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La aldea perdita

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¿Á quién sacrificaste tú, impetuoso Celso, honor y gloria de mi parroquia? Bajo tus acometidas invencibles cayeron muchos y bravos guerreros de Lorío y cayó también el más ilustre de los hijos del Condado, el famoso Lázaro, que después de Toribión y Firmo era tenido por el más esforzado de los enemigos de Entralgo. No le valió su garrote nudoso de acebuche ni le valieron sus saltos prodigiosos. Tú derribaste de un garrotazo su montera adornada de claveles y luego le tentaste varias veces la cabeza y las costillas. ¿Á quién inmolaste tú, industrioso Quino, el más galán y más prudente de los hijos de Entralgo? Bajo tu palo gimieron muchos bravos en aquella aciaga jornada y por fin tuviste el honor de ver huir delante de ti al valeroso Lin de la Ferrera. Si no le diste alcance no fué porque te faltasen piernas, sino porque no quisiste que los mozos del Condado te cortasen la retirada.

Pero en aquella ocasión por su fuerza y por su audacia se distinguió Nolo, el hijo del tío Pacho de la Braña, entre todos los hijos de Villoria y Entralgo y ganó gloria imperecedera. Parecido á una llama impetuosa penetra entre las filas de los contrarios sembrando en ellas el pavor. Tan pronto está en un sitio como en otro: aquí tumba á un mozo, más allá desarma á otro, en otra parte persigue á un fugitivo. Imposible averiguar á qué campo pertenecía, si peleaba del lado de Lorío ó de Entralgo. Como un río impetuoso se despeña en el invierno sobre el valle y rompe los diques que las manos del hombre le han opuesto y arrastra los árboles y las casas y destruye las más florecientes heredades, de tal modo el hijo del tío Pacho penetra en las espesas falanges de los de Lorío introduciendo en ellas el desorden y el espanto.

¿Dónde estabas tú, belicoso Bartolo, dónde estabas tú en aquel momento de perdurable memoria para nosotros? Habías llegado tarde á la romería y te habías acercado al hórreo donde los zagales y zagalas se entregaban al baile. Allí tropezaste con un amigo que te invitó á beber unos vasos de sidra. Y descuidadamente, sin pensar que los de Entralgo iban á necesitar pronto de tu invencible brazo, te entretuviste alegremente narrando amores y combates. En vano te dijeron: «Bartolo, parece que hay palos en la romería». Tú no hiciste caso, acostumbrado como estabas á despreciar los peligros, y enardecido por la plática y la sidra seguiste relatando la historia maravillosa de tus hazañas. Cuando al cabo algunos fugitivos vinieron á refugiarse bajo el hórreo y pudiste cerciorarte de que la bulla no era niñería, con terrible calma cubriste tu cabeza con la montera, pediste otro vaso de sidra, lo bebiste y después de haberte limpiado repetidas veces los labios con el dorso de la mano dijiste con sosiego aterrador: «Vamos á ver lo que quieren esos pelafustanes». Y saliste arrojando miradas homicidas á todos lados.

Pero ya la victoria estaba declarada por los de Entralgo. Los de Lorío y Condado corrían desbandados y seguidos de cerca por los primeros. Las mujeres, los niños y los hombres pacíficos se habían refugiado en el pórtico y en los alrededores de la iglesia. El campo de la romería estaba poco menos que desierto. Sembrados por él y aturdidos por los garrotazos yacían algunos guerreros. Uno de ellos se levantó y derrengado, sin palo y sin montera enderezó sus pasos trabajosamente hacia la iglesia. Era el famoso Toribión, el caudillo ilustre de Lorío. Bartolo lo vió y animado de un valor intrépido saltó sobre él como un león y de un par de estacazos le hizo de nuevo medir el suelo.

– Ya caíste entre mis uñas, Toribión— exclamó con sonrisa diabólica.– Mucho tiempo hacía que tenía gana de verme cara á cara contigo. Cuando te levantes marcha á Lorío y cuenta á tus compañeros cómo te ha hecho morder la tierra el hijo de la tía Jeroma de Entralgo.

Después, sereno, majestuoso, semejante á un dios recorrió el campo de la fiesta sin que nadie se opusiera á su marcha triunfante.

Hartos de apalear y perseguir á los de Lorío, no tardaron en llegar los zagales victoriosos de Entralgo y de Villoria lanzando gritos de triunfo. De nuevo se puebla el campo de romeros y por algún tiempo reina la misma animación. Los mozos vencedores, ebrios de alegría, quieren depositar su triunfo á los pies de las rapazas y les ofrecen sus monteras llenas de confites y avellanas tostadas. Sonríen ellas, se hacen las melindrosas; insisten ellos y á pesar de su fuerza indomable se muestran ruborosos y humildes como niños.

