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100 Clásicos de la Literatura

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—No tengo mucha confianza en Moses Barraclough —dijo—, y quisiera decirle unas palabras, señor Moore. Por mi parte, no es la mala voluntad lo que me ha traído aquí, es sólo un esfuerzo para enderezar las cosas, porque están realmente torcidas. Usted sabe que estamos mal, muy mal: nuestras familias son pobres y pasan penalidades. Esos telares nos han echado a la calle, no encontramos trabajo, no ganamos nada. ¿Qué hemos de hacer? Tenemos que decir: ¡lástima!, ¿y echarnos a morir? No; yo no tengo grandes palabras que decir, señor Moore, pero creo que un hombre razonable ha de tener principios y no dejarse morir de hambre como una estúpida criatura; yo no pienso hacerlo. No quiero derramar sangre; no quiero matar ni herir a ningún hombre, y no quiero derribar fábricas ni romper máquinas, porque, como usted dice, esa manera de hacer las cosas no detendrá jamás los inventos; pero hablaré, haré tanto ruido como pueda. Puede que los inventos estén muy bien, pero sé que no está bien que los pobres se mueran de hambre. Los que gobiernan tienen que encontrar la manera de ayudarnos; tienen que hacer leyes nuevas. Usted dirá que eso es difícil; pues entonces, más fuerte aún tendremos que gritar, porque más les costará aún a los hombres del Parlamento ponerse a hacer un trabajo difícil.

—Atosigad a los parlamentarios cuanto os plazca —dijo Moore—, pero atosigar a los dueños de las fábricas es absurdo y, por mi parte, yo no voy a consentirlo.

—¡Tiene usted el corazón de piedra! —replicó el obrero—. ¿No querrá darnos un poco de tiempo? ¿No accederá a hacer sus cambios un poco más despacio?

—¿Acaso formo yo todo el gremio de fabricantes de paños de Yorkshire? ¡Respóndeme a eso!

—No, es uno de ellos.

—Y sólo uno, y si me detuviera a mitad de camino un solo instante, mientras los otros avanzan hacia el futuro, me pisotearían. Si hiciera lo que queréis que haga, iría a la ruina en un mes. ¿Serviría mi ruina para poner pan en la boca de vuestros hijos hambrientos? William Farren, no me someteré ni a tus dictados ni a los de ningún otro. No me hables más de maquinaria; las cosas se harán a mi modo. Mañana traeré nuevos telares. Si los rompéis, traeré más. Jamás cederé.

La campana de la fábrica dio las doce: era la hora de comer. Bruscamente Moore dio la espalda a la delegación y volvió a entrar en la oficina de contabilidad.

Sus últimas palabras habían dejado una mala impresión, muy dura: él, al menos, había «fracasado en aprovechar una oportunidad que tenía en sus manos». Hablando con amabilidad a William Farren —un hombre honrado que no envidiaba ni odiaba a quienes vivían en circunstancias más felices que él, que no creía que verse obligado a ganarse la vida trabajando fuera una injusticia ni una penuria, que estaba dispuesto a contentarse honorablemente con el simple hecho de tener trabajo—, tal vez Moore habría hecho un amigo. Parecía realmente asombroso que pudiera darle la espalda a un hombre así sin una expresión conciliadora o de comprensión. El pobre hombre tenía el rostro macilento por culpa de la necesidad: tenía el aspecto de un hombre que no sabía lo que era una vida cómoda desde hacía semanas, quizá meses y, sin embargo, no había ferocidad ni malignidad en su semblante; había cansancio, desaliento, severidad, pero seguía siendo paciente. ¿Cómo pudo Moore dejarlo así, con las palabras «jamás cederé», sin un solo susurro de buena voluntad, o esperanza, o ayuda?

En el camino de vuelta a casa —un lugar decente, limpio y agradable en otros tiempos, pero muy triste ahora, aunque aún limpio, a causa de su extrema pobreza—, Farren se hizo esta pregunta. Decidió que el extranjero, el dueño de la fábrica, era un hombre egoísta, insensible y, también eso lo pensó, insensato. Le pareció que, de tener los medios necesarios, sería preferible emigrar a servir a semejante amo. Se sentía muy abatido, casi desesperado.

