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100 Clásicos de la Literatura

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Helstone no podía soportar tales sentimientos; sólo pensando que Moore era una especie de paria extranjero y que no tenía más que una mitad de sangre británica para atemperar la hiel foránea que corroía sus venas, podía escucharle sin satisfacer su deseo de golpearle con una vara. Otra cosa aliviaba un tanto su repugnancia, a saber, un sentimiento afín al tono obstinado con que el otro expresaba sus opiniones, y un respeto por la solidez de la malhumorada contumacia de Moore.

Cuando el grupo tomó la carretera de Stilbro, se enfrentaron con el poco viento que soplaba; la lluvia les azotó el rostro. Moore, que había enojado ya a su compañero, animado ahora por la brisa fría, e irritado quizá por la fuerte lluvia, empezó a aguijonearle.

—¿Siguen siendo satisfactorias las noticias que le llegan de la península Ibérica? —preguntó.

—¿Qué quiere usted decir? —fue la desabrida respuesta del rector.

—Le pregunto si todavía tiene fe en ese Baal de lord Wellington.

—¿Y qué quiere decir ahora con eso?

—¿Sigue creyendo que ese tipo con cara de palo y corazón de piedra que tiene Inglaterra por ídolo tiene poder para hacer que el fuego de los cielos consuma a los franceses en el altar del sacrificio que quiere usted ofrendar?

—Creo que Wellington arrojará al mar a latigazos a los mariscales de Bonaparte el día que desee levantar el brazo.

—Pero, mi querido señor, no hablará usted en serio. Los mariscales de Bonaparte son grandes hombres que actúan guiados por un espíritu maestro omnipotente. Su Wellington es el más vulgar de los militares ordenancistas, cuyos movimientos, lentos y mecánicos, ha entorpecido aún más un gobierno ignorante.

—Wellington es el alma de Inglaterra. Wellington es el justo campeón de una buena causa, el digno representante de una nación poderosa, resuelta, sensata y honrada.

—Su buena causa, tal como yo la entiendo, es simplemente la restauración de ese rastrero y débil Fernando en un trono que ha deshonrado; su digno representante es un boyero imbécil que actúa en nombre de un campesino imbécil, y contra ellos se alinean la supremacía victoriosa y el genio invencible.

—Contra la legitimidad se alinea la usurpación; contra una resistencia a la invasión, modesta, resuelta, justa y valiente se alinea una ambición de poder jactanciosa, hipócrita, egoísta y traidora. ¡Dios está del lado de la justicia!

—A menudo Dios está del lado de los poderosos.

—¡Qué! Supongo que el puñado de israelitas que llegaron a pie enjuto a la orilla asiática del mar Rojo eran más fuertes que las huestes egipcias que se ahogaron en la orilla africana. ¿Eran más numerosos? ¿Estaban mejor pertrechados? En otras palabras, ¿eran más poderosos?, ¿eh? No conteste, o tendrá que mentir, Moore, lo sabe usted muy bien. No eran más que un grupo de pobres esclavos extenuados. Los tiranos los habían oprimido durante cuatrocientos años; una débil mezcolanza de mujeres y niños mermaba sus escasas fuerzas; sus amos, que vociferaban a sus soldados para que cruzaran el mar dividido y los siguieran, eran un puñado de etíopes consentidos, tan fuertes y brutales como los leones de Libia, estaban armados, montaban a caballo y en carros; los pobres vagabundos hebreos marchaban a pie, es probable que pocos de ellos empuñaran mejores armas que sus cayados de pastores o sus herramientas de canteros; su propio caudillo, dócil y poderoso, no disponía más que de su vara. Mas, recuerde, Robert Moore, la justicia estaba de su parte, el Dios de las batallas estaba de su parte. La injusticia y el ángel caído mandaban las fuerzas del faraón, ¿y quién triunfó? Lo sabemos muy bien: «De esta suerte libró el Señor en aquel día a Israel de las manos de los egipcios. Y vieron en la orilla del mar los cadáveres de los egipcios», sí, «sepultados quedan en los abismos: hundiéronse como piedras hasta lo profundo». ¡La diestra del Señor demostró su soberana fortaleza; la diestra del Señor hirió al enemigo!

