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El señorito Octavio

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– Al fin no pudo desmentir su casta… ¡Su casta de villanos!– añadió con acento más colérico.

Su cólera cedió, no obstante, muy pronto. No había sido más que una irritación pasajera levantada por el amor propio. Como la hija de don Marcelino no había vivido jamás en el fondo de su corazón (por más que él tratara de engañarse á sí mismo suponiéndolo), la herida no podía tener mucha profundidad. Después de todo, en el instante de contemplar su perfidia, ¿no iba él también á engañarla y á hacerla una traición? Cierto que no era tan grosera, pero al fin era una traición. Por otra parte, tenía el espíritu tan henchido de sentimientos nebulosos y filigranas espirituales, que no es maravilla si á los pocos minutos de vagar por las calles se olvidase enteramente de la escena vergonzosa en que acababa de jugar papel tan desairado. ¡Ay! Otras escenas más lejanas se le representaron inmediatamente con mayor energía! Acudieron en tropel á su mente los pensamientos dolorosos que á la tarde le habían asaltado en su habitación cuando el sol se ponía y las sombras iban envolviendo lentamente los ámbitos de la sala.

La imagen celeste de la condesa vino sobre las alas del viento á soplar la llama que le estaba consumiendo. Era preciso alejarse ó morir. La carta lo decía… la carta que estaba guardada en su bolsillo. Llevó la mano allá y la sacó con violencia. No había claridad bastante para descifrar sus caracteres, pero los tenía bien descifrados. Los estaba leyendo con los ojos del alma tan perfectamente como si los rayos del sol del mediodía cayesen de plano sobre ellos. La linda mano de la condesa había pasado por encima de aquel papel. Lo llevó á los labios con trasporte y lo tuvo largo espacio sobre ellos. La carta despedía un perfume suave y delicado. El joven lo aspiró con delicia cerrando los ojos. Tornó á guardar la carta y siguió andando á la ventura.

Empezó á soñar despierto. Ofrecióle su imaginación inmediatamente un cuadro risueño y venturoso. La condesa le amaba. Se lo había dicho al oído cuando menos lo esperaba, despidiéndole en seguida roja de vergüenza. Á esta confesión hubieron de seguir, como es lógico, horas muy felices, horas de juventud, de amor y de ventura, como las llama el poeta. La fantasía encendida del mancebo no dejaba de recorrerlas una á una, complaciéndose y recreándose en ellas, y adornándolas con los detalles más inefables y primorosos. Una tarde reciente le había dicho la condesa echándole los brazos al cuello: «Escucha, Octavio; tengo miedo, mucho miedo de perderte. Vivo en continuo sobresalto, que amarga y emponzoña los instantes felices que paso á tu lado. Si el conde llegase á sospechar algo, ten por seguro que te mataría ó te haría matar. Sólo de pensarlo me estremezco. ¿No sería mejor que huyésemos, sí, que huyésemos á ocultar nuestra dicha y nuestro amor en cualquier rincón del mundo, á la margen de un río, en una casita rodeada de laureles y naranjos?» Después de algunas dudas y vacilaciones, se resolvieron á llevarlo á cabo. Hicieron sus preparativos y señalaron la noche en que se había de consumar la fuga. Ya la noche había llegado. La condesa le aguardaba y no había que perder un instante. Detrás de él un criado traía dos magníficos caballos que en pocas horas los podían conducir á la orilla del mar, donde se embarcarían para algún país hermoso y seguro.

Sacóle de su desvariado ensueño el ruido que produjo al caer á sus pies un erizo de castañas desprendido del árbol por la madurez, más que por el viento. Sin darse cuenta de ello, había tomado la carretera de la Segada, y notó con sorpresa que estaba ya bastante cerca del puente. La noche era fresca y apacible. El cielo parecía empedrado de nubecillas redondas y blancas, como pacas de algodón, que dejaban paso expedito á la claridad de la luna. En ocasiones se la veía por los intersticios nadando serena por los abismos del aire. Alzó la vista y vió negrear encima de él los contornos fantásticos de la Peña Mayor. El mismo estremecimiento singular y doloroso que por la tarde le corrió ahora por todo el cuerpo.

