Episodios republicanos

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From the series: Historia y Biografías
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Se acordó, por supuesto, ir unidos hacia la república, recabar la colaboración masiva y oficial de los socialistas y sindicalistas, y nombrar un comité de acción; establecer la autonomía regional de Cataluña, que había de plasmarse en un Estatuto o Constitución autónoma, ratificado en su día por las Cortes constituyentes «en la parte referente a la vida de relación entre regiones autónomas y el poder central», e instaurar un régimen de libertad religiosa «con respeto y consagración de los derechos individuales». La fórmula de «respeto y consagración de los derechos individuales» fue recogida literalmente en el Estatuto provisional de la república.

La única meta común era la república. La autonomía de Cataluña contaba con la oposición o el freno de los radicales y de los socialistas. La cuestión religiosa, con el de la derecha liberal, que había exigido que se incluyera bajo la forma de libertad religiosa y la consagración de los derechos individuales, con intención de evitar el enfrentamiento con la Iglesia al que estaban dispuestos a lanzarse otros grupos. La autonomía catalana se realizaría después —en la república— en forma minimalista, para las aspiraciones de los elementos más intransigentes o radicales de la región. La cuestión religiosa vería pronto desbordada la fórmula de compromiso, en cuanto la experiencia demostrara que Alcalá y Maura no lograban obtener un apoyo masivo de los católicos, y que se podía prescindir de unos escrúpulos que estos hombres tampoco estaban dispuestos a permitir que rompieran la colaboración republicana.

La acción en la calle comprendía pequeñas algaradas con ocasión de los actos públicos de carácter político. Así, por ejemplo, las promovidas en Madrid a raíz del discurso de Sánchez Guerra en la Zarzuela, y las que en Galicia acompañaron a los mítines de propaganda y defensa de la dictadura de los dirigentes de la Unión Monárquica Nacional. Había también revueltas estudiantiles, y manifestaciones de agitación social de los sectores sindicales obreros.

Los estudiantes de la Federación Universitaria Escolar (FUE), excitados por los profesores repuestos en sus cátedras —Jiménez de Asúa, socialista; Roces, comunista; Unamuno, unamunista—, por otros que no se habían separado de ellas nunca —Negrín, socialista, etc.— y por sus propios dirigentes, relacionados con los partidos y grupos revolucionarios, promovían principalmente en Madrid toda clase de desórdenes. Los hubo en marzo de 1930, con ocasión de la vuelta del destierro de Antoni Maria Sbert, un estudiante revolucionario que había escapado de la detención por la vía del exilio, y el 1 de mayo, a la llegada a Madrid, también desde el destierro, de Unamuno (un muerto y diecisiete heridos en unos tiroteos). Los incidentes universitarios culminaron el 24 de marzo de 1931 con un enfrentamiento a tiros entre los estudiantes y la fuerza pública en la Facultad de Medicina de San Carlos: murieron un guardia civil y un paisano —no estudiante—, y hubo otros diecisiete heridos.

Las huelgas, totales o parciales, fueron constantes desde febrero de 1930, principalmente en Barcelona, en Zaragoza, en la zona industrial del norte y en algunas comarcas campesinas extremeñas. Había varios grupos o centros promotores de estos disturbios sociales. Por una parte, los anarcosindicalistas, en periodo de reorganización y deseosos de restablecer la vigencia de la antigua mística de la huelga general; por otra, los primeros núcleos comunistas, en Andalucía y Cataluña (en Barcelona principalmente trotskistas), y también los socialistas de la UGT, que iniciaron su acción con una huelga declarada con ocasión del hundimiento fortuito de una casa en construcción en la calle Alonso Cano de Madrid y con ocasión también del entierro de las víctimas.

La conspiración militar no era muy extensa entre el cuerpo de oficiales. Tuvo dos brotes violentos el 12 y 15 de diciembre en Jaca y en Cuatro Vientos, el aeródromo militar próximo a Madrid. El primero de estos fue promovido por el capitán Fermín Galán, hombre de brillantes actuaciones en Marruecos y de cierto prestigio personal y militar, cuya actividad conspiradora era conocida por la policía y el Gobierno. Galán era un espíritu soñador y ambicioso, que pensaba que adelantándose se convertiría en el líder único de la revolución próxima a triunfar. Hubo varios muertos y dos consejos de guerra: el primero, sumarísimo, condenó a muerte a los dos capitanes, Galán y García Hernández, que fueron inmediatamente ejecutados. La revuelta de Cuatro Vientos fue más bien un episodio cómico, en el que los sublevados se entregaron sin dificultad: el principal de ellos, el comandante Ramón Franco, logró escapar al extranjero.

