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Shirley aguardó de pie detrás de los rectores, echando algún que otro vistazo por encima de los hombros a las normas que se redactaban y a la lista de casos que se enumeraban, escuchando cuanto decían y esbozando todavía su extraña sonrisa: una sonrisa que no era malévola, sino intencionada, demasiado para ser considerada amistosa. A los hombres raras veces les gustan quienes leen en su interior con demasiada claridad y precisión. Es bueno, para las mujeres sobre todo, estar dotado de una leve ceguera: tener ojos apacibles, borrosos, que jamás penetran más allá de la superficie de las cosas, que lo aceptan todo en lo que aparenta; millares de personas que lo saben bajan la vista por sistema, pero la mirada más velada tiene su aspillera, a través de la cual, de vez en cuando, se observa la vida como un vigía. Recuerdo haber visto en una ocasión un par de ojos azules, que solían considerarse somnolientos, en secreta alerta, y supe por su expresión —una expresión que me heló la sangre, pues procedía de donde menos podía esperarse— que durante años se habían acostumbrado a leer en silencio las almas ajenas. El mundo llamaba a la dueña de esos ojos azules bonne petite femme (no era inglesa); yo descubrí más adelante cuál era su naturaleza, me la aprendí de memoria, la estudié hasta sus más recónditos y ocultos recovecos: era la intrigante más inteligente, profunda y sutil de toda Europa.

Cuando todo quedó por fin arreglado a gusto de la señorita Keeldar y el clero hubo abrazado el espíritu de su plan hasta el punto de encabezar la lista de suscriptores con una firma por cincuenta libras cada uno, Shirley ordenó que sirvieran la cena, tras haber dado previamente instrucciones a la señora Gill de emplear de sus mejores artes en la preparación de la comida. El señor Hall no era un bonvivant, era, por naturaleza, un hombre abstemio, indiferente al lujo, pero Boultby y Helstone disfrutaban por igual de la buena cocina; la rebuscada cena, por consiguiente, los puso de un humor excelente: le hicieron justicia, aunque como caballeros, no como lo hubiera hecho el señor Donne de haberse hallado presente. Se saboreó asimismo un vaso de buen vino con perspicaz deleite, pero con sumo decoro. Se felicitó al capitán Keeldar por su buen gusto; los cumplidos le agradaron: su objetivo era agradar y satisfacer a sus invitados del clero; lo había logrado y estaba radiante de júbilo.

CAPÍTULO XV

EL ÉXODO DEL SEÑOR DONNE

Al día siguiente, Shirley manifestó a Caroline su satisfacción por el buen resultado de la pequeña fiesta.

—Realmente me gusta agasajar a un grupo de caballeros —dijo—; es divertido observar cómo disfrutan de una comida juiciosamente elaborada. Verás, para nosotras esos vinos escogidos y esos platos científicos carecen de importancia, pero los caballeros parecen conservar parte de la ingenuidad de los niños para la comida, y es agradable complacerlos; es decir, cuando muestran el oportuno y decoroso dominio de sí mismos que tienen nuestros admirables rectores. Algunas veces he observado a Moore para tratar de descubrir cómo complacerle, pero él no tiene esa simplicidad infantil. ¿Has encontrado tú su punto débil, Caroline? Tú lo has tratado más que yo.

—En todo caso, su punto débil no es el de mi tío ni el del doctor Boultby —respondió Caroline, sonriente. Sentía siempre una especie de tímido placer al seguir la iniciativa de la señorita Keeldar de conversar sobre el carácter de su primo: por ella, jamás lo habría sacado a relucir, pero cuando se la invitaba a hacerlo, la tentación de hablar sobre aquel en el que no dejaba de pensar era irresistible—. Pero —añadió— en realidad no sé cuál es, pues jamás he podido observar a Robert sin que mi escrutinio se frustrara al instante al descubrir que él me observaba a mí.

