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La Espuma

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D. Julián entró con un libro en la mano, que no era el Diario, ni el Mayor, ni el Copiador de cartas, sino lisamente el folletín de La Correspondencia, que acostumbraba a recortar con gran esmero y luego cosía. Aunque parezca raro, D. Julián era aficionado a las novelas; pero no leía más que las de La Correspondencia, las piadosas que regalaban a su hija en el colegio. Por impulso propio no había entrado jamás en una librería a comprar alguna. No sólo era aficionado a leerlas, sino lo que aun es más raro, se enternecía notablemente con ellas. Porque guardaba en su pecho un gran fondo de sensibilidad. Era una flaqueza de su organismo, lo mismo que el asma y el reuma. Las desgracias del prójimo, la miseria, le compadecían extremadamente. Si pudiesen remediarse de cualquier otro modo que no fuese con dinero, es seguro que las haría desaparecer en seguida. Los rasgos de generosidad le hacían llorar de entusiasmo; pero se juzgaba, y con razón, impotente para llevarlos a cabo. Así y todo hacía esfuerzos supremos por violentar su naturaleza. En realidad, no era de los ricos menos limosneros que hubiese en Madrid. Tenía una cantidad fija destinada a los pobres y les llevaba la cuenta en sus libros como si fuesen acreedores. Una vez agotada la cantidad mensual, creemos que si viese morirse de hambre en la calle a un desgraciado, no le socorrería con una peseta, no por falta de sensibilidad, sino por las profundas raíces que tenían en su corazón los números. La idea de desprenderse de algo suyo por otro medio de enajenación que no fuese la compra-venta, era para él casi incomprensible. Sus limosnas tenían por esto un mérito muy superior a las de otras personas.

Cuando entró en el costurero manifestaba en el rostro señales de hallarse conmovido. Después de haber saludado a los forasteros, profirió sentándose en una butaca:

–Acabo de leer en esta novela un capítulo precioso … ¡precioso!… No pude resistir a la tentación de venírselo a leer a éstas….

Se detuvo porque no se atrevía a proponérselo a Castro y Ramoncito, aunque lo deseaba. Era muy amigo de leer en alta voz, por lo mismo que lo hacía medianamente. Mariana se complacía mucho en oir leer. De modo que, por este lado, marchaba bien el matrimonio.

–Léelo, hombre…. Creo que a Pepe y Ramón no les molestará—dijo aquélla.

Castro hizo un leve signo de aquiescencia, Ramoncito se apresuró a manifestar con ademanes extremosos que tendrían un gran placer … que él era muy aficionado a los bellos capítulos, etc. ¡Pocas gracias! Viniendo del padre de su amada, sería capaz de escuchar con atención la lectura de la tabla de logaritmos.

D. Julián se caló las gafas y se puso a leer, con una voz blanca de gola que tenía reservada para estas ocasiones, cierto capítulo en que se describían los sufrimientos de un niño perdido en las calles de París. Al instante comenzaron a arrasársele los ojos y a alterársele la voz. Concluyó por anudársele de tal suerte, que apenas se le entendía. Ramoncito se vió necesitado a tomarle el legajo y a continuar la lectura hasta el fin. Castro, en presencia de aquellas ridiculeces, ocultaba su sonrisa de hombre superior detrás de grandes bocanadas de humo.

Terminado el capítulo y comentado en los términos más lisonjeros para todos los presentes, Mariana volvió los ojos hacia su labor. Observó que iba a hacer falta un pedazo de seda para el forro, pues estaba a punto de terminarse. D.a Esperanza, con quien comunicó este pensamiento, fué de la misma opinión.

–Ramoncito—dijo la primera—hágame el favor de oprimir ese botón.

El concejal se apresuró a cumplir el mandato. Al cabo de un instante se presentó la doncella de la señora.

–Tiene usted que salir a comprar una vara de seda—le dijo ésta.

La doméstica, después de enterarse de las particularidades del encargo, se dispuso a salir para darle cumplimiento. D. Julián, que había escuchado atentamente, la detuvo con un gesto.

