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100 Clásicos de la Literatura

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No había apelación posible a la opinión de Robert; por lo tanto su hermana se vio obligada a ceder, aunque desaprobaba totalmente la provocativa elegancia del atuendo de Caroline y la gracia femenina de su aspecto; habría considerado beaucoupplus convenable algo más uniforme y sencillo.

La tarde estuvo dedicada a la costura. Mademoiselle, como la mayoría de las señoritas belgas, era especialmente hábil con la aguja. En modo alguno consideraba que fuera una pérdida de tiempo dedicar innumerables horas a hacer bellos bordados, encajes que destrozaban la vista, a tejer maravillosamente y, sobre todo, al más complejo zurcido de calcetines. En cualquier momento era capaz de consagrar un día entero a zurcir dos agujeros en un calcetín, y consideraba su «misión» noblemente cumplida cuando terminaba. Otro de los apuros de Caroline consistía en verse condenada a aprender aquel estilo de zurcir extranjero, que se hacía puntada a puntada a fin de imitar con exactitud el tejido del calcetín; un proceso agotador, pero que Hortense Gérard tenía por uno de los principales «deberes de una mujer», igual que sus antepasados de varias generaciones. A ella misma le habían puesto en las manos una aguja, hilo de algodón y un calcetín tremendamente agujereado cuando aún llevaba la cofia infantil sobre su morena cabecita: sus hauts faits en la especialidad del zurcido habían sido exhibidos ante las visitas desde los seis años de edad. Cuando descubrió que Caroline era profundamente ignorante en aquellos conocimientos esenciales, poco le faltó para llorar de pena por su juventud terriblemente desatendida.

No perdió tiempo en encontrar un par de medias cuya situación era desesperada, con los talones completamente gastados, y en poner a la ignorante joven inglesa a enmendar esta deficiencia: hacía dos años que había empezado esta tarea y Caroline aún tenía las medias en su bolsa de labores. Zurcía unas cuantas pasadas cada día, a modo de penitencia por sus pecados: eran una gravosa carga para ella; habría preferido con mucho echar las medias al fuego. En una ocasión el señor Moore, que la había visto suspirando mientras zurcía, le había propuesto quemarlas en secreto en la oficina de contabilidad, pero Caroline sabía que sería una imprudencia aceptar su proposición, pues el resultado sólo podía ser un nuevo par de medias, seguramente en un estado aún peor; se aferró, por tanto, a lo malo conocido.

Durante toda la tarde las dos mujeres estuvieron cosiendo, hasta que los ojos, los dedos, e incluso el espíritu de una de ellas, se agotaron. Había oscurecido desde la comida; había empezado a llover otra vez, a llover a cántaros. Empezó a apoderarse de Caroline el secreto temor de que el señor Sykes o el señor Yorke convencieran a Robert de que se quedara en Whinbury hasta que aclarase, y esto no parecía probable por el momento. Dieron las cinco y el tiempo discurrió lentamente; las nubes seguían derramando lluvia; el suspiro del viento susurraba en las cumbreras de la casa; el día parecía terminar ya; el fuego del gabinete arrojaba sobre el despejado hogar un resplandor rojizo como el del crepúsculo.

—No despejará hasta que salga la luna —opinó mademoiselle Moore—; por lo tanto, estoy segura de que mi hermano no regresará hasta entonces; la verdad es que lamentaría que lo hiciera. Tomaremos ya el café; sería inútil esperarle.

—Estoy cansada, ¿puedo dejar ya la labor, prima?

—Sí, porque está oscureciendo y no se ve lo suficiente para hacerlo bien. Dóblala y guárdala cuidadosamente en la bolsa, luego ve a la cocina y pídele a Sarah que traiga la merienda, o el té, como lo llaman aquí.

—Pero aún no han dado las seis; aún podría venir.

—No vendrá, te lo digo yo. Puedo pronosticar sus movimientos. Conozco a mi hermano.

La incertidumbre es fastidiosa, la decepción amarga. Todo el mundo lo ha sentido en uno u otro momento. Obediente a las órdenes, Caroline fue a la cocina. Sarah se estaba haciendo un vestido, sentada a la mesa.

