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La aldea perdita

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La corriente en aquel sitio, aunque viva, no era impetuosa. Nolo nadaba con todas sus fuerzas para alcanzar á su amada antes que llegase al sitio donde el río se precipitaba en torbellino semejante á una cascada. En efecto, la alcanzó; pero al tocarla con la mano ya no pudo sostenerse él mismo y ambos rodaron envueltos entre las rugientes espumas del agua. Felizmente Nolo no perdió el conocimiento. Cuando llegaron á otro remanso pudo á costa de grandes esfuerzos acercarse á la orilla y asirse de la rama de un árbol, teniendo sujeta á Demetria con la otra mano.

La sacó del agua sin sentido y la dejó sobre el césped esperando á que llegasen Flora y el barquero. Pero antes que esto acaeciese Demetria abrió los ojos y dibujándose en ellos una sonrisa triste dijo:

– ¿Me crees ahora, Nolo?

– Te creo, Demetria.

Y por primera vez el mozo de la Braña estampó un tierno beso en su rostro de azucena.

XXII.
La envidia de los dioses.

Voy á terminar. La tarde declina y mi mano cansada se niega á sostener la pluma. ¡Oh valle de Laviana! ¡oh ríos cristalinos! ¡oh verdes prados y espesos castañares! ¡Cuánto os he amado! Que vuestra brisa perfumada acaricie un instante mi frente, que el eco misterioso de vuestra voz suene todavía en mis oídos, que vuelva á ver ante mis ojos las figuras radiosas de aquellos seres que compartieron las alegrías de mi infancia. Voy á daros el beso de despedida y lanzaros al torbellino del mundo. Mi pecho se oprime, mi mano tiembla. Una voz secreta me dice que jamás debierais salir del recinto de mi corazón.

Era llegada de nuevo la fiesta de Nuestra Señora del Carmen. Dos días antes se había celebrado en la pequeña iglesia de Entralgo la unión de Jacinto y Flora, de Nolo y Demetria. Con tan fausto motivo el capitán invitó el día de la romería á todos los próceres de la Pola y á algunos también de Langreo. Debajo de los manzanos frondosos de la pomarada se colocaron varias mesas. El número de convidados, entre indígenas y forasteros, pasaba de ciento. Para proveer al banquete se mataron algunos corderos y muchos pollos y gallinas, se cazaron algunas docenas de perdices y se pescaron salmones y truchas en abundancia.

D. César de las Matas de Arbín encontraba poco todo aquello. Atacado de un vértigo de grandeza heroica, decía que para celebrar suceso de tal magnitud era menester una hecatombe, el sacrificio de cien bueyes ó por lo menos de cien carneros.

Una banda de gaitas acompañada de tamboriles amenizaba el festín, haciendo sonar los aires del país. Y delante del lagar, en el campo de la Bolera, otra banda mucho más numerosa de zagales y zagalas bailaba con todo el ímpetu de su juventud lanzando á cada momento hurras y vivas á los novios.

Éstos eran objeto de todas las miradas y todas las atenciones de los comensales. Nunca ni en ninguna parte se viera más hermosas parejas. Nolo y Jacinto vestían el traje de ciudadanos, el pantalón largo y el sombrero de fieltro de anchas alas. Ellas habían querido conservar su traje típico de aldeanas, aunque rico y suntuoso: el dengue de terciopelo, la saya de fino merino, los zapatos de tafilete, las medias de seda. Colgaban de sus orejas ricos pendientes de diamantes y hechos también de piedras preciosas eran los collares que adornaban sus gargantas.

¿Y el capitán? Quien le viera en aquel día moverse de un lado á otro como si estuviese atacado de la tarántula, reir, beber y bromear, apenas pudiera reconocerle. Parecía cosa de magia la trasformación que en poco más de dos meses se había operado en aquel caballero. Estaba tan alegre que abrazaba, á cuantos venían á felicitarle, sin exceptuar el ingeniero de Madrid y el químico belga. Y es fama que cuando éste se acercó á él le dijo en voz baja: «Monsieur, tienen ustedes razón: hay que extraer la riqueza que se halla oculta en este valle. Yo no la necesito ya, pero pronto he de tener nietos y quiero dejarlos bien acomodados. Cuenten ustedes con mi dinero para cualquier empresa lucrativa». Por supuesto que nadie tomó en serio tales palabras y las achacaron al mareo del vino.