Cuando entró en casa, su mujer sirvió metódicamente toda la comida de que disponía para él y para los niños: fueron únicamente gachas de avena, y en cantidad muy insuficiente. Algunos de los niños más pequeños pidieron más cuando terminaron sus raciones, petición que alteró grandemente a William: mientras su mujer los calmaba como podía, él se levantó y se dirigió a la puerta. Silbó una alegre estrofa, lo que, sin embargo, no impidió que un par de lagrimones (más parecidos a las «primeras gotas de una lluvia torrencial» que a las que manaban de la herida del gladiador) mojaran los párpados de sus ojos grises y cayeran luego en el umbral. Se aclaró la vista con la manga y, pasado el momento de debilidad, le siguió uno de gran seriedad.

Seguía rumiando en silencio cuando vio acercarse a un caballero de negro; distinguió en seguida que era un clérigo, pero no Helstone, ni Malone, ni Donne, ni Sweeting. Tenía unos cuarenta años de edad, un rostro vulgar, la piel morena y los cabellos ya grises. Caminaba algo encorvado. Su semblante, cuando se acercó más, mostraba un aire abstraído y algo pesaroso, pero, al llegar a la altura de Farren, alzó la vista y una expresión cordial iluminó el rostro preocupado y serio.

—¿Eres tú, William? ¿Cómo estás? —preguntó.

—Regular, señor Hall. ¿Cómo está usted? ¿Quiere entrar y descansar un poco?

El señor Hall, cuyo nombre el lector ha visto mencionado antes (y que era, en verdad, el vicario de Nunnely, de cuya parroquia era natural Farren y de la que se había mudado hacía apenas tres años para residir en Briarfield, por la conveniencia de estar cerca de la fábrica de Hollow, donde había conseguido trabajo), entró en la casa y, tras saludar a la buena mujer y a los niños, tomó asiento. Empezó a hablar con gran animación sobre el tiempo transcurrido desde que la familia había abandonado su parroquia, de los cambios que habían ocurrido desde entonces; respondió a preguntas sobre su hermana Margaret, por la que se mostró un gran interés; formuló preguntas a su vez y, por fin, con una mirada apresurada e inquieta a través de los anteojos (llevaba anteojos, pues era corto de vista) a la desnuda habitación y a los rostros enflaquecidos y macilentos que lo rodeaban —pues los niños se habían arremolinado en torno a sus rodillas, y el padre y la madre se hallaban de pie ante él—, dijo bruscamente:

—¿Y cómo estáis todos? ¿Qué tal os van las cosas?

Hago notar que el señor Hall no sólo hablaba con un fuerte acento del norte, pese a ser un capacitado hombre de letras, sino que, en ocasiones, utilizaba libremente expresiones típicas del norte.

—Nos van mal —dijo William—. Estamos todos sin trabajo. He vendido la mayor parte de las cosas de casa, como puede ver, y Dios sabe lo que vamos a hacer ahora.

—¿Te ha echado el señor Moore?

—Nos ha echado, y ahora tengo tal opinión de él que creo que, si volviera a admitirme mañana, no trabajaría para él.

—No es propio de ti hablar así, William.

—Ya lo sé, pero ya no soy el mismo: noto que estoy cambiando. No me importaría si los niños y la mujer tuvieran suficiente para vivir, pero pasan hambre… pasan hambre…

—Bueno, muchacho, también tú pasas hambre; salta a la vista. Son tiempos difíciles; veo sufrimiento allá donde voy. William, siéntate; Grace, siéntate. Hablemos.

Y a fin de poder hablar mejor, el señor Hall aupó al más pequeño de los niños sobre su rodilla y colocó una mano sobre la cabeza del que le seguía en edad; pero, cuando los pequeños empezaron a parlotearle, les pidió silencio y, clavando los ojos en el hogar, contempló el puñado de ascuas que ardían sombríamente.

