pepe, que se volvió hacia él y dió un paso atrás preparándose a rechazarle.

–¡Eso que me has dicho es una porquería! ¡Es una infamia que merece una estocada o un tiro! Es una cobardía porque estás en tu casa….

Y se puso a crujir los dientes y a rodar los ojos que daba espanto verle; pero no llegó a agredir a su amigo. Haciendo un esfuerzo supremo por contenerse, desahogó su furor arrojando contra el suelo el sombrero, de tal modo que lo destrozó. Castro quedó aturdido, hecho una estatua. Mil veces había bromeado con él diciéndolo cosas mucho más fuertes, verdaderas insolencias sin que jamás se le hubiese ocurrido enfadarse. Y ahora, por una chanza sencillísima, montaba en cólera de aquel modo extraño. Procuró calmarle con algunas palabras de disculpa: pero Manolito no le escuchaba. Aunque desistió de la primera idea de arrojarse sobre él, comenzó a pasear como una fiera enjaulada, murmurando amenazas, moviendo los brazos y gesticulando vivamente. No tardó en enternecerse, sin embargo.

–Nunca lo creyera de ti, Pepe—concluyó por decir con voz alterada—. Nunca pensé que el mayor amigo que tengo me había de insultar, me había de clavar el puñal hasta el pomo….

–¡Pero, hombre de Dios!…

–No me hables, Pepe…. Me has matado con una palabra…. Déjame tranquilo…. Dios te perdone como yo te perdono…. Yo soy como un conejo a quien hiere el cazador y corre a morir a su madriguera…. No me hurgues más…. Déjame morir en paz.

Este símil del conejo le hizo tal impresión después de haberlo proferido, que se dejó caer sollozando en una butaca. Al mismo tiempo le acometió un fuerte golpe de tos, en el cual soltó por la boca una cantidad prodigiosa de rails: pero la locomotora que tenía atravesada en la garganta, por más esfuerzos que hizo, en manera alguna pudo arrojarla. Castro le hizo beber una taza de tila con azahar.

Cuando el insensato marqués se fué al cabo, estaba aquél terminando el aderezo de su persona. La cual salió a la calle correcta y severamente vestida en traje de ceremonia diurna. Almorzó en Lhardy, dió una vuelta por Los Salvajes, y a las tres de la tarde, poco más o menos, se dirigió a casa de su tía la marquesa de Alcudia, sita en la calle de San Mateo. Esta severísima señora era muy celosa de la religión como ya sabemos. Lo mismo de su alcurnia, por no decir más. Castro era sobrino segundo de ella, y aunque con su vida de calavera la había disgustado bastante, siempre le había tratado con mucho afecto procurando atraerle al buen camino. Para la marquesa, los timbres nobiliarios imprimían carácter como el sacramento del orden. Por más vilezas que un hombre hiciese, siempre era un noble, como un sacerdote es siempre un sacerdote. En esta devota señora pensó Castro para que le secundase en su empresa. Su instinto (que era mucho más admirable que su inteligencia) le dijo que si la marquesa se encargase de casarle con la niña de Calderón lo conseguiría seguramente. Era grande el prestigio que tenía en la sociedad aristocrática: mayor aún entre los que estaban agregados a ella por razón del dinero, como Calderón.

 

El palacio de Alcudia era una fábrica sombría levantada a principios del siglo pasado. Un piso bajo con grandes ventanas enrejadas, otro piso alto, y nada más; pero la casa ocupaba un perímetro inmenso y detrás tenía un vasto jardín bastante descuidado. El portal era chato y poco decoroso: la escalera de piedra toscamente labrada y gastada por el uso. El difunto marqués estaba pensando en una reforma cuando lo arrebató la muerte. Su viuda abandonó este proyecto, no tanto por avaricia, como por el horror que le inspiraban toda clase de reformas aunque fuesen de cal y canto. Por dentro, la mansión era suntuosa: los muebles antiguos y riquísimos. Tapices de gran valor vestían las paredes, cuadros de los mejores pintores antiguos adornaban las de algunas piezas, como el despacho y el oratorio. Este era una maravilla de lujo. Ocupaba un rincón de la planta baja, pero su techo era el del principal: tan elevado por consiguiente como el de una iglesia. Tenía grandes ventanas con cristales de colores como las catedrales góticas: estaba alfombrado como un salón de baile; había una pequeña tribuna con su órgano: el altar era primoroso, de gusto francés, y en medio se veía un magnífico Ecce-Homo de Morales. Era, en fin, una estancia agradable y elegante, calentada por una gran estufa subterránea.

