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100 Clásicos de la Literatura

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El señor Helstone, en aquella época coadjutor de Briarfield, también amaba a Mary, o en cualquier caso, le gustaba. Ella tenía otros admiradores, pues era hermosa como un ángel monumental, pero el clérigo era su preferido en razón de su profesión, pues seguramente ésta conllevaba en parte la ilusión necesaria para incitarla a contraer matrimonio, ilusión que la señorita Cave no hallaba en ninguno de los jóvenes comerciantes de la lana, sus otros admiradores. El señor Helstone no tenía ni pretendía tener la absorbente pasión del señor Yorke; conocía la humilde reverencia que parecía sojuzgar a la mayoría de sus pretendientes; él la veía más como realmente era que los demás; en consecuencia, era más dueño de sí mismo y de ella. Fue aceptado cuando le hizo la primera propuesta de matrimonio y se casaron.

La Naturaleza no tuvo jamás el propósito de que el señor Helstone fuera un marido muy bueno, sobre todo para una mujer callada. Él pensaba que, mientras una mujer guardara silencio, nada la aquejaba ni nada le faltaba. Si no se quejaba de la soledad, la soledad, por persistente que fuera, no podía resultarle fastidiosa. Si no hablaba ni se manifestaba, si no expresaba una preferencia por esto y una aversión por aquello, no tenía preferencias ni aversiones y era inútil consultarle sus gustos. Él no pretendía comprender a las mujeres ni compararlas con los hombres: pertenecían a una categoría de existencia distinta, seguramente muy inferior; una esposa no podía ser la compañera de su marido y mucho menos su confidente, y mucho menos su sostén. Su mujer, después de un par de años, no tenía demasiada importancia para él en ningún sentido, y cuando un día, de repente le pareció —pues no había notado apenas su declive—, paulatinamente según pensaron otros, se despidió del marido y de la vida, y sólo quedó un molde de arcilla de facciones aún hermosas, frías y blancas, sobre el lecho conyugal, Helstone lamentó su pérdida; ¿quién sabe si poco? Sin embargo, quizá fuera más de lo que aparentaba, pues no era un hombre a quien la pena arrancara fácilmente las lágrimas.

Sus ojos secos y su sobria aflicción escandalizaron a la vieja ama de llaves y a la sirvienta, que habían atendido a la señora Helstone durante su enfermedad y quienes, tal vez, habían tenido oportunidad de conocer mejor que el marido el carácter de su difunta señora, su capacidad para sentir y para amar. Las dos mujeres cotillearon junto al cadáver, relataron, adornándolas, anécdotas sobre su lenta postración y su causa, real o imaginaria. En resumen, se animaron mutuamente hasta alimentar cierta indignación contra el austero hombrecillo que estaba examinando papeles en una habitación contigua, inconsciente del oprobio del que era objeto.

Apenas se hallaba bajo tierra la señora Helstone cuando en los contornos empezaron a correr rumores de que había muerto con el corazón partido; éstos se magnificaron rápidamente hasta convertirse en afirmaciones sobre un trato improcedente por parte del marido y, finalmente, en detalles sobre su ruda manera de tratarla; afirmaciones totalmente falsas, pero no por ello recibidas con menor avidez. El señor Yorke las oyó, las creyó en parte. Claro está que no sentía ya entonces simpatía alguna por el rival que le había vencido. Aunque él también se había casado y con una mujer que parecía opuesta a Mary Cave en todos los aspectos, no había olvidado la mayor decepción de su vida y, cuando se enteró de que lo que habría sido tan precioso para él, otro lo había descuidado, quizá maltratado, concibió hacia ese otro una profunda y amarga animadversión.

De la naturaleza y fuerza de esa animadversión, el señor Helstone sólo se apercibió a medias: ni sabía lo mucho que Yorke había amado a Mary Cave, lo que había sentido al perderla, ni conocía las calumnias que se propalaban sobre el modo en que la había tratado, familiares para todos en la zona menos para él. Creía que sólo las diferencias políticas y religiosas le separaban del señor Yorke; de haber sabido la verdad, difícilmente habrían podido persuadirle de que cruzara el umbral de la puerta de su antiguo rival.