–Aguárdese un momento…. Voy a ver si por casualidad tengo yo lo que les hace falta.

Y salió con paso vivo de la estancia. No tardó tres minutos en regresar con un paraguas viejo entre las manos.

–A ver sí os puede servir la seda de este paraguas—dijo—. Me parece que es del mismo color….

Castro y Maldonado cambiaron una mirada significativa.

Mariana lo tomó ruborizándose.

–En efecto, es del mismo color … pero está todo picado…. No sirve.

Esperancita fingía estar absorta en su labor; pero tenía el rostro como una amapola. Tan sólo D.a Esperanza tomó en serio el asunto y lo discutió. Al fin fué desechado, con disgusto del banquero, que quedó murmurando algunas frases poco halagüeñas acerca del orden y economía de las mujeres.

Ramoncito ya no podía sufrir más aquella pena de Tántalo a que la experiencia de su amigo le condenaba. No cesaba de mirar hacia el sitio donde éste y Esperancita departían. Principió por levantarse de la silla con pretexto de estirar un poco las piernas y dió unos cuantos paseos. Poco a poco fué acercándose a ellos: concluyó por detenerse delante.

–Qué tal, Esperanza…. ¿Hace mucho que no ha visto a su amiga Pacita?

¡Qué pretexto tan burdo para detenerse! El mismo lo comprendió así y se ruborizó al pronunciar estas palabras. Castro le dirigió una mirada fulminante; pero, o no la vió, o se hizo como que no la veía. Esperancita frunció el entrecejo y contestó secamente que no se acordaba con precisión.

Esto bastaría para que cualquiera se diese por advertido. Ramoncito no se dió. Antes quiso prolongar la conversación con frases absurdas o insustanciales. Hasta tuvo conatos de agarrar una silla y sentarse al lado de ellos: pero Castro se lo impidió dándole, al descuido, un feroz y expresivo pisotón en los callos que le hizo volver en su acuerdo. Continuó, pues, su paseo melancólico y no tardó en sentarse de nuevo junto a sus futuras suegra y abuela. Al poco rato estaba empeñado en una discusión animada con Calderón sobre si el adoquinado de las calles debía de hacerse por contrata o por administración. De buena gana hubiera cedido. Su interés estaba en hacerlo, porque al fin se trataba del hombre en cuya mano estaba su felicidad o su desgracia; pero aquel pícaro temperamento terco y disputón con que la naturaleza le dotara, le arrastraba a proseguir, aunque veía a su suegro encendido y a punto de enfadarse.

Afortunadamente para él, antes que llegase este punto, se presentó en la estancia un criado.

–¿Qué hay, Remigio?—le preguntó el banquero.

–Acaba de llegar un amigo del Pardo, el cochero de los señores de Mudela, y me ha dicho que el señorito Leandro se encontraba un poco enfermo….

–¡Claro! ¡Qué le había de pasar a ese chiquillo!… No está acostumbrado a tales juergas. Toda la vida en el colegio o pegado a las faldas de su madre. De pronto le sacan a esta vida agitada…. ¿Y qué es lo que tiene?

Leandro era un sobrino carnal de D. Julián, hijo de una hermana que residía en la Mancha. Había venido a pasar una temporada a Madrid y la pasaba alegremente reunido a otros muchachos de la misma edad. Para cierta excursión de campo había pedido a su tío el carruaje. Este, por no ofender a su hermana a quien por razón de intereses estaba obligado a guardar consideraciones, se lo había otorgado, aunque con gran dolor de su corazón.

–Me parece que le ha hecho daño el sol y la comida….

–Bueno, una indigestión…. Eso pasará pronto.

–Yo creo que debías ir allá, Julián—, manifestó Mariana.

–Si hubiese necesidad, claro que iría. Pero por ahora no la veo…. Dí tú, Remigio, ¿no puede trasladarse aquí? ¿Se ha quedado en la cama?

–Ahí está el caso, señor—, dijo el criado dando vueltas a la gorra y bajando los ojos como si temiese dar una noticia muy grave—. La cuestión es que una de las yeguas, la Primitiva, está enfosada.

