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La aldea perdita

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– Ha hecho bien. Faltar á las oraciones por divertirse es doble pecado… ¿Y tu madre y tu hermana vendrán mañana?

– Las dos me encargaron para ti muchos recuerdos. Mi hermana quería venir á la misa, pero tiene á su niño un poco enfermo y acaso no podrá. Me ha dado este escapulario para que le hagas el favor de tocarlo á la Virgen.

Demetria tomó el rollito de papel donde venía envuelto y lo guardó en su seno.

Y hablaron del niño enfermo y de la faena de la yerba que había terminado en aquella semana y del ganado del tío Pacho que Demetria conocía como el suyo, y del perro que lo guardaba y que la quería y agasajaba como si fuese de la familia: hablaron de cien menudencias, pero ni una palabra de amor.

Y sin embargo, ¡cuánto se amaban! Su cariño era antiguo. Databa de cuando Demetria, niña de nueve ó diez años, iba con su padre á Peña-Mea. Porque el tío Goro poseía en aquellos campos, no lejos de la Braña, una cabaña con su establo y alrededor un prado cercado. Allí solía llevar parte de sus vacas en los meses de calor: pacían el prado y las yerbas pertenecientes á los pastos comunales del concejo de Laviana: retirábalas al llegar el mes de Octubre. Generalmente solía dejar á su cuidado un criadillo, pero una ó dos veces por semana iba él allá á enterarse de lo que ocurría y llevar provisiones de boca al pastor. En estas excursiones le acompañaba alguna vez Demetria cuando tenía menos años. Ningún placer más grande para la niña que salir con su padre antes que rayase el alba, pasar el día entero jugando sobre aquellas montañas y regresar á la noche cargada de zampoñas, jaulitas para grillos y huevos de buitre. Todas estas cosas y otras más le proporcionaba Nolo, que apacentaba las vacas de su padre cerca de las del tío Goro. El mancebo de diez y seis años y la niña de diez se trabaron con estrecha y cariñosa amistad. Ella gozaba siguiéndole cuando se metía por entre los zarzales en busca de nidos ó cortaba ramas de saúco para hacer flautas ó varitas finas de salguera para fabricar jaulas. Él gozaba viéndola seguir con atención el trabajo de sus manos y aplaudiéndolo con gritos de entusiasmo cuando se hallaba terminado. Sentados el uno al lado del otro sobre el menudo césped de las alturas á la sombra de alguna peña, dejaban pasar las horas en silencio, preocupados exclusivamente del artefacto que Nolo tenía entre manos.

El más alto goce que Demetria experimentaba era cuando el tío Goro se decidía á pernoctar en la cabaña. ¡Un día más! Aquello de dormir vestida entre la yerba, porque allí no tenían camas, y de cocer las judías y sazonarlas y batir los puches ó picar la sopa, causaba á la doncellita una felicidad inexplicable. El tío Goro, viéndola tan feliz, sonreía y se olvidaba de que las judías no tenían sal y los puches estaban medio crudos.

Nolo la preparaba de vez en cuando alguna sorpresa, un mirlo con su jaula, un jilguerito, una pareja de palomas torcaces. Pero lo que le dió más alegría, lo que hizo realmente época en su vida, fué el regalo de un corzo de cría que el zagal había logrado cazar. Al ver á aquel animalito tan lindo, tan tierno y vivo al mismo tiempo, Demetria perdió la chabeta, daba saltos y gritos, le alzaba entre sus brazos, le besaba en el hocico, no podía separarse un punto de él ni tenía ojos para otra cosa. De tal suerte que Nolo, al verse tan pospuesto, no sabía si alegrarse ó arrepentirse de habérselo regalado. Fué gran trabajo para el tío Goro llevarlo hasta Canzana. El animalito no quería ó no podía andar: la niña no bastaba á conducirlo en brazos. Pero cuando estuvo en Canzana se alegró de su fatiga al contemplar la dicha que embargó á su hija durante algunos días. ¡Sí, algunos días nada más! El ingrato corzo, alimentado con leche recién ordeñada como el hijo de un caballero y renuevos tiernos de zarzamoras que la niña iba recogiendo todo el día por los caminos, agasajado y mimado como ningún infante lo fuera, pues hasta se le dió derecho de dormir en la misma cama que ella, ¡quién lo diría! se huyó una tarde á los montes y no volvió á parecer más. La pena de Demetria no puede describirse. Su llanto, su desesperación hubieran conmovido á aquel monstruo de ingratitud si hubiera podido verlos, le hubiera hecho tal vez aceptar de nuevo un yugo tan dulce. Pero no vió nada. En aquellos momentos triscaba solitario por el monte en espera de la noche tenebrosa y con ella de algún lobo cruel que castigara su perfidia.