Jacinto se acerca á Flora. Su rostro aún está contraído, sus manos tiemblan, todo su cuerpo manifiesta extraña agitación.

– ¿Qué mosca te ha picado, Jacinto?– le pregunta la linda morenita mirándole con una risa maliciosa.

– ¿Sabes lo que han hecho ayer noche conmigo tus vecinos?– exclama rudamente el mozo.

Flora le mira sorprendida.

– Pues en cuanto salí de tu casa, antes que llegase á Rivota, entre Toribión y otros tres me torgaron.

Un relámpago de ira pasó por los ojos de la zagala.

– ¿No te dije que no te fiases de ellos, Jacinto? ¡Que eran muy burros! ¡muy burros!

XIII.
Adiós.

Así fué como los de Entralgo lograron el desquite, ganando inmensa gloria. Pero el hijo intrépido del tío Pacho de la Braña no pudo saborearla porque no halló en la romería á Demetria, aunque largo tiempo la buscó por todas partes. Nadie le daba noticia de ella, ni del tío Goro ni de Felicia. Preguntó á Flora y ésta tampoco sabía por qué su amiga dejara de asistir á fiesta tan renombrada. Con el corazón lleno de tristeza el héroe de la Braña iba y venía de un grupo á otro, siempre con la esperanza de hallar en alguno á su dueño bien querido. Cuando se llegó la noche y aquella muchedumbre se fué dispersando tomó la resolución de ir á Canzana y así lo comunicó á sus compañeros. Pero el prudente Quino le habló de esta manera:

– Yo no dudo, Nolo, que vayas á Canzana esta noche, aunque bien sabes que los de Lorío no dejarán de esperarte en el camino. Si todos los hemos agraviado ahora, á nadie más que á ti guardarán rencor. Grande alegría les darías si pudiesen saciar en ti su venganza, porque tú fuiste quien les preparó la garduña en que cayeron. Mi parecer es que dejes la visita hasta mañana y que la hagas á la luz del día, cuando todos esos mozos estén en el trabajo. Y si es que no quieres dejarla, entonces nosotros te acompañaremos después hasta Villoria.

El hijo del tío Pacho lanzándole una mirada feroz le respondió:

– Pasmárame á mí que no salieses con alguna de las tuyas. ¿Quién sino tú pudiera meterme miedo con esos mamones que todavía están corriendo y no pararán hasta esconderse debajo del escaño de su casa? Tienes el corazón de liebre y vales más para comer la torta y la leche al pie del lar que para sacudir garrotazos en las romerías. Guárdate, guárdate en casa esta noche, que yo no necesito que nadie me dé escolta.

El industrioso Quino sintió que el calor subía á sus mejillas y replicó encolerizado:

– Nada te he dicho, Nolo, que merezca que me insultes de ese modo, y no es de mozos criados en ley de Dios hacer ofensa á los amigos que se han portado bien. Si yo como la torta al pie del lar, tú la comes también, porque no te mantienes del aire, y si tú das garrotazos en las romerías, garrotazos sacudo yo cuando se tercia. Vete solo si quieres, que no será Quino de Entralgo quien te lo estorbe.

Iba á contestar Nolo con otras pesadas palabras; pero el intrépido Celso de Canzana, temiendo que la disputa llegase á pelea, se apresuró á intervenir.

– Ya que lo veo necesario, Nolo, voy á decirte lo que sé y que según las trazas nadie ha querido contarte hasta ahora. Esta mañana se presentó en Canzana una gran señora y preguntó por el tío Goro y la tía Felicia. Entró en su casa, habló con ellos y también con Demetria y se fué en seguida. Allí se dice que esta gran señora es la madre de tu rapaza, y que se la lleva para Oviedo ó Gijón. Ahora ya sabes por qué no ha venido esta tarde á la romería. Si quieres ir á Canzana puedes hacerlo, y si á la Braña, lo mismo. De todos modos, los mozos de Entralgo estamos siempre para lo que gustes mandar.

Quedó Nolo suspenso y acortado al escuchar estas palabras. Una gran tristeza inundó su corazón y empalidecieron sus mejillas. Apenas pudo murmurar las gracias. Repuesto un poco, al cabo se despidió de sus amigos manifestando que iba derecho á su casa.