En el salón de familia estaban solas las chicas con la labor entre las manos. La marquesa, según le dijeron, estaba en el despacho ocupada en escribir cartas. Se dirigió allá después de bromear un instante con las primas.

–¿Se puede, tía?

–Adelante…. ¡Ah! ¿eres tú, Pepe?—dijo la marquesa alzando los ojos y mirándole por encima de las gafas que se había puesto para escribir.

–Si la interrumpo me voy. Quería celebrar con usted una conferencia—dijo el galán sonriendo.

–Siéntate un instante. Estoy terminando una carta.

Acomodóse en un sillón, y mientras la tía Eugenia hacía crujir la pluma con su mano seca y nerviosa, empezó a coordinar el exordio del discurso que pensaba dirigirla. Aquélla dió a los pocos minutos un gran plumazo estridente que debió corresponder a su rúbrica, y arrancándose vivamente las gafas, dijo:

–Ya soy tuya, Pepe.

Este bajó los ojos al suelo en demanda, sin duda, de inspiración, se atusó el bigote, tosió ligeramente y al fin dijo con acento solemne:

–Tía, no sé si es que Dios me ha tocado en el corazón o es que me voy cansando de la vida que llevo; pero es lo cierto que de poco tiempo a esta parte me acuerdo mucho de los consejos que me ha dado muchas veces, que ando con deseos de formalizar, de romper con estos hábitos poco dignos que la falta de un padre y, sobre todo, de una madre como usted me han hecho adquirir. Friso ya en los treinta y me parece hora de acordarse del nombre que llevo. Debo cumplir con él, y también con mi cualidad de cristiano…. Porque en medio de mis excesos yo no me he olvidado jamás de que pertenezco a una familia católica y que hoy en España nuestra clase es la encargada de velar por la religión, dando buen ejemplo como usted hace…. El medio mejor para favorecer este cambio que siento en mi corazón es casarme….

No pudo el gallardo joven escoger mejor sus palabras para catequizar a la tía Eugenia. Tan buena impresión le hicieron, que levantándose del sillón vino a ponerle la mano sobre el hombro, exclamando:

–¡Cuánto me alegro, Pepito! ¡No sabes el placer que me has dado! ¡Y dices que no sabes si Dios te ha tocado en el corazón! ¿Cómo había de realizarse este cambio repentino en tu ser si Dios no lo moviese? Dios ha sido, hijo mío, Dios ha sido, y un poco también la buena sangre que tienes en las venas…. ¿Tienes escogida ya esposa?

El joven sonrió haciendo un signo afirmativo.

–¿Quién es?

–He pensado en Esperancita Calderón. ¿Qué le parece?

–Perfectamente. Es una niña muy bien educada, muy simpática: además yo la quiero como una hija. Ya ves; ha sido siempre la amiga íntima de mi Paz…. Has tenido una elección feliz….

Castro volvió a sonreír maliciosamente y repuso:

–Mire usted, tía, yo bien quisiera casarme con una mujer de nuestra clase…. Pero usted bien sabe que estoy completamente arruinado…. Las jóvenes de la nobleza, por desgracia, no suelen tener en el día fortuna. Las que la tienen, no me querrán a mí que no puedo ofrecerles más que lo que ellas poseen ya, esto es, un nombre. Por eso me he fijado en una que carezca de él y tenga dinero.