– ¡Cosa extraña!– exclamó, tornando á emprender la marcha. Hallóse pronto al lado del puente. Después de vacilar un momento penetró en él.– Puesto que mañana parto— se dijo— quiero echar una última mirada á los balcones de su habitación; quiero recorrer los sitios en que tantas veces la he visto por mi desgracia. Cuando tenga noticia de mi marcha, ¡qué ajena quedará de este viaje nocturno! ¡Oh, no puede concebir lo que la amo!

El río sonaba impetuoso debajo del puente. La claridad de la luna prestaba fosforescencia á la espuma de sus remolinos. Un poco más lejos se extendía límpido y tranquilo en un remanso dilatado que sombreaban por ambos bordes dos filas de espesos avellanos.

Después que hubo pasado el puente, entró por el estrecho y sombrío camino que le separaba de las casas de la Segada y del palacio condal. No tardó en llegar al pueblecillo y lo atravesó sin hacer ruido. Todo estaba en reposo. En las casas no había luz. Sólo al pasar por delante de una puerta escuchó las voces gangosas de algunas mujeres que rezaban el rosario. Dió la vuelta con precaución al palacio, pero no pudo colocarse delante de los balcones de la condesa, porque había demasiada claridad en aquel sitio. Entonces, con el objeto de contemplarlos á su sabor y sin riesgo de ser visto, dió un pequeño rodeo. Saltó la cerca de la pomarada, que no era muy alta y ofrecía grietas donde apoyar los pies. Desde allí penetró en la huerta, empujando la puerta enrejada. Mas apenas había avanzado algunos pasos, cuando se detuvo repentinamente con espanto. Le pareció escuchar ruido en uno de los cenadores próximos. Quedóse inmóvil como una estatua, conteniendo la respiración. Y, en efecto, pudo escuchar claramente el murmullo de dos personas que conversaban discretamente. El señorito, para quien las voces eran harto conocidas, fué andando á paso de lobo hasta colocarse detrás de un árbol inmediato. Desde allí no se perdía una palabra de la conversación por bajo que se hablase. Apenas escuchó las primeras frases, se puso pálido. Una de las voces era masculina; la otra femenina. El diálogo era tan suave y discreto, que semejaba el ruido del viento al pasar por la enredadera. Á nuestro joven, no obstante, aquel débil murmullo le atronaba los oídos como el estampido de cien cañones, á juzgar por el susto y espanto pintados en sus ojos. La sangre iba huyendo á toda prisa de su rostro, dejándole cada vez más pálido, hasta ponerse lívido. Tuvo necesidad de cogerse al árbol para no caer. Al cabo de pocos minutos ya no escuchaba. Con la frente bañada en un sudor frío, los ojos extraviados y agarrado fuertemente al árbol, parecía hallarse en presencia de un espectro. Su agonía se prolongó cerca de media hora. Por último, la voz femenina pronunció un adiós y dejó de escucharse. Octavio pudo ver una figura breve y gentil que se deslizaba por la huerta y desaparecía.

¡Pero el hombre aún estaba allí, á su lado, inmóvil debajo de la enredadera! La sangre subió otra vez aceleradamente al rostro y lo tiñó de fuerte color rojo. Una ola de fuego invadió su yerto corazón abrasándolo en ira. Dió tres ó cuatro pasos adelante. Al mismo tiempo el hombre salía del cenador y la claridad de la luna dejó ver las facciones atezadas y varoniles de Pedro. El señorito no pudo contenerse.

– ¿Eres tú, miserable?– exclamó con voz alterada poniéndosele delante.– ¿Eres tú, gañán asqueroso, el que se atreve á profanar lo que debiera ser tan sagrado para ti como la Hostia?… ¿No sabes que los criados no pueden atentar á la honra de sus señores?… Pues apréndelo, villano…

El junquillo del joven silbó al mismo tiempo en el aire y fué á cruzar la mejilla del mayordomo. Oyóse una exclamación de rabia. Pedro alzó la mano, y el señorito rodó por el suelo sin sentido.