—Tienes que traer el café —dijo la joven con tono decaído; y luego apoyó el brazo y la cabeza en la repisa de la chimenea de la cocina, y contempló el fuego con apatía.

—¡Qué abatida parece usted, señorita! Pero eso es porque su prima la tiene todo el día trabajando. ¡Es una vergüenza!

—Nada de eso, Sarah —fue la escueta réplica.

—¡Oh! Pero si lo sé. Ahora mismo se echaría a llorar y sólo porque se ha pasado el día aquí sentada. Hasta un gato se entristecería si estuviera enjaulado de esa manera.

—Sarah, cuando llueve, ¿suele volver tu señor temprano del mercado?

—Nunca, casi nunca; pero justamente hoy lo ha hecho, no sé por qué.

—¿Qué quieres decir?

—Ha vuelto: hace cinco minutos, cuando he ido a buscar agua a la bomba, estoy segura de que he visto a Murgatroyd metiendo su caballo en el patio por la parte de atrás. Creo que estaba en la oficina de contabilidad con Joe Scott.

—Te equivocas.

—¿Por qué habría de equivocarme? ¿Acaso no conozco su caballo?

—Pero no lo has visto a él en persona.

—Pero le he oído hablar. Le estaba diciendo a Joe Scott algo así como que había arreglado todos los medios y maneras, y que habría un nuevo cargamento de telares antes de que pasara una semana, y que esta vez conseguiría cuatro soldados del cuartel de Stilbro para proteger el carro.

—Sarah, ¿estás haciendo un vestido?

—Sí, ¿es bonito?

—¡Precioso! Prepara el café. Yo terminaré de cortar esa manga, y te daré algo para adornarlo. Tengo una cinta estrecha de raso de un color que haría juego.

—Es usted muy amable, señorita.

—Date prisa, sé buena chica; pero primero pon los zapatos de tu amo en la chimenea; se quitará las botas cuando entre. Ya le oigo… viene hacia aquí.

—¡Señorita!, está cortando mal la tela.

—Es verdad, pero sólo es un tijeretazo; no se ha perdido nada.

La puerta de la cocina se abrió; entró el señor Moore, empapado y aterido de frío. Caroline se volvió a medias, pero reanudó su tarea por un momento, como si quisiera ganar tiempo con algún propósito. Inclinada sobre el vestido, no se le veía la cara; hizo un intento por serenarse y velar su expresión, pero fracasó: cuando por fin miró al señor Moore, su faz estaba radiante.

—Ya no te esperábamos; decían que no vendrías —dijo.

—Pero yo había prometido volver pronto; supongo que me esperabais, ¿no?

—No, Robert; no me atrevía a esperarte con esta lluvia tan fuerte. Y estás calado y muerto de frío. Cámbiate de ropa; si coges frío, me… nos sentiríamos culpables en cierta medida.

—No estoy calado; mi capa de montar es impermeable. Lo único que necesito son un par de zapatos secos. Ya está; el fuego es reconfortante después de unos cuantos kilómetros de lluvia y viento frío.

Se colocó delante del hogar de la cocina; Caroline se situó a su lado. Mientras disfrutaba del reconfortante calor, el señor Moore posó la vista en los relucientes objetos de cobre que había en el estante sobre el hogar. Luego, bajando casualmente los ojos, su mirada se posó sobre un rostro alzado, encendido, sonriente, feliz, sombreado por unos sedosos rizos, iluminado por unos hermosos ojos. Sarah había ido al gabinete con una bandeja: una reprimenda de su señora la retuvo allí. Moore puso una mano sobre el hombro de su joven prima un momento, se inclinó y la besó en la frente.

—¡Oh! —dijo ella, como si ese gesto hubiera abierto sus labios sellados—, me he sentido desolada al pensar que no vendrías; ahora casi soy demasiado feliz. ¿Eres feliz tú, Robert? ¿Te alegras de volver a casa?

—Creo que sí; esta noche al menos.

—¿Estás seguro de que no temes por tus telares y por tu negocio y por la guerra?

—Ahora mismo, no.

—¿Estás convencido de que no encuentras que Hollow’s Cottage es demasiado pequeño para ti, y mezquino y deprimente?

—En este momento, no.