—Tiene usted razón, pero olvida cuál es el auténtico paralelismo: Francia es Israel y Napoleón es Moisés. Europa, con sus viejos imperios ahítos y sus dinastías podridas, es el Egipto corrupto; la galante Francia son las Doce Tribus y su nuevo y vigoroso usurpador es el pastor de Horeb.

—No merece contestación.

Moore, por tanto, se contestó a sí mismo; al menos añadió un comentario más a los que acababa de decir, pero en voz más baja.

—¡Oh, en Italia era tan grande como cualquier Moisés! Era lo que se necesitaba allí; capaz de encabezar y organizar medidas para la regeneración de las naciones. Aún sigue asombrándome que el vencedor de Lodi haya condescendido a convertirse en emperador, un vulgar y estúpido farsante; y más aún que el pueblo, que antes se llamaba a sí mismo republicano, haya vuelto a hundirse en la categoría de meros esclavos. ¡Desprecio a Francia! Si Inglaterra hubiera llegado tan lejos como Francia en la marcha de la civilización, no se habría retirado de manera tan vergonzosa.

—No querrá dar a entender que la embrutecida Francia imperial es peor que la sangrienta Francia republicana —dijo Helstone, acaloradamente.

—No quiero dar a entender nada, pero puedo pensar lo que quiera, ¿comprende, señor Helstone?, tanto de Francia e Inglaterra como de la revolución, los regicidas y las restauraciones en general, y sobre el derecho divino de los reyes, que a menudo defiende usted con fervor en sus sermones, y sobre el deber de la no resistencia y sobre la cordura de la guerra, y…

La frase del señor Moore quedó interrumpida por el sonido de una calesa que se acercaba rápidamente, y porque ésta se detuvo de repente en medio del camino; tanto Moore como el rector estaban demasiado ocupados en su discusión para darse cuenta de que la calesa se acercaba hasta que la tuvieron encima.

—Bueno, señor, ¿han llegado los carros a casa? —preguntó una voz desde el vehículo.

—¿Eres tú, Joe Scott?

—¡Sí, sí! —replicó otra voz, pues la calesa llevaba a dos personas, como se vio a la luz de su farol; los hombres de las lámparas se habían quedado rezagados, o más bien los jinetes del grupo de rescate habían dejado atrás a los que iban a pie.

—Sí, señor Moore, es Joe Scott. Te lo llevaba a casa, y en bonito estado. Lo he encontrado allá, en medio del páramo, a él y a otros tres. ¿Qué me darás por devolvértelo?

—Vaya, creo que las gracias, pues difícilmente hallaría a un hombre mejor y no puedo permitirme perderlo. Por la voz, supongo que es usted, señor Yorke.

—Sí, muchacho, soy yo. Volvía a casa desde el mercado de Stilbro y justo cuando me hallaba en medio del páramo y azuzaba a los caballos para que volaran como el viento (¡porque dicen que éstos no son tiempos seguros, por culpa de un gobierno desastroso!), he oído un quejido. Me he parado; algunos habrían azuzado aún más a los caballos, pero yo no tengo nada que temer, que yo sepa. No creo que haya un solo muchacho en los contornos capaz de hacerme daño, al menos les daría tanto como recibiera si quisieran hacérmelo. He dicho: «¿Ocurre algo malo por ahí?». «Sí, por cierto», contesta alguien, y su voz parecía salir de la tierra. «¿Qué es? Sea rápido y dígamelo», le he ordenado. «Nada más que cuatro personas tiradas en una zanja», ha dicho Joe, como si tal cosa. Yo les he dicho que debería darles vergüenza, que se levantaran y echaran a andar, si no querían probar mi látigo, pues creía que estaban todos bien. «Lo habríamos hecho hace una hora, pero estamos atados con correas», dice Joe. Así que al cabo de un momento me he bajado y he cortado las correas con mi navaja, y Scott ha querido venir conmigo para contarme todo lo ocurrido, y los otros vienen detrás con todo lo que dan de sí sus piernas.