—¡Tiempos tristes! —dijo—, y duran demasiado. Es la voluntad de Dios. ¡Que así sea! Pero nos pone a prueba y la prueba es realmente extrema. —Una vez más reflexionó—. ¿No tienes dinero, William, y no tienes nada que vender para conseguir una pequeña suma?

—No; he vendido la cómoda y el reloj, y un velador de caoba, y el bonito servicio de té y los utensilios para la chimenea que ella aportó como dote cuando nos casamos.

—Y si alguien os prestara una libra o dos, ¿sabrías hacer buen uso de ellas? ¿Conseguirías otro medio de ganarte el sustento?

Farren no respondió, pero su mujer dijo rápidamente:

—Sí, estoy segura de que sí, señor. Es un hombre muy apañado, nuestro William. Si tuviera dos o tres libras, podría empezar a hacer de vendedor.

—¿Podrías, William?

—Si Dios quiere, podría vender comestibles y cintas e hilo, y lo que pensara que fuera vendible, y al principio podría empezar como buhonero.

—Y, ¿sabe usted, señor? —interpuso Grace—, puede estar seguro de que William no bebería ni haría el vago ni despilfarraría en modo alguno. Es mi marido y no debería alabarlo, pero le diré que no hay hombre en Inglaterra más sensato ni más honrado que él.

—Bueno, hablaré con un par de amigos y creo que puedo prometer que tendrás cinco libras en un día o dos. Como préstamo, cuidado, no como regalo: tendrás que devolverlo.

—Lo entiendo, señor; estoy totalmente de acuerdo.

—Mientras tanto, aquí tienes unos cuantos chelines para ti, Grace, sólo para tener algo que llevar al puchero mientras llegan los clientes. Ahora, niños, poneos en fila y recitad el catecismo, mientras vuestra madre va a comprar algo de comer, porque estoy seguro de que no habéis comido gran cosa hoy. Empieza tú, Ben. ¿Cómo te llamas?

El señor Hall se quedó hasta que volvió Grace; luego se apresuró a despedirse, estrechando la mano a Farren y a su mujer; ya en la puerta, les dijo unas breves palabras de consuelo y exhortación religiosa con gran seriedad. Se separaron diciéndose: «¡Dios le bendiga, señor!», y un «Dios os bendiga, amigos míos».

CAPÍTULO IX

BRIARMAINS

Los señores Helstone y Sykes empezaron a mostrarse extraordinariamente jocosos con el señor Moore y a felicitarlo cuando se reunió con ellos después de despachar a la delegación; él estuvo tan callado, sin embargo, tras los cumplidos sobre su firmeza, etcétera, y con un semblante tan parecido a un día quieto y sombrío, sin sol y sin brisa, que el rector, después de observarlo detenidamente, se abrochó las felicitaciones con la casaca y dijo a Sykes, cuyos sentidos no eran lo bastante agudos para descubrir sin ayuda cuándo sobraban su presencia y su conversación:

 

—Vamos, señor, nuestros caminos son en parte el mismo; ¿por qué no nos hacemos compañía? Le daremos a Moore los buenos días y lo dejaremos con los felices pensamientos a los que parece dispuesto a entregarse.

—¿Y dónde está Sugden? —inquirió Moore, alzando los ojos.

—¡Ah, ja! —exclamó Helstone—. No he estado del todo ocioso mientras usted estaba ocupado. Me jacto, y no con imprudencia, de haberle ayudado un poco. He pensado que era preferible no perder tiempo; de modo que mientras usted parlamentaba con ese caballero de aspecto demacrado, Farren, creo que se llama, he abierto esta ventana que da atrás, he llamado a gritos a Murgatroyd, que estaba en el establo, para que trajera la calesa del señor Sykes a la parte de atrás; luego he hecho salir a hurtadillas a Sugden y al hermano Moses, con su pierna de madera y todo, por esta abertura, y los he visto subirse a la calesa (siempre con el permiso de su buen amigo Sykes, por supuesto). Sugden ha cogido las riendas; conduce como Jehú, y al cabo de otro cuarto de hora Barraclough se hallará bajo custodia en la cárcel de Stilbro.