Fué el gran dolor de su vida hasta entonces; el único quizá, pues sus padres la criaban con melindres y regalos inusitados. Pocos días después experimentó otro, sin embargo. Nolo, cortando una rama de castaño, se dió un tajo terrible en la mano y soltó mucha sangre. Demetria al verla empalideció; concluyó por desmayarse. Y cuando al salir del desmayo observó que el joven, sin hacer caso de su herida, la había llevado hasta la fuente y le empapaba las sienes con agua, comenzó á sollozar perdidamente. Nolo sonreía.

Pero al acercarse el verano en el año anterior, Demetria, que cumplía catorce, experimentó grandiosa trasformación. La niña de formas graciosas pero indecisas se convirtió durante aquel invierno en una joven de elevada estatura, de gallarda y noble presencia. Nolo quedó sorprendido y confuso al verla. No supo hablarle como antes. Al cabo, irritado consigo mismo, concluyó por pretextar una ocupación y retirarse. Demetria no volvió á parecer por la Braña. En vano el zagal la aguardó una y otra semana con valiosos regalos adquiridos á costa de no pocos trabajos y riesgos. El tío Goro aparecía siempre solo. El joven le ayudaba con solicitud en todos los menesteres que el ganado y el cuidado de su campo exigían, procurando captarse su afecto, pero no osaba preguntarle por ella. Poco á poco el deseo de verla se fué convirtiendo en anhelo, luego en afán irresistible. No sabía lo que le pasaba; ni tenía aliento para trabajar ni para divertirse en las romerías. Dejaba trascurrir el tiempo tumbado sobre el césped mirando pacer el ganado ó acariciando distraído la cabeza del mastín.

Por fin llegó el otoño. El tío Goro retiró sus vacas. Nolo no pudo resistir más. Un sábado por la noche salió de casa, bajó rápidamente el camino de Entralgo, subió á Canzana y después de rodear algunas veces la casa del tío Goro y cerciorarse de que aún estaban levantados, llamó quedo á la ventana de la cocina y comenzó á hablar disfrazando la voz, como hacen allí los mozos cuando salen de noche á galantear.

El tío Goro se había retirado á descansar. No estaban en la cocina más que Felicia hilando y Demetria concluyendo de limpiar la vajilla y colocarla en su sitio.

– ¡Calla!… ¿Ya tenemos quien nos ronque á la puerta?– exclamó Felicia levantando la cabeza sorprendida y mirando á su hija con sonrisa maliciosa.

Ésta se puso encarnada y replicó con enfado:

– ¡Qué está usted diciendo, madre! Será algún vecino que se haya equivocado.

– No, no; es á ti á quien han llamado.

– Demetria, Demetria— dijo la voz de afuera.

– ¿Lo oyes?… Abre, hija mía, abre á ese galán, que acaso venga de lejos y tenga necesidad de descansar un rato— manifestó la madre rebosando de orgullo.

– Yo no abro, madre. El que está ahí afuera sin duda quiere reirse de mí porque soy niña.

– Demetria, abre y dame un poco de agua, que tengo sed y estoy rendido— dijo Nolo con vozarrón de falsete.

– ¡Pobrecillo! ¿Por qué no le hemos de abrir?– exclamó Felicia. Y levantándose de su tajuela y con la rueca sujeta á la cintura á guisa de lanza, se dirigió á la puerta y la abrió.