Las dos revueltas formaban parte de un mal hilvanado plan de acción conjunto, trazado o aceptado por los directivos de la coalición republicano-socialista, constituidos en Comité revolucionario, con unos cuantos enlaces militares y los representantes de las entidades sindicales. Se debía actuar simultáneamente por medio de la acción militar y la política, y con el apoyo de una huelga general en toda España que respaldara el movimiento. La organización era deficiente, los enlaces, algunos —al parecer— tuvieron miedo, como se dijo de Casares Quiroga, que debía llevar a Jaca la orden de que se aplazaba el movimiento y no lo hizo. Pero, sobre todo, el país no estaba preparado para secundarlos. Las octavillas llenas de amenazas que unos aviones de Cuatro Vientos regaron por las calles de Madrid el día 15 de diciembre, anunciando la inminencia de un bombardeo si no se entregaban los cuarteles, fueron acogidas con indiferencia por la población, en la que ninguno de los grandes sindicatos consiguió hacer cuajar la idea de la huelga general.

Pero la conspiración, si no enérgica y resuelta, era por lo menos tenaz. A ella se sumó la acción de los grupos catalanistas radicales, encabezados por el antiguo coronel, Francisco Maciá, que prometía a sus paisanos el establecimiento del Estat Catalá, y las explícitas declaraciones, referidas en otro lugar de este libro, de los intelectuales al servicio de la República.

Por su parte, los miembros del Comité revolucionario se reunían tratando de establecer un programa común, lanzaban manifiestos —especialidad del veterano periodista y fogoso orador Alejandro Lerroux— y acabaron por ser parcialmente encarcelados con motivo de su participación en los mencionados sucesos de diciembre.

A la caída del Gobierno Berenguer se intentaron dos posibilidades, entre varias más: una, el pacto con los revolucionarios —frustrado intento de Sánchez Guerra—; otra, que fue la que prosperó: el Gobierno de concentración nacional, patriótico, medio reformista y medio inútil, pretendido por Romanones para convocar algún tipo de elecciones, aunque fueran municipales.

La convocatoria de estas continuó con la vista pública del proceso contra los miembros encarcelados del Comité revolucionario. Esta se celebraría en los locales del Tribunal Supremo —las Salesas— y tendría lugar ante el Consejo Supremo de Guerra y Marina, presidido por el general Burguete, cuyas simpatías por la causa de los políticos acusados no se ocultaban a nadie. El acto fue calificado por un conocido periodista de ideas afines a los revolucionarios, Roberto Castrovido, con el nombre que hizo fortuna de «el mitin republicano de las Salesas». En este acto, con la abierta complacencia del presidente del Tribunal, general Burguete, los abogados defensores y los propios acusados dejaron repetidamente al margen la cuestión central de la participación en la preparación de un movimiento revolucionario, del que eran simples eslabones las rebeliones de Jaca y Cuatro Vientos, para hacer una verdadera y violenta acusación contra la monarquía, contra el Gobierno y en defensa de cualquier intento revolucionario.

Todos los periódicos de España, y a la cabeza de ellos los de mayor circulación, dedicaron día a día amplios espacios a proyectar el eco de tales manifestaciones sobre la opinión nacional, y a crear la imagen subconsciente de lo inevitable que se avecinaba. Condenados a penas livianas —la mayor, de seis meses—, a las que además alcanzaba una cláusula de indulto, los revolucionarios fueron enseguida puestos en libertad.