—Muy bien, gracias —dijo Moore—; buenos días, caballeros —añadió, y de este cortés modo los condujo hasta la puerta y los acompañó fuera del recinto de su fábrica.

Estuvo taciturno y serio durante el resto del día: ni siquiera intercambió la característica sucesión de réplicas con Joe Scott, quien, por su parte, se limitó a hablar con su amo lo imprescindible para el desarrollo del negocio, aunque lo observó en más de una ocasión con el rabillo del ojo, entró a menudo en la oficina de contabilidad para atizar el fuego de la chimenea, y en una ocasión, mientras cerraba la fábrica al término de la jornada (en la fábrica se trabajaba entonces pocas horas por culpa de la disminución de la clientela), comentó que la tarde era magnífica y que «esperaba que el señor Moore se diera un pequeño paseo por la hondonada; que le haría bien».

Ante esta recomendación, el señor Moore soltó una breve carcajada y, después de preguntar a Joe qué significaba tanta solicitud y si lo tomaba por una mujer o un niño, le quitó las llaves de la mano y le empujó por los hombros para despedirlo. Sin embargo, antes de que llegara a la verja del patio, le llamó para que volviera.

—Joe, ¿conoces a esos Farren? No debe de irles muy bien, ¿no?

—No puede irles bien, señor, cuando no tienen trabajo desde hace tres meses. Usted mismo lo vería en su casa, que ha cambiado mucho; está completamente pelada: lo han vendido casi todo.

—¿Era un buen trabajador?

—Nunca tuvo otro mejor desde que abrió la fábrica.

—¿Y son personas decentes, toda la familia?

—No las hay más decentes; la mujer es una buena persona, ¡y limpísima! Se pueden comer las gachas en el suelo de su casa. No pueden irle peor las cosas. Ojalá William consiguiera trabajo como jardinero o algo parecido; sabe bastante de jardinería. En otro tiempo vivió con un escocés que le enseñó los secretos del oficio, como dicen.

—Bien, ya puedes irte, Joe; no hace falta que te quedes ahí mirándome de esa manera.

—¿No tiene ninguna orden que darme, señor?

—Ninguna más: que te vayas.

Joe actuó en consecuencia.

***

Las tardes de primavera son a menudo frías y húmedas, y aunque aquél había sido un día apacible, cálido incluso por la mañana a la luz del meridiano, refrescó con la puesta de sol, la tierra se heló y antes de que cayera la noche la escarcha se extendió poco a poco, con sigilo, sobre la hierba floreciente y los capullos sin abrir. Blanqueó el pavimento frente a Briarmains (la residencia del señor Yorke) y causó silenciosos estragos entre las delicadas plantas y el musgo del jardín. En cuanto al gran árbol de fuerte tronco y amplias ramas que protegía el aguilón más cercano a la carretera, parecía desafiar a la escarcha primaveral a dañar sus ramas aún desnudas, igual que el bosquecillo de castaños sin hojas que se alzaban a gran altura en la parte posterior de la casa.

En la negrura de una noche estrellada pero sin luna, las luces de las ventanas brillaban con fuerza: no era aquél un paraje sombrío ni solitario, ni siquiera silencioso. Briarmains se erguía cerca de la carretera; era una casa bastante vieja, construida antes de que se hiciera la carretera, cuando un sendero que serpenteaba a través de los campos era el único camino que conducía hasta ella. Briarfield se hallaba apenas a un kilómetro y medio de distancia; se oía su bullicio, se distinguía claramente su resplandor. De Briar-chapel, la capilla tosca, amplia y nueva, de culto wesleyano, la separaban no más de cien metros, y, dado que en aquel mismo momento se celebraba un rezo entre sus muros, la iluminación de sus ventanas arrojaba un resplandeciente reflejo sobre la carretera, al tiempo que un himno de la naturaleza más extraordinaria, cuyo espíritu induciría a bailar incluso a un cuáquero, resonaba con alegres ecos en toda la vecindad. La letra era perfectamente audible a intervalos: aquí cito unas estrofas de diferentes sones, pues los cantantes pasaban vivazmente de un himno a otro y de una a otra melodía con una desenvoltura y una alegría características.