***

El señor Yorke no siguió reprendiendo a Robert Moore; la conversación a partir de entonces se reanudó de una forma más general, aunque todavía con cierto tono de disputa. La turbulenta situación del país y los diversos ataques contra fábricas de la zona que se habían producido en los últimos tiempos proporcionaron abundantes motivos de discordia, sobre todo porque los tres caballeros sostenían puntos de vista más o menos diferentes. El señor Helstone creía que los amos eran los agraviados, y los obreros, los irracionales; condenaba taxativamente el generalizado espíritu de descontento contra las autoridades constituidas y la oposición creciente a soportar con paciencia males que él consideraba inevitables; como remedio, prescribía una enérgica intervención del gobierno y una estricta vigilancia judicial y, en caso necesario, una rápida coacción militar.

El señor Yorke quiso saber si la intervención, la vigilancia y la coacción alimentarían a los que pasaban hambre y darían trabajo a los que lo buscaban y nadie quería contratar. Rechazó la idea de los males inevitables; afirmó que la paciencia pública era un camello sobre cuyo lomo se había cargado ya el último átomo que podía soportar, y que la resistencia se había convertido en un deber. El generalizado espíritu de descontento contra las autoridades constituidas lo veía como el signo más prometedor de los tiempos; admitió que los amos habían sido realmente agraviados, pero sus principales agravios se los había endosado un gobierno «corrupto, vil y sanguinario» (éstos fueron los epítetos que usó). Locos como Pitt, demonios como Castlereagh, idiotas perniciosos como Perceval eran los tiranos, la maldición del país, los destructores de su comercio. Era su caprichosa perseverancia en una guerra injustificable, desesperada y ruinosa, lo que había llevado a la nación a la situación en que se hallaba. Eran sus impuestos monstruosamente opresivos, sus infames «Reales Ordenes» —si había hombres públicos que merecieran ser enjuiciados y ejecutados eran los autores de tales órdenes— los que acogotaban a Inglaterra.

Pero ¿de qué servía hablar?, preguntó. ¿Qué posibilidad había de que se atendiera a la razón en un país gobernado por reyes, sacerdotes y pares, donde el monarca nominal era un lunático y el auténtico gobernante un libertino sin principios, donde se toleraba semejante insulto al sentido común como el de los legisladores hereditarios, donde se soportaba y veneraba a unos farsantes como los obispos y un abuso tan arrogante como el de una Iglesia establecida, mimada e inquisidora, donde se mantenía a un ejército permanente y donde a una multitud de párrocos ociosos con sus paupérrimas familias se les trataba a cuerpo de rey?

El señor Helstone se levantó y, poniéndose su sombrero de teja, señaló a modo de contestación que en el transcurso de su vida había encontrado dos o tres ejemplos de personas que habían mantenido tales sentimientos con gran valentía, en tanto que la salud, la fuerza y la prosperidad habían sido sus aliados; pero, dijo, a todos los hombres les llega un momento en el que «deberían temblar los dueños de la casa, en el que deberían temer lo que está por encima de ellos y el miedo debería estorbarlos», y ese momento era la prueba de los que abogaban por la anarquía y la rebelión, de los enemigos de la religión y el orden. Hacía poco, afirmó, que le habían llamado para que leyera las plegarias que la Iglesia destina a los enfermos junto al miserable lecho de muerte de uno de sus más rencorosos enemigos; se había encontrado con una persona atormentada por los remordimientos, deseosa de descubrir un lugar para el arrepentimiento e incapaz de hallarlo, pese a que lo buscaba afanosamente entre lágrimas. Debía advertir al señor Yorke que la blasfemia contra Dios y el rey era un pecado mortal, y que existía un «juicio final».

El señor Yorke creía firmemente que existía ese juicio final. De lo contrario sería difícil de imaginar qué retribución iban a recibir, en la moneda que se habían ganado, todos los sinvergüenzas que parecían triunfar en este mundo, rompiendo corazones inocentes con impunidad, abusando de privilegios inmerecidos, convirtiéndose en un escándalo para profesiones honorables, quitando el pan de la boca a los pobres, avasallando a los humildes y adulando vilmente a los ricos y orgullosos. Pero, añadió, siempre que se desanimaba por tales tejemanejes y su éxito aparente en esa masa infecta que era el planeta, cogía el libro (señaló una gran Biblia que había en un estante), lo abría al azar y podía estar seguro de encontrar un versículo donde ardía el fuego del infierno que todo lo arreglaba. Sabía, dijo, el destino que aguardaba a algunos, con tanta certeza como si un ángel con grandes alas blancas hubiera llamado a su puerta para contárselo.