–Está bien pensado. Aunque sea transigiendo un poco, debemos salvar nuestros nombres de la ignominia…. Pero Esperanza es una niña excelente. Se ha educado ya entre nosotros. Será una dama cumplida que te honrará.

El bizarro joven no abandonaba aquella sonrisa de ironía maliciosa. Guardó silencio un instante, y dijo al cabo:

–¿Sabe usted, tía, qué nombre damos entre nosotros al casarse de este modo?

–¿Cómo?

–Tomar estiércol.

La marquesa sonrió con el borde de los labios; pero poniéndose grave en seguida, replicó:

–No; aquí no se puede decir eso, Pepe. Te repito que esa niña merece un partido brillante. El que va ganando en este asunto eres tú…. ¿Sois novios ya? Hasta ahora no tengo noticia….

–No le he dicho nada aún…. Sé que no le soy antipático. Nos miramos con buenos ojos; pero de relaciones, nada. Antes de pedírselas he querido consultar con usted, la persona más caracterizada que hoy tengo dentro de la familia en Madrid.

–Muy bien hecho. Has procedido dignamente. Cuando se trata de contraer matrimonio, que al fin y al cabo es un sacramento de la Iglesia, hay que guardar circunspección y formalidad. En otros tiempos mejores que éstos, no se realizaba una boda entre nosotros sin escuchar antes la opinión de los mayores. Te agradezco mucho la confianza que haces de mí, y desde luego puedes contar con mi aprobación.

–¿Y con su ayuda puedo contar? Mire usted que temo que surjan algunas dificultades por parte de su padre…. Es un hombre metalizado…. Francamente, no quisiera sufrir un desaire….

La marquesa quedó pensativa algunos instantes.

–Déjalo de mi cuenta. Haré lo posible por arreglarlo…. Pero es necesario que me prometas no dar un paso sin consultarme. Es un negocio diplomático que hay que llevar con prudencia y habilidad.

–Prometido, tía.

–Sobre todo, con la niña mucho cuidado…. No me la alarmes.

–Haré lo que usted me mande.

Pocos momentos después salían ambos del despacho y entraron en el salón, donde ya había algunas personas de fuera. Durante la Cuaresma la marquesa de Alcudia recibía a sus amigos en las tardes de los viernes, dedicándose con ellos a la oración y a las prácticas religiosas. Estaban allí ya la marquesa de Ujo y su hija, siempre con las sayas a media pierna, el general Patiño, Lola Madariaga y su marido, Clementina Salabert con su dama de compañía Pascuala y otras varias personas, entre ellas el padre Ortega. Como en realidad a él le correspondían los honores de la tarde y era el director de la fiesta, todos le rodeaban formando grupo en medio del salón. Pero todos hablaban en voz más alta que él. La palabra del ilustrado escolapio era siempre suave, apagada, como si jamás saliese de la sala de un enfermo. Cuando él hablaba, sin embargo, establecíase el silencio en el grupo, se le escuchaba con placer y veneración. La marquesa, al acercarse, le besó la mano rendidamente y le preguntó con interés por el catarro que hacía días padecía.

–¿Pero está usted acatarrado, padre?—preguntaron a la vez muchas señoras.

–Un poquito nada más—respondió el sacerdote sonriendo dulcemente.

–Un poquito, no; bastante. Ayer no cesaba usted de toser en San José—dijo la marquesa.

Y se puso a dar cuenta de la dolencia del padre con solicitud y minuciosidad, no omitiendo ningún pormenor que pudiese contribuir a esclarecer tan importante punto. El clérigo sonreía, con los ojos en el suelo, diciendo en voz baja:

–No la hagan ustedes caso. La señora marquesa es muy aprensiva. Verán ustedes cómo resulto en último grado de tisis.

–Padre, hay que cuidarse … hay que cuidarse…. Usted trabaja demasiado…. Por el bien mismo de la religión debe usted cuidarse.