—Bueno, le estoy sumamente agradecido, señor Yorke.

—¿En serio, muchacho? Sabes que no. Sin embargo, ahí llegan ya los demás. Y aquí, ¡Dios santo!, hay otro grupo con luces en los cántaros, como el ejército de Gedeón, y, como tenemos al párroco entre nosotros, buenas noches, señor Helstone, ya estamos todos.

El señor Helstone devolvió el saludo al individuo de la calesa, muy envarado, ciertamente. El individuo prosiguió:

—Somos once hombres fuertes, y contamos tanto con caballos como con carros. Si tropezáramos con unos cuantos de esos golfos hambrientos que se dedican a destrozar telares, obtendríamos una gran victoria; todos seríamos un Wellington, eso le complacería, señor Helstone. ¡Y qué párrafos nos dedicarían los periódicos! Briarfield se haría célebre; pero, en mi opinión, deberíamos tener una columna y media en el Stilbro’ Courier por este trabajo: no espero menos.

—Y no le prometo menos, señor Yorke, pues yo mismo escribiré el artículo —replicó el rector.

—¡Desde luego! ¡Por supuesto! Y no se olvide de recomendar que se cuelgue a los que han destrozado los telares y han atado las piernas de Joe Scott con correas, y nada de fuero eclesiástico. Merecen la horca, sin duda.

—¡Si los juzgara yo, pronto los despacharía! —exclamó Moore—, pero pienso dejarlos tranquilos por esta vez para darles cuerda suficiente, con la certeza de que al final se ahorcarán ellos mismos.

—¿Dejarlos tranquilos, dices, Moore? ¿Lo prometes?

—¿Prometer? No. Lo que quiero decir es que no me tomaré especiales molestias para atraparlos; pero si tropiezo con alguno de ellos…

—Lo atraparás al vuelo, naturalmente, sólo que preferirías que hicieran algo más grave que limitarse a detener un carro antes de ajustarles las cuentas. Bueno, no diremos nada más al respecto por el momento. Hemos llegado a mi casa, caballeros, y espero que entren ustedes y los hombres; a ninguno le iría mal tomar algo.

Moore y Helstone rechazaron esta sugerencia por innecesaria; sin embargo, les insistieron tan cortésmente, la noche además era tan desapacible, y el resplandor que traspasaba las cortinas de muselina de las ventanas de la casa ante la que se habían detenido parecía tan tentador, que por fin cedieron. Tras apearse el señor Yorke de la calesa, que dejó en manos de un hombre que a su llegada había salido de una dependencia exterior, los condujo al interior de la casa.

 

Como se habrá observado, el señor Yorke tenía dos formas de hablar un tanto distintas; ahora hablaba el dialecto de Yorkshire, y al poco se expresaba en el más puro inglés. Sus modales parecían tender a parecidas alternancias; podía ser cortés y afable, y también brusco y desabrido. No era fácil, por tanto, determinar su posición social por su manera de hablar ni por su comportamiento; tal vez se decida por el aspecto de su residencia.

A los hombres, les aconsejó que tomaran el camino de la cocina, afirmando que haría que les sirvieran algo para comer inmediatamente. Los caballeros entraron por la puerta principal. Se encontraron entonces en un vestíbulo alfombrado, con las paredes prácticamente cubiertas de cuadros hasta el techo; atravesándolo, los condujeron a un amplio gabinete con un magnífico fuego en la chimenea; en conjunto daba la impresión de ser una habitación sumamente alegre y, cuando uno se detenía a examinar los detalles, ese efecto que la animaba no disminuía. No denotaba esplendor, pero reinaba el buen gusto —un gusto poco habitual—, diríase que el gusto de un hombre viajero y estudioso, de un caballero. Una serie de paisajes italianos adornaban las paredes, ejemplos todos ellos del verdadero arte; los había elegido un experto, eran auténticos y valiosos. Incluso a la luz de las bujías, los cielos claros y fulgurantes, las suaves distancias y el aire azul titilando entre el ojo y las colinas, los ricos matices y las luces y sombras bien agrupadas, deleitaban la vista.