– ¡Nolo!… Pero ¿eres tú?… ¡Cómo habíamos de pensar!…

Demetria, de pie en medio de la cocina, se puso tan colorada que parecía imposible ponerse más. Sin embargo, Nolo se puso aún más que ella. La tía Felicia los miró á entrambos con gozo y fué á sentarse de nuevo en su tajuela. Los jóvenes se sentaron á la par en el escaño y en voz baja y con largos intervalos de silencio comenzaron á hablarse, uno y otro tan tímidos que en la hora que así estuvieron no se miraron una vez á la cara.

Al sábado siguiente volvió Nolo también, y al otro, y al otro; en fin todos los sábados. No hubo necesidad de declaración de amor: el amor se había declarado por sí mismo.

Cierta noche, al despedirse á la puerta, Demetria entregó al mancebo un pequeño envoltorio de papel y le dijo con voz temblorosa:

– Toma; pero júrame que no has de abrirlo antes que llegues á la Braña.

Nolo juró y cumplió su juramento. Llega á su casa media hora antes, sube á su cuarto, enciende el candil y abre el envoltorio. Dentro estaba la cinta del justillo de Demetria, una cinta encarnada con sus herretes dorados en los cabos. Este es el grande y tierno testimonio que las nobles doncellas asturianas suelen dar de su amor. Nolo, embargado de emoción, durmió con él debajo de la almohada y en la primera romería llevó la preciada cinta colgada de los botones de su chaleco.

Jacinto no era tan afortunado en sus amores. La vivaracha Flora le hacía sufrir crueles tormentos; mostrábase con él indiferente, desdeñosa; rechazaba con empeño todos los obsequios que el amartelado mancebo le prodigaba.

– Á ti no te parecerá, como á Demetria, que hemos llegado tarde— manifestó Jacinto dirigiéndose á ella con sonrisa triste.

– Tú lo has dicho. Á mí me parece que habéis llegado demasiado pronto. Toda la tarde me han picado las moscas.

– ¿Es que yo soy una mosca, Flora?

– No, tú eres un moscón; no picas pero zumbas, zumbas sin cesar y me mareas.

– ¿Quieres entonces que me esté callado?

– Sí, estate calladito y no me digas las simplezas que me ensartaste el día pasado en Rivota.

Jacinto bajó la cabeza y permaneció en pie y silencioso. Su rostro terso de adolescente expresaba profunda tristeza. Ambos, callados y taciturnos, contemplaron largamente la hoguera que Linón atizaba pausadamente.

Pero la morenita concluyó por impacientarse de este silencio.

 

– ¿Por qué no bailas, Jacinto?

– Porque á mí sólo me apetece bailar contigo.

– Pues entonces puedes sentarte y esperar, porque va para largo.

– ¿No me quieres por pareja?

– Sí, pero más tarde… el día en que principies á afeitarte.

– ¡Qué picante eres, Flora!– exclamó el zagal poniéndose colorado.

– ¿No ves, querido— manifestó la muchacha soltando una carcajada,– que con esa carita tan blanca y sonrosada va á parecer que bailo con otra mujer disfrazada?

El mancebo se sintió herido en lo profundo del alma y guardó silencio. Al cabo de un rato Flora le clavó una mirada entre compasiva y maliciosa y dijo sacando de la faltriquera un puñado de avellanas tostadas y ofreciéndoselas:

– Toma: come esas avellanas, á ver si se te quita el enfado.

Jacinto las rechazó con digno ademán.

– ¿No las quieres?… Bien, pues harás que coja un empacho, porque llevo ya comido un celemín de ellas.

Y se puso á cascarlas con sus blancos y menudos dientes.

– No sé por qué te enfadas— prosiguió al cabo de un instante.– Ya debías estar acostumbrado á mis cosas… Tú, Jacinto, te empeñas en comer los higos cuando están verdes y ¡claro! no tiene más remedio que saberte agrios.

– ¡Eres tan despreciativa, Flora!

– ¡Mejor que mejor! ¿No has oído cantar á los ciegos esta copla:

 
Morena tiene que ser
la tierra para claveles,
y la mujer para el hombre
morenita y con desdenes?
 