Inmediatamente después, se produjeron los sucesos de la Facultad de Medicina de San Carlos, antes mencionados. Enseguida —convocadas ya para el 12 de abril las elecciones municipales en toda España—, el país se inundó de un mar de propaganda electoral. Los republicano-socialistas presentaron, principalmente en las capitales de provincias, candidaturas únicas. Los monárquicos mantuvieron sus divisiones en muchos lugares hasta un momento en que el acuerdo no conducía ya a nada práctico. Los resultados de las elecciones municipales fueron considerados como adversos al régimen: en 35 de las 50 capitales de provincias, los nuevos ayuntamientos tenían mayoría republicana; en el conjunto del país, las elecciones proclamaban 8 161 concejales monárquicos y 3 858 antimonárquicos. Sumados a estos los proclamados automáticamente, en virtud del artículo 29 de la Constitución, las cifras eran 22 150 concejales monárquicos y 5 875 antimonárquicos. Pero las mayores capitales de provincia, principalmente Madrid y Barcelona, donde la victoria de la coalición revolucionaria había sido evidente, dictaron las consecuencias políticas de las elecciones del día 12.

Era domingo. El martes por la tarde el rey salía de España, mientras los miembros del Comité revolucionario elevados por sí mismos a la condición de Gobierno, recogían un poder que la pasividad y el pesimismo de la mayor parte de los grupos y personalidades monárquicas habían abandonado en medio de la calle. Madrid se vestía de fiesta y de bullanga, así como las principales ciudades del país. Quedaba proclamada, siquiera fuese de modo provisional, la Segunda República española. El intento de restablecimiento de la normalidad había concluido con el triunfo de la república.

 

NOTAS COMPLEMENTARIAS

La bibliografía sobre la dictadura es muy extensa. Durante largo tiempo estuvo principalmente integrada por la literatura de testimonio: los colaboradores del régimen fueron, después, poco a poco, explicando su actuación (Calvo Sotelo, Aunós, Guadalhorce) en libros, artículos y conferencias. Los hombres políticos de la oposición publicaron también sus pliegos de cargos o actas de acusación. La literatura política española de 1930 es extraordinariamente numerosa, como suele ocurrir en los momentos de crisis y en las transiciones. Los libros serios y los objetivos trabajos históricos no lo son tanto a pesar del tiempo transcurrido. Una crítica a la Dictadura, hecha entonces desde la perspectiva del antiguo régimen, pero relativamente moderada en medio de aquella barahúnda de escritos polémicos, fue la obra de GABRIEL MAURA Y GAMAZO, Bosquejo histórico de la Dictadura. 2 vols. Madrid, 1930, 377 y 344 págs. Un balance provisional (1928), pero altamente estimativo de la obra de Primo de Rivera, era el libro de JOSÉ PEMARTÍN, Los valores históricos de la dictadura. Madrid (656 pág.).

Los protagonistas de la política española en los años 30 y 31 (de la Dictadura a la República) también han escrito, en gran número, sus recuerdos de aquellos días (Berenguer, Cierva, Gabriel y Miguel Maura, Mola, Lerroux, Alcalá Zamora, etc.). Mención especial, por la calidad de los testimonios y el intento de objetividad que los inspira merecen DÁMASO BERENGUER, De la Dictadura a la República. Madrid, 1946, 417 págs. y JUAN DE LA CIERVA Y PEÑAFIEL. Notas de mi vida. 2.ª ed. Madrid 1955. 381 págs. Este último libro dedica su Quinta Parte (desde la pág. 293) a los años de la Dictadura y de los Gobiernos Berenguer y Aznar.

José María Albiñana Sanz aparece en la política española en abril de 1930 con un manifiesto-programa de carácter nacionalista y patriótico, en el que propugna la creación de los legionarios de España, un voluntariado ciudadano que no sería partido y se proponía la «conquista del poder público para el desarrollo total de este programa». «Combate la antigua distinción política entre izquierdas y derechas que se propone superar en la síntesis del nacionalismo español, al servicio exclusivo de España». (Cf. Doctor JOSÉ MARÍA AALVIÑANA SANZ, Los cuervos sobre la tumba. 5.ª ed., Madrid [la 1.ª edición era de 1930]). Desterrado por la República en las Hurdes publicó su Confinado en las Hurdes (Madrid, 1933, 366 págs.) que conoció un gran éxito de público. Su partido nacionalista español perdió fuerza en los últimos años de la república. Albiñana murió asesinado en Madrid en 1936.