Se acostó en la cama, pero no pudo gozar de las dulzuras del reposo. Todas sus ilusiones se huían. Aquel amor profundo, el primero y el único de su vida, se disipaba como un sueño. Lo que tenazmente se susurraba hacía tiempo y había llegado varias veces á sus oídos resultaba cierto. Demetria no era hija de aldeanos, sino de señores, y señora ella misma por lo tanto. ¿Cómo se acordaría en las alturas de su nueva posición de la bajeza de aquel aldeano que la amaba? ¡Oh, cuánto la amaba! El pobre Nolo daba vueltas en su lecho cual si tuviese espinas.

Por la mañana pensó en comunicar con su madre tan tristes noticias, pero no pudo hacerlo. La voz no quiso salir de su garganta; temía echarse á llorar como un niño. Salió á trabajar, pero en vez de hacerlo dejóse caer bajo un árbol, y así se estuvo toda la mañana inmóvil, con los ojos extáticos. Un deseo punzante le acometió, el de ver por última vez á Demetria y despedirse. Quizá no se hubiese marchado aún. Si se había marchado, quería ver siquiera aquella casa en que ella respiró y sentarse en la misma tajuela y hablar con los que siempre había tenido por padres. Comió apresuradamente y salió con disimulo sin decir una palabra.

Bajó á Villoria. Una vez allí, en vez de tomar el camino real de Entralgo, á la derecha del riachuelo, siguió la margen izquierda, por la falda de la montaña, á la altura de Canzana.

Tampoco Demetria logró dormir aquella noche. Había pasado todo el día sumida en profunda tristeza, llorando á ratos amargamente, haciendo, sin embargo, penosos esfuerzos por mostrarse serena á fin de no aumentar el dolor de la buena Felicia que estaba inconsolable. Lo que más contristaba á la zagala era que ésta perdiera aquella confianza maternal para tratarla y reprenderla. Se mostraba, á par que afligida, un poco confusa en presencia de la que ya no podía llamar hija.

 

Esperó con ansia la noche para ver á Nolo, pues no dudaba que éste, no hallándola en la romería, viniese á Canzana. Amargo desengaño experimentó al observar que se llegaba la hora de irse á dormir sin que el mozo de la Braña llamase á su puerta. Y el mismo punzante deseo que á Nolo le acometió á ella: el de despedirse y darle testimonio de su constante amor.

Al día siguiente toda la mañana empleó en los preparativos de su viaje. Efectuáronse éstos en silencio y tristemente. La casa estaba como si hubiera muerto alguno. Después de comer manifestó que iba á Lorío á despedirse de Flora; la avergonzaba mucho manifestar su verdadero designio. Bajó la calzada de Entralgo, pero antes de trasponer el puente siguió la margen izquierda del río, pasó por lo cimero de Cerezangos y se dirigió á Villoria.

Los caminos eran de montaña: unas veces senderos en los prados, otras en los bosques de castaños, otras, en fin, calzadas estrechísimas entre paredillas recubiertas de zarzamora y madreselva. En el recodo de una de estas calzadas se encontró de improviso con Nolo. Ambos quedaron sorprendidos y sonrieron avergonzados sin pronunciar palabra. Fué Demetria quien primero rompió con franqueza el silencio:

– Iba á la Braña, Nolo.

– Y yo á Canzana, Demetria.

– Tenía que hablarte.

– Yo á ti también.

Demetria le miró sorprendida.

– ¿Sabes algo?– le preguntó vacilante.

– Sí… Ayer me dijeron lo que había pasado por la mañana en tu casa.

Los dos guardaron silencio. Se habían arrimado á la paredilla, el uno al lado del otro. Demetria arrancó un retoño verde de la zarza y lo deshizo entre los dedos con la mirada fija en el suelo. Nolo con los ojos abatidos igualmente daba golpecitos con su nudoso garrote sobre las piedras del camino.

– Nunca estuve más descuidada y alegre que ayer por la mañana— profirió al cabo en voz baja la joven.– Había lavado y vestido á mis hermanos y tenía mi ropa extendida sobre la cama para ponérmela cuando volviese de la fuente… Pensaba en la romería… Pensaba en bailar hasta caer rendida… Pensaba en ver á Flora… Cuando bajé la escalera encontré á mi madre llorando. Delante estaba una señora tan alta como yo, seria, con el pelo casi blanco. Llevaba pendientes que relucían como si tuviesen fuego dentro y en las muñecas unos anillos grandes con piedras verdes que relucían también… Cuando mi madre me dijo:– Demetria, esta señora es tu madre; yo no lo soy— pensé que me venía el techo encima. Quedé sin gota de sangre. Después me dijeron que iban á llevarme á Oviedo y vestirme de señora…

– ¿Y no te alegras de eso?– preguntó Nolo sin levantar los ojos.