Y riendo como una loca se puso á charlar con su amiga Demetria, dejando al buen Jacinto afligido y hechizado al mismo tiempo.

Las horas se iban deslizando. Algunas familias de Canzana comenzaron á desfilar. La tía Felicia vino á proponer á Demetria la marcha porque ya era tarde y además le parecía que no tardaría en haber bulla. Al cabo de un instante también se presentó D.ª Robustiana, el ama de gobierno del capitán, con la misma canción, que iba á haber bulla. Y se llevó apresuradamente á Flora.

¿Por qué iba á haber bulla? Por lo de siempre, por la iniciativa de los más ruines y cobardes. Jamás se diera el caso de que Firmo de Rivota, ni Toribión de Lorío, ni Nolo de la Braña ni Celso de Canzana, ninguno, en fin, de los héroes gloriosos que brillaban en los combates provocase la pelea. Esta odiosa misión parecía encomendada á algún chicuelo insolente, á algún despreciable zagal que después de prender fuego á la mecha solía desaparecer como si le hubiese tragado la tierra.

Y esto sucedió entonces. Un mancebillo de Rivota saltó al cabo por encima de la hoguera y después de saltar gritó con voz recia: «¡Viva Lorío!»

Un estremecimiento de susto corrió por toda la plazoleta. La inquietud y el malestar se pintaron en todos los semblantes.

Otro chicuelo de Canzana hizo inmediatamente lo mismo y gritó con voz más recia aún: «¡Viva Entralgo!»

– ¡Vámonos! ¡vámonos!– exclamó Felicia cogiendo á su hija por el brazo.

El tío Goro ya estaba allí también.

– Adiós, Nolo, hasta mañana.

– No: yo voy acompañándoles un rato hasta Canzana.

Y seguido de sus compañeros se alejó del campo y fué dándoles escolta por la empinada cuesta que conducía al lugar. Demetria se alegró vivamente, se felicitó de que su amante estuviese picado con los de Entralgo.

En un instante no quedó mujer alguna delante de la casa del capitán.

De nuevo saltó el mancebillo de Rivota gritando: «¡Viva Lorío!» Y otra vez le siguió el de Canzana contestando impetuosamente: «¡Viva Entralgo!»

Entonces de las filas espesas y amenazadoras de Lorío salió una voz varonil que dijo secamente: «¡Muera!»

Fué la señal. Más de cien garrotes se levantaron al mismo tiempo para caer inmediatamente sobre otras tantas cabezas. Y el ruido que hicieron al caer semejaba al chasquido de los guijarros del río cuando éste en una de sus furiosas avenidas los remueve, los sacude contra las peñas de la orilla.

Peñas eran sin duda los cráneos de aquellos jóvenes valerosos cuando no se quebraron ni se abollaron siquiera. Ni uno solo vino á tierra. Como si tales garrotazos fuesen solamente toquecitos de llamada para despertarlos de su letargo, se irguieron todos bravamente y comenzaron á vibrar sus palos nudosos. La pelea se generalizó. Los guerreros de Lorío se lanzaron sobre los de Entralgo con furiosos gritos. Éstos, aunque menos en número, resistieron el choque á pie firme sin pensar en huir. Crujía el aire con la violencia de los palos; restallaban éstos y se quebraban algunas veces en las manos de los héroes; sonaban los golpes de unos y de otros con fragor en el silencio de la noche: escuchábanse gritos, lamentos, amenazas: todo formaba infernal algarabía de muerte. Los resplandores de la hoguera alumbraban aquella lucha en que por ambas partes se peleaba con furia insaciable.

Sin embargo, el magnánimo Quino, fértil en astucias, temiendo que la ventaja del número diese rápidamente la victoria á los de Lorío, con algunos de sus compañeros rodeó la casa del capitán para sorprender á aquéllos por la retaguardia. Y en efecto llevó á cabo la maniobra con habilidad y presteza. Cayó de improviso sobre las filas de los enemigos, causando en ellas crueles estragos, produciendo gran confusión y alarma. Pero fué momentánea. Repuestos prontamente, se lanzaron sobre él más de treinta mozos del Condado á cuyo frente se hallaba el impávido Lin de la Ferrera, que ocupaba la retaguardia de la hueste y le obligaron á replegarse con sus diez ó doce compañeros hacia el Barrero, sitio más elevado del lugar.