Oh! who can explain

this struggle for life,

this travail and pain,

his trembling and strife?

plague, earthquake, and famine,

and tumult and war,

the wonderful coming

of Jesús declare!

For every fight

is dreadful and loud, —

the warrior’s delight

is slaughter and blood;

his foes overturning,

till all shall expire, —

and this is with burning,

and fuel, and fire!

Aquí siguió un intervalo de clamorosas plegarias, acompañadas por gemidos de temor. El grito de «¡He hallado la libertad! ¡Doad o’Bill’s ha hallado la libertad!» se elevó desde la capilla, y toda la congregación estalló de nuevo en cánticos.

What a mercy is this!

What a heaven of bliss!

How unspeakably happy I am!

Gather’d into the fold,

with thy people enroll’d,

with thy people to live and to die!!

Oh, the goodness of God

in employing a clod

his tribute of glory to raise;

his standard to bear,

and with triumph declare

his unspeakable riches of grace!

Oh, the fathomless love,

that has deign’d to approve

and prosper the work of my hands;

with my pastoral crook,

I went over the brook,

and behold I am spread into bands!

Who, I ask in amaze,

hath begotten me these?

And inquire from what quarter they came;

my full heart it replies,

they are born from the skies,

and gives glory to God and the Lamb!

La estrofa que siguió a ésta, tras otro largo interregno de gritos, aullidos, jaculatorias, chillidos frenéticos y gemidos agonizantes, pareció rematar el punto culminante de ruido y fervor.

Sleeping on the brink of sin,

tophet gaped to take us in;

mercy to our rescue flew, —

broke the snare, and brought us through.

Here, as in a lion’s den,

undeavour’d we still remain;

pass secure the watery flood,

hanging on the arm of God.

Here…

(Terrible, realmente ensordecedor, fue el grito forzado con que se cantó la última estrofa).

Here we raise our voices higher,

shout in the refiner’s fire;

clap our hands amidst the flame,

glory give to Jesus name!

El tejado de la capilla no salió volando, lo cual dice mucho en favor de su sólido empizarrado.

Pero si Briar-chapel estaba llena de vida, lo mismo ocurría en Briarmains, aunque ciertamente la mansión parecía disfrutar de una fase de la existencia más tranquila que el templo; también allí se veía luz en algunas ventanas: sus hojas se abrían al jardín, las cortinas ocultaban el interior y oscurecían en parte el resplandor de las bujías que las iluminaban, pero no amortiguaban enteramente las voces y risas. Gozamos del privilegio de entrar por la puerta principal y penetrar en el santuario doméstico.

No es la presencia de invitados lo que anima la morada del señor Yorke, pues no hay nadie allí más que su familia, que se halla congregada en la habitación más alejada de la derecha, la salita de atrás.

Éste es el lugar habitual para las veladas. A la luz del día, las ventanas lucirían sus cristales de brillante colorido: con el púrpura y el ámbar como tonos predominantes y relucientes en torno a sendos medallones de tintes sombríos en el centro, que representan la amable cabeza de William Shakespeare y la serena cabeza de John Milton. De las paredes cuelgan unos cuantos paisajes canadienses —de verdes bosques y azules aguas—, y en medio, las llamaradas de una erupción nocturna en el Vesubio; realmente ardiente es su resplandor en comparación con la fría espuma y el azul celeste de las cataratas y las umbrías profundidades de los bosques.