—¡Eso es! —exclamó Shirley—. No puedes clavar la vista en él sin que inmediatamente él clave la suya en ti. No baja nunca la guardia; no te da ninguna ventaja; incluso cuando no te mira, sus pensamientos parecen entrometerse en tus propios pensamientos, buscando la fuente de tus acciones y tus palabras, considerando tus motivos con toda comodidad. ¡Oh! Conozco ese tipo de carácter, u otro del mismo estilo. A mí me irrita especialmente, ¿cómo te afecta a ti?

Esta pregunta era un ejemplo de los bruscos y súbitos giros de Shirley. Al principio a Caroline solían ponerla nerviosa, pero había hallado el modo de parar aquellas estocadas como una pequeña cuáquera.

—¿Te irrita? ¿De qué manera? —dijo.

—¡Ahí viene! —exclamó Shirley de repente, interrumpiendo la conversación para ir corriendo hasta la ventana—. Ahí llega una distracción. No te he hablado de la soberbia conquista que he hecho últimamente… en esas fiestas a las que jamás consigo convencerte de que me acompañes, y la he hecho sin esfuerzo ni intención por mi parte: eso te lo aseguro. Ya suena la campanilla… y, ¡qué delicia!, son dos. ¿No cazan, entonces, si no es en pareja? Tú puedes quedarte con uno, Lina; te dejo elegir; no dirás que no soy generosa. ¡Escucha a Tartar!

El perro de pelaje tostado y hocico negro, del que se ha dado una referencia fugaz en el capítulo en el que se presentaba a su ama al lector, empezó a ladrar en el vestíbulo, en cuyo vasto espacio el profundo ladrido resonó de manera formidable. Le siguió un gruñido, más terrible que el del animal, amenazando como un trueno entre dientes.

—¡Escucha! —volvió a exclamar Shirley entre risas—. Se diría que es el preludio de una sangrienta carnicería: se asustarán; no conocen al viejo Tartar como yo; no saben que sus rugidos no son más que ruido y furia y que no significan nada.

Se produjo cierta agitación.

—¡Abajo, señor! ¡Abajo! —exclamó una voz imperiosa en tono agudo, y luego se oyó el chasquido de un bastón o un látigo. Inmediatamente sonó un aullido, pasos apresurados, una carrera, un auténtico tumulto.

—¡Oh! ¡Malone! ¡Malone!

—¡Abajo! ¡Abajo! ¡Abajo! —gritaba la voz aguda.

—¡Los tiene atemorizados de veras! —exclamó Shirley—. Le han pegado; ha sido un golpe al que no está acostumbrado y que no aceptará.

Shirley salió corriendo: un caballero huía por la escalinata de roble, buscando refugio a toda prisa en la galería o las habitaciones; otro retrocedía rápidamente hacia el pie de la escalera, blandiendo furiosamente un garrote nudoso sin dejar de repetir:

—¡Abajo! ¡Abajo! ¡Abajo! —mientras el perro de color tostado lo acorralaba, le ladraba, le aullaba y un grupo de sirvientes llegaba en tropel desde la cocina. El perro saltó; el segundo caballero se dio media vuelta y corrió en pos de su compañero; el primero se encontraba ya a salvo en un dormitorio y empujaba la puerta para impedir que entrara el otro (no hay nada menos compasivo que el terror), pero el segundo fugitivo luchaba con todas sus fuerzas: la puerta estaba a punto de ceder a sus esfuerzos.

—Caballeros —dijo Shirley con su voz argentina, pero sonora—, no me rompan las cerraduras, se lo ruego. ¡Tranquilícense y bajen! Fíjense en Tartar, no haría daño ni a un gato.

Shirley acariciaba al tal Tartar: el perro yacía acostado a sus pies con las patas delanteras estiradas, la cola agitándose aún amenazadoramente, resoplando y un pálido fuego en sus ojos de bulldog. Tenía un carácter canino sincero, flemático y estúpido, pero terco: adoraba a su ama y a John —el hombre que lo alimentaba—, pero el resto del mundo le era del todo indiferente. Era bastante tranquilo, salvo cuando le golpeaban con un palo: eso lo convertía en un demonio al instante.