– ¡Oh, qué bárbaro, le he matado, le he matado!– profirió el mayordomo inmediatamente acercándose á su agresor.– ¡Es un chico tan débil!…

Y arrodillándose en el suelo levantó suavemente la cabeza del herido. Pronto se cercioró de que no estaba muerto, sino desmayado. Pero de todos modos era gravísimo compromiso. Trató de volverle á la vida dándole aire con el sombrero (porque no había cerca agua), pero inútilmente. No era posible pedir auxilio en casa, por el escándalo que se armaría. Dejarlo allí era una acción indigna y expuesto, además, á cualquier percance… ¿Qué hacer?…

Después de meditar breves instantes, tomó de pronto una resolución violenta. Agarró al señorito por el medio del cuerpo y lo echó al hombro con la misma facilidad que si fuese un canastillo de cerezas. Salió de la huerta, cruzó el pueblo rápidamente y entró en el camino de Vegalora. Pronto apareció en el puente y lo atravesó como una saeta. Después corrió á lo largo de la carretera, ocultándose y desapareciendo por intervalos, según caminaba debajo de los árboles ó al descubierto. Al llegar cerca de la villa se detuvo á tomar aliento. Acto continuo se deslizó con precaución rozando las paredes de las casas, consiguiendo llegar sin ningún tropiezo á la del joven. El portal estaba oscuro. Después de buscar á tientas el llamador, lo hizo sonar dos veces fuertemente. Tiraron desde arriba por un cordel y se abrió la puerta. Entonces Pedro no hizo más que depositar con presteza el cuerpo del señorito en tierra, y echarse á huir como un gamo por las calles.

No fué pequeño el alboroto que se armó en la casa de D. Baltasar así que hallaron al joven en semejante estado. D.ª Rosario, creyendo á su hijo muerto, se dió á gritar como una loca. Convencidos, sin embargo, prontamente D. Baltasar y los criados de que no era más que un simple desmayo, lograron calmarla. En efecto, Octavio no experimentaba más que un adormecimiento del cerebro producido por la conmoción. Á fuerza de echarle agua en la cara y hacerle aspirar esencias, consiguieron que recobrase el conocimiento. Apenas estuvo vivo le abrumaron con preguntas. ¿Qué había pasado? ¿Quién le había puesto de aquel modo? ¿Quién llamó á la puerta? Negóse á responder algún tiempo diciendo que no sabía, que no se acordaba de nada. Pero haciéndose cargo de que no era posible que sus padres se contentasen con esto, prefirió idear una historia. Su imaginación poderosa le vino en ayuda inmediatamente. Un hombre de barba con traje de obrero le estaba aguardando en el portal para robarle. Le pidió lo que traía amenazándole con un puñal, pero él retrocediendo había llegado hasta la puerta y pudo coger el llamador. Viéndose frustrado el ladrón le dió un fuerte golpe en la sien que le hizo venir al suelo. D. Baltasar salió inmediatamente á dar parte al juzgado. Octavio, después de haber sorbido dos tazas de tila y de ceñirse la cabeza con un pañuelo empapado en árnica, se retiró á su habitación pidiendo que le dejasen descansar.

 

El descanso de nuestro señorito consistió por lo pronto en dar vueltas por la sala como un lobo enjaulado, sin dignarse echar una mirada al arqueológico lecho. Así pasó algún tiempo en un estado de agitación que inspiraba lástima. Las mejillas se le iban inflamando. Sus ojos zarcos llegaron á inyectarse de sangre. Relámpagos siniestros brotaban de ellos de vez en cuando, y después de cada uno su cuerpo se estremecía como si acabase de cometer un asesinato. Y es la verdad que allá en los profundos abismos del alma los estaba cometiendo, y á cual más horrible: porque tantas veces como la imagen de Pedro se ofrecía á su imaginación, otras tantas le cosía á puñaladas con singular deleite.

– Este canalla (murmuraba unas veces y pensaba otras), después de haber abusado de su fuerza física, quiso burlarse de mí trayéndome á casa… ¡Ah, si hubiera tenido un arma, hubiese matado á las dos víboras en su nido!… Pero todavía hay tiempo… ¡Miserable!… En mi vida pude pensar que un hombre tan soez llegase… ¡Si apenas es posible creerlo! Se necesita tener bien envilecido el corazón para entregarlo á un patán como ése. ¡Qué risa!… Digo, no… ¡qué vergüenza! ¡Lindo galán ha elegido la condesa de Trevia!… Este invierno de seguro llamará la atención en las soirées de los duques de Hernán-Pérez.– (Octavio sonreía al pensar esto, pero de un modo que daba ganas de llorar.)– Pero ¿es posible que no haya más que podredumbre en el corazón de las mujeres?… ¡Y yo que no me hubiera atrevido á tocar con los labios la orla de su vestido!… Buen papel me han hecho jugar ese par de… Pero no se reirán de mí mucho tiempo… Mañana salen de caza y se las prometen muy felices…– (El joven se detuvo delante del escritorio.)– Pues bien, la felicidad no existe en este mundo. Tengo en mi mano el rayo que os puede pulverizar… ¡Allá os lo envío!