—¿Puedes afirmar que no sientes amargura en tu corazón porque los ricos y los poderosos no se acuerdan de ti?

—No me hagas más preguntas. Te equivocas si crees que anhelo buscar el favor de los ricos y los poderosos. Sólo quiero recursos, una posición, una carrera.

—Que tu talento y tu bondad harán posibles. Naciste para ser importante; serás importante.

—Me pregunto, si realmente hablas con el corazón en la mano, qué receta me darías para adquirir esa importancia; pero ya lo sé, mejor incluso que tú misma. ¿Sería eficaz, daría resultado? Sí: pobreza, miseria, ruina. ¡Oh! ¡La vida no es como tú crees, Lina!

—Pero tú eres como yo creo que eres.

—No lo soy.

—¿Eres mejor, pues?

—Mucho peor.

—No, mucho mejor. Sé que eres bueno.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo parece; y yo siento que lo es.

—¿Dónde lo sientes?

—En el corazón.

—¡Ah!, me juzgas con el corazón, Lina; deberías juzgarme con la cabeza.

—Lo hago, y estoy muy orgullosa. Robert, no sabes todo lo que pienso de ti.

El rostro moreno del señor Moore mudó de color; sus labios sonrieron y, sin embargo, los tenía apretados; sus ojos reían y, sin embargo, fruncía el entrecejo decididamente.

—Piensa mal de mí, Lina —dijo—. Los hombres, en general, son una especie de escoria, muy diferente de cuanto puedas imaginar; no pretendo ser mejor que mis congéneres.

—Si lo pretendieras, no te apreciaría yo tanto como te aprecio; precisamente porque eres modesto tengo tanta confianza en tus méritos.

—¿Me adulas? —preguntó él, volviéndose bruscamente para estudiar el rostro de su prima con aguda penetración.

—No —respondió ella dulcemente, riéndose ante su ímpetu repentino. No parecía creer que hiciera falta negar con vehemencia aquella acusación.

 

—¿No te importa que crea o no crea que me adulas?

—No.

—¿Tan segura estás de tus propias intenciones?

—Supongo que sí.

—¿Cuáles son, Caroline?

—Tranquilizar tan sólo mis pensamientos, expresando por una vez parte de lo que siento, y hacer luego que estés más satisfecho de ti mismo.

—¿Convenciéndome de que una de mis parientes es mi amiga sincera?

—Exactamente; soy tu amiga sincera, Robert.

—Y yo soy… lo que la oportunidad y los avatares hagan de mí, Lina.

—Pero no mi enemigo, espero.

La respuesta quedó en suspenso porque Sarah y su señora entraron juntas en la cocina con cierto revuelo. Gracias a su tardanza, el señor Moore y la señorita Helstone habían pasado el rato platicando mientras ellas discutían sobre el asunto del café au lait, que según Sarah era la mezcla más extraña que había visto en su vida y una manera de malgastar los dones del Señor, puesto que «el café había que hervirlo en agua», pero que, según afirmaba mademoiselle, era un breuvage royal, mil veces demasiado bueno para la mediocre persona que le ponía reparos.

Los anteriores ocupantes de la cocina se retiraron al gabinete. Antes de que Hortense los siguiera, Caroline sólo tuvo tiempo para preguntar de nuevo:

—¿Pero no mi enemigo, Robert?

Y Moore había respondido con otra pregunta y la voz trémula:

—¿Cómo podría ser tu enemigo?

Luego, sentándose a la mesa, instaló a Caroline a su lado.

Caroline apenas oyó la explosión de ira de mademoiselle cuando ésta se reunió con ellos; el largo discurso sobre la conduite indigne de cette méchante créature sonó en sus oídos de forma tan confusa como el agitado tintineo de la porcelana. Robert se rio un poco, con mucha contención, y luego, rogando a su hermana con calma y cortesía que se serenara, le aseguró que, si ello podía proporcionarle alguna satisfacción, debía elegir otra sirvienta entre las chicas de su fábrica; su único temor era que difícilmente las hallara de su agrado, puesto que, según tenía entendido, la mayoría de ellas ignoraba por completo las tareas domésticas y, por muy impertinente y terca que fuera Sarah, quizá no era peor que la mayor parte de las mujeres de su clase.