—¡Señor Malone, cómo está usted! —continuó Shirley, alzando hacia la galería su rostro iluminado por el regocijo—. Ése no es el camino del gabinete de roble, es el dormitorio de la señora Pryor. Pídale a su amigo el señor Donne que salga de él; tendré sumo gusto en recibirlo aquí abajo.

—¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! —rio Malone con huecas carcajadas, apartándose de la puerta para inclinarse sobre la maciza balaustrada—. Realmente ese animal ha alarmado a Donne. Es un poco tímido —añadió, irguiéndose, y se dirigió con paso elegante hacia la escalera—. He pensado que era mejor seguirlo para tranquilizarlo.

—Al parecer lo ha conseguido. Bien, bajen, por favor. John —dijo, volviéndose hacia uno de sus sirvientes—, ve arriba y libera al señor Donne. Tenga cuidado, señor Malone, los escalones son resbaladizos.

Ciertamente lo eran, puesto que se trataba de roble pulido. La advertencia le llegó un poco tarde a Malone: había resbalado ya en su majestuoso descenso y sólo agarrándose a la barandilla había conseguido salvarse de caer, pero toda la estructura de la escalinata había vuelto a crujir.

Tartar pareció pensar que el visitante descendía con una pompa injustificable y, por tanto, gruñó una vez más. Sin embargo, Malone no era un cobarde; el salto del perro lo había pillado por sorpresa, pero ahora pasó junto a él con ira contenida más que con miedo: si con una mirada se hubiera podido estrangular a Tartar, el animal no habría respirado más. La rabia de su resentimiento hizo olvidar las buenas maneras a Malone, que entró en el gabinete antes que la señorita Keeldar. Lanzó una mirada a la señorita Helstone; a duras penas consiguió inclinarse para saludarla. Miró airadamente a ambas jóvenes; daba la impresión de que, de haber sido una de ellas su esposa, se habría convertido en un marido colosal en aquel momento: parecía desear tenerlas aferradas, una en cada mano, y apretar hasta la muerte.

Sin embargo, Shirley se compadeció: dejó de reír, y Caroline tenía demasiada educación para sonreír siquiera al ver a otro mortificado. Se despidió a Tartar, Peter Augustus fue aplacado, pues Shirley tenía expresiones y tonos que podían aplacar a un toro, y él tuvo la sensatez de pensar que, si no podía desafiar a la dueña del perro, más le valía mostrarse cortés, y cortés intentó mostrarse; siendo bien recibidos sus intentos, al poco se volvió muy cortés y recobró el dominio de sí mismo. En realidad su visita se debía al expreso propósito de hacerse encantador y fascinante; malos augurios lo habían recibido en la primera ocasión que entraba en Fieldhead pero, pasado el incidente, decidió ser encantador y fascinante. Al igual que marzo, había empezado como un león y se proponía marcharse como un cordero.