Todos se apresuraban a aconsejarle con afectuoso interés. Una señorita de treinta y siete años, muy correosa y espiritada, que se confesaba con él, llegó a decir entre burlas y veras:

–Padre, ¡qué sería de mí si usted se muriese!

Lo cual hizo reir a los circunstantes y pareció molestar un poco al correcto sacerdote. La marquesa quiso prohibirle que pronunciase aquella tarde la plática de costumbre; pero él se negó rotundamente a ello.

En esto fueron entrando otras muchas personas en el salón. Llegaron Mariana Calderón y su hija Esperanza, los condes de Cotorraso, Pepa Frías y su hija Irene. Esta última traía el semblante pálido y ojeroso: como que salía de la cama donde había estado algunos días retenida por una afección nerviosa. Ya que estuvo poblado, la marquesa les invitó a pasar al oratorio y así lo hicieron. Las señoras se colocaron cerca del altar, donde todas tenían preparados sendos y lujosos reclinatorios: los caballeros permanecieron detrás y sólo tenían un almohadón de terciopelo para arrodillarse. Comenzó la sesión rezando todos el Rosario detrás del padre Ortega. Las señoras lo hicieron con una compostura y un recogimiento que edificaba: las ebúrneas manos, donde los diamantes y esmeraldas lanzaban destellos, cruzadas humildemente; la hermosa cabeza hundida en el pecho. Estaban irresistibles. Aunque no fuese más que por galantería, el Supremo Hacedor estaba obligado a concederles lo que pedían. No era la menos humilde, la menos bella y edificante, Pepa Frías. La mantilla negra iba admirablemente a sus cabellos rubios y a su tez blanca y sonrosada. Lo mismo decimos de Clementina Salabert, que era más esbelta, más delicada de facciones y que no le cedía nada en la tersura y brillo de la tez. Aquellas actitudes lánguidas y artísticas que las damas adoptaban, debían de estar destinadas a mover la Voluntad Divina. Pero como un fin enteramente secundario también tenían por objeto la edificación de los fieles salvajes que las contemplaban. Y si por casualidad hubiese entre ellos algún librepensador ¡qué confusión y vergüenza se apoderarían de su ánimo al ver que el Señor tenía de su lado a lo más distinguido y elegante de la high life madrileña!

Terminado el Rosario, dos de las más espirituales tertulianas subieron a la pequeña tribuna acompañadas de un salvaje barítono y de otro que tecleaba el piano y cantaron uno de los más preciosos números del Stabat Mater de Rosini. Al escucharles todas aquellas almas místicas sintieron la nostalgia del teatro Real, de la Tosti y de Gayarre. Se confesaron con dolor que si en el Paraíso celeste había tantos inteligentes como en el de la plaza de Isabel II, la pita que en aquel instante estaban dando a sus amiguitos debía de ser monumental. A seguida del canto vino la plática o conferencia del padre Ortega. Acomodóse el sabio escolapio en un rico sillón de ébano y marfil en el centro de la capilla. Rodeáronle las señoras sentadas en sillitas y cojines; acercáronse los caballeros formando en segunda fila. Después de meditar unos minutos para recoger las ideas, comenzó a exponer con voz suave y palabra lenta y solemne algunas consideraciones acerca de la familia cristiana. Ya sabemos que el padre Ortega era un sacerdote a la altura de la civilización contemporánea. Al hablar de la familia estuvo profundo y elocuente. Para el padre Ortega lo que constituía la familia era el respeto y el amor a la tradición, el respeto y el amor a los antepasados. "La familia es una tradición; tradición de glorias, de nombres, de honores, de virtudes y de recuerdos; y todo eso significa una misma cosa; amor, estimación y respeto a los mayores, es decir, a lo más generoso y conservador que hay en la familia". Con este motivo el conferenciante tronó contra la revolución, contra ese viento que sopla del infierno para destruir todo lo antiguo y glorificar lo nuevo, contra ese desprecio bárbaro de las costumbres, de las leyes, de las instituciones, de las glorias de nuestros antepasados. "La revolución lleva escrito en su bandera: desprecio a los mayores. ¿Cómo no, si las creencias antiguas, las costumbres antiguas, las instituciones antiguas, las aristocracias antiguas, a pesar de lo que en ellas, como en todo lo humano, puede echarse de menos, representan el trabajo de nuestros antepasados, la inteligencia, la gloria, el alma, la vida y el corazón de nuestros padres? Y siendo así, ¿cómo la ciencia revolucionaria que lanza sobre todas las cosas antiguas sus estúpidos desdenes, no había de lanzar también sobre los antepasados sus groseros desprecios?" Un principio de disolución de la familia es el ataque que se dirige por las escuelas revolucionarias a la propiedad. Esta agresión no sólo es un atentado directo contra la sociedad, sino que es un atentado todavía más directo contra la familia. "La propiedad, la herencia y el patrimonio, ¿qué son sino el culto de los antepasados y el amor a los hijos? La propiedad es el presente, el pasado y el porvenir de la familia; es el lugar donde crece y se dilata en el tiempo; es el suelo que aseguraron los abuelos que se van, puesto hoy bajo las plantas de la posteridad que se eleva bendiciéndolos".