Eduardo Ortega y Gasset, hermano del ilustre filósofo José, iba a militar en los primeros tiempos de la república en el partido radical-socialista, del que resultaba una de las figuras más representativas. Después de disuelto este grupo pasaría a la coalición azañista de Izquierda Republicana. Era hijo de un notable periodista, Ortega y Munilla, director durante muchos años de El Imparcial, el diario más importante de Madrid a final de siglo y a principios del XX (existe una notable historia del periódico escrita por otro de los hermanos, el ingeniero Manuel: Historia de El Imparcial, Madrid, 1956). Desterrado voluntariamente durante la Dictadura de Primo de Rivera, era el redactor de las Hojas Libres, especie de periódico de oposición republicana y antidictatorial, editado en Francia, con irregular frecuencia, y repartido clandestinamente en España. Las Hojas Libres se caracterizaban por la violencia de lenguaje y los improperios contra la Dictadura y contra la persona del rey. Eduardo Ortega iba a ser el primer gobernador civil republicano de Madrid. Durante los años 31 y siguientes, los periódicos de la derecha, habitualmente respetuosos con el filósofo Ortega, llamaban a Eduardo «Ortega el malo».

ALEJANDRO LERROUX: La pequeña Historia, España (1930- 1936). Ediciones Cimara, Buenos Aires, 1945. NICETO ALCALÁ ZAMORA: Los defectos de la Constitución de 1931. Madrid, 1936; y Régimen político de convivencia en España. Lo que no debe ser y lo que debe ser. Buenos Aires, 1945.

Felipe Sánchez Román era profesor de Derecho Civil en Madrid y uno de los abogados de más pingüe bufete de la capital. Hijo de otro catedrático y civilista notable del mismo nombre, tenía buena amistad con Indalecio Prieto, e iba a ser en 1936 uno de los principales negociadores —con Azaña y Martínez Barrio— del Frente Popular. Fue uno de los redactores del Manifiesto electoral del 15 de enero de 1936, pero en esa misma fecha se retiró del Comité organizador del Frente. Era entonces el jefe de un pequeño partido de los que pulularon con tanta frecuencia y tan escasa duración en tiempos de la república, llamado nacional republicano. En la Guerra Civil, igual que Eduardo Ortega, actuó decididamente en el lado republicano, y desde entonces vivió en el exilio.

II

Los intelectuales y la izquierda burguesa

LA BATALLA DE LAS IDEAS Y EL PROCESO REVOLUCIONARIO ESPAÑOL

Cuando triunfó la revolución de 1868, Federico Amiel, el filósofo suizo, escribió a Sanz del Río una carta que se podría considerar histórica. Anuncia de antemano el gran drama que se iba a desarrollar en España en los sesenta y ocho años que separarían la Gloriosa de septiembre de 1868 y la Guerra Civil de 1936. Tras felicitar al filósofo krausista por la victoria revolucionaria, le advierte que los triunfos de los hombres del 68 serán efímeros e intrascendentes si no aciertan a «revolucionar las conciencias de los españoles, emancipándoles en materia religiosa», según Rodolfo Llopís. El sentido católico que había inspirado la historia de España y dominaba todavía la vida del país incapacitaba a los españoles —según Amiel— para todo progreso auténtico.

Poco más de sesenta años después, en abril de 1931, se proclamaba la Segunda República española. Pese a las declaraciones verbales de catolicismo de alguno de sus líderes, como el pronunciado por Alcalá Zamora en el famoso mitin del Teatro Apolo de Valencia. Aquella república iba a representar en la historia de España un serio intento, desde el poder, para descatolizar al país. Aunque la publicación del texto completo del discurso de Alcalá no fue autorizada por la censura de prensa entonces todavía vigente, se conocieron fácilmente amplios extractos. La república de 1931 sería llamada, igual que la del 73, una «república de profesores».

Todavía en 1931, cuando las Cortes constituyentes de la república discutían las leyes antirreligiosas, Azaña, al defenderlas, se vio obligado a reconocer que tal vez la mayoría de los españoles aún era católica. Pero, añadía que lo que define a un pueblo en los órdenes intelectual y religioso no es la suma aritmética de las opiniones individuales, sino «el esfuerzo creador de su mente, el rumbo que sigue su cultura». Y «desde el siglo pasado el catolicismo ha dejado de ser la expresión y el guía del pensamiento español».