Calderón se puso pálido.

–¿Pero no puede venir?

–No, señor, está bastante malita, según dice el cochero de Mudela…. ¡Claro! como esos chicos no entienden, la han hartado de agua….

D. Julián se levantó presa de violenta agitación, y sin decir palabra salió de la estancia seguido de Remigio.

Castro y Ramoncito cambiaron otra vez una mirada y una sonrisa. Esperancita las sorprendió y se puso colorada.

–¡Qué a pecho toma papá estas cosas!

–¡Podría no tomarlo, niña!—exclamó D.a Esperanza con voz irritada—. Un tronco que ha costado quince mil pesetas…. ¡Pues digo yo si es una gracia de Leandrito!

Y siguió buen rato desahogando su furia, casi tan grande como la de su yerno. Castro y Ramoncito se levantaron, al fin, para irse. Mariana, que había tomado con mucha filosofía la desgracia, les invitó a comer.

–Quédense ustedes…. Ya ha pasado la hora de paseo.

–No puedo—dijo Castro—. Hoy como en casa de su hermano.

–¡Ah! verdad que es sábado, no me acordaba. Nosotras iremos (si no estoy peor) a las diez, a la hora del tresillo.

–¿Come usted todos los sábados en casa de tía Clementina?—preguntóle por lo bajo Esperancita con inflexión extraña.

El lechuguino la miró un instante.

–Casi todos como en casa de su tío Tomás.

–Tía Clementina es muy guapa y muy amable.

–Esa fama goza—repuso Castro un poco inquieto ya.

–Tiene muchos admiradores. ¿No es usted uno de los entusiastas?

–¿Quién se lo ha dicho a usted?

–Nadie; lo supongo.

–Hace usted bien en suponerlo. Su tía es, a mi juicio, una de las señoras más hermosas y distinguidas de Madrid…. Vaya, hasta otro rato, Esperancita.

Y le alargó la mano con un aire displicente que hirió a la niña. El despecho de ésta se manifestó llamando a Ramoncito, que se mantenía un poco alejado.

–Y usted, Ramón, ¿por qué no se queda? ¿Come usted también en casa de tía Clementina?

–No: yo no….

–Pues quédese usted, hombre. Ya procuraremos que no se aburra.

 

–¡Yo aburrirme al lado de usted!—exclamó el concejal, casi desfallecido de placer.

–Nada, nada: definitivamente se queda ¿verdad? Que se vaya Pepe, ya que tiene otros compromisos.

Ramoncito iba a decir que sí con todas las veras de su alma; mas por encima de la cabeza de la niña, Castro principió a hacerle signos negativos, con tanta furia, que el pobre dijo con voz apagada:

–No … yo tampoco puedo….

–¿Por qué, Ramón?

–…Porque … tengo que hacer.

–Pues lo siento.

El concejal estaba tan conmovido que apenas pudo murmurar algunas palabras de gracias. Salió de la estancia casi a rastras. Una vez en la calle, Pepe le felicitó calurosamente y le anunció que aquella firmeza daría buenos resultados. Pero él acogió las enhorabuenas con marcada frialdad. Se obstinó en guardar silencio hasta su casa, donde su amigo y maestro le dejó al fin llena la cabeza de lúgubres presentimientos y más triste que la noche.

VII
Comida y tresillo en casa de Osorio

Al día siguiente de haber subido a casa de Raimundo, Clementina estaba más avergonzada y pesarosa de haberlo hecho que en el momento de bajar la escalera. Los seres orgullosos sienten remordimientos por una acción que en su concepto los ha humillado, como los justos cuando han faltado a la humildad. En su interior confesaba que había dado un paso en falso. La serenidad y la cortesía de aquel muchacho, a la vez que lo elevaban a sus ojos, irritaban su amor propio. ¡Qué comentarios no habrían hecho él y su hermana después de aquella ridícula y extemporánea visita! Al pensar en ello se le subían los colores a la cara. Por no ver ni ser vista de Alcázar desde su mirador, dejó de salir a pie. El joven cumplía su promesa: no halló rastro de él por ninguna parte.