—Señor —dijo el señor Helstone, haciendo valer toda su dignidad—. Señor, la mayor sabiduría del hombre es conocerse a sí mismo, y el destino hacia el que se encaminan sus pasos.

—¡Sí, sí! No olvide, señor Helstone, que la ignorancia fue rechazada ante las mismas puertas del Cielo, llevada por los aires y arrojada por una puerta en la ladera de la colina que conducía al Infierno.

—Como tampoco he olvidado, señor Yorke, que la confianza vana, incapaz de ver por dónde pisaba, cayó en un profundo abismo que el príncipe de las tinieblas había abierto expresamente con el fin de capturar además a los estúpidos jactanciosos, y se hizo añicos.

—Bueno —interpuso el señor Moore, que hasta entonces había guardado silencio como regocijado espectador de aquella batalla verbal, y cuya indiferencia a los partidos políticos de entonces, así como a los chismes de la vecindad, le convertían en juez imparcial, si bien apático, de los méritos de tal enfrentamiento—, ya se han censurado suficientemente y han demostrado cuán cordialmente se detestan y lo mal que piensan el uno del otro. Por mi parte, la corriente del odio que siento hacia los individuos que han destrozado mis telares sigue siendo tan impetuosa que no me queda apenas nada para mis amigos, y menos aún para algo tan vago como una secta o un gobierno; pero, en serio, caballeros, por lo que dicen uno y otro, ambos me parecen realmente malos, peor de lo que yo hubiera podido sospechar. No me atrevo a pasar la noche con un rebelde y blasfemo como usted, Yorke, ni a volver a casa cabalgando junto a un eclesiástico cruel y tiránico como el señor Helstone.

 

—Sin embargo, yo me voy, señor Moore —dijo el rector con severidad—. Venga conmigo o no venga, como guste.

—No, no tiene elección, irá con usted —replicó Yorke—. Pasa ya de la medianoche y no quiero gente en mi casa por más tiempo. Tienen que irse todos. —Tocó la campanilla—. Deb —dijo a la criada que acudió—, despide a los de la cocina, cierra las puertas y vete a la cama. Por aquí, caballeros —continuó, dirigiéndose a sus invitados; e iluminando el pasillo para ellos, los puso de patitas en la calle.

Encontraron al resto del grupo saliendo atropelladamente por la parte de atrás; los caballos estaban junto a la verja; montaron y se alejaron: Moore riendo por la brusca despedida, Helstone, muy indignado por ella.

CAPÍTULO V

HOLLOW’S COTTAGE

Moore seguía de buen humor cuando se levantó a la mañana siguiente. Tanto él como Joe Scott habían pasado la noche en la fábrica, en los espacios que se habían habilitado para dormir en ambos extremos de la oficina de contabilidad. El patrón, siempre madrugador, se levantó incluso algo más pronto de lo habitual; despertó a su empleado cantando una canción francesa mientras se aseaba.

—¿No está deprimido entonces, señor? —exclamó Joe.

—Ni pizca, mon garçon, que quiere decir «muchacho». Levántate y daremos una vuelta por la fábrica antes de que lleguen los obreros y les explique mis planes futuros. Tendremos esas máquinas, Joseph. ¿No has oído hablar de Bruce?

—¿Y la araña? Sí que he oído hablar de él. He leído la historia de Escocia y resulta que sé tanto como usted, y comprendo que quiere decir que perseverará.

—Lo haré.

—¿Tiene usted dinero en su país? —preguntó Joe, doblando su cama provisional para guardarla.

—¡En mi país! ¿Cuál es mi país?

—Pues Francia, ¿no?

—¡Desde luego que no! La circunstancia de que los franceses hubieran tomado Amberes, donde yo nací, no me convierte en francés.

—¿Holanda, entonces?

—No soy holandés. Ahora confundes Amberes con Amsterdam.

—¿Flandes?

—¡Desprecio esa insinuación, Joe! ¡Un flamenco, yo! ¿Tengo cara de flamenco, con la fea nariz protuberante, la frente mezquina echada hacia atrás, los pálidos ojos azules a fleur de tête? ¿Soy acaso todo cuerpo sin piernas, como un flamenco? Pero tú no sabes cómo son en los Países Bajos, Joe. Soy un amberino y mi madre era amberina, aunque de familia francesa, razón por la cual hablo francés.