Las palabras del entonces ministro de la Guerra, y después presidente, Azaña, no eran exactas. El pensamiento y la cultura de los católicos españoles habían seguido y seguían produciendo muy notables frutos en el último tercio del siglo XIX y en el primero del XX. Pero, a más de sesenta años de la carta de Amiel, las afirmaciones de Azaña evocaban la batalla que en España se había librado en ese siglo. Lo que en todo ese tiempo se disputaba no era sólo el poder, o las formas de gobierno, la representación política o la organización social. El objetivo que se dedicaban a perseguir importantes fuerzas políticamente republicanas y los revolucionarios era la conciencia de los españoles.

Una parte principal de esta batalla tuvo lugar en el orden de las ideas. Sus escenarios fueron tres: el pensamiento y la ciencia, la educación —sobre todo la Universidad— y, en tercer lugar, la literatura y los periódicos. Luego, además, estaba la política. Pero la acción que en septiembre de 1868 había estallado por la vía de la política, después de la Restauración iba a ser trasladada en su corriente más profunda y más eficiente al campo de la cultura. Esta sería la obra de Francisco Giner de los Ríos. Después, desde la cultura, retornaría para dar otra vez sus frutos también en la política.

La revolución del 68, que interrumpe provisionalmente la secular monarquía española, es muy importante porque abre un paréntesis de seis años de inestabilidad —y en ocasiones anárquicos—, en los que cobrarían cuerpo, las principales corrientes revolucionarias y renovadoras. Pero, sobre todo, porque es fruto de la coalición de los intelectuales acatólicos, del republicanismo antidinástico y de la acción de unas primeras masas urbanas, a las que todavía sería prematuro llamar proletariado.

Pacificada España y restablecido el Estado desde el golpe de Sagunto en diciembre de 1874, cada una de las tres corrientes iba a seguir un rumbo propio. Sus contactos ocasionales o más permanentes, sus alianzas y sus divergencias, la lucha misma que entre ellas en algunos momentos se establece, o la que se abre en el seno de los movimientos obreros revolucionarios, por ejemplo, constituyen una historia muy larga para ser contada aquí con toda suerte de detalles. Baste recordar que, a la caída de Primo de Rivera, España se encontró con que se había restablecido la alianza de 1868; y las tres corrientes que la integraban (intelectuales secularizadores, republicanos burgueses y masas obreras de las ciudades) eran más vigorosas y se hallaban más extendidas que nunca. Y también, como en el 68, ocurría que una buena parte del Ejército les prestaba la colaboración, si no de su participación como entonces, sí, por lo menos, la muy eficaz de una neutralidad callada y expectante. En definitiva, fue el Ejército —el mismo que en 1917 hizo fracasar con su actitud el movimiento revolucionario— el que con su aceptación silenciosa hizo posible el año 31 la proclamación de la república.

LOS INTELECTUALES ACATÓLICOS Y LOS ORÍGENES DE LA INSTITUCIÓN LIBRE DE ENSEÑANZA

Hasta bien entrado el siglo XX no se había introducido aún en castellano este término de intelectuales que, tomado del francés, iba a cobrar en la lengua y en la historia de España un valor tan expresivo y tan polémico. Menéndez Pelayo lo emplea una sola vez como sustantivo envolviéndolo en el ropaje retórico de una captatio benevolentiae, figura de estilo que a cualquier estudioso del lenguaje le revela siempre un neologismo. En el discurso de contestación a Adolfo Bonilla en su ingreso en la Academia de la Historia, en 1911, Marcelino Menéndez Pelayo, no sin ironía, dice que Bonilla es un humanista no un intelectual de los que hoy se estilan. Antes se hablaba, sencillamente, de profesores, escritores, oradores o publicistas.

Figuras no católicas o heterodoxas de esta especie ha habido siempre entre los españoles. A su historia consagró el joven Menéndez Pelayo la primera de sus grandes obras sistemáticas. El fenómeno nuevo que España presencia en la segunda mitad del siglo XIX, es que estos profesores y escritores acatólicos aparecen en mayor número, más o menos estrechamente unidos, pero en una empresa colectiva, y ocupando en la vida cultural puestos de trascendencia sobre los asuntos generales de la política y de la sociedad española. No es este el lugar para historiar todo el proceso desde Sanz del Río y los krausistas. Baste citarlo como antecedente que permita exponer de manera sumaria y ordenada la situación en los tiempos que preceden inmediatamente a la Segunda República española.