Mas sin saber por qué causa, la imagen de éste flotaba siempre delante de sus ojos; con frecuencia acudía a su mente. ¿Era por aversión? ¿por resentimiento? Clementina no podía de buena fe afirmarlo. Su ex perseguidor no tenía nada en la figura ni en el trato que lo hiciese aborrecible. ¿Sería, por el contrario, que le hubiese impresionado demasiado favorablemente su presencia? Tampoco. Veía diariamente en sociedad muchos jóvenes más gallardos y de más agradable conversación. Así que, la sorprendía tanto como la irritaba encontrarse pensando en él. Nunca dejaba de protestar interiormente contra esta involuntaria inclinación, y de enfadarse consigo misma. Transcurridos algunos días después de la escena relatada decidióse a salir una tarde a pie. El no hacerlo le iba pareciendo cobardía, conceder demasiado honor a aquel chiquillo. Cuando pasó cerca de su casa levantó los ojos y le vió como siempre al mirador con un libro en la mano. Bajólos instantáneamente y cruzó de largo seria y erguida. Mas a los pocos pasos sintió vago malestar como si no quedase satisfecha de sí misma. La verdad es que el no saludar o no haber siquiera esperado el saludo del joven, no había estado bien hecho después de sus francas explicaciones y de la amabilidad que con ella había usado mostrándole la rica colección de sus mariposas y ofreciéndosele tan finamente.

Al día siguiente salió también a pie y reparó la injusticia del anterior clavando con fijeza su vista en el alto mirador. Raimundo le envió un saludo tan respetuoso y una sonrisa tan inocente, que la hermosa dama se sintió halagada. No pudo ocultarse que aquel joven tenía singular dulzura en los ojos, que le hacía muy simpático, y que su conversación, si no repleta de donaires, revelaba firmeza de entendimiento y un espíritu culto. Estas observaciones debió de hacerlas a su debido tiempo; pero no las hizo por causas que ignoramos. Desde este día comenzó a salir como antes. Al cruzar por delante de la casa de Raimundo nunca dejaba de enviar su cabezadita amistosa al mirador, desde donde le contestaban con verdadera efusión. Y según iban transcurriendo los días, el saludo era cada vez más expresivo. Sin hablarse una palabra parece que se establecía la confianza entre ellos.

Clementina no trató de analizar el sentimiento que le inspiraba el joven Alcázar. Era poco aficionada a mirarse por dentro. Creía vagamente que hacía una obra de caridad mostrándose cortés con él. "¡Pobre muchacho!—se decía—. ¡Cómo adoraba a su madre! Y ella ¡qué feliz debió de haber sido con un hijo tan bueno y cariñoso!" Una tarde, cuando va llevaba más de un mes de estos saludos, le preguntó Pepe Castro:

–Oyes: ¿ha dejado de seguirte ya aquel chiquillo rubio de marras?

Clementina sintió un estremecimiento raro: se puso levemente colorada sin saber ella misma por qué.

–Sí … hace ya lo menos un mes que no le he visto.

¿Por qué mentía? Castro estaba tan lejos de pensar que entre aquel perseguidor desconocido y su querida mediase ninguna relación, que no advirtió el rubor. Pasó en seguida a otra cosa con indiferencia. Mas, para nuestra dama, aquel singular sacudimiento y aquel calorcillo en las mejillas fué una especie de revelación vaga de lo que en su espíritu acaecía. El primer dato concreto de esta revelación fué que al salir de casa de su amante, en vez de ir pensando en él, reflexionó que Alcázar cumplía demasiado fielmente su palabra de no seguirla. El segundo fué que al detenerse en un escaparate de joyería y ver un imperdible de brillantes en figura de mariposa, se dijo que algunas de las que había visto en casa de su amiguito rubio eran mucho más hermosas y brillantes. El tercero lo adquirió al entrar en casa de Fe a comprar unas novelas francesas. Ocurriósele al ver tanto libro, que su amante Pepe Castro no había leído ninguno de ellos, ni lo leería probablemente. Antes, le hacía gracia esta ignorancia: ahora la encontraba ridícula.