El fuego que ilumina esta estancia, lector, es de los que, si eres del sur, no verás a menudo en la chimenea de una residencia particular; es un fuego nítido, cálido, de carbón apilado en un gran montón en el amplio hogar. El señor Yorke se empeña en tener semejantes fuegos incluso en el cálido verano: está sentado frente a la chimenea con un libro en las manos y una bujía sobre el pequeño velador redondo que tiene al lado, pero no lee, contempla a sus hijos. Frente a él se sienta su esposa, personaje al que podría describir minuciosamente, pero no siento inclinación por la tarea. La veo, empero, muy claramente ante mí: una mujer corpulenta con el más grave de los semblantes y la preocupación reflejada en la frente y los hombros, pero no la preocupación abrumadora e inevitable, sino más bien esa suerte de carga sombría que lleva siempre sobre sí la persona que considera su deber ser pesimista. ¡Ah, qué pena! La señora Yorke tenía esa idea, y grave como Saturno se mostraba, mañana, tarde y noche; mal pensaba de cualquier desdichado individuo —sobre todo del sexo femenino— que osara mostrar en su presencia el brillo de un corazón contento o una faz radiante. En su opinión, ser risueño era una profanación; ser alegre era ser frívolo: no hacía distinciones. Sin embargo, era una excelente esposa y una madre solícita que cuidaba de sus hijos sin descanso, y amaba a su marido. Lo peor del caso era que, de haber podido imponer su voluntad, no le habría permitido tener otro amigo en el mundo más que ella: todas sus amistades le resultaban insoportables y las mantenía a distancia.

El señor Yorke y ella se llevaban a las mil maravillas; sin embargo, él era un hombre sociable y hospitalario por naturaleza —un abogado de la unidad familiar—, y en su juventud, como ya se ha dicho, no le gustaban más que las mujeres alegres y vivaces. Por qué la había elegido a ella, cómo conseguían llevarse tan bien, es un misterio realmente desconcertante, pero que pronto podría resolverse, si uno tuviera tiempo para analizar el caso. Baste con decir aquí que el carácter de Yorke tenía su lado oscuro igual que su lado luminoso, y que el lado oscuro hallaba simpatía y afinidad en el conjunto de la naturaleza uniformemente sombría. En cuanto al resto, la señora Yorke era una mujer decidida; jamás hablaba a la ligera ni decía obviedades; tenía una visión seria y democrática de la sociedad y bastante cínica de la naturaleza humana; se consideraba perfecta y digna de confianza, y creía que el resto del mundo estaba equivocado. Su defecto principal era la eterna suspicacia, que la roía por dentro y no podía mitigar, y que despertaban en ella todos los hombres, las cosas, los credos y los partidos por igual: esta suspicacia era un velo ante sus ojos, una falsa guía en su camino, allá donde mirara o hacia donde se volviese.

Puede suponerse que no era probable que los hijos de semejante pareja fueran seres vulgares y corrientes, y no lo eran. Tienes ante ti a los seis, lector. El más pequeño es un bebé que la madre tiene en el regazo; aún es todo suyo, de éste aún no ha empezado a dudar, a sospechar, no ha empezado a condenarlo; el bebé depende de ella para su sustento, depende de ella, se aferra a ella, la ama por encima de todas las cosas; de eso ella está segura, porque, dado que vive de ella, no puede ser de otra manera; por lo tanto, ella lo ama.

 

Los dos siguientes son chicas, Rose y Jessy; las dos están ahora en las rodillas de su padre; raras veces se acercan a su madre, salvo por obligación. Rose, la mayor de la dos, tiene doce años de edad; se parece a su padre —de todos, ella es la más parecida—, pero es una cabeza de granito copiada en marfil; tanto el color como las facciones están suavizadas. Yorke tiene un rostro duro; el de su hija no lo es, ni tampoco acaba de ser bonito; es simple, de rasgos infantiles y mejillas llenas y sonrosadas; en cuanto a sus ojos grises, no son nada infantiles, sino solemnes luces del alma, un alma joven todavía, pero que madurará si el cuerpo vive; ni el espíritu del padre ni el de la madre pueden compararse con el suyo: aun teniendo algo de la esencia de ambos, un día llegará a ser mejor que cualquiera de ellos; más fuerte, más puro, más ambicioso. Ahora Rose es una muchacha callada, terca algunas veces: su madre quiere hacer de ella una mujer que se le parezca —una mujer con deberes monótonos y sombríos— y Rose tiene un entendimiento ya desarrollado y sembrado con el germen de ideas que su madre jamás ha conocido. Para ella es una agonía que a menudo esas ideas sean pisoteadas y reprimidas. Aún no se ha rebelado, pero si se la trata con mano dura, se rebelará un día y será para siempre. Rose quiere a su padre: su padre no la trata con mano de hierro, es bueno con ella. Algunas veces teme que su hija no vivirá de tan brillantes como son las chispas de inteligencia que, en ocasiones, centellean en su mirada y resplandecen en su habla. Esta idea hace que a menudo se muestre cariñoso con ella de una manera melancólica.