Hubo brindis en prosa y en verso, discursos y epitalamios; se rió, se cantó y se disparató. Un soplo de alegría desenfrenada corría por la pomarada levantando todas las cabezas, enronqueciendo todas las gargantas. Tan sólo el señor de las Matas de Arbín se mostraba taciturno y reservado. Allá en el extremo de una mesa, á solas con una botella de jerez, libaba el néctar andaluz pausadamente sin tomar parte en la algazara. Hasta creyeron ver algunos que una lágrima se deslizaba de sus ojos y caía sobre la mesa.

– Miren ustedes el dorio— exclamó el troglodita don Casiano.– ¡Pues no está llorando! En mi vida he visto un hombre más gracioso.

El alcalde, Antero y otros varios se acercaron á él.

– ¿Qué es eso, D. César? ¿Cómo estamos tan melancólicos en momento como éste?

D. César se llevó la mano á la frente con abatimiento y exclamó con voz temblorosa:

– Señores míos, dispensadme. La alegría desenfrenada que en torno mío contemplo me causa sobresalto. La excesiva prosperidad en los humanos rebaja la dignidad de los inmortales. Nuestra felicidad, aunque sea merecida, parece que les humilla y apenas nacida se disponen á acabar con ella. Perdonad, señores míos… En este momento no puedo sentirme alegre porque temo, en verdad, la envidia de los dioses.

Una carcajada estrepitosa acogió tan severas palabras. ¡Imposible, imposible encontrar en el mundo un hombre más chistoso que el dorio!

La tía Felicia, que estaba roja como un tomate y unas veces reía y otras lloraba y otras abrazaba á todo el que se ponía al alcance de sus brazos, quería lucir á su hija á todo trance, quería presentarla en la romería. La tía Agustina, que también deseaba lucir á Nolo, secundó calurosamente este proyecto. Nadie se opuso á él. Los novios se alzaron de la mesa y seguidos de los comensales salieron al campo de la Bolera. Fueron recibidos con estruendosos vivas. Una muchedumbre se apiñó en torno de ellos. Todos querían hablarles y apretarles la mano. Allí estaba el ingenioso Quino que casado recientemente con Eladia, encontraba ya harto pesada la dialéctica de su tío Martinán y sólo la soportaba porque algún día la tragaría la tierra y dejaría encima algunos doblones. Allí estaban Maripepa y su hermana Pacha, convencidas ambas de que antes de mucho tiempo se celebraría otra fiesta parecida para festejar la boda de la primera. Allí estaban la tía Brígida, la tía Jeroma, Elisa y la vieja Rosenda, que deseando hacer olvidar sus desacatos antiguos, se inclinaba sonriente y melosa delante de Flora y le besaba las manos.

Detrás del enorme corro de la gente, con el rostro ceñudo y sombrío, hallábase el homicida Bartolo. No podía participar de la alegría insensata de sus convecinos porque, como siempre, su alma se hallaba inflamada por un torbellino de sentimientos belicosos. Pocas noches antes los mineros habían maltratado á dos mozos de Entralgo que venían de cortejar en Tiraña. Desde entonces no respiraba más que venganza y exterminio. Los mineros ¡puño! se las habían de pagar ó dejaría de ser Bartolo el hijo de la tía Jeroma de Entralgo.

– ¡Á la romería! ¡á la romería!– se gritó.

El numeroso cortejo se puso en marcha. Á su frente el impetuoso Celso dando fuego á los cohetes. Era su especialidad. Amaba los cohetes porque su olor y su estampido le recordaban la vida militar, hacia la cual profesaría hasta la muerte amor entrañable.