Transcurrían los días. La señora de Osorio, hastiada de la vida elegante, habiendo agotado todas las emociones que ofrece a una dama ilustre por su hermosura y su riqueza, se iba placiendo extremadamente en aquel saludo inocente que casi todos los días cambiaba con el joven del mirador. Una tarde, habiéndose bajado del coche en el Retiro para dar algunas vueltas a pie, tropezó con Alcázar y su hermana en una de las calles de árboles. Dirigióles un saludo muy expresivo. Raimundo respondió con el mismo afectuoso respeto de siempre; pero Clementina observó que la niña lo hizo con marcada frialdad. Esto la preocupó y la puso de mal humor para todo el día, por más que nunca quiso confesarse que la causa de su malestar y melancolía era ésta. Poco a poco, debido a su temperamento irritable y caprichoso, aquella aventura amorosa que había muerto al nacer, iba ocupando su espíritu haciendo brotar en él un deseo. Los deseos en esta dama eran siempre apetitos violentos, sobre todo si hallaban algún obstáculo: como tales, pasajeros también.

Cierta mañana, después de haber saludado a Raimundo cerrando y abriendo la mano repetidas veces con la gracia peculiar de las damas españolas, y después de haber andado poco trecho, por un movimiento casi involuntario volvió la cabeza y levantó de nuevo los ojos al mirador. Raimundo la estaba mirando con unos gemelos de teatro. Se puso fuertemente colorada: apretó el paso embargada por la vergüenza. ¿Por qué habría hecho aquella tontería? ¿Qué iba a pensar el joven naturalista? Cuando menos, se figuraría que estaba enamorada de él. Pues a pesar de que estas ideas bullían alborotadas en su cabeza mientras caminaba de prisa para doblar la esquina y ocultarse a las miradas de aquél, no estaba tan irritada contra sí misma como otras veces. Sentía vergüenza, es verdad; pero luego que pudo caminar despacio, una emoción dulce invadió su espíritu, sintió un cosquilleo grato allá en el corazón como hacía ya muchísimo tiempo que no sentía. "¡Si volveré a mis tiempos de fanciulla!" se dijo sonriendo. Y comenzó a recrearse con su propia emoción considerándose feliz con aquel retorno a las inocentes turbaciones de la primera edad. Tan embebida marchaba en su pensamiento, que al llegar a la Cibeles, en vez de tomar la calle de Alcalá para ir a casa de Castro con quien estaba citada para aquella hora dió la vuelta como si estuviera paseando por aquel sitio. Cuando lo advirtió se detuvo vacilante. Al fin se confesó que no tenía grandes deseos de acudir a la cita. "Voy a ver a mamá—se dijo,—. La pobre hace ya días que no pasa un rato conmigo." Y emprendió la marcha hacia el paseo de Luchana. Se puso de un humor excelente. Un piano mecánico tocaba el brindis de Lucrecia por allí cerca y se paró a escucharlo, ¡ella que se aburría en el Real oyéndolo a las más famosas contraltos! Pero la música es una voz del cielo y sólo se comprende bien cuando el cielo ha penetrado ya un poco en nuestro corazón.

Por la acera de Recoletos bajaba Pinedo, aquel memorable personaje que vivía con un pie en el mundo aristocrático y otro en la clase media-covachuelista a la que en realidad pertenecía. Traía a su lado a una linda joven que debía de ser su hija, aunque Clementina no la conocía. Pinedo la tenía alejada de la sociedad que frecuentaba, la ocultaba cuidadosamente lo mismo que Triboulet. La esposa de Osorio siempre había tratado a este personaje con un poco de altanería, lo cual no era raro en ella como ya sabemos. Mas ahora el estado placentero de su espíritu la tornó expansiva y llana por algunos instantes. Como Pinedo cruzase grave dirigiéndole un sombrerazo ceremonioso según su costumbre, la dama se detuvo y le abordó con la sonrisa en los labios.

–Amigo mío, usted es hombre práctico; también aprovecha estas horas de la mañana para respirar el aire puro y tomar un baño de sol.