—Pero su padre era de Yorkshire, así que usted también es un poco de Yorkshire, y cualquiera puede ver que es usted semejante a nosotros por las ganas que tiene de ganar dinero y medrar.

—Joe, eres un perro insolente, pero estoy acostumbrado a tu tosca insolencia desde mi juventud: la classe ouvrière, es decir, la clase obrera de Bélgica se comporta brutalmente con quienes les dan trabajo, y cuando digo brutalmente, Joe, quiero decir brutalement, lo que quizá debería traducirse más bien como groseramente.

—Todos decimos nuestra opinión en este país y los párrocos jóvenes y los señorones de Londres se escandalizan de nuestras «maneras sin civilizar», y a nosotros nos gusta darles motivos para escandalizarse, porque nos divierte verlos poner los ojos en blanco y extender las manos como si vieran fantasmas, y luego oírlos decir, acortando las palabras, algo así como: «¡Cielos!, ¡cielos! ¡Qué salvajes! ¡Qué palurdos!».

—Sois salvajes, Joe; no creerás que sois civilizados, ¿verdad?

—Regular, regular, señor. Creo que nosotros, los obreros del norte, somos mucho más inteligentes y sabemos mucho más que los campesinos del sur. El oficio despierta nuestro ingenio, y a los que son mecánicos, como yo, nos hace pensar. ¿Sabe usted?, cuidando de las máquinas y cosas así he cogido la manía de que, cuando veo un efecto, busco enseguida la causa, y a menudo la encuentro con provecho; además, me gusta la lectura y siento curiosidad por saber qué piensan hacer por nosotros y con nosotros los que suponen que nos gobiernan, y los hay mucho más listos que yo; muchos de esos chicos mugrientos que huelen a aceite y de los tintoreros con la piel manchada de negro y azul tienen buen olfato y saben cuándo una ley es estúpida tan bien como usted o como el viejo Yorke, y mucho mejor que tontos como Christopher Sykes o Whinbury y grandes tarugos bravucones como ese Peter irlandés, el coadjutor de Helstone.

—Te crees un tipo listo, lo sé, Scott.

—Sí, sólo regular. Sé distinguir un huevo de una castaña y me doy perfecta cuenta de que he aprovechado las oportunidades que he tenido mejor que otros que creen estar por encima de mí, pero hay miles en Yorkshire tan buenos como yo, y unos cuantos mejores.

—Eres un gran hombre, eres un tipo sublime, ¡pero eres un pedante, un memo engreído, Joe! No debes creer que porque hayas aprendido un poco de matemáticas aplicadas y porque hayas encontrado algunas muestras de los elementos químicos en el fondo de una cuba de tinte eres un hombre de ciencia malogrado; y no debes suponer que porque la industria no vaya siempre bien y tú y los que son como tú os quedéis a veces sin trabajo y sin pan, que eso convierte a vuestra clase en mártir y que toda la forma de gobierno bajo la que vivís es mala. Más aún, no debes insinuar ni por un momento que las virtudes se han refugiado en las cabañas, abandonando por completo las casas de pizarra. Déjame decirte que aborrezco especialmente ese tipo de necedades, porque sé muy bien que la naturaleza humana es igual en todas partes, sea bajo tejas o techumbre de paja, y que en todos los especímenes de la naturaleza humana que respiran, vicios y virtudes se hallan siempre mezclados en mayor o menor proporción, y que ésta no viene determinada por la condición social. He conocido a villanos ricos y a villanos pobres, y he conocido a villanos que no eran ni una cosa ni otra, pero habían visto cumplido el sueño de Agar y vivían con un salario justo y modesto. El reloj va a dar las seis; ve a tocar la campana de la fábrica, Joe.

Estaban entonces a mediados del mes de febrero; a las seis, por tanto, el alba empezaba apenas a imponerse a la noche, a traspasar su parda oscuridad con una luz pálida y a hacer semitraslúcidas sus sombras opacas. Pálida era la luz en aquella mañana en particular; ningún color teñía el este, no había arrebol que lo calentara. Viendo qué pesado manto levantaba el día lentamente, qué triste mirada arrojaba sobre las colinas, diríase que la lluvia de la noche había extinguido el fuego del sol. El aliento de aquella mañana era tan frío como su aspecto; un viento penetrante agitaba la masa de nubes nocturnas y mostraba, al levantarse ésta despacio —dejando un halo incoloro con un resplandor plateado alrededor del horizonte—, no el cielo azul, sino una capa de vapor aún más pálido. Había dejado de llover, pero la tierra estaba empapada y habían crecido charcas y arroyos.