Mademoiselle admitió la verdad de esta conjetura: según ella, ces paysannes anglaises étaient toutes insupportables. Qué no daría ella por une bonne cuisinière anversoise, con la cofia alta, la falda corta y unos zuecos decentes propios de su clase; ¡algo mejor, desde luego, que una coqueta insolente con un vestido sin volantes y sin cofia! (pues Sarah, al parecer, no compartía la opinión de san Pablo cuando decía que «es una vergüenza que una mujer vaya con la cabeza descubierta», sino que sostenía una doctrina contraria, y resueltamente se negaba a encerrar entre lino o muselina las gruesas guedejas de sus cabellos amarillos, los cuales solía sujetar elegantemente en la nuca con una peineta o llevar rizados hacia delante los domingos).

—¿Quieres que te busque una chica de Amberes? —preguntó el señor Moore, que, severo en público, era por lo general muy benevolente en privado.

—Merci du cadeau! —fue la respuesta—. Una chica de Amberes no se quedaría aquí ni diez días, porque se burlarían de ella todas las jóvenes coquines de tu fábrica. —Luego, suavizando su tono, añadió—: Eres muy bueno, querido hermano, disculpa mi mal humor, pero desde luego mis apuros domésticos son graves. Sin embargo, seguramente es mi destino, pues recuerdo que nuestra venerada madre experimentó padecimientos similares aunque podía elegir entre los mejores sirvientes de todo Amberes. Los criados son todos una pandilla de mimados e indisciplinados.

El señor Moore tenía también ciertos recuerdos de las dificultades de su venerada madre. Para él había sido una buena madre, y como tal honraba su memoria, pero recordaba que tenía una pésima relación con la cocina en Amberes, igual que su fiel hermana en Inglaterra. Así pues, dejó correr el tema y, cuando se retiró el servicio del café, procedió a consolar a Hortense yendo en busca de su libro de partituras y de su guitarra. Tras haber arreglado la cinta del instrumento en torno a su cuello con la tranquila solicitud fraternal que, como bien sabía, calmaba indefectiblemente sus estados de ánimo más agitados, le pidió que le cantara alguna de las canciones favoritas de su madre.

Nada purifica tanto como el afecto. La discordancia familiar vulgariza; la unión familiar eleva. Complacida y agradecida, Hortense parecía casi agraciada mientras tocaba, casi hermosa; su quejumbrosa expresión cotidiana desapareció por unos instantes, y fue sustituida por un sourire plein de bonté. Cantó las canciones solicitadas con sentimiento; le recordaban a una madre con la que había estado muy unida, le recordaban sus años juveniles. Observó también que Caroline escuchaba con cándido interés; esto acrecentó su buen humor y la exclamación al final de la canción: «¡Ojalá tocara y cantara como Hortense!», dio en el clavo y la volvió encantadora para el resto de la velada.

También es cierto que, a continuación, echó un pequeño sermón a Caroline sobre la vanidad de desear y el deber de intentar. Sugirió que, al igual que Roma no se construyó en un día, tampoco la educación de mademoiselle Gérard Moore se había completado en una semana o por el mero hecho de desear ser inteligente. Era el esfuerzo lo que había hecho posible la gran tarea: siempre se había destacado por su perseverancia, por su aplicación: sus maestros habían comentado que era tan encantador como insólito hallar tanto talento unido a tanta solidez, y cosas por el estilo. Una vez metida en el tema de sus propios méritos, mademoiselle habló con soltura.

Arrebujada por fin en un feliz engreimiento, cogió el punto y se sentó tranquilamente. Las cortinas echadas, un buen fuego, la suave luz de una lámpara daban al gabinete su mejor aspecto: su encanto vespertino. Es probable que las tres personas allí presentes notaran ese encanto: todos parecían felices.

—¿Qué hacemos ahora, Caroline? —preguntó el señor Moore, volviendo a sentarse junto a su prima.

—¿Qué hacemos, Robert? —repitió ella con tono juguetón—. Tú decides.

—¿No jugamos al ajedrez?

—No.

—¿Ni a las damas ni al chaquete?

—No, no; los dos detestamos los juegos silenciosos que sólo mantienen las manos ocupadas, ¿verdad?