 

Cerca de una hora estuvo el sabio escolapio asentando sobre sólidas bases la existencia de la familia cristiana. Estas bases no eran otras que la religión, la propiedad y la tradición. Hablaba con autoridad, en un tono sencillo y persuasivo, con palabra atildada y correcta. El auditorio le escuchaba atento, sumiso, convencido de que era el Espíritu Santo quien por boca del venerable sacerdote les ordenaba tener mucho cuidado con la tradición, con la religión, y sobre todo con la propiedad. Este sublime pensamiento les edificaba de tal modo, que el conde de Cotorraso y algunos otros grandes propietarios que allí había, se sentían unidos eternamente al Ser Supremo por el vínculo sagrado de la propiedad territorial y se prometían combatir por ella heroicamente y oponerse en el Senado a toda ley que directa o indirectamente atentara a su integridad.

Al terminar el escolapio se le cumplimentó con sonrisas y reprimidas exclamaciones de entusiasmo. Todos hablaban en voz de falsete respetando el sagrado del recinto. La señorita correosa que había preguntado antes qué sería de ella si el padre Ortega le faltase, corrió a tomarle la mano y se la besó repetidas veces con arrebato que hizo cambiar algunas miradas de burla a los circunstantes. El padre se la retiró bruscamente con visible desagrado. Y otra vez subieron a la tribuna varias damas y caballeros, y ejecutaron, en toda la extensión de la palabra, algunas melodías religiosas de Gounod.

Al fin salieron del oratorio todas aquellas almas beatas y se dirigieron al salón.

La marquesa de Alcudia, cuya voluntad no podía estar jamás en reposo, se dispuso a cumplir lo que había prometido a su sobrino. Este la vió llamar aparte a Mariana y salir con ella. Al cabo de un rato ambas volvieron. Castro comprendió que se había hablado de él, en la mirada tímida y afectuosa que la esposa de Calderón le dirigió al entrar. Luego observó que la marquesa se retiraba hacia un rincón con el padre Ortega y hablaban reservadamente. Sospechó que también él estaba sobre el tapete. El sacerdote le dirigió dos o tres miradas con sus ojos vagos de miope. No se había acercado a Esperancita en todo el tiempo, pero de lejos se miraban y se sonreían. La niña parecía sorprendida de aquella actitud reservada. Pepe la había festejado bastante en los últimos días. Comenzó a inquietarse. Al fin, ella misma vino hacia él.

–No ha estado usted anoche en el Real. ¿Guarda usted la Cuaresma?