Contra su costumbre y naturaleza, Pinedo quedó un poco turbado, tal vez porque no le hiciera gracia presentar su hija a esta vistosa señora. Repúsose instantáneamente, sin embargo, y respondió inclinándose con galantería:

–Y a ver si Dios me concede unos tropezones tan desagradables como el que ahora he tenido.

Clementina sonrió con benevolencia.

–No debe usted echar flores aunque sea de este modo indirecto trayendo a su lado una joven tan linda. ¿Es su hija?

–Sí, señora…. La señora de Osorio—añadió volviéndose a la niña.

Esta se puso roja de placer al oirse llamar linda por aquella dama a quien tanto conocía de vista y de nombre. Era una muchacha alta y esbelta, de rostro moreno, con facciones menudas y bien trazadas y unos ojillos dulces y alegres.

–Pues había oído decir que tenía usted una niña muy bonita; pero veo que la fama se ha quedado corta.

La chica enrojeció aún más y apenas pudo murmurar las gracias.

–Vamos, Clementina, no siga usted que se lo va a creer…. Esta señora, Pilar—añadió volviéndose a ella—, se complace en decir mentiras agradables como otros en decir verdades amargas.

–Ya lo veo que es muy amable—repuso la niña.

–No haga usted caso. Que es usted hermosa, está a la vista.

–¡Oh, señora!…

–Y diga usted, padre tirano, ¿por qué no la divierte usted un poco mas? ¿Está bien hecho que a usted se le vea en todos los teatros, bailes y reuniones y tenga encerrada a esta niña preciosa? ¿O es que se le figura que tenemos más gusto en verle a usted que a ella?

El pobre Pinedo sintió un estremecimiento de dolor que trató de ocultar. Clementina había tocado con frivolidad en la parte más sensible de su corazón. Su sueldo ya sabemos que no le consentía más que vivir modestamente. Si entraba en una sociedad que no le correspondía era precisamente para conservar el empleo, que era su único sostén y el de su hija. Esta nada sabía aún de aquel plan de vida. Pinedo esperaba casarla con un hombre modesto y trabajador y que no conociese jamás aquel mundo en que no podía vivir y que él despreciaba en el fondo del alma, aunque tal vez, por la fuerza de la costumbre, no pudiese ya vivir a gusto en otro.

–Es muy joven aún…. Tiene tiempo de divertirse—repuso con sonrisa forzada.

–¡Bah, bah! diga usted que es usted un grandísimo egoísta…. ¿Y cuánto tiempo hace que no ha estado usted en casa de Valpardo?—añadió la dama pasando a otra conversación.

–Pues el lunes. La condesa me ha preguntado con mucho interés por usted y se lamenta de que la haya abandonado.

–¡Pobre Anita: es verdad!

Sobre los dueños de la casa y sobre sus tertulios, Pinedo y Clementina comenzaron una conversación animada, inagotable. Pilar escuchó con atención al principio; pero como no conocía a la mayor parte de aquellos personajes concluyó por distraerse paseando su vista por las inmediaciones, fijándola en los pocos transeuntes que a aquella hora acertaban a pasar por allí.

–Papá:—dijo aprovechando un momento de pausa—. Ahí viene aquel joven amigo tuyo, que mantiene a su madre y a sus hermanas.

Clementina y Pinedo volvieron al mismo tiempo la cabeza y vieron llegar a Rafael Alcántara, el célebre calavera que hemos conocido en el Club de los Salvajes.

 

–¡Que mantiene a su madre y a sus hermanas!—exclamó la dama con asombro.

–Sí, un joven muy bueno, amigo de papá, que se llama Rafael Alcántara.

Al volver la vista, cada vez más sorprendida, a Pinedo, éste le hizo una seña bastante expresiva. No sabiendo lo que aquello significaba, pero calculando que su amigo tenía interés en que no se calificase a Alcántara como merecía, Clementina se calló. El joven salvaje, al cruzar, les hizo un saludo entre familiar y respetuoso.

Pinedo alargó al instante la mano para despedirse.