Las ventanas de la fábrica estaban iluminadas, la campana seguía sonando con fuerza, y los niños empezaban a llegar corriendo, esperemos que a la velocidad necesaria para que no los dejara helados el aire inclemente. Ciertamente, quizá por comparación, aquella mañana les pareciera más favorable que otras, pues a menudo habían acudido al trabajo durante aquel invierno en medio de tormentas de nieve, grandes lluvias y heladas.

El señor Moore estaba en la entrada observándolos: los contó cuando pasaron por su lado; a los que llegaron tarde les soltó una reprimenda, que repitió más tarde Joe Scott con algo más de dureza cuando los rezagados llegaron a sus talleres. Ni amo ni capataz hablaron con violencia; ninguno de los dos era hombre violento, si bien ambos se mostraron rígidos, pues multaron a un infractor que llegó realmente tarde: el señor Moore le hizo pagar un penique antes de entrar a trabajar y le informó de que la siguiente repetición de la falta le costaría dos.

Indudablemente las normas son necesarias en tales casos, y los amos toscos y crueles crearán normas toscas y crueles que, en la época que tratamos al menos, a veces imponían de manera tiránica; pero, aunque describo personajes imperfectos (todos los personajes de este libro resultarán ser más o menos imperfectos, pues mi pluma se niega a trazar ningún modelo), no es mi propósito tratar de personajes degradados ni absolutamente infames. A los torturadores de niños, amos y tratantes de esclavos los dejo en manos de los carceleros; al novelista puede eximírsele de mancillar sus páginas con la narración de sus actos.

Así pues, en lugar de atormentar el alma de mi lector y deleitar su órgano del asombro con dramáticas descripciones de latigazos y azotes, me alegra informarle de que ni el señor Moore ni su capataz pegaron jamás a un niño en su fábrica. Es cierto que Joe había azotado con gran severidad a un hijo suyo por contar una mentira y persistir en ella, pero, al igual que Moore, era un hombre demasiado flemático, demasiado tranquilo, así como demasiado razonable para aplicar castigos corporales a los niños, aparte de aquella excepción.

El señor Moore merodeó por su fábrica, por el patio de su fábrica, su cobertizo de teñido y su almacén hasta que la enfermiza aurora se fortaleció hasta convertirse en día. Incluso salió el sol —al menos un disco blanco, claro, limpio y casi con el frío aspecto del hielo—, asomó por encima de la oscura cima de una colina, cambió el borde lívido de la nube que tenía encima por otro plateado y contempló con solemnidad toda la extensión de la hondonada, o angosto valle, entre cuyos estrechos límites nos hallamos ahora confinados. Eran las ocho; se habían apagado todas las luces de la fábrica; se dio la señal del desayuno; los niños, liberados durante media hora de su duro trabajo, se dirigieron a los pequeños botes de lata en los que llevaban café y a las pequeñas cestas que contenían su ración de pan. Esperemos que tengan suficiente comida; que no la tuvieran sería lamentable.

Y, por fin, el señor Moore abandonó el patio de la fábrica y desvió sus pasos hacia la casa donde vivía. Se hallaba a un corto trecho de la fábrica, pero el seto y el alto terraplén levantados a ambos lados del sendero que conducía hasta la casa le daban cierta apariencia y una sensación de aislamiento. Era un lugar pequeño, de muros encalados, con un porche verde sobre la puerta principal; en el jardín, cerca de ese porche y debajo de las ventanas, crecían unos escuetos tallos pardos, sin capullos ni flores, pero que presagiaban vagamente las enredaderas florecidas y disciplinadas del estío. Frente a la casa había unos arriates y una franja de hierba; los arriates presentaban tan sólo un negro mantillo, excepto donde, en pequeños escondrijos resguardados, asomaban en la tierra los primeros brotes de campanillas de invierno y de flores del azafrán, verdes como esmeraldas. La primavera se retrasaba; el invierno había sido largo y riguroso; la última capa de nieve acababa de derretirse justo antes de las lluvias del día anterior; de hecho, en las colinas resplandecían aún sus blancos restos, salpicando las hondonadas y coronando los picos; el césped no era verde, sino blancuzco, igual que la hierba del terraplén y la que había en el sendero bajo los setos. Tres árboles garbosamente agrupados se alzaban junto a la casa; no eran altos, pero, sin rivales próximos, resultaban imponentes y quedaban bien allí donde crecían. Aquél era el hogar del señor Moore: un nido confortable para la contemplación y el contento, pero en cuyo interior las alas de la acción y de la ambición no podían permanecer plegadas mucho tiempo.