Por que le diera el aire, al parecer, o quizá por tener la salida a mano en caso de emergencia, Malone se sentó, no en el sofá donde la señorita Keeldar le ofrecía como trono, ni tampoco cerca del fuego, adonde Caroline, con una amistosa seña, le invitaba amablemente, sino en una silla cerca de la puerta. No estando ya resentido ni furioso, se sentía incómodo y violento. Hablaba con las señoras a trompicones, eligiendo como temas los tópicos más trillados; suspiraba hondo, significativamente, al final de cada frase; suspiraba en cada pausa; suspiraba antes de abrir la boca. Por fin, creyendo deseable añadir el aplomo a sus demás encantos, sacó para ayudarse un gran pañuelo de seda de bolsillo. Aquél sería el gracioso juguete con el que se entretendrían sus manos desocupadas. Emprendió la tarea con cierto brío: dobló el cuadrado rojo y amarillo en diagonal; lo abrió con una sacudida; una vez más lo dobló, dejándolo esta vez más pequeño: lo convirtió en una hermosa banda. ¿Con qué objeto procedería a hacerle el nudo? ¿Se lo ataría alrededor del cuello, de la cabeza? ¿Serviría como bufanda o como turbante? Ninguna de las dos cosas. Peter Augustus tenía inventiva, un genio original: estaba a punto de exhibir ante las señoritas talentos que tenían al menos el encanto de la novedad. Estaba sentado en la silla con sus atléticas piernas irlandesas cruzadas, y esas piernas, en esa pose, las rodeó con el pañuelo y las ató con fuerza. Era evidente que creía que este ardid merecía una repetición: lo repitió más de una vez. La segunda actuación hizo que Shirley fuera hasta la ventana a soltar una risa silenciosa, pero incontenible, sin ser vista, y que Caroline volviera el rostro para que sus largos tirabuzones ocultaran la sonrisa que se adueñaba de sus facciones. A la señorita Helstone, en realidad, le divertía más de un aspecto del comportamiento de Peter: se sentía edificada por la completa y abrupta desviación del homenaje que le rendía el coadjutor y que había pasado a la heredera: las cinco mil libras que él suponía que probablemente heredaría Caroline no podían compararse con la fortuna y la finca de la señorita Keeldar. Peter no se molestó en disimular sus cálculos ni su táctica: no fingió que el cambio de punto de vista había sido gradual; rectificó al instante: abandonó abiertamente sus pretensiones a la fortuna menor en favor de la mayor. Con qué armas esperaba triunfar en sus pretensiones, sólo él lo sabía; ciertamente no sería con su maña.

Por el tiempo transcurrido, dio la impresión de que John tenía ciertas dificultades para convencer al señor Donne de que bajara. No obstante, por fin apareció el caballero y, cuando se presentó en la puerta del gabinete de roble, no parecía avergonzado ni confuso en absoluto, ni lo más mínimo. En verdad, Donne tenía ese carácter fríamente flemático e imperturbablemente satisfecho de sí mismo que es insensible a la vergüenza. Jamás se había ruborizado en toda su vida; no había humillación que lo avergonzara; sus nervios no eran capaces de vibrar con la fuerza suficiente para perturbar su vida y hacerle subir el color a las mejillas; no tenía fuego en la sangre ni modestia en el alma; era una muestra desvergonzada, arrogante y decorosa del tipo más común; engreído, necio, insípido. ¡Y este caballero tenía la idea de cortejar a la señorita Keeldar! Sin embargo, si hubiera sido una talla en madera no habría sido mayor su ignorancia sobre el modo de empezar: no tenía la menor idea de que durante el cortejo existe un gusto que hay que complacer y un corazón que hay que alcanzar. Su intención era, cuando la hubiera visitado formalmente unas cuantas veces, escribirle una carta para pedirla en matrimonio; después, calculaba que Shirley lo aceptaría por amor a su ocupación; después se casarían; después él sería el señor de Fieldhead, y viviría confortablemente con criados a sus órdenes, comería y bebería de lo mejor, y sería un gran hombre. Nadie habría sospechado estas intenciones cuando se dirigió a su futura novia en un tono impertinente y ofendido:

—Ese perro es muy peligroso, señorita Keeldar. Me admira que tenga en su casa semejante animal.

—¿Le admira, señor Donne? Tal vez le admire aún más saber que le tengo mucho cariño.

—Yo diría que no habla usted en serio. No puedo imaginar que una señorita le tenga cariño a ese bruto… es tan feo; no es más que un perro de carretero. Cuélguelo, se lo ruego.

—¿Colgar algo que aprecio?

—Y cómprese en su lugar un dulce cachorro de caniche o de doguillo; algo más apropiado para el bello sexo; a las señoritas por lo general les gustan los perros falderos.

—Quizá yo sea la excepción.

—¡Oh! Mire, eso es imposible. Todas las señoritas son iguales en esos asuntos: es cosa sabida.

—Tartar le ha asustado terriblemente, señor Donne. Espero que esto no le perjudique en modo alguno.