– No— respondió secamente la zagala.

Hubo una pausa. Nolo volvió á preguntar tímidamente:

– ¿Será por el tío Goro y la tía Felicia? Te han criado como padres y tú los quieres como si lo fuesen…

– Sí, por ellos es… y por ti también— añadió rápidamente y en voz más baja.

Un estremecimiento sacudió el cuerpo del mozo de la Braña.

– ¡Oh, por mí!… ¡Bien te acordarás cuando seas señora y vistas de seda y cuelgues de las orejas pendientes que reluzcan como candelas de este pobre aldeano que allá en la Braña destripa terrones!

– Calla, Nolo, calla— profirió ella con acento severo.– No me obligues á decir lo que no debo. Lo que soy ahora lo seré siempre para ti. Ya pueden ponerme los vestidos que quieran: debajo de ellos siempre estará Demetria, la misma rapaza para quien hacías zampoñas y buscabas nidos allá en el monte, la misma que acompañaste en las romerías tantas veces.

El mozo de la Braña escucha estas nobles palabras con alegría y guarda silencio paladeando su sabor delicioso.

– Si en Canzana hubieran querido— añadió la joven después de un rato con acento no exento de amargura— nadie me sacaría de casa.

– ¡Qué iban á hacer los pobres, si no son tus padres!– murmuró Nolo.

– Ellos nada, pero dejarme á mí que lo hiciera.

– Bien sabes, Demetria, que eso no puede ser. Ni tenían razón para ello, ni se habrán atrevido á aconsejártelo.

Calló la zagala, comprendiendo que Nolo tenía razón, que su queja era injustificada.

– De todos modos— profirió después con resolución,– si ahora me marcho, algún día volveré. Nadie me quitará de venir á ver á mis padres… Y si me lo quitan, ya sabré lo que he de hacer.

– ¿Cuándo te marchas?

– Mañana. Regalado, el mayordomo de D. Félix, quedó encargado de llevarme.

Acerca del viaje y sus preparativos, de la aflicción de sus padres y de sus pequeños hermanos departieron todavía un rato. Ni una palabra volvieron á hablar de sí mismos. La plática corría lánguida y apagada. Debajo de sus palabras indiferentes se trasparentaba una tristeza profunda. Ambos tenían la voz levemente enronquecida y temblorosa. Al cabo, después de una larga pausa, Demetria dejó escapar un suspiro y como si saliese de un sueño exclamó:

– Bueno, Nolo: es hora ya de separarnos. No sé si tendré tiempo de ir á Lorío á despedirme de Flora y volver antes de la noche.

– Sí lo tienes. Mira; el sol está muy alto todavía.

Demetria guardó silencio y permaneció inmóvil mirando por encima de la paredilla á las altas montañas de Mea. Y sin apartar de ellas los ojos profirió:

– ¿Vendrás mañana á despedirme?

– No— respondió el mozo con firmeza.

– Haces bien. ¿Para qué llamar la atención de la gente?

Y después de una pausa añadió tendiéndole la mano:

– Adiós, Nolo, que Dios te proteja como hasta ahora, que proteja á tus padres y á tus hermanos y al ganado que tenéis en la cuadra.

– Adiós, Demetria. Él te guarde tan buena como eres y te traiga pronto por acá.

Se estrecharon las manos, se miraron con amor á los ojos unos instantes y se apartaron con el corazón desgarrado, pero grandes, serenos como la naturaleza que los rodeaba, hermosos y castos como dos mármoles de la antigüedad.

– Oye, Demetria— dijo él volviéndose repentinamente.

Demetria también se volvió.

– Toma esos claveles— añadió quitándose la montera y arrancando de ella los que llevaba prendidos.– Si pasas por la iglesia de Entralgo déjalos á la Virgen del Carmen. Es nuestra madre y ella nos juntará otra vez.

Tomólos la zagala sin decir una palabra. Ambos se alejaron con paso rápido. Ella lloraba. Él con los ojos secos y la mirada altiva marchaba erguido y arrogante, aunque llevase la muerte en el alma.

En vez de seguir el mismo camino y pasar á Entralgo por el puente del campo de la Bolera, Demetria bajó al río, lo atravesó por unas grandes piedras pasaderas que debajo de Cerezangos hay y siguió la margen derecha hasta dar pronto en la iglesia de Entralgo. Empujó con mano trémula la puerta y entró. Se hallaba el templo solitario en aquella hora. La zagala se postró ante la sagrada imagen de la Virgen, y sollozando, con palabras fervorosas pidió protección para ella y para Nolo: besó repetidas veces el ramo de claveles que éste le había dado y lo dejó á los pies de la Madre de los desconsolados.