Su aire de modesta comodidad no pareció ejercer ninguna atracción especial sobre su dueño; en lugar de entrar en la casa inmediatamente, cogió una pala de un pequeño cobertizo y empezó a trabajar en el jardín. Estuvo cavando durante un cuarto de hora sin interrupción; sin embargo, finalmente se abrió una ventana y una voz femenina le llamó.

—Eh, bien! Tu ne déjeûnes pas ce matin?

La respuesta y el resto de la conversación se produjo en francés, pero teniendo en cuenta que éste es un libro inglés, la traduciré.

 

—¿Está preparado el desayuno, Hortense?

—Desde luego, hace ya media hora.

—Entonces yo también estoy preparado; tengo un hambre de lobo.

El señor Moore arrojó la pala al suelo y entró en la casa. El estrecho pasillo lo condujo hasta un pequeño gabinete, donde se había servido un desayuno de café y pan con mantequilla, con el acompañamiento, poco inglés, de compota de pera. Presidía la mesa sobre la que se hallaban estas viandas la señora que había hablado desde la ventana. Debo describirla antes de continuar.

Parecía algo mayor que el señor Moore, quizá tenía treinta y cinco años, alta y de complexión robusta; tenía los cabellos muy negros, retorcidos y envueltos en aquel momento en papeles de rizar, las mejillas encendidas, la nariz pequeña y unos ojillos negros. La parte inferior del rostro era grande en relación con la parte superior; tenía la frente pequeña y bastante arrugada; su expresión era de descontento, pero no malhumorada; había algo en ella que producía en los demás la tendencia a sentirse irritados y regocijados por igual. Lo más extraño eran sus ropas: falda rígida y un cubrecorsé de algodón a rayas. La falda era corta y ponía al descubierto un par de pies y tobillos que dejaban mucho que desear en cuestiones de simetría.

Creerás, lector, que acabo de describir a una mujer increíblemente desaliñada; en absoluto. Hortense Moore (la hermana del señor Moore) era una persona muy ordenada y ahorrativa; la falda, el cubrecorsé y los papeles de rizar eran su atavío matinal, que siempre había acostumbrado a llevar para «hacer vida doméstica» en su país. Prefería no adoptar las modas inglesas sólo por verse obligada a vivir en Inglaterra; se aferraba a sus viejas modas belgas, completamente convencida de que había cierto mérito en ello.

Mademoiselle tenía una excelente opinión de sí misma, opinión que no era del todo inmerecida, pues tenía algunas excelentes cualidades, pero sobreestimaba la clase y el grado de éstas, y dejaba fuera de sus cuentas varios pequeños defectos que las acompañaban. Nadie habría podido convencerla de que era una persona de miras estrechas y con prejuicios, de que era demasiado susceptible en lo que se refería a su propia dignidad e importancia, y de que era demasiado proclive a ofenderse por nimiedades; pero todo eso era cierto. Sin embargo, cuando no se ponían en duda su pretendida dignidad ni se ofendían sus prejuicios, era buena y amable. Estaba muy unida a sus dos hermanos (pues había otro Gérard Moore además de Robert). Como únicos representantes de su desintegrada familia, ambos eran casi sagrados a sus ojos; de Louis, no obstante, sabía menos que de Robert, pues lo habían enviado a Inglaterra cuando era sólo un muchacho y se había educado en un colegio inglés. Dado que su educación no había sido la adecuada para los negocios, y quizá también porque sus inclinaciones naturales no se decantaban hacia actividades mercantiles, cuando las arruinadas perspectivas de su herencia le obligaron a hacer fortuna por sí mismo, emprendió la muy ardua y muy modesta carrera de profesor, primero en un colegio, y ahora se decía que como tutor de una familia particular. Cuando mencionaba a Louis, Hortense lo describía como una persona que tenía lo que ella llamaba des moyens, pero demasiado tímida y retraída. Las alabanzas que vertía sobre Robert tenían otro tono, menos cualificado: estaba muy orgullosa de él, lo consideraba el hombre más grande de Europa, todo lo que él decía y hacía era extraordinario a sus ojos, y esperaba que los demás lo contemplaran desde el mismo punto de vista que ella; nada había más irracional, monstruoso e infame que estar en desacuerdo con Robert, salvo estar en desacuerdo consigo misma.