—Ya lo creo que sí, no me cabe duda. Me ha dado un susto que no olvidaré en mucho tiempo. Cuando lo vi a punto de saltar, pensé que iba a desmayarme.

—Quizá se haya desmayado en el dormitorio, ¿no? Ha estado allí mucho tiempo.

—No; he hecho acopio de fuerzas para mantener la puerta cerrada. Estaba resuelto a no dejar entrar a nadie; he querido levantar una barrera entre el enemigo y yo.

—Pero ¿y si hubiera sido atacado su amigo Malone?

—Malone tiene que cuidarse solo. Su criado me ha convencido al final de que saliera cuando me ha dicho que el perro estaba encadenado en su perrera; si no me lo hubiera asegurado, me habría quedado todo el día en la habitación. Pero ¿qué es esto? ¡Por Dios que ese hombre me ha mentido! ¡El perro está aquí!

En efecto, Tartar salió por la puerta cristalera que daba al jardín, más envarado que nunca, con su color tostado y su hocico negro. Parecía aún de mal humor; volvía a gruñir y soltaba un silbido medio estrangulado, herencia de su linaje de bulldog.

—Llegan más visitas —comentó Shirley, con esa provocadora frialdad que son proclives a mostrar los dueños de perros de aspecto imponente pero que, en realidad, se limitan a ladrar con el pelaje erizado.

Tartar bajó corriendo por el camino hasta la verja, aullando avec explosion. Su ama abrió lentamente la puerta cristalera y salió, silbándole con suavidad. Tartar había dejado de aullar y alzaba su estúpida cabezota achatada hacia los recién llegados para que le dieran unas palmaditas.

—¿Cómo? ¡Tartar! ¡Tartar! —dijo una voz alegre y juvenil—. ¿No nos conoces? ¡Buenos días, muchachote!

Y traspasó la verja el señor Sweeting, que, por su carácter afable y cándido, en principio no temía a hombre, mujer, niño o bestia. Acarició al guardián. Le siguió su vicario, el señor Hall, que tampoco temía a Tartar, y el perro no abrigaba mala voluntad hacia él: olisqueó a ambos caballeros dando vueltas a su alrededor, y luego, como si hubiera decidido que eran inofensivos y que podía permitirles pasar, retrocedió hacia la soleada fachada de la casa, dejando libre el paso bajo la arcada. El señor Sweeting le fue detrás, y habría jugado con él, si Tartar hubiera prestado atención a sus caricias, pero sólo el tacto de la mano de su ama era de su agrado; con todos los demás se mostraba obstinadamente insensible.

Shirley salió al encuentro de los señores Hall y Sweeting y les estrechó la mano cordialmente; querían verla para hablarle de sus éxitos matinales en la obtención de donativos para el fondo. Los ojos del señor Hall miraban con benevolencia a través de las lentes; la bondad volvía realmente hermoso su rostro vulgar, y cuando Caroline, al ver quién era, salió corriendo y puso ambas manos entre las del vicario, él la miró con una expresión amable, serena y afectuosa que le dio el aspecto de un Melanchthon sonriente.

En lugar de volver a entrar en la casa, deambularon por el jardín, las señoritas flanqueando al señor Hall. El día era soleado y soplaba la brisa; el aire dio color a las mejillas de las muchachas y despeinó sus rizos graciosamente: las dos estaban muy bonitas; una, alegre. El señor Hall hablaba más a menudo con su acompañante más jovial, pero miraba a la más silenciosa con mayor frecuencia. La señorita Keeldar cogió algunas de las abundantes flores, cuyo perfume impregnaba todo el jardín; dio unas cuantas a Caroline, pidiéndole que hiciera un ramillete para el señor Hall, y ésta, con el regazo lleno de flores delicadas y espléndidas, se sentó en los escalones de una glorieta; el vicario se quedó de pie cerca de ella, apoyado en su bastón.