No piensa en absoluto que la pequeña Jessy vaya a morir joven, ella que es tan alegre y parlanchina; perspicaz, original incluso ahora; vehemente cuando se la provoca, pero muy afectuosa cuando se la mima; a ratos amable y a ratos desconcertante; no teme a nadie —por ejemplo a su madre, cuyas normas irracionales, duras y estrictas ha desafiado a menudo—; sin embargo, confía en cualquiera que la ayude. Jessy, con su menudo rostro de diablillo, su cháchara envolvente y su simpatía, está destinada a ser la niña de los ojos de papá, y eso es. Resulta extraño que la muñeca se parezca a su madre, rasgo por rasgo, igual que Rose se parece a su padre y, sin embargo, la fisonomía… ¡qué diferente!

Señor Yorke, si ante usted colocaran ahora un espejo mágico, y en él se le mostrara a sus dos hijas tal como serán dentro de veinte años a partir de esta noche, ¿qué pensaría? El espejo mágico está aquí: conocerá usted sus destinos, y en primer lugar, el de su pequeña Jessy.

¿Conoce este sitio? No, nunca lo había visto, pero reconoce la naturaleza de estos árboles, este follaje: el ciprés, el sauce, el tejo. Cruces de piedra como éstas no le son desconocidas, tampoco estas sombrías guirnaldas de siemprevivas. Aquí está el lugar —cubierto de césped y con una lápida de mármol gris—, bajo el que yace Jessy. Falleció en un día de abril; amó mucho y fue muy amada. A menudo, en su corta vida, derramó lágrimas, tuvo frecuentes pesares; sonrió entre uno y otro, alegrando cuanto tocaba. Su muerte fue tranquila y feliz en los protectores brazos de su hermana, pues Rose había sido su sostén y defensa frente a muchas y duras pruebas: las dos jóvenes inglesas, una moribunda, otra que velaba, se vieron en aquella hora solas en un país extranjero, y en el suelo de aquel país, halló Jessy su sepultura.

Ahora contemple a Rose dos años más tarde. Las cruces y las guirnaldas parecían extrañas, pero los bosques y colinas de este paisaje lo son aún más. Estamos verdaderamente lejos de Inglaterra; remotas han de ser unas playas con ese exuberante y agreste aspecto. Esta soledad tiene algo de virginal: pájaros desconocidos revolotean alrededor de la linde de ese bosque; no es un río europeo éste, en cuya orilla está sentada Rose, meditando. La pequeña y tranquila joven de Yorkshire es una emigrante solitaria en una región perdida del hemisferio sur. ¿Volverá algún día?

Los tres hijos mayores son todos varones: Matthew, Mark y Martin. Están sentados juntos en aquel rincón, enzarzados en algún juego. Observa sus tres cabezas: muy parecidas a primera vista; diferentes, en una segunda ojeada; contrastadas a la tercera. Cabellos negros, ojos negros, mejillas rojas: así es el trío; todos poseen las menudas facciones inglesas; todos tienen una semejanza entremezclada al padre y a la madre y, sin embargo, muestran un semblante distinto, señal de un carácter diverso.