—Creo que sí; entonces ¿nos dedicamos al chismorreo?

—¿Sobre quién? ¿Nos interesa alguien lo suficiente para obtener placer de ponerlo de vuelta y media?

—Una pregunta muy acertada. Por mi parte, aunque suene muy poco amable, debo decir que no.

—Y yo también. Pero es extraño; aunque no necesitamos a una tercera… cuarta quiero decir —rápidamente echó una mirada contrita a Hortense—, persona (así de egoístas somos en nuestra felicidad), aunque no queremos pensar en el mundo actual, sería agradable volver la vista hacia el pasado, escuchar a quienes han dormido durante generaciones en tumbas que quizá ya no son tales, sino jardines y campos, mientras nos hablan para contarnos sus pensamientos y transmitirnos sus ideas.

—¿Quién hablará? ¿En qué idioma? ¿Francés?

—Tus antepasados franceses no hablaban con tanta dulzura ni solemnidad, ni de forma tan impresionante, como tus ancestros ingleses, Robert. Esta noche serás totalmente inglés: leerás un libro inglés.

—¿Un libro inglés antiguo?

—Sí, un libro inglés antiguo, uno que te guste, y elegiremos una parte que armonice perfectamente con algo tuyo. Despertará tu naturaleza, llenará tu cabeza de música: pasará como una mano diestra sobre tu corazón y pulsará sus fibras. Tu corazón es una lira, Robert, pero el destino no te ha hecho músico y no puedes tocarla, y suele estar muda. Dejemos que el glorioso William se acerque y la toque: verás cómo arrancará la intensidad y la melodía inglesas de sus cuerdas.

—¿Debo leer a Shakespeare?

—Debes tener su espíritu ante ti; debes oír su voz con los oídos del espíritu; debes incorporar parte de su alma a la tuya.

—Con el fin de hacerme mejor. ¿Habrá de funcionar como un sermón?

—Habrá de animarte, infundirte nuevas sensaciones. Te hará sentir la vida con fuerza, no sólo las virtudes, sino también los vicios y perversiones.

—Dieu! Que dit-elle? —exclamó Hortense, que hasta entonces había estado contando puntos en la labor que tejía sin atender demasiado a lo que se decía; pero aquellas dos fuertes palabras fueron como un pellizco para sus oídos.

—No te preocupes, hermana, deja que hable; deja que diga cuanto le apetezca esta noche. Algunas veces le gusta meterse con tu hermano; me divierte, así que déjala en paz.

Caroline, que, subida a una silla, había estado revolviendo la librería, regresó con un libro.

—Aquí está Shakespeare —dijo— y aquí está Coriolano. Ahora, lee y descubre por los sentimientos que la lectura despertará en ti inmediatamente hasta dónde llegan su bajeza y su grandeza.

—Ven, pues, siéntate a mi lado y corrígeme cuando pronuncie mal.

—¿Seré entonces la maestra y tú mi pupilo?

—Ainsi sot-il!

—¿Y Shakespeare es nuestra ciencia, puesto que vamos a estudiarlo?

—Eso parece.

—¿Y no te mostrarás francés, ni escéptico ni burlón? ¿Y no pensarás que es un signo de sabiduría negarse a admirar?

—No lo sé.

—Si lo haces, Robert, me llevaré a Shakespeare y me marchitaré por dentro, y me pondré el sombrero y me iré a casa.

—Siéntate; voy a empezar.

—Un momento, por favor, hermano —interrumpió mademoiselle—, cuando el caballero de una familia lee, las señoras tienen que coser siempre. Caroline, querida niña, coja su bordado; puede hacer tres ramitos esta noche.

—No veo bien con la luz de la lámpara —dijo Caroline, consternada—; tengo los ojos cansados y no puedo hacer bien dos cosas a la vez. Si coso, no puedo escuchar; si escucho, no puedo coser.

—Fi, donc! Quel enfantillage! —empezó a decir Hortense. Como de costumbre, el señor Moore intervino con tono afable.

—Permítele abandonar el bordado por esta noche. Quiero que fije toda su atención en mi acento, y para ello tiene que seguir la lectura con los ojos; tiene que mirar el libro.