Por otra parte, Toribión de Lorío, el de las recias espaldas y de la voz de bronce, que gritaba tanto como veinte hombres juntos, y el bravo Firmo de Rivota celebraron consulta rápidamente en medio de la pelea. Convinieron en que, desembarazados de la gente de Villoria, los de Entralgo, por sí solos, no tardarían en ceder. Dejando, pues, á algunos de los suyos el cuidado de combatir á éstos, se lanzaron ambos con el núcleo de su fuerza sobre Ramiro de Tolivia y Froilán de Villoria, que capitaneaban escasas pero aguerridas huestes. Estos nobles guerreros, á pesar de su audacia y su fuerza, no pudieron resistir mucho tiempo el esfuerzo de aquellos hombres indomables. Poco á poco fueron retrocediendo por el camino que desde la casa del capitán conduce al riachuelo de Villoria. Allí se abre un campo donde los vecinos juegan á los bolos y á la barra. En este campo lucharon todavía un rato, protegidos por las sombras de la noche. Al cabo, mal de su grado, se vieron necesitados á replegarse, y volviendo la espalda, huyeron por la estrecha cañada sombreada de avellanos. Los de Lorío y Rivota los persiguieron largo trecho hasta los confines de la parroquia. Luego se volvieron apresuradamente para desbaratar á los que luchaban todavía en el pueblo.

¡Hijos animosos de Entralgo, Toribión de Lorío y Firmo de Rivota han conquistado el campo de batalla! En vano tú, magnánimo Quino, luchaste con denuedo en lo alto del Barrero, aprovechando lo fuerte de la posición y las paredes de las casas que te guardaban las espaldas. Al cabo, viendo crecer siempre el número de tus enemigos y sintiendo tus fuerzas agotadas, supiste como hábil guerrero salir del campo de batalla sin ser notado y refugiarte entre los espesos castañares. Los demás buscaron asilo en las casas.

En vano tú, fatal Bartolo… Pero no… Bartolo no estaba allí… ¿Dónde estaba Bartolo? Al comenzar la batalla quiso arrojarse en ella poniendo su fuerza inmensa al servicio de su patria; pero la tía Jeroma, la más noble de las mujeres, le sujetó indignamente por la cabellera y á pescozones le encerró mal de su grado en casa, privando á Entralgo de uno de sus guerreros más perniciosos y matando en flor mucha hazaña memorable.

En vano tú, heroico Celso, sostuviste con bravura el combate en medio de la plaza, asistido solamente de quince ó veinte guerreros de Canzana. Tu valor desesperado, tu fuerza y tu coraje en aquella noche necesitarían varios cantos para ser narrados y otra lira más sonora que la mía para ser entregados á la admiración de los hombres. Tus compañeros, atemorizados por la ola impetuosa que avanzaba sobre ellos, te dejaron al cabo solo y pidieron refugio como ruines mujeres en la casa del capitán. ¡Y tú, guerrero infatigable, luchaste solo, solo en medio de las espesas filas de tus enemigos! Por fin, caíste. Los hijos feroces de Lorío descargaron aún sobre ti su furia moliendo tu cuerpo como si fuese el trigo de las eras.

La victoria quedó por Lorío. Las falanges de Entralgo se disiparon como las brumas á los rayos del sol. Unos se escondieron entre los maizales de la vega, otros entre los castañares, los más se guardaron en sus casas. Los vencedores pasearon las calles del lugar celebrando con gritos de júbilo su triunfo, llamando en cada puerta y dirigiendo á los vencidos sangrientos insultos.