Todos eran de tema pastoril y reproducían lugares soleados. Había una guitarra y unas partituras sobre un sofá; camafeos, hermosas miniaturas; un juego de vasijas de estilo griego sobre la repisa de la chimenea; libros bien ordenados en dos elegantes estanterías.

El señor Yorke invitó a sus huéspedes a sentarse, luego tiró de la campanilla para pedir vino; al criado que llegó con él le dio hospitalarias órdenes de que se sirviera bien a los hombres de la cocina. El rector permaneció de pie; no parecía gustarle la casa; no quiso probar el vino que su anfitrión le ofrecía.

—Como usted quiera —dijo el señor Yorke—. Supongo que piensa usted en las costumbres orientales, señor Helstone, y no quiere comer ni beber bajo mi techo por miedo a que nos veamos obligados a ser amigos, pero yo no soy tan delicado ni supersticioso. Podría usted beberse todo el contenido de esa licorera y darme una botella del mejor vino de su bodega, y seguiría sintiéndome libre de contradecirle a cada paso, en todas las juntas parroquiales y en todas las vistas judiciales en las que nos encontráramos.

—Es exactamente lo que esperaría de usted, señor Yorke.

—¿Le sienta bien a su edad, señor Helstone, salir a caballo en pos de unos alborotadores en una noche lluviosa?

—Siempre me sienta bien cumplir con mi deber, y en este caso mi deber es también un placer. Ir en busca de unos canallas es una noble ocupación, digna de un arzobispo.

—Digna de usted, desde luego; pero ¿dónde está su coadjutor? ¿Se ha ido por casualidad a visitar a algún pobre enfermo, o casualmente ha ido a perseguir canallas en otra dirección?

—Está de guardia en la fábrica de Hollow.

—Espero que le hayas dejado un sorbo de vino, Bob —volviéndose hacia el señor Moore—, para mantener viva la llama de su coraje. —No esperó la respuesta, sino que continuó rápidamente, dirigiéndose todavía a Moore, que se había desplomado en una anticuada silla junto al fuego—. ¡Muévete, Robert! ¡Levántate, muchacho! Ésta es mi casa. Siéntate en el sofá, o en las otras tres sillas, si te place, pero en ésta no; me pertenece a mí y a nadie más.

—¿Por qué es tan quisquilloso con esa silla, señor Yorke? —preguntó Moore, obedeciendo con pereza la orden de dejar la silla libre.

—Mi padre lo fue antes de mí y ésa es toda la explicación que voy a darte, y es una razón tan buena como cualquiera que pueda dar el señor Helstone para la mayor parte de sus ideas.

—Moore, ¿está usted listo para partir? —inquirió el rector.

—No, Robert no está listo, o más bien yo no estoy listo para despedirme de él: es un muchacho malo y necesita un correctivo.

—¿Por qué, señor? ¿Qué he hecho yo?

—Crearte enemigos por todos lados.

—¿Qué me importa eso a mí? ¿Qué interés puede tener para mí que sus patanes de Yorkshire me odien o me quieran?

—Sí, ahí está. Este muchacho tiene hechura de extranjero entre nosotros; su padre no habría hablado jamás de ese modo. Vuelve a Amberes, donde naciste y te educaste, mauvaise tête!

—Mauvaise tête vous-méme; je ne fais que mon devoir, quant à vos lourdauds de paysans, je m’en moque!

—En revanche, mon garfon, nos lourdauds de paysans se moqueront de toi; sois en certain —replicó Yorke, hablando con un acento francés casi tan perfecto como el de Gérard Moore.