Así pues, tan pronto como el mencionado Robert se sentó a la mesa del desayuno y ella le sirvió una ración de compota de peras y le cortó una buena rebanada de pan belga con mantequilla, empezó a verter un torrente de expresiones de asombro y de horror ante las actividades de la noche anterior: la destrucción de los telares.

—Quelle idee!, destruirlos. Quelle action honteuse! On voyait bien que les ouvriers de ce pays étaient à la fois bêtes et méchants. C'était absolument comme les domestiques anglais, les servants surtout: rien d’insupportable comme cette Sarah, par exemple!

—Parece limpia y trabajadora —comentó el señor Moore.

—¡Parecer! No sé lo que parece y no digo que sea sucia ni perezosa, mais elle est d’une insolence! Ayer discutió conmigo un cuarto de hora sobre la manera de cocinar el buey; dijo que lo hervía hasta hacerlo papilla, que los ingleses jamás serían capaces de comer un plato como nuestro bouilli y que el bouillon no es más que agua caliente grasienta. En cuanto al choucroute, ¡afirma que no puede ni tocarlo! Ese barril que tenemos en la bodega, deliciosamente preparado con mis propias manos, lo llamó cubo de «bazofia», que quiere decir comida para los cerdos. Esa chica es un tormento, pero no puedo despedirla por miedo a encontrarme con otra peor. ¡Tú te hallas en la misma situación con tus obreros, pauvre cher frère!

—Me temo que no eres muy feliz en Inglaterra, Hortense.

—Es mi deber ser feliz allá donde tú estés, hermano, pero por lo demás, desde luego hay mil cosas que me hacen echar de menos nuestra ciudad natal. Todos aquí me parecen unos maleducados (mal-élevés). Resulta que mis costumbres las consideran ridículas: si una chica de tu fábrica entra por casualidad en la cocina y me encuentra preparando la comida con mi falda corta y mi cubrecorsé (porque ya sabes que no puedo confiar en que Sarah cocine un solo plato), se burla de mí. Si acepto una invitación para tomar el té, cosa que he hecho un par de veces, percibo que se me coloca en un segundo plano, que no se me presta la atención que indudablemente merezco. ¡De qué familia tan excelente son los Gérard, como sabemos, y también los Moore! Tienen derecho a exigir cierto respeto y me siento dolida cuando se les niega. En Amberes se me trataba siempre con distinción; aquí, cualquiera diría que cuando abro la boca en sociedad hablo inglés con un acento ridículo, cuando estoy completamente segura de que mi pronunciación es perfecta.

—Hortense, en Amberes nos conocían como ricos; en Inglaterra sólo nos han conocido como pobres.

—Precisamente, y así de mercenaria es la humanidad. ¿Recuerdas, querido hermano, que el domingo pasado también llovió mucho? Fui a la iglesia, como corresponde, con mis pulcros zuecos negros, calzado que ciertamente una no llevaría en una ciudad elegante, pero que siempre he acostumbrado a llevar en el campo para andar por caminos de tierra. Créeme, cuando recorrí el pasillo de la iglesia, serena y tranquila como siempre, cuatro señoras y otros tantos caballeros se rieron y escondieron la cara en los devocionarios.

—¡Bueno, bueno! No vuelvas a ponerte los zuecos. Ya te había dicho que no parecían apropiados en este país.

—Pero, hermano, no son zuecos vulgares como los que llevan las campesinas. Ya te he dicho que son zuecos noirs, très propres, très convenables. En Mons y en Leuze, ciudades no muy alejadas de la elegante capital de Bruselas, la gente respetable muy raras veces calza otra cosa en invierno. Que alguien intentara caminar por el barro de las calzadas flamencas con un par de borceguíes parisinos, on m’en dirait des nouvelles!