Lo colocó entre los dos, descansó el brazo sobre el respaldo de la silla de Caroline, y así empezó a leer.

La primera escena de Coriolano fue del gusto picante de su paladar intelectual, y aún estaba alegre mientras leía. Pronunció con deleite el altanero discurso de Cayo Marco a los hambrientos ciudadanos; no dijo que le pareciera bien su orgullo irracional, pero parecía pensarlo. Caroline le miró con una sonrisa singular.

—Hemos dado ya con uno de tus vicios —dijo—, simpatizas con ese orgulloso patricio que no siente compasión por sus compatriotas hambrientos y los insulta; adelante, sigue.

Robert prosiguió. Las hazañas guerreras no le animaron demasiado; dijo que todo aquello estaba pasado de moda, o que debería estarlo, porque ahí se manifestaba un espíritu bárbaro; sin embargo, le encantó el encuentro a solas entre Marco y Tulio Aufidio. A medida que avanzaba, olvidó criticar; era evidente que apreciaba el poder, la verdad de cada parte y, saliéndose de la estrecha línea de los prejuicios personales, empezó a saborear el amplio retrato de la naturaleza humana y a sentir la realidad impresa en los personajes que le hablaban desde el papel.

No leía bien las escenas cómicas; de modo que, cogiéndole el libro de las manos, Caroline las leyó por él. Oyéndoselas a ella, Robert pareció disfrutarlas, y ciertamente las leía con un vigor que nadie hubiera esperado, con una expresividad que pareció adquirir en el acto y sólo para aquel breve instante. Podemos señalar, de paso, que el carácter general de su conversación aquella noche, tanto si era seria como vivaz, grave o alegre, surgía de algo natural, no estudiado, intuitivo, caprichoso, en cuanto desaparecía, era tan imposible reproducirlo tal como había sido como lo es reproducir el rayo indirecto del meteoro, los matices puros de una gema, la forma o el color de la nube en el crepúsculo, el fugaz espejeo del agua en la corriente de un arroyo.

Coriolano cubierto de gloria, Coriolano caído en desgracia, Coriolano desterrado, se sucedían como sombras gigantescas una tras otra. Ante la visión del hombre desterrado, el espíritu de Moore pareció hacer una pausa. Contemplaba ante el hogar del salón de Aufidio la imagen de la grandeza caída, más grande que nunca en su bajeza. Vio «el lúgubre aspecto», el rostro ensombrecido «con expresión autoritaria», «el noble navío con el aparejo roto». Moore comprendía perfectamente la venganza de Cayo Marco; no le escandalizó; y de nuevo Caroline susurró:

 

—Ahí vislumbro otro sentimiento de camaradería equivocado.

La marcha sobre Roma, la súplica de la madre, la larga resistencia, el sometimiento final de las bajas pasiones a las más elevadas, como ha de ser siempre en una naturaleza digna del epíteto de noble, la cólera de Aufidio por lo que él considera debilidad en su aliado, la muerte de Coriolano, la aflicción final de su gran enemigo; todas aquellas escenas hechas de verdad y fuerza condensadas se fueron sucediendo, llevando con ellas, en su fluir rápido y profundo, el corazón y el pensamiento de quien leía y de quien escuchaba.

—Bien, ¿has sentido a Shakespeare? —preguntó Caroline unos diez minutos después de que su primo hubiera cerrado el libro.

—Creo que sí.

—¿Y has sentido algo de Coriolano en ti?

—Quizá sí.

—¿No era grande a la vez que imperfecto?

Moore asintió.

—¿Y cuáles eran sus imperfecciones? ¿Qué hizo que lo odiaran los ciudadanos? ¿Por qué lo desterraron sus compatriotas?

—¿Qué cree usted?

—Vuelvo a preguntar…

Whether was it pride,

which out of daily fortune ever taints

the happy man? whether defect of judgement,

to fail in the disposing of those chances

which he was lord of? or whether nature,

not to be other than one thing; not moving

from the casque to the cushion, but commanding peace

even with the same austerity and garb

as he controlled the war?

—Bueno, responde tú misma, Esfinge.

—Fue por una mezcla de todo. Y tú no debes ser orgulloso con tus obreros; no debes desaprovechar las oportunidades para apaciguarlos, y no debes tener una naturaleza inflexible, ni expresar una petición con tanta solemnidad como si fuera una orden.