—C’est bon!, c’est bon! Et puisque cela m’est égal, que mes amis ne s’en inquiétent pas.

—Tes amis! Où sont-ils, tes arms?

—Je fais echo, où sont-ils?, et je suis fort aise que l’écho seuly répond. Au diable les amis! Je me souviens encore du moment où mon père et mon oncle Gérard appellèrent autour d’eux leurs amis, et Dieu sait si les amis se sont empressés d’accourir à leur secours! Tenez, monsieur Yorke, ce mot, ami, m’irrite trop; ne m’en parlez plus.

—Comme tu voudras.

Y aquí el señor Yorke guardó silencio. Mientras él sigue recostado en su silla tallada de roble triangular, aprovecharé la oportunidad para dibujar el retrato de este caballero de Yorkshire que habla francés.

CAPÍTULO IV

EL SEÑOR YORKE

Continuación

Era el caballero de Yorkshire por excelencia en todos los aspectos. Tenía unos cincuenta y cinco años de edad, pero a primera vista parecía aún mayor, pues tenía los cabellos de un blanco plateado. Su frente era ancha, pero no alta; tenía el rostro sano y de buen color; se veía la dureza del norte en sus facciones, igual que se oía en su voz; todos y cada uno de sus rasgos eran puramente ingleses, sin una sola huella normanda; era una faz que carecía de elegancia, nada clásica, nada aristocrática. Las personas distinguidas la habrían llamado vulgar, quizá; las personas sensibles la habrían calificado de característica; a las personas perspicaces les hubiera deleitado su vigor, su sagacidad e inteligencia. La tosquedad, pero también una auténtica originalidad, se hallaban impresas en todas sus facciones, latentes en todos sus pliegues. Pero era un rostro indómito, desdeñoso y sarcástico; el rostro de un hombre difícil de conducir e imposible de manejar. Era bastante alto, de buena complexión, enjuto y fuerte, y todo en su porte era majestuoso; no había nada en él que resultara ridículo.

No me ha resultado fácil describir al señor Yorke, pero más difícil aún es mostrar su espíritu. Si esperas, lector, encontrar en él la perfección, o incluso a un anciano caballero benevolente y filántropo, estás en un error. Ha hablado al señor Moore con cierta sensatez y buenos sentimientos, pero no debes deducir por ello que siempre hable y piense con bondad y justicia.

En primer lugar, el señor Yorke carecía del órgano de la veneración; gran carencia, que deja a un hombre en mal lugar siempre que se requiere veneración. En segundo lugar, carecía del órgano de la comparación, deficiencia que priva a un hombre de simpatía; y, en tercer lugar, tenía demasiado reducido el órgano de la benevolencia y del idealismo, lo que privaba a su carácter de gloria e indulgencia, y disminuía, a sus ojos, esas divinas cualidades en todo el universo.

La falta de veneración le volvía intolerante con los que estaban por encima de él: reyes, nobles y sacerdotes, dinastías, parlamentos y dirigentes, con todas sus obras; la mayoría de sus decretos, sus formas, sus derechos y sus reivindicaciones eran para él una abominación; bazofia todos por igual, no hallaba utilidad ni placer en ellos, y creía que el mundo saldría ganando y no perdería nada si se arrasaban las altas instancias y sus ocupantes quedaban aplastados en la caída. La falta de veneración, además, le hacía totalmente insensible al excitante deleite de admirar lo que es admirable, secaba mil fuentes de puro gozo, marchitaba mil vividos placeres. No era un hombre impío, aunque no pertenecía a iglesia alguna, pero su religión no podía ser como la de los que saben venerar. Creía en Dios y en el Cielo, pero su Dios y su Cielo eran los de un hombre carente de temor de Dios, de imaginación y de ternura.