–Ya sabe usted que hoy es sábado—dijo la dama—. Vaya usted a comer.

–Con mucho gusto. Recuerdos a Osorio.

–Y lleve usted a esta joven tan monísima.

–Ya veremos; ya veremos—replicó el covachuelista otra vez desconcertado—. Si hoy no pudiera, otro día será.

–Hoy ha de ser, padre tirano…. Hasta luego, ¿verdad, preciosa?

Y le cogió el rostro a la niña y le dió un beso en cada mejilla, diciéndole al mismo tiempo:

–He tenido una gran suerte en conocerla. Hacen falta en mi salón niñas lindas y simpáticas.

Y cada vez más alegre, sin saber por qué, se despidió y siguió adelante diciéndose: "¿Que diablo de interés tendrá Pinedo en convertir en santo a ese perdido de Alcántara?" El pie ligero, las mejillas rojas, los ojos brillantes como en los días de su adolescencia, llegó a la verja del gran jardín que rodeaba el palacio de su padre. El portero se apresuró a abrirle y a sonar la campana. Entró en la mansión ducal y, contra su costumbre, dirigió una leve sonrisa a dos criados de librea, que la esperaban en lo alto de la escalinata. Pasó en silencio por delante de ellos y fué derecha a las habitaciones de su madrastra como quien ha recorrido aquel camino muchos años.

La duquesa estaba, en aquel momento, de conferencia con el médico director de un asilo de ancianas pobres, que ella había fundado hacía poco tiempo en unión de otras señoras. Al levantarse la cortina y ver a su hijastra, sonrió con dulzura.

–¿Eres tú, Clementina? Pasa, hija mía, pasa.

Esta sintió encogérsele el corazón al ver el rostro pálido y marchito de su madre. Abalanzóse a ella y la besó con efusión.

–¿Te sientes bien, mamá? ¿Cómo has pasado la noche?

–Perfectamente…. Tengo mala cara ¿verdad?

–¡No!—se apresuró a decir la dama.

–Sí, sí. Ya lo he visto al espejo. Me siento bien…. Solamente la debilidad me atormenta…. Y como he perdido enteramente el apetito, no puedo vencerla…. Vamos a ver, Iradier—dijo encarándose de nuevo con el médico que estaba de pie frente a ella—, de manera que usted se encargará de vigilar a las criadas y enfermeras para que nunca dejen de guardar las debidas consideraciones a las viejecitas ¿no es cierto?

El médico era un joven simpático, de fisonomía inteligente.

–Señora duquesa—respondió con firmeza—. Yo haré cuanto esté de mi parte por que las asiladas no tengan motivo de queja. Sin embargo, debo repetirle que, a pesar de nuestros esfuerzos, es posible que siga usted recibiendo alguna. No puede usted comprender hasta qué punto son impertinentes y maliciosas ciertas mujeres. Sin motivo alguno, sólo por placer de herir lo mismo a mí que a mis compañeros, nos llenan a veces de insolencias. Cuanto más atentos nos mostramos con ellas, más se ensoberbecen. Yo pruebo el caldo y el chocolate todos los días y no he hallado hasta ahora lo que esa mujer le ha dicho. Las horas son siempre fijas. Jamás he visto retraso alguno en las comidas. Procure usted enterarse y se convencerá de que quien tiene motivo a quejarse, son las pobres criadas a quienes las asiladas tratan groseramente….

El médico se había ido exaltando al pronunciar estas palabras con acento de sinceridad. La duquesa sonrió dulcemente.

–Lo creo, lo creo, Iradier…. Las viejas solemos ser muy impertinentes….

–¡Oh, señora, eso es según!…

–Por regla general lo somos…. Pero esta impertinencia ya es por sí una enfermedad y debe excitar compasión en los que no padecen de ella. A usted no necesito recomendársela, porque tiene un corazón muy caritativo. A los que no lo tengan tan bondadoso suplíqueles usted, en mi nombre, la suavidad con las pobrecitas asiladas.

–Se hará, señora, se hará—respondió el médico, sanado por la singular dulzura de la fundadora—. El jueves la esperamos a usted ¿verdad?