—Ésa es la moral que tú atribuyes a la obra. ¿Cómo se te han metido esas ideas en la cabeza?

—Porque deseo tu bienestar, porque me preocupa tu seguridad, querido Robert, y porque me dan miedo muchas cosas que he oído últimamente: que tu vida corre peligro.

—¿Quién le dice esas cosas?

—Oigo a mi tío hablar de ti: alaba la fortaleza de tu espíritu, tu talante decidido, el desprecio que muestras a los enemigos viles, tu determinación a no «ser servil con la chusma», como dice él.

—¿Y tú querrías que fuera servil?

—No, por nada del mundo; jamás deseo que te rebajes. Pero, no sé por qué, no puedo evitar pensar que es injusto incluir a toda la pobre gente trabajadora en el término general e insultante de «la chusma», así como pensar en ellos y tratarlos siempre con arrogancia.

—Eres una pequeña demócrata, Caroline; ¿qué diría tu tío si se enterara?

—Apenas hablo con mi tío, como ya sabes, y nunca de tales cosas; él cree que todo lo que no sea coser y cocinar desborda los límites de comprensión de la mujer y está fuera de su competencia.

—¿Y tú supones que comprendes las cosas sobre las que me aconsejas?

—En lo que a ti conciernen, las comprendo. Sé que sería mucho mejor para ti que tus obreros te quisieran en lugar de odiarte, y estoy segura de que es más fácil ganarse su estima con amabilidad que con orgullo. Si te mostraras orgulloso y frío conmigo y con Hortense, ¿te querríamos nosotras? Cuando eres frío conmigo, como ocurre a veces, ¿puedo arriesgarme a corresponderte con cariño?

—Bueno, Lina, ya me has dado mi clase de lengua y de ética, con un toque de política; ahora te toca a ti. Hortense me ha dicho que te gusta mucho un poema que aprendiste el otro día, un poema del pobre André Chénier, «La joven cautiva». ¿Lo recuerdas aún?

—Creo que sí.

—Repítelo, entonces. Tómate tu tiempo y cuida el acento; sobre todo que no haya «us» inglesas.

Empezando en voz baja y bastante trémula, pero envalentonándose a medida que avanzaba, Caroline repitió los dulces versos de Chénier; las últimas tres estrofas las declamó bien.

Mon beau voyage encore est si loin de sa fin!

Je pars, et des ormeaux qui bordent le chemin

j’ai passé les premiers à peine.

Au banquet de la vie à peine commencé,

un instant seulement mes lèvres ont pressé

la coupe en mes mains encore pleine.

Je ne suis qu’au printemps —je veux voir la moisson;

et comme le soleil, de saison en saison,

je veux achever mon année.

Brillante sur ma tige, et l’honneur du jardín

je n’ai vu luire encore que les feux du matin,

je veux achever ma journée!

Al principio Moore escuchaba cabizbajo, pero pronto alzó la vista furtivamente: recostado en la silla, pudo contemplar a Caroline sin que ella percibiera dónde miraba. Aquella noche, las mejillas de Caroline tenían un color, sus ojos un brillo y su semblante una expresión que incluso habrían vuelto atractivas unas facciones vulgares; pero en su caso no existía ningún penoso defecto de vulgaridad que hubiera que perdonar. El sol no arrojaba su luz sobre una tosca aridez; caía sobre un suave rubor. Todos los rasgos estaban moldeados con gracia; su aspecto general era agradable. En aquel momento —animada, interesada, conmovida— podía considerarse hermosa. Un rostro como el suyo estaba pensado para despertar no sólo el tranquilo sentimiento del aprecio, o el distante de la admiración, sino también un sentimiento más delicado, más vivificante, más íntimo: amistad, quizá… afecto, interés. Cuando terminó, Caroline se volvió hacia Moore y sus ojos se encontraron.

—¿Lo he repetido bien? —preguntó, sonriendo como una niña dócil y feliz.

—En realidad, no lo sé.

—¿Por qué no lo sabes? ¿No me has escuchado?

—Sí, y te he mirado. ¿Eres aficionada a la poesía, Lina?