Incapaz de faltar a la hospitalidad, Shirley llamó a la olvidada pareja del gabinete de roble: escoltó a Donne para que pudiera pasar junto a su temido enemigo Tartar, el cual, con el hocico entre las patas, estaba tumbado al sol meridiano, roncando. Donne no se lo agradeció: nunca agradecía la bondad y las atenciones, pero se alegró de recibir protección. La señorita Keeldar, deseosa de mostrarse imparcial, ofreció flores a los coadjutores, que ellos aceptaron con torpeza innata. Malone, sobre todo, pareció desorientado cuando un ramo le llenó una mano, mientras su garrote ocupaba la otra. El «¡Gracias!» de Donne fue digno de oírse: fue el más fatuo y arrogante de los sonidos, dando a entender que consideraba aquel ofrecimiento como un homenaje a sus méritos y un intento por parte de la heredera de granjearse su inestimable aprecio. Sólo Sweeting recibió el ramillete como el hombre elegante, sensato y menudo que era: poniéndoselo en el ojal galantemente y con gracia.

Como recompensa a sus buenos modales, la señorita Keeldar le indicó por señas que se acercara y le hizo un encargo, con el que los ojos del coadjutor lanzaron destellos de júbilo. Partió volando, rodeando el patio en dirección a la cocina; no fue necesario orientarlo; siempre se encontraba en todas partes como en su casa. Reapareció al poco rato cargado con una mesa redonda, que colocó bajo el cedro, luego sacó seis sillas de varios rincones y cenadores del jardín y las colocó en círculo alrededor de la mesa. Salió de la casa la doncella —la señorita Keeldar no tenía lacayo— con una bandeja cubierta por una servilleta. Los ágiles dedos de Sweeting ayudaron a colocar vasos, platos, cuchillos y tenedores; también ayudó a la doncella a servir un apetitoso almuerzo consistente en pollo frío, jamón y tartas.

A Shirley le encantaba ofrecer esta clase de agasajos improvisados a cualquier visitante casual, y nada la complacía más que tener un amigo atento y solícito como Sweeting revoloteando a su alrededor, recibiendo con alegría sus sugerencias de anfitriona y ejecutándolas con presteza. David y ella se llevaban a las mil maravillas, y la devoción de él por la heredera era totalmente desinteresada, puesto que no perjudicaba en nada su inquebrantable lealtad a la magnífica Dora Sykes.

La comida fue muy alegre. Donne y Malone, ciertamente, contribuyeron muy poco a la animación, pues el papel principal que desempeñaron en ella fue el que concernía a cuchillo, tenedor y vaso de vino, pero allí donde caracteres tales como los del señor Hall, David Sweeting, Shirley y Caroline se reunían con salud y amistad, en un florido jardín bajo el sol, no podía faltar el brillo ni la cordialidad.

En el curso de la conversación, el señor Hall recordó a las señoritas que se acercaba Pentecostés, época en la que se celebraba la gran reunión del té de las Escuelas Dominicales Unidas y la procesión de las tres parroquias de Briarfield, Whinbury y Nunnely. Sabía que Caroline ocuparía su lugar como maestra, dijo, y esperaba que la señorita Keeldar no faltaría, haciendo así su primera aparición pública en la comarca. Shirley no era persona que se perdiera ocasiones como aquélla: le gustaban las emociones festivas, las reuniones felices, la concentración y combinación de detalles agradables, la multitud de rostros radiantes, el puñado de corazones regocijados. Respondió al señor Hall que podían contar con ella; no sabía lo que tendría que hacer, pero podían disponer de ella como gustaran.

—Y —dijo Caroline— ¿promete usted que vendrá a mi mesa y se sentará junto a mí, señor Hall?

—No faltaré, Deo volente —dijo él—. Me he sentado a su derecha en estas concurridas reuniones del té durante los últimos seis años —prosiguió, volviéndose hacia la señorita Keeldar—. La hicieron maestra de la escuela dominical cuando era una niña de doce años. Por su carácter, no tiene demasiada seguridad en sí misma, como habrá podido observar; la primera vez que tuvo que «coger una bandeja», como se dice, y hacer té en público, tembló y se ruborizó de manera lastimosa. Yo vi su pánico mudo, las tazas que temblaban en su manita y la tetera que había llenado de agua en exceso. Acudí en su ayuda, me senté a su lado, me ocupé del hervidor y del recipiente para los posos, y en realidad le hice el té como cualquier viejecita.