– Ya os vemos, valientes, ya os vemos. Estáis hilando… ¡Eso debierais hacer siempre!… Fregad también las escudillas y amasad la borona… Cuidado que salga bien cocida… No os olvidéis de echar á remojo las habichuelas y lavar los pañales del chico…

Tales y más crueles aún eran las palabras que salían de la boca de aquellos guerreros orgullosos. Yo las oí desde mi lecho infantil, donde manos maternales me habían confinado contra mi voluntad desde bien temprano. Las oí y mi corazón quedó traspasado de dolor porque he nacido en Entralgo, vergel precioso que dos ríos fecundan. Las lágrimas saltaron de mis ojos y mordía las sábanas con rabia, ansiando llegar á hombre para vengar la afrenta de los míos.

También las oyó Nolo, el intrépido y glorioso guerrero de la Braña. Bajaba con sus compañeros de retorno la cuesta de Canzana.

– Escuchad— dijo quedando inmóvil con el oído atento.– ¿No oís los gritos y risotadas de esos peleles? Seguro es ya que han logrado meter á los de Entralgo en sus casas.

Y permaneciendo un instante pensativo, añadió:

– Aunque estemos picados con los de Entralgo, al fin son nuestros compañeros y lo han sido siempre. ¿Queréis que vayamos á esperar á esa canalla y les calentemos un poco las espaldas?

– ¡Sí, Nolo!– clamaron todos á una voz.

– ¡Adelante!– gritó entonces el mozo de la Braña lanzándose con ímpetu por la calzada pedregosa.

Como se ve las sombras del crepúsculo descender velozmente por las montañas ennegreciendo el valle, así bajaron sombríos y rápidos los guerreros de Villoria. Los clavos de sus zapatos chocando con los pedernales despedían luces fatídicas. Fiero y erguido marchaba á su frente el intrépido Nolo. Su montera puntiaguda se alzaba sobre las demás semejante á una nube que avanza cargada de rayos por el firmamento.

Cruzaron el puente sobre el riachuelo de Villoria, entraron en el Campo de la Bolera, pero en vez de atravesar el pueblo saltaron las tapias de la pomarada de D. Félix y salieron por el extremo opuesto, en el camino ya de Lorío. Avanzaron á marcha forzada por él, y llegando á la peña de Sobeyana se detuvieron. Era el sitio más á propósito para la siniestra emboscada que preparaban. Ocultos entre los avellanos y nogales que guarnecían el camino esperaron. No se tardó media hora sin que llegasen á sus oídos los ¡ijujús! de los del Condado, que regresaban los primeros á sus casas henchidos de alegría y orgullo. Los dejaron pasar. Y cargando repentina y furiosamente sobre ellos los ponen en dispersión al instante: se hartaron de machacarles los riñones: les persiguieron largo trecho. Volviendo luego como un relámpago sobre sus pasos, tropezaron con el grupo de Rivota que marchaba igualmente cantando, riendo, lanzando gritos de triunfo. Nolo no se amedrenta por el número, aunque era mucho mayor que el de los suyos. Lleno de fuerza y audacia se arroja sobre ellos, dejando escapar de su garganta terribles gritos. Tal como un león que sale del bosque hambriento y cae sobre un rebaño de ovejas devastándolo en sus garras poderosas, así el mozo de la Braña se introdujo en la falange de Rivota, causando en ella la consternación y el estrago. Los demás le siguen con igual ardor. Rompen las primeras filas. Los del alto de Villoria, hábiles en manejar el palo nudoso, repelen á sus enemigos dispersándoles. Entonces, temiendo ser envueltos, porque la oscuridad de la noche les hacía imaginar que sus enemigos eran más numerosos, los de Rivota retrocedieron por el camino de Entralgo para unirse á sus compañeros. Los de Villoria los persiguieron algún tiempo. Al cabo Nolo, cuya alma estaba llena de valor y de prudencia, se detiene.

– Basta ya, compañeros. Los de Rivota se van á unir pronto á los de Lorío y vendrán sobre nosotros. Es menester que se encuentren solamente con los árboles para saciar su rabia.

Y seguido de sus amigos se lanzó por el monte arriba. Largo rato se oyeron sus gritos de triunfo. El eco de las montañas los repitió hasta los confines del valle.