–No sé si esta fatiga lo permitirá.

–Sí, sí, se lo garantizo yo.

Y comprendiendo que estaba ya de más, el joven cortó la conferencia, estrechando con afecto y respeto que se le traslucía en los ojos, la mano de la duquesa, y saludando ceremoniosamente a Clementina.

Luego que salió, ésta, que había estado contemplando con emoción reprimida el semblante descompuesto de su madrastra, conmovida por la bondad que respiraban todas sus palabras, se levantó del asiento y fué a arrodillarse delante de ella. Apoderóse de sus manos blancas y descarnadas y las besó con efusivo transporte de cariño. Esta mujer tan altanera con todo el mundo, sentía un goce especial, semejante al de los místicos, en humillarse ante su madrastra. La voz de ésta removía como un conjuro mágico las débiles chispas de bondad y de ternura que ardían en su corazón y les prestaba por un instante el aspecto de incendio. D.a Carmen le quitó suavemente el sombrero, lo puso en un sillón contiguo y se inclinó para besarla amorosamente en la frente.

–Hace cuatro días justos que no has venido a verme, pícara.

–Ayer no he podido, mamá. Pasé casi todo el día arreglando mis cuentas, haciendo números. ¡Oh, qué horribles números!

–¿Y por qué los haces? ¿No está ahí tu marido?

–Pues, precisamente, por miedo a mi marido los hago. ¿Usted no sabe que se ha vuelto un miserable, un tacaño, lo mismo que su cuñado?

D.a Carmen sabía que los negocios de Osorio no andaban muy bien, que recientemente había experimentado fuertes pérdidas en la Bolsa: pero no se atrevió a decir nada a su hija.

–¡Pobre hija mía! ¡Ocuparte tú en esas cosas cuando sólo has nacido para brillar como una estrella de los salones!

–Ya no le faltaba más que eso para hacerse del todo antipático, ¡odioso! ¡Si las cosas pudiesen hacerse dos veces!

Bruscamente, la expresión de ternura había desaparecido de sus ojos, reemplazándola otra sombría y feroz. Una arruga profunda surcó su tersa frente de estatua. Y con voz sorda comenzó a exponer sus quejas, a descubrir los agravios que su marido le hacía diariamente. A nadie en el mundo, más que a su madrastra, haría tales confidencias, que en ella no provocaban lágrima alguna. D.a Carmen era quien las vertía una a una de sus ojos cansados.

–¡Hija de mi alma! ¡Yo que hubiera dado mi vida por verte feliz! ¡Qué ciegos hemos estado, lo mismo tu padre que yo, al entregarte a ese hombre!

–¡Mi padre! ¡Otro que tal! ¡Un hombre que no ha sabido jamás que tiene en casa una santa a quien debía adorar de rodillas! La verdad es que cuando pienso….

–¡Calla, calla: es tu padre!—exclamó la duquesa tapándole la boca con la mano—. Yo soy feliz. Si tu padre tiene algunos defectos, yo tengo más aún: de modo, que no hay mérito en perdonárselos, si él me perdona en cambio los míos…. No hablemos de tu padre, hablemos de ti misma…. No sabes lo que me duelen esos apuros de dinero, a los cuales no estás acostumbrada. Yo, si pudiera, los remediaría al instante…. Pero bien sabes que manejo poco dinero. Del que saco de la caja tengo que dar cuenta a Antonio, y a éste no se le engaña fácilmente. Algún puñadito de oro, sí, puedo poner aparte para ti; pero mis ahorros no te sacarán de pilancos. Sin embargo, confío en que tus apuros no durarán mucho tiempo….

Hizo una pausa la bondadosa señora; quedóse mirando al vacío tristemente, y luego, abrazando a su hijastra que aún permanecía de rodillas y acercando los labios a su oído, le dijo en voz baja:

–Mira, hija mía, yo no tardaré en morir y pienso dejarte todo cuanto tengo. La mitad de la fortuna de tu padre es mía, según me ha dicho el abogado de la casa.