Al decir esto se sentó, y tomando pluma y papel trazó con agitación y disfrazando la letra la siguiente carta:

Excmo. Sr. Conde de Trevia.

Si mañana sales á cazar con tu señora, abre mucho los ojos y quizás podrás ver á quien te roba la honra.

UN AMIGO.

Después de cerrarla y escribir el sobre llamó á la criada.

– ¿Se ha acostado ya tu hermano?

– No, señorito.

– Pues hazme el favor de decirle que suba.

Al poco rato se presentó en la sala un muchacho alto y delgado.

– Díme, Juan, ¿te conocen en la Segada?

– No lo creo, señorito, porque como usted sabe, hace pocos días que he llegado de Castilla.

– Pues entonces te voy á confiar un encargo muy delicado. Toma esta carta. Inmediatamente corres á la Segada, llamas en el palacio y dices que la entreguen al señor conde. Y sin aguardar contestación ni entrar en plática con los criados, te vienes á todo escape, no por el camino real, sino por los prados. ¿Serás capaz de hacerlo?

– No es cosa difícil.

– Pues te recomiendo mucho silencio para que esto quede sólo entre los dos.

Octavio introdujo al mismo tiempo una moneda de plata en el bolsillo del chico, que salió dando las gracias.

Una vez solo, llevó ambas manos á la cabeza. Se le partía de dolor. Desnudóse de prisa y se metió en la cama. Pero las emociones de la noche habían alterado demasiado sus nervios para que pudiese dormir. Los genios de la cólera y de la venganza batían las negras alas sobre su frente pálida. Revolcóse sin fin entre las sábanas como si estuviesen llenas de alfileres. Sólo cuando rayaba el alba logró cerrar los ojos con un sueño inquieto y fatigoso.

XIV.
Á medianoche.

Aun no ha caído la última hoja de los árboles y ya arde el fuego en la chimenea. ¿Quién tendrá frío?

El gabinete es rojo. Las espesas cortinas de damasco, que caen formando pliegues sobre la alfombra, no dejan paso á la claridad de la luna. La estancia yacería en tinieblas si no fuese por los troncos de roble que forman allá en el fondo un rincón luminoso.

Arden en silencio; la mitad está convertida en brasa. Algunas llamas fugaces y azuladas los coronan y se extinguen alternativamente. Al desaparecer dejan en su puesto blancos penachos de humo, que no tardan en ascender por el estrecho cañón á tomar el fresco de la noche. De vez en cuando se desprende, con ruido seco, algún pedazo de brasa, y rodaría hasta la alfombra sin la intervención salvadora de dos cabezas de bronce enlazadas por una barra de hierro que guardan la entrada del agujero. La impasibilidad estoica con que se dejan tostar por los carbones, antes que consentirles pasar á prender fuego á la casa, es digna de encomio. Cuando salieron de la tienda eran doradas y relucientes, y representaban dos mujeres hermosas. Ahora son negras y nadie sabe lo que representan.

Descansando á un lado están los hierros de la chimenea. La lumbre los hiere de través produciendo destellos. Delante del fuego y próximas á él hay dos butacas en actitud de conversar amigablemente. Pero están mudas, ó por lo menos no se oye lo que dicen. Quizá fatigadas de charlar y enervadas por el calorcillo agradable que templa la atmósfera del gabinete, se hayan entregado al sueño ó á la meditación. La claridad las baña á veces vivamente: otras las deja sólo medio esclarecidas.