– ¡Vivan los novios! La pequeña aldea de Entralgo se estremecía de júbilo. Chillaban las gaitas, redoblaban los tambores, estallaban los cohetes, los hurras atronaban el espacio. ¡Vivan los novios! Nadie podía ver cruzar aquellas gallardas parejas sin exhalar este grito del fondo del corazón. Marchaba Flora encarnada y brillante como una rosa de Alejandría, marchaba Demetria blanca y esbelta como una azucena de Mayo.

Cierro los ojos, miro hacia adentro y aún os veo cruzar por delante de mi casa llenas de atractivos como dos estrellas descendidas de la región azul del firmamento para iluminar mi valle natal. Aún veo vuestros ojos brillantes de dicha, aún veo vuestros labios de coral plegados por una sonrisa divina. Mis manos infantiles batieron las palmas y grité con toda la fuerza de mi pecho: «¡Vivan los novios!– ¡Adiós!» me dijisteis enviándome un beso.

Y partisteis. ¡Ay, pluguiera al cielo que no dierais un paso más!

El cortejo nupcial cruzó el pueblo y ascendió por el estrecho camino de la iglesia sombreado de avellanos. Al desembocar en el campo de la romería ésta se hallaba en todo su apogeo. Pero la entrada de tan grande y lucido concurso no causó en ella el movimiento natural, porque en aquel momento se iniciaba una reyerta formidable entre mineros y aldeanos.

Tiempo hacía que palpitaba el odio entre unos y otros. En los caminos por la noche, en las esfoyazas y romerías se habían producido repetidos choques. Pero los mineros llevaron siempre la mejor parte porque empleaban las armas blancas y alguna vez también las de fuego, mientras se valían sólo de sus palos los montañeses. Llegó un instante sin embargo en que éstos, exasperados, resolvieron combatirles con los mismos medios. Algunos zagales de Villoria, de Tolivia y Entralgo se proveyeron de navajas, otros de pistolas compradas en Langreo. Se aguardaba con impaciencia la romería del Carmen para tomar la revancha de tantos y tan injustificados agravios.

Y en efecto, apenas llegados los novios y sus acompañantes al campo de la iglesia estalló la lucha terrible, sangrienta, como jamás se viera ni pensara verse en aquel pacífico valle. La muchedumbre se arremolinaba, las mujeres exhalaban lamentos desgarradores, se oían tiros, imprecaciones, blasfemias horrendas. El alcalde comprendió que era inútil intervenir sin disponer de fuerza para ello y mandó retirarse. Iban á hacerlo todos hacia el pueblo cuando Jacinto vió que uno de sus parientes caía herido y se lanzó en su auxilio. Mas antes que llegase al sitio un minero de baja estatura, de mísero aspecto, aquel Joyana amigo y compañero de Plutón se le plantó delante y le descerrajó un tiro en el pecho dejándole muerto. Nolo brincó como un león dejando abandonada á Demetria. En aquel momento una mano criminal, la mano de Plutón, avanzó por encima del hombro de aquélla y le dió una terrible cuchillada en la garganta.

 

Cayó desplomada la hermosa doncella. Un grito de horror salió del pecho de cuantos la rodeaban. Algunos corrieron en persecución de los criminales, que huían por el monte arriba. Otros acudieron á socorrerla. Demetria se revolcaba en el suelo soltando torrentes de sangre que enrojecían el alabastro de su cuerpo y el verde de la pradera. D. Prisco se dejó caer de rodillas á su lado, para recoger su último aliento y enviarlo á Dios con el perdón de sus pecados. El capitán, teniendo á su hija desmayada entre los brazos, lloraba como un niño.

En aquel momento, el noble hidalgo D. César de las Matas de Arbín se irguió arrogante en medio del campo. Y trémulo de indignación, con sus blancos cabellos flotando, los ojos chispeantes, los puños crispados se dirigió al grupo de los próceres de la Pola gritándoles.

– Decís que ahora comienza la civilización… Pues bien, yo os digo… ¡oídlo bien!… ¡yo os digo que ahora comienza la barbarie!

FIN