La debilidad de sus dotes de comparación hacía de él una persona contradictoria; aunque profesaba algunas excelentes doctrinas generales sobre tolerancia e indulgencia mutuas, abrigaba una antipatía llena de prejuicios hacia ciertas clases: hablaba de «párrocos» y de cuantos estaban relacionados con ellos, y de «lords» y apéndices de lords, con una dureza, algunas veces insolencia, tan injusta como inaceptable. Era incapaz de ponerse en el lugar de los que vituperaba; no podía comparar sus errores con sus tentaciones, ni sus defectos con sus desventajas; no era capaz de comprender el efecto que tendrían circunstancias parecidas sobre sí mismo en caso de hallarse en una posición similar, y a menudo expresaba los deseos más violentos y tiránicos respecto a los que, en su opinión, habían actuado tiránicamente y con violencia. A juzgar por sus amenazas, habría empleado medios arbitrarios, incluso crueles, para avanzar en la causa de la libertad y la igualdad; sí, el señor Yorke hablaba de igualdad, pero en el fondo era un hombre orgulloso, muy afable con sus trabajadores, muy bueno con todos los que estaban por debajo de él y se conformaban dócilmente con seguir por debajo, pero altanero como Belcebú con cualquiera al que el mundo considerara superior a él (pues él no consideraba superior a ningún hombre). Llevaba la rebeldía en la sangre: no soportaba ser controlado; su padre y su abuelo no lo habían soportado, y sus hijos no lo soportarían.

La falta de benevolencia general le hacía muy impaciente con la imbecilidad y con todos los defectos capaces de crispar su naturaleza fuerte y perspicaz; no reprimía su sarcasmo cáustico. Como carecía de compasión, algunas veces hería y volvía a herir sin darse cuenta del daño que hacía, ni le importaba hasta qué punto fuera profunda la herida.

En cuanto a la carencia de idealismo en su espíritu, difícilmente puede llamarse a eso defecto; si un buen oído para la música, un buen ojo para el color y la forma le proporcionaban la cualidad del buen gusto, ¿a quién le importa la imaginación? ¿Quién no cree que es un atributo bastante peligroso y absurdo, afín a la debilidad y quizá en cierta medida a la locura, más una enfermedad que un don del espíritu?

Seguramente todos piensan así, menos los que lo poseen, o creen poseerlo. Oyéndolos hablar, diríase que se les helaría el corazón si no fluyera ese elixir a través de él, que sus ojos se volverían borrosos si esa llama no refinara su visión, que se sentirían solos si ese extraño compañero los abandonara. Diríase que confiere una alegre esperanza a la primavera, un bello encanto al verano, una dicha serena al otoño y un consuelo al invierno, que uno no siente. Una ilusión, por supuesto, pero los fanáticos se aferran a su sueño, y no lo soltarían ni por todo el oro del mundo.

Dado que el señor Yorke carecía de imaginación poética, la consideraba una cualidad absolutamente superflua en los demás. A los músicos y los pintores los toleraba, los alentaba incluso, porque disfrutaba con el resultado de su arte; era capaz de captar el encanto de un buen cuadro y sentir el placer de la buena música; pero un poeta tranquilo —fuera cual fuera la lucha de fuerzas que anidara en su pecho y el fuego que lo prendiera— que no hubiera trabajado de empleado en una oficina de contabilidad o de comerciante en el Pierce Hall, habría podido vivir despreciado por Hiram Yorke y morir menospreciado por él.