—Se lo agradecí mucho —intercaló Caroline.

—En efecto; eso me dijiste con total sinceridad. Y me di por bien pagado, puesto que no era como la mayoría de las niñas de doce años, a las que puedes ayudar y atender una y otra vez sin que muestren más reconocimiento por el bien ofrecido y recibido que si estuvieran hechas de madera y cera en lugar de carne y nervios. Caroline se pegó a mí, señorita Keeldar, durante el resto de la reunión, paseando conmigo por donde jugaban los niños; me siguió al interior de la sacristía cuando nos llamaron para el servicio; creo que se habría subido conmigo al púlpito de no haber sido porque previamente tomé la precaución de llevarla al banco de la rectoría.

—Y ha sido mi amigo desde entonces —dijo Caroline.

—Y siempre me siento en su mesa, cerca de su bandeja, y le tiendo las tazas; hasta ahí llegan mis servicios. Lo próximo que haré por ella será casarla algún día con algún coadjutor o el dueño de una fábrica. Pero, cuidado, Caroline, haré averiguaciones sobre el carácter del novio y, si no es un caballero capaz de hacer feliz a la muchachita que caminaba cogida de mi mano por el ejido de Nunnely, no oficiaré la ceremonia; de modo que tenga cuidado.

—La advertencia es inútil; no me casaré. Viviré siempre soltera como su hermana Margaret, señor Hall.

—Muy bien, hay cosas peores. Margaret no es desgraciada: tiene sus libros para distraerse y un hermano al que cuidar, y con eso se conforma. Si alguna vez necesita un hogar, si llega el día en que la rectoría de Briarfield ya no lo es para usted, venga a la vicaría de Nunnely. Si la solterona y el solterón siguen vivos, le darán la bienvenida con todo cariño.

—Aquí están sus flores —dijo Caroline, que se había guardado el ramillete elegido para él hasta ese momento—. Bien, sé que a usted no le interesan los ramos de flores, pero tiene que dárselo a Margaret. Únicamente, para ser sentimental por una vez, conserve esta pequeña nomeolvides, que es una flor silvestre que he arrancado de la hierba, y, para ser aún más sentimental, déjeme que coja dos o tres flores azules y las meta en mi libro de recuerdos.

Y sacó un pequeño libro con tapas esmaltadas y cierre de plata, en cuyo interior, tras abrirlo, insertó las flores y escribió alrededor, con lápiz: «En recuerdo del reverendo Cyril Hall, mi amigo… de mayo de 18…».

El reverendo Cyril Hall, por su parte, guardó también un capullo entre las páginas de un Nuevo Testamento de bolsillo; escribió tan sólo, al margen: «Caroline».

—Bien —dijo, sonriente—, confío en que haya sido suficientemente romántico. Señorita Keeldar —prosiguió (durante esta conversación, por cierto, los coadjutores estaban demasiado ocupados en sus propias bromas para prestar atención a lo que pasaba en el otro extremo de la mesa)—, espero que se ría usted de este rasgo de exaltación en un viejo vicario de pelo cano. Lo cierto es que estoy tan acostumbrado a satisfacer las peticiones de esta joven amiga suya que no sé negarme cuando me pide que haga algo. Dirá usted que no es muy propio de mí andar trajinando con flores y nomeolvides, pero, vea, cuando me piden que sea sentimental soy obediente.

—Es sentimental por naturaleza —comentó Caroline—. Me lo ha dicho Margaret, y sé qué cosas le complacen.