Detrás de las butacas empieza ya la sombra; una sombra indecisa. En ella flotan como masas negras los muebles de la cámara. En ocasiones, cuando una llama más viva se despierta sobre los carbones, el círculo luminoso ensancha sus dominios y arroja vivos reflejos á las paredes. Entonces, entre los vacilantes rayos de la llama, percíbense los contornos severos de los sillones arrimados al muro. Tal como aparecen, correctos, graves, inmóviles, semejan un congreso constituído en sesión permanente. Las sombras temblorosas aprovechan la huída de la llama para envolverlos de nuevo en su manto tenebroso.

El gabinete está solo. Una fantasía algo viva, espoleada por el miedo, pudiera, sin embargo, fácilmente imaginar otra cosa. Porque á menudo se ve correr una gran mancha negra por los muros, y pasar con la brevedad de un relámpago. Otras veces, la mancha negra surge de improviso detrás de las butacas, se arrastra lentamente por la alfombra y va á ocultarse entre los pliegues de las cortinas. Otras, baja por el cañón de la chimenea un zumbido, aunque leve, extraño por demás y medroso. Y en los ángulos oscuros de la estancia, y debajo de las sillas, y en los huecos de los balcones, se agitan á la continua muchedumbre de fantasmas que esperan la hora de extinguirse el fuego para salir.

Reina el silencio. Es la medianoche. Afuera se oye una vez que otra el cansado latir de algún perro. De tiempo en tiempo se alza también del sombrío recinto del valle un grito agudo, prolongado, angustioso, uno de esos gritos de la noche que nadie sabe de dónde parten, y que hielan de terror el corazón del más bravo.

Óyese en la estancia el crujir de un vestido. Aparece una mujer de figura elevada y majestuosa, que marcha con lento paso á sentarse en una de las butacas que hay delante de la chimenea. La luz que de súbito la baña deja ver la fisonomía severa, pero bella, de la institutriz de los Trevia.

¡Oh, no; no hay mentira en declarar que es hermosa! Sus cabellos son rubios y claros, y están anudados por detrás de un modo sencillo y original: los ojos de un azul oscuro como el cielo de Andalucía: la frente un poco estrecha, como la de las estatuas griegas: la nariz delicada y correcta: los labios delgados y rojos y siempre húmedos: la barba bien señalada, y el cuello mórbido y flexible. Pero lo que más resalta en este rostro es la blancura deslumbradora de la tez. No debe comparársela al marfil, á la nieve, al nácar ó á la leche, porque la tez de una mujer hermosa vale más que todas estas cosas juntas. La imaginación no puede concebir nada más delicado, más terso y más suave que el cutis de la blonda institutriz.

Todas estas perfecciones no han logrado, sin embargo, producir una fisonomía dulce y apacible. La expresión de aquel rostro admirable es dura y siniestra. Su frente está siempre ligeramente fruncida. Los ojos no despiden más que miradas altaneras, como si tuviese al mundo entero postrado á sus pies. Pero tal expresión soberbia y feroz hacía aún más incitante su hermosura, porque gusta particularmente á la humana naturaleza lo inaccesible, y porque es opinión muy seguida entre los sabios que vale más el pellizco de la mujer arisca que el beso de la tierna.

Miss Florencia, después de sentarse en la butaca, quedó con los ojos clavados en la lumbre. Una de las manos, prodigio de finura, descansaba en el regazo; la otra pendía fuera de la butaca. El fuego la envolvió también en una mirada larga que prestó á su rostro mayor trasparencia.

El conde de Trevia vino silenciosamente á sentarse en la otra butaca y quedó mirándola fijamente. El aya no apartó los ojos de la lumbre.

– Ya estoy aquí— dijo con impaciencia al cabo de un rato de contemplación. Miss Florencia no movió un dedo siquiera.

D. Carlos le tomó una mano y la llevó suavemente á los labios. Tampoco el aya hizo el menor movimiento.

– ¿No oyes, dí, no oyes?– dijo entonces sacudiendo aquella mano.– Soy yo.

– ¿Qué hay?– repuso ella volviendo lentamente la cabeza.

– Te digo que tengo el humor muy negro, que me ahoga la bilis y que en este momento al menos necesito que seas un poco más humilde que de ordinario. ¿Lo entiendes?– profirió reprimiendo con esfuerzo la cólera.

La institutriz le miró con sorpresa á la cara, y después de contemplarle con atención unos instantes, convirtió de nuevo sus ojos á la lumbre, haciendo una imperceptible mueca de desdén.