Al salir tropezó cerca del pórtico con la tía Brígida y la tía Jeroma, aquellas venerables hermanas que tuvieron la dicha de dar al mundo al prudente Quino y al pernicioso Bartolo, de fama inmortal. La habían visto desde un prado próximo entrar en la iglesia y picada su curiosidad bajaron rápidamente á esperarla. Ambas quedaron fuertemente sorprendidas al hallarla con los ojos enrojecidos por el llanto.

– ¡Quién diría, hermosa, al verte con los ojos llorosos, que ha caído sobre ti la bendición de Dios!– exclamó la tía Brígida poniéndole cara halagüeña.– Todos los vecinos estamos alegres más que las pascuas, al ver cómo la fortuna te ha entrado por las puertas. Porque no hay ninguno que no te haya estimado por la rapaza más guapa, más limpia, más honrada de nuestra parroquia. Tú sola eres la triste, Demetria. ¿Cómo es eso?

– ¡Bah! lágrimas de un día— exclamó la tía Jeroma.– Bien se acordará de llorar cuando mañana se vea en Oviedo sentada en un sillón que se hunde, tomando chocolate con bizcochos y con una criada detrás para que le espante las moscas.

Demetria permaneció grave y silenciosa. Las comadres trataron de tirarle de la lengua, pero fué inútil. Sus esfuerzos se estrellaron contra la actitud fría y reservada que siempre había caracterizado á la hija del tío Goro de Canzana.

Despidióse presto y se encaminó velozmente á Lorío. Flora lloró primero, rió después, volvió á llorar y trató de consolarla. ¡Cuánto habló aquella vivaracha criatura en poco tiempo! Pues aún no pareciéndole bastante resolvió acompañar á su amiga hasta Entralgo, dormir allí y despedirla al día siguiente. Y así se efectuó y no hay para qué decir que durante el camino no cerró la boca. Demetria la escuchaba embelesada y de vez en cuando aplicaba un sonoro beso en sus mejillas de rosa.

No fué mucho tampoco lo que pudo dormir la zagala aquella noche. Aguardó sin embargo á que su padre la llamase y se vistió como si fuesen á conducirla al suplicio. Cuando se asomó al corredor vió delante de la casa á todas sus compañeras, quince ó veinte zagalas de Canzana que habían resuelto bajar á despedirla. Un torrente de lágrimas se escapó de sus ojos. Su padre, el irreprochable Goro, la tomó de la mano y le dijo:

– Paréceme, Demetria, que llegó la hora de decirte algunas palabras instruídas; porque la sabiduría, no lo olvides, hija, es la mejor cosecha que un hombre puede recoger. Vale más que el maíz y que el trigo y si es caso vale más que el mismo ganado. Ahora que vas á Oviedo y tratarás con señorones de levita, instrúyete, hija, aprende lo que puedas, lee por todos los papeles que se te ofrezcan y si se tercia agarra también la pluma. Pero luego que estés bien aprendida no desprecies á los pobres ignorantes, porque buena desgracia tienen ellos. Además el orgullo no sienta bien á ningún cristiano. Yo que comí más de una vez á la mesa con los clérigos te lo puedo certificar. Y el Espíritu Santo ha dicho: «Si te ensalzas te humillaré, y si te humillas te ensalzaré».

Así habló el hombre más profundo que guardaba entonces el valle de Laviana y quizá las riberas todas del Nalón caudaloso.

– ¡Padre, padre! ¿por qué me dice usted eso?– exclamó Demetria angustiada.

Sin embargo, pronto se llega la hora de partir. La desdichada Felicia no tiene fuerzas para acompañar á su hija y queda en casa exhalando gemidos. Un grupo numeroso de zagalas y en medio de él Demetria desciende por la calzada de Entralgo. Detrás marchan también algunos hombres que rodean al tío Goro.

En Entralgo los esperaba ya Regalado con los caballos enjaezados. Demetria abraza á todas sus amigas y sube al que tiene las jamugas. El mayordomo monta en el suyo brioso.

– ¡Adiós, adiós!

El tío Goro, pálido como la cera, se acerca todavía á su hija, le estrecha las manos, se las besa y le vierte al oído estas memorables palabras:

– Aprende, hija, aprende á leer por los papeles, que la persona que no sabe semeja (aunque sea mala comparanza) á un buey.

Luego se retira demudado como si fuera á caer.

¡Adiós, adiós!