—¿Que sea usted buena y feliz? Sí, ésa es una de mis mayores satisfacciones. ¡Que Dios le conserve por mucho tiempo la bendición de la paz y la inocencia! Con esta frase me refiero a la inocencia comparativa, pues a Sus ojos sé muy bien que nadie es puro. Lo que con nuestra humana percepción nos parece tan inmaculado, tal como imaginamos a los ángeles, para Él no es más que fragilidad necesitada de la sangre de Su Hijo para purificarse, y de la fortaleza de Su Espíritu para sostenerse. Seamos todos humildes. Yo, igual que ustedes, mis jóvenes amigas. Y más nos vale serlo cuando examinamos nuestros corazones y vemos en ellos incoherencias, tentaciones, propensiones que nos avergonzamos incluso de reconocer. No es la juventud, ni la belleza, ni la elegancia, ni cualquier otro amable encanto externo lo que nos hace bellos o buenos a los ojos de Dios. Jovencitas, cuando su espejo o las lenguas masculinas las halaguen, recuerden que, a los ojos de su Hacedor, Mary Anne Ainley, una mujer a la que ni espejo ni labios han dedicado jamás panegírico alguno, es más hermosa y mejor que cualquiera de ustedes. Así es en verdad —añadió, tras una pausa—, así es. En ustedes las jóvenes, volcadas en sí mismas y en esperanzas mundanas, poco se asemeja su vida a la de Cristo. Quizá no sea aún posible que vivan como Él, mientras la existencia sea tan dulce y el mundo les sonría; sería demasiado esperar. Ella, con su corazón dócil y la debida reverencia, sigue de cerca los pasos de su Redentor.

Aquí irrumpió la voz áspera de Donne tras el suave tono del señor Hall:

—¡Ejem! —empezó, aclarándose la garganta con el evidente propósito de hacer un discurso importante—. ¡Ejem! Señorita Keeldar, le ruego que me atienda un instante.

—Bien —dijo Shirley con calma—. ¿De qué se trata? Le escucho; soy toda ojos y oídos.

—Espero que también sea manos —replicó Donne, en su estilo vulgarmente presuntuoso y familiar—, y bolsa: son sus manos y su bolsa a los que quiero apelar. He venido a verla esta mañana con la intención de rogarle…

—Debería haber ido a ver a la señora Gill; ella es mi limosnera.

—Para rogarle que haga un donativo para una escuela. El doctor Boultby y yo tenemos la intención de construir una escuela en la aldea de Ecclefigg, que depende de la vicaría de Whinbury. Los baptistas se han apoderado de ella, han construido allí una capilla, y yo quiero disputarles el terreno.

—Pero yo no tengo nada que ver con Ecclefigg; no tengo propiedades allí.

—¿Qué importa eso? Es usted anglicana, ¿no?

—¡Admirable criatura! —murmuró Shirley entre dientes—. ¡Exquisito lenguaje, elegante estilo! ¡Extasiada me quedo al oírlo! —Luego añadió en voz alta—: Soy anglicana, en efecto.

—Entonces no puede negarse a contribuir a esta causa. Los habitantes de Ecclefigg son un puñado de animales; queremos civilizarlos.

—¿Quién será el misionero?

—Yo mismo, seguramente.

—Si fracasa, no será por falta de simpatía hacia sus feligreses.

—No lo creo; espero triunfar. Pero necesitamos dinero. Aquí está el papel. Que sea una suma considerable, por favor.

Cuando le pedían dinero, Shirley pocas veces se negaba. Firmó por cinco libras: después de las trescientas libras que había entregado recientemente y las sumas más pequeñas que entregaba a cada momento, era cuanto se podía permitir. Donne miró el papel, afirmó que el donativo era «mezquino» y exigió más a voces. La señorita Keeldar enrojeció de indignación y más aún de asombro.

—Por el momento no daré más —dijo.

—¡No dará más! Vaya, y yo que esperaba que encabezara la lista con sus buenas cien libras. Con la fortuna que tiene, no debería firmar jamás por menos de esa cantidad. —Shirley guardó silencio—. En el sur —continuó Donne—, una señora con mil libras al año se avergonzaría de dar cinco libras para un asunto de utilidad pública.