Y como hay muchos Hiram Yorke en el mundo, afortunadamente el auténtico poeta, por tranquilo que sea, tiene a menudo un carácter agresivo bajo su aparente placidez, su docilidad está llena de astucia y es capaz de medir la estatura de quienes le miran por encima del hombro, adivinando correctamente el peso y el valor de las ocupaciones que él no ha seguido, y que son la causa de que le desprecien. Es una suerte que el poeta tenga su propia dicha, su propia compañía en su gran amiga y diosa, la Naturaleza, totalmente independiente de quienes hallan poco placer en él y en quienes él no halla placer en absoluto. Es de justicia que, aunque el mundo y las circunstancias le ofrezcan a menudo su lado oscuro, frío e indiferente —y en justa contrapartida, además, puesto que antes ha sido él quien les ha ofrecido su lado oscuro, frío e indiferente—, sea capaz de abrigar en su pecho un festivo fulgor y un calor suave que todo lo vuelve brillante y afable a sus ojos, mientras que quienes no le conocen creen que su existencia es un invierno polar que jamás ha alegrado el sol. El auténtico poeta no debe mover a compasión ni un ápice, y tiende a reírse por lo bajo cuando algún simpatizante desencaminado se lamenta de las injusticias que sufre. Incluso cuando le juzgan los utilitaristas y dictaminan que su arte y él son inútiles, escucha la sentencia con tan grande mofa, con un desdén tan enorme, profundo, general e implacable hacia los fariseos que pronuncian la sentencia, que más se le ha de reprender que compadecer. Éstas no son, empero, reflexiones del señor Yorke, y es de él de quien estamos hablando.

 

Te he contado algunos de sus defectos, lector; en cuanto a sus cualidades, era uno de los hombres más respetables y capaces de Yorkshire; incluso aquellos a quienes no gustaba se veían forzados a respetarle. Era muy querido por los pobres, porque se mostraba bueno y paternal con ellos. Con sus trabajadores era considerado y cordial: cuando los despedía de un trabajo, intentaba colocarlos en otro empleo, o, de ser esto imposible, los ayudaba a mudarse con sus familias a otro lugar donde pudieran hallar trabajo. Cabe señalar también que si, como ocurría a veces, cualquiera de sus «obreros» mostraba signos de insubordinación, Yorke —que, como muchos otros que aborrecen ser dominados, sabía cómo dominar con energía— conocía el secreto para aplastar la rebelión en su germen, para erradicarla como una mala hierba, para que no se extendiera ni desarrollara dentro de los límites de su autoridad. Siendo éste el feliz estado de sus propios asuntos, se creía con derecho a hablar con suma severidad de quienes se hallaban en distinta situación, a culparlos a ellos de todos los contratiempos que pudiera acarrearles su posición, a distanciarse de los amos y abogar libremente por la causa de los obreros.

La familia del señor Yorke era la primera y más antigua del distrito, y él, aunque no el hombre más rico, era uno de los más influyentes. Había tenido una buena educación; en su juventud, antes de la Revolución francesa, había viajado por el continente; hablaba perfectamente francés e italiano. Durante una estancia de dos años en Italia, había acumulado muchos y buenos cuadros y rarezas de exquisito gusto que ahora adornaban su residencia. Sus modales, cuando quería, eran los de un consumado caballero de la vieja escuela; su conversación, cuando estaba dispuesto a agradar, era singularmente interesante y original y, si solía expresarse en el dialecto de Yorkshire, era porque le daba la gana, porque prefería su rústico dialecto nativo a un vocabulario más refinado. «El acento gutural de Yorkshire —afirmaba— es mucho mejor que el silabeo cockney de Londres, igual que el bramido de un toro es mejor que el chillido de un ratón».