No diré gran cosa sobre Matthew, el primogénito, aunque es imposible no observarle durante un rato sin conjeturar qué cualidades indica u oculta esa faz. No es un muchacho de aspecto vulgar: los cabellos negros como el azabache, la blanca frente, las mejillas coloradas y los ojos negros y vivos son buenas cualidades, a su modo. ¿A qué se debe que, por mucho que mires, sólo hay un objeto en la habitación, el más siniestro, con el que el rostro de Matthew parece tener cierta afinidad y que, de vez en cuando, extrañamente, te lo recuerda? La erupción del Vesubio. Llamas y sombras parecen formar parte del alma del muchacho: en ella no hay luz del día, no brilla el sol, ni la pura y fría luz de la luna. Tiene un cuerpo inglés, pero, por lo visto, su espíritu no es inglés: diríase un estilete italiano en una vaina de artesanía británica. Se ha enfadado por el juego; fíjate en su ceño. El señor Yorke lo ve, ¿y qué dice? En voz baja, ruega:

—Mark y Martin, no hagáis enfadar a vuestro hermano. —Y éste es siempre el tono que adoptan ambos progenitores. En teoría, censuran el favoritismo; no se reconocen derechos de primogenitura en esa casa, pero a Matthew no se le puede importunar jamás, ni plantarle cara: evitan provocarle con la misma pertinacia con que alejarían del fuego un barril de pólvora. «Cede, conciba» es su lema en lo que a él se refiere. Estos republicanos están convirtiendo rápidamente en tirano a la sangre de su sangre. Esto lo saben y lo perciben los vástagos más jóvenes, y en el fondo de su corazón se rebelan contra la injusticia; no comprenden los motivos de sus padres, sólo ven la diferencia de trato. Los dientes de dragón se han sembrado ya entre las jóvenes ramas de olivo del señor Yorke: la discordia será un día su cosecha.

Mark es un muchacho apuesto, el que tiene las facciones más regulares de toda la familia; es extraordinariamente tranquilo; su sonrisa es taimada, puede decir las cosas más irónicas y mordaces del mundo en el tono más sereno. Pese a su calma, una frente algo ceñuda delata su temperamento y te recuerda que no siempre las aguas más tranquilas son las más seguras. Además, es demasiado circunspecto, impasible y flemático para ser feliz. La vida no tendrá nunca demasiadas alegrías que ofrecer a Mark: cuando llegue a los veinticinco se preguntará de qué se ríe la gente, y creerá que todos los que parecen divertirse son unos estúpidos. La poesía no existirá para él, ni en la literatura, ni en la vida; sus mejores efusiones le sonarán a simples divagaciones y jerigonza; aborrecerá y despreciará el entusiasmo. Mark no tendrá juventud: aunque parezca juvenil y en la flor de la vida, tendrá ya la mentalidad de un hombre de mediana edad. Su cuerpo tiene ahora catorce años de edad, pero su alma ha llegado a los treinta.

Martin, el más joven de los tres, tiene otro carácter. Puede que la vida sea o no breve para él, pero sin duda será brillante: pasará por todas sus ilusiones, creyéndolas a medias, gozándolas plenamente y dejándolas luego atrás. No es un muchacho guapo, no tiene el atractivo de sus hermanos: es vulgar; está envuelto en una cáscara seca, que llevará hasta cumplir casi los veinte; entonces se la quitará; más o menos por esa época se hará atractivo a sí mismo. Hasta esa edad sus modales serán toscos, quizá se cubra de feos ropajes, pero la crisálida mantendrá la facultad de transformarse en mariposa, y tal transformación ocurrirá a su debido tiempo. Vendrá una etapa en la que será vano, seguramente un auténtico petimetre, ansioso de placeres y ávido de admiración, sediento, también, de conocimientos. Querrá todo cuanto el mundo pueda ofrecerle, tanto en diversiones como en sabiduría; beberá, quizá, grandes sorbos de cada fuente. Saciada esa sed, ¿qué le quedará? No lo sé. Martin podría ser un hombre extraordinario: la adivina es incapaz de predecir si lo será o no; sobre ese particular no ha tenido una visión clara.