–¡Oh, no!—dijo riendo el joven—. Es que me dolía un poco la cabeza y me acosté temprano.

–¡Claro! ¿qué había de suceder? Por la tarde montaba usted un caballo que no cesaba de saltar. Hubo un momento en que pensé que le tiraba.

Castro sonrió lleno de condescendencia. La niña se apresuró a decir:

–Ya sé que es usted un gran jinete; pero de todos modos, siempre puede suceder una desgracia.

–¿Qué hubiera usted hecho si me hubiese tirado?—preguntó él mirándola a los ojos fijamente.

–¡Qué sé yo!—exclamó la niña alzando los hombros y ruborizándose.

–¿Daría usted un grito?—insistió sin dejar de mirarla.

–¡Vaya unas preguntas extrañas que usted hace!—dijo Esperancita más ruborizada cada vez—. Lo daría quizá … o no lo daría….

En aquel momento se acercó la marquesa de Alcudia llamándola.

–Esperanza, tengo que decirte una cosa….

Y al pasar junto a su sobrino, murmuró muy bajo:

–¡Prudencia, Pepe! Esos apartes no están en el programa.

Al verlas alejarse y salir de la estancia, otro hombre menos superior sentiría alguna inquietud, cierto anhelo por saber lo que iba a pasar en aquella conferencia memorable. Pero nuestro joven estaba tan por encima del vulgo en estas y otras materias, que se puso a bromear con las damas con la misma tranquilidad que si Esperancita y la marquesa se hubiesen ido a hablar de modas. Cuando al cabo de un rato tornaron a entrar, la niña de Calderón tenía la carita encendida, los ojos brillantes, con una expresión sumisa y dichosa a la vez, que si no temiéramos cometer una profanación en viernes de Cuaresma, compararíamos a la de la Virgen María cuando el ángel Gabriel le anunció que concebiría del Espíritu Santo.

Continuó la reunión con un carácter semirreligioso. Aquellos espíritus ascéticos no podían olvidarse de que era un día consagrado por las penitencias de Jesús en el desierto. En su consecuencia, las niñas que se acercaron al piano abstuviéronse de cantar el vals de La Bujía Elegante. Sus gargantas piadosas no modularon más que el Ave María de Schubert, la de Gounod y otras piezas donde se exhala el amor divino. Se hablaba y se reía con discreción, bajando el tono. Si algún pollo se desmandaba un poco de palabra, las damas le llamaban al orden recordándole que en viernes de Cuaresma no se debe aludir a ciertas cosillas prohibidas. El espíritu de Dios estaba en la asamblea, a juzgar por la gran conformidad, por la dulce serenidad con que todos se resignaban a vivir en este valle de lágrimas. Una sonrisa feliz vagaba por los labios de ellas y ellos. Entre cánticos melodiosos, entre amenas pláticas y bromas delicadas se pasó la tarde. Los revisteros podían decir, sin faltar a la verdad al día siguiente, que los "viernes del Supremo Hacedor" eran deliciosos, y que la marquesa de Alcudia hacía los honores en su nombre con exquisita amabilidad.

Al cabo, la piadosa reunión se dispersó. Todas aquellas almas bienaventuradas y temerosas de Dios salieron del palacio de Alcudia y se dirigieron a sus moradas, donde les aguardaba la sopa de tortuga humeante, el salmón con salsa mayonesa, las ricas ensaladas de col de Bruselas y las apetitosas bouchées de crevettes. La oración de quietud, aquellas horas de unión contemplativa con la Divinidad, les había abierto de par en par el apetito. No hay nada que vigorice el estómago como la convicción de tener de su parte al Omnipotente y la esperanza fundada de que más allá de esta vida, si hay fuego y tormentos eternos para los pelagatos y descamisados que se atreven a discutirle, para las familias cristianas, esto es, para las que tienen religión y propiedad y antepasados, no puede haber más que bienandanza, una eternidad de salmón con mayonesa y de crevettes a la parisienne.