El conde siguió contemplándola con mirada colérica un buen espacio. Luego se alzó bruscamente y comenzó á dar paseos por la estancia. Al cabo de un rato miss Florencia levantó la cabeza y le dijo con acento más suave:

– Siéntate. ¿Qué mala hierba has pisado hoy?

El conde vino de nuevo á acomodarse en la butaca, tomó uno de los hierros y escarbó la lumbre con ademán distraído. Después de larga pausa dejó el hierro en su sitio y sacó del bolsillo un papel que presentó al aya.

– Mira lo que acaban de entregarme.

Miss Florencia lo acercó á la chimenea y pasó sus ojos por él.

– Un anónimo— profirió sonriendo y entregándoselo de nuevo.

– Sí, un anónimo… ¿Por qué sonríes?

– Porque me causa mucho placer que te agite tanto la pérdida del cariño de tu esposa.

– ¡No es eso, no es eso!– exclamó D. Carlos con impaciencia, herido por el tono irónico de aquellas palabras.– Respecto al cariño que nos tenemos, demasiado sabes á qué atenerte. Pero por encima del cariño hay otra cosa mucho más importante para mí, que es la honra.

– Dí el amor propio.

– Bien, pues el amor propio. Aunque entre nosotros no exista hace tiempo verdadero matrimonio, el lazo social que nos une no se ha roto. Ella tiene el deber de respetarlo… Si no lo respeta— añadió sordamente,– nos veremos.

Miss Florencia dejó escapar una risita maligna.

– ¡Es gracioso! ¡es gracioso!

– ¿El qué es gracioso?– preguntó él cogiéndola por la muñeca y apretándola convulsivamente.

La institutriz se puso un poco pálida, pero dijo con calma sin dejar de sonreir:

– Te advierto que me estás haciendo daño.

– Dí, ¿qué es gracioso? ¿qué es gracioso?– repitió el conde sacudiéndola rudamente.

– Vuelvo á decirte que me haces daño. Yo no soy la condesa de Trevia, sino una pobre institutriz. No merezco ser tratada con tanta confianza.

El conde aflojó la mano y la miró fijamente.

– ¿Se puede saber qué es lo que hallas gracioso en este paso?

– Es gracioso el suponer que la condesa había de sufrir toda la vida sin buscar el desquite.

D. Carlos quedó un instante silencioso. Al cabo dijo alzando los hombros:

– Está bien. Que lo busque. Pero al final de esos desquites es fácil tropezar con una bala.

 

Guardaron ambos silencio obstinado mucho tiempo.

– ¿Y tú conoces al Romeo?– preguntó al fin el conde.

– ¡Ya lo creo!– respondió el aya sin mirarle.– ¡Y tú también!

– ¿Por qué no me has llamado la atención hasta ahora? Ni una palabra ha salido de tus labios.

– Los criados no deben mezclarse en los asuntos de los amos.

– ¡Ya pareció la gotita de hiel!– exclamó levantándose de nuevo y paseando por la estancia.

Al cabo se acercó por detrás á su querida y, tomándole el rostro entre las manos, le dijo inclinándose:

– No hablemos más de eso. Seamos felices. Hace ya algún tiempo que me tratas con mucha crueldad, ingrata. Mis caricias no logran despertar en tu corazón un movimiento de ternura ni en tus labios una sonrisa. Á medida que mi amor crece parece debilitarse el tuyo. Te encuentro muy fría.

– Fría no, respetuosa.

– ¡Otra vez!– exclamó el conde riendo.– Demasiado sabes— añadió sentándose y acariciándole una mano— que de hecho no hay en esta casa más señora que tú hace tiempo. Los criados, los niños, la condesa… yo mismo, pasamos la vida mirando tu semblante, estamos pendientes de la expresión de tus hermosos ojos como el marino de las mudanzas del cielo. Te has apoderado de todo mi ser. Te amo tanto, que por un cabello tuyo daría cien vidas si las tuviera.

El conde pronunció las últimas palabras con una pasión que nadie sospecharía en su temperamento impasible.