El krausismo de Sanz del Río había muerto prácticamente por sí mismo con lo que podríamos llamar segunda promoción de sus discípulos: con Salmerón fallecido en Francia en 1903, González Serrano que murió en 1904, Federico de Castro, etc. En los que sobrevivieron a estas fechas o hicieron una obra más duradera, como Giner y Cossío, el krausismo no era tanto un sistema filosófico cerrado, aceptado con fidelidad religiosa, como el punto de partida de una acción pedagógica, cultural y política, que tenía una meta extrafilosófica y concreta.

La obra de Francisco Giner de los Ríos, muerto en 1915, fue la Institución Libre de Enseñanza. Había sido fundada en 1876 por él y por otros profesores privados de sus cátedras como consecuencia de su enfrentamiento con las disposiciones del ministro Orovio, que exigió a los profesores universitarios el compromiso de respetar en sus enseñanzas el dogma católico y las instituciones políticas vigentes.

El propio Giner había recibido en su infancia y primera juventud andaluzas una educación cristiana, y durante años, aun siendo ya profesor de Madrid en 1866, se consideró católico hasta romper formalmente con la Iglesia al ser proclamado en el Concilio Vaticano el dogma de la infalibilidad del papa. Después, como dice uno de sus panegiristas más fieles, fue «una especie de cristiano sin misterios ni Iglesia». (Castillejo, War of ideas in Spain, Londres, 1937, pág. 92).

 

La Institución fue pensada inicialmente como una universidad libre al estilo anglosajón. Pronto, la carencia de profesores adecuados y de medios económicos hizo desistir de este proyecto a los fundadores. Desde entonces fue una escuela elemental y media, en donde Giner y sus colaboradores aplicaban un sistema pedagógico nuevo en España —de tipo socrático— original en algunos aspectos y fuertemente impregnado de los modos de las escuelas inglesas. Giner fue reintegrado a su cátedra de la Facultad madrileña de Derecho en 1881 por el Gobierno de Sagasta. A partir de entonces desarrolló una labor de más alcance: desde la Institución, que al mismo tiempo que escuela era un hogar permanente para el contacto del maestro con grupos de iniciados, y desde sus conferencias en el doctorado de la Facultad de Derecho y sus escritos en revistas intelectuales, como el propio Boletín de la institución, y aún políticas (también publicó en la Revista Blanca, anarquista, de Federico Urales); y además como mentor de muchos ministros de Fomento (desde 1902 de Instrucción Pública), sobre todo en los periodos de Gobiernos liberales.

Los trabajos filosóficos y científicos de Giner le sitúan en una posición ecléctica, en la que se advierten rasgos —siempre conservados— de fidelidad al idealismo armónico de Krause y Sanz del Río con adiciones de positivismo post-comtiano, cuya aplicación a la filosofía del derecho, unida a las ideas de Savigny, le hace negar la existencia de un derecho natural y tomar como único punto de partida de esta ciencia la experiencia jurídica.

Pero la principal obra de Giner fue de carácter pedagógico. De una parte, sobre los alumnos de la Institución, unos jóvenes educados en las ideas y en el concepto de la vida y de España que el maestro practicaba. (Castillejo, op. cit. pág. 99 y ss.). De otra parte, a través de las distintas actividades promovidas por él y por los hombres de su equipo.

Giner pretendía dotar a España de un tipo de hombre nuevo, un hombre moderno, liberal y demócrata en política, aunque sin idolatría por el mito de la igualdad y sin veneración por las inclinaciones de las masas; patriota, pero con un sentido sobre todo pedagógico del patriotismo, más atento a considerar su país como tarea que como una realidad que condicionara realmente su vida, y alejado de toda posible adulación del propio pueblo, lo cual, en la práctica, significa un patriotismo crítico. Con respecto al pasado, el hombre de Giner será historicista, como corresponde a la influencia del positivismo francés y de las doctrinas de Savigny en las concepciones jurídicas del propio Giner. Pero en un país católico como España, es muy importante también, el lugar que en la formación y en la mentalidad de este hombre nuevo se asigna a la religión.