La bella extranjera sonrió como una diosa que percibe el olor del incienso. Se levantó para añadir un leño al fuego y vino luego á sentarse sobre las rodillas del conde con el silencio y la delicadeza de una gata. Los ojos opacos de aquél brillaron al sentir el blando peso. El fuego lanzaba sobre ellos reflejos maliciosos.

– Yo también soy feliz con tu amor— le dijo suavemente al oído.– En mis horas de sueño, en los momentos en que fabricaba castillos en el aire nunca pude imaginar tanta dicha. Es más: yo pensaba que el amor estaba vedado para mí. Dios me ha criado con un corazón poco sensible. Dicen que soy orgullosa, fría, áspera, y acaso tengan razón. Pero tú no puedes quejarte, porque te has logrado introducir en el único rincón apacible que hay en mi alma. Si tú no me hubieses enseñado lo que es amor, moriría sin conocerlo, porque ningún otro hombre haría lo que tú has hecho. Acuérdate de las humillaciones que has sufrido, las lágrimas de fuego que has derramado, las noches en vela pasadas á la puerta de mi cuarto…

– Sí, sí; ¡me lo has hecho pagar caro!– exclamó el magnate riendo.

– ¿Te pesa de la compra?– dijo la extranjera tirándole de la oreja.

– Nada de eso. Estoy conforme con el precio, y aun daría algo más encima.

– Y yo me alegro de haber caído á pesar de mi orgullo… Pero, te lo confieso; aunque me haga feliz tu amor, tengo momentos en que soy muy desgraciada. No puedo olvidar la posición, no ya humilde, sino deshonrosa que ocupo en esta casa. Cada una de las muestras de respeto que prodigas á tu mujer en público es una saeta envenenada que viene á clavarse en mi corazón. No te las recrimino, porque los caballeros ilustres no pueden portarse como los gañanes, pero me hacen mucho daño. Entonces (dispénsame esta niñería) me miro al espejo y me pregunto: ¿No tengo yo porte de condesa? ¿Mis manos no son finas y delicadas como las de una dama? ¿Mi cuello no es erguido y esbelto? ¿Tengo por ventura los ojos humildes y rastreros como una sirviente?… Y, sin embargo, á pesar de esto y á pesar de tu amor, jamás, jamás seré otra cosa que una doméstica distinguida. ¡Oh, no sabes el efecto que produce en mí tal idea! Hay momentos en que resuelvo tomar mi ropa, huir de tu lado y buscar en el mundo algún rincón oscuro donde ocultar mi vergüenza.

El conde la apretó amorosamente contra su pecho y la cubrió de besos. Quedó después largo rato inmóvil con los ojos en el fuego, grave y pensativo. Al cabo dijo:

– ¡Quién sabe! ¡quién sabe! El mundo da muchas vueltas.

– Para mí no dará más que una… ¡La vuelta final!

– ¡Calla, calla!– exclamó él riendo y tapándole la boca.– No puedes deshacerte de esas ideas lúgubres y románticas, porque tienes el cerebro atestado de folletines.

– Porque lo tengo lleno de tu amor y temo perderlo— manifestó ella, apretándole á su vez con pasión.

La plática se hizo más alegre, pero más suave y discreta también. Largo rato sonó en el rojo gabinete un cuchicheo amoroso sobre el cual estallaba de vez en cuando el eco de una carcajada comprimida ó el rumor de un beso.

La blonda extranjera estuvo como nunca tierna, mimosa, embriagando á su noble amante con dulces y exquisitas caricias que jamás éste conociera. Pero en medio de su frenesí amoroso, un hombre más observador que el conde hubiera notado cierta inquietud, algo triste y siniestro que brotaba á la frente por intervalos en forma de arruga, y á los ojos como relámpagos aciagos.

Trascurrió mucho tiempo. Al cabo la institutriz, después de vacilar infinitas veces, se atrevió á preguntarle al oído:

– ¿Qué piensas hacer después de lo que te han escrito?

El rostro del magnate se contrajo fuertemente.

– ¡Silencio! Ni una palabra más de ese asunto.

Quedó serio, taciturno, con los ojos clavados en el fuego. Miss Florencia no se atrevió á interrumpirle. Al cabo su semblante contraído se fué dilatando por una sonrisa amarga, y profirió:

– No sé jamás de antemano lo que he de hacer. Obedezco á la inspiración del momento.