La religiosidad que es posible rastrear en Giner y en los institucionistas tiene ya poco que ver con el panteísmo que subyace a la armonía de Krause y Sanz del Río. Más bien se trata de un vago deísmo, de una moral natural en cierto modo postkantiana y desde luego autonomista, y de una consideración historicista de las diversas religiones, con la que resulta difícilmente compatible el que ninguna de estas sea presentada con exigencias de verdad absoluta.

Giner pensaba que en la educación de los jóvenes era necesario infundirles una cierta religiosidad, para despertar sus espíritus hacia un «orden universal del mundo», «un ideal supremo de armonía entre los hombres y entre la humanidad y la naturaleza», según Madariaga y Castillejo. Pero esta educación religiosa era independiente de todos los credos y naturalmente de orden superior a ellos, como un valor permanente respecto de los distintos intentos históricos concretos que han pretendido encarnarlo. Ha de basarse en el elemento común a las diversas concepciones religiosas y debe inspirar un sentimiento de tolerancia y de simpatía hacia todos los cultos y todos los credos, en cuanto que son formas más o menos perfectas de una tendencia del alma humana. Sobre esta base previa, las familias y las iglesias pueden luego instruir a los muchachos en los distintos aspectos peculiares de la confesión que escojan. Por su parte, Francisco Giner de los Ríos, después de abandonar formalmente la Iglesia católica, no escogió ninguna otra.

El carácter radical de la reforma pedagógica que Giner quería para España se desprende, mejor que de otras consideraciones, de sus referencias a Japón y a China. España, según Giner, necesitaba reformar los principios y el sistema de su educación de modo parecido a como lo habían hecho los japoneses. La referencia a estos pueblos orientales que se estaban abriendo a la cultura técnica moderna es constante en algunos escritores de esta tendencia y de esta época.

LOS OTROS GRUPOS Y EL ALCANCE DE LA ACCIÓN DE GINER

No todo lo que en España ha habido de acatolicismo entre los intelectuales nace de Giner. Hay una pluralidad de fuentes. Pero Giner y sus discípulos constituyen un punto de condensación, en torno al cual se agrupan humana o dialécticamente, y algunas veces sólo por una actitud de simpatía, otros varios.

Por ejemplo, Leopoldo Alas «Clarín», una de las figuras más destacadas de la Universidad de Oviedo en aquellos años, había sido discípulo de Giner más que de ningún otro profesor en el doctorado de Derecho de Madrid, el año 1878 y a este maestro suyo le dedicó su tesis doctoral. Fue también discípulo y admirador de Urbano González Serrano, otro de los principales hombres de la Institución y del movimiento krausista. (Cf. PEDRO SAINZ RODRIGUEZ. Evolución de las ideas sobre la decadencia de España. Madrid, 1962. 578 págs. La obra de Clarín, págs. 334 a 429, especialmente págs. 346 y ss.).

El anticlericalismo de algunas de las novelas de Galdós y de la actitud que el famoso novelista mantuvo durante muchos años, arranca más bien de la literatura anticatólica francesa del siglo XIX y del anticlericalismo militante de los grupos políticos y revolucionarios españoles del 68 al 75. El marxismo de Besteiro o de Fernando de los Ríos, líderes del partido socialista español y profesores de la Universidad de Madrid, es aprendido de Iglesias, de Marx y de Engels y de los maestros franceses de los socialistas españoles, como Lafargue y Guesde. La violencia verbal y reformista de Joaquín Costa es hija de la hipercrítica tradicional de España y de la propia minerva de su autor, un aragonés bronco y recio, de temperamento indomable. Lo mismo podría decirse del anarquismo romántico de los escritores del 98 en su primera etapa —señaladamente Baroja y Azorín— y de las otras diversas corrientes. Sobre todo, de los proyectos de europeización de España de Ortega y Gasset, que tuvo aún más ambición respecto del presente y del futuro de España —para configurar el país con arreglo a sus propias concepciones— que Giner.

Pero todos estos hombres y grupos, y otros similares, tienen en común una solidaridad extrema con la persona y la obra de Giner y un respeto por ella. Todos le consideran como el que alzó en España una bandera o, por lo menos, como quien mejor derecho tenían a mantenerla empuñada entre sus manos.