El señor Yorke conocía a todo el mundo y todo el mundo lo conocía en varios kilómetros a la redonda; sin embargo, sus amigos íntimos eran muy pocos. Siendo él una persona muy original, no le gustaba lo ordinario: podía aceptar un carácter vigoroso y recio, fuera de alta o de baja posición social; un personaje refinado e insípido, por muy elevado que fuera su estado, le producía aversión. En cualquier momento podía pasar una hora entera charlando libremente con un perspicaz obrero de los suyos, o con alguna extraña y sagaz anciana de las que tenía entre sus arrendatarios, pero se mostraría renuente a pasar un solo instante con un distinguido caballero como tantos otros, o con la dama más elegante, aunque frívola. Sus preferencias en esos aspectos las llevaba hasta el extremo, olvidando que pueden existir caracteres amables, e incluso admirables, entre quienes no pueden ser originales. No obstante, hacía excepciones a su propia regla: había cierta categoría de mentalidad, sencilla y cándida, que desdeñaba el refinamiento, que estaba desprovista casi de intelectualidad y que era totalmente incapaz de apreciar lo que había de intelectual en él, pero a la que, al mismo tiempo, no le repugnaba jamás su rudeza, no le hería fácilmente su sarcasmo, y no analizaba detenidamente lo que decía, hacía u opinaba; con ésta se sentía particularmente cómodo y, en consecuencia, la prefería particularmente. Entre tales personas, él era dueño y señor. Ellos, aunque se sometían implícitamente a su influencia, jamás reconocían su superioridad, porque jamás reflexionaban sobre ello; por lo tanto, eran absolutamente tolerantes, sin correr el menor riesgo de resultar serviles, y su insensibilidad inconsciente, natural y sin artificio era tan aceptable como la de la silla en la que se sentaba el señor Yorke o como el suelo que pisaba, porque a él le convenía.

Se habrá observado que no era totalmente antipático con el señor Moore; tenía dos o tres razones para sentir una cierta predilección por ese caballero. Puede que parezca extraño, pero la primera de ellas era que Moore hablaba inglés con acento extranjero y un francés de lo más puro, y que su rostro moreno y delgado, con sus bellos rasgos, aunque bastante estragados, tenía un aspecto absolutamente opuesto al británico y al de Yorkshire. Estos aspectos parecen frívolos y parece poco probable que influyeran en un carácter como el de Yorke, pero el hecho es que despertaban viejas, quizá gratas, asociaciones: le recordaban sus viajes, sus días juveniles. Había visto, en ciudades y paisajes italianos, rostros como el de Moore; había oído, en cafés y teatros parisinos, voces como la suya; entonces él era joven, y cuando miraba y escuchaba al extranjero le parecía volver a serlo.

En segundo lugar, había conocido al padre de Moore, había tenido tratos con él; éste era un vínculo más sustancial, aunque en absoluto más agradable, pues, habiendo realizado su empresa transacciones comerciales con la de Moore, también se había resentido, en cierta medida, de sus pérdidas.

En tercer lugar, en la persona de Robert había hallado un astuto hombre de negocios. Veía motivos para vaticinar que finalmente, por un medio u otro, Moore haría dinero, y respetaba tanto su determinación como su perspicacia, quizá también su dureza. Una cuarta circunstancia los unía: que el señor Yorke era uno de los tutores de la menor en cuya propiedad se hallaba ubicada la fábrica de Hollow; en consecuencia, en el curso de sus cambios y reformas, Moore había tenido ocasiones frecuentes de consultar con él.

En cuanto al otro invitado presente en el gabinete de Yorke, el señor Helstone, entre su anfitrión y él existía una doble antipatía: la del carácter y la de las circunstancias. El librepensador detestaba al formalista; el amante de la libertad detestaba al disciplinario; además, se decía que en otro tiempo habían sido pretendientes rivales de la misma dama.

Por lo general, del señor Yorke en su juventud se conocía su preferencia por las mujeres vivaces y enérgicas: una figura y un aspecto llamativos, un ingenio agudo y una lengua pronta parecían ser para él los mayores atractivos. Sin embargo, jamás había propuesto matrimonio a ninguna de aquellas brillantes beldades cuya compañía buscaba, y de repente se enamoró muy en serio de una joven que ofrecía un marcado contraste con aquellas a las que hasta entonces había prestado atención, y la cortejó apasionadamente. Era una joven con el rostro de una Madonna, una joven de mármol viviente, la serenidad personificada. No importaba que cuando le hablara ella le respondiera tan sólo con monosílabos; no importaba que sus suspiros no parecieran ser escuchados, que sus miradas no fueran devueltas, que no diera jamás la réplica a sus opiniones, que raras veces sonriera con sus bromas, que no le tomara en consideración ni le hiciera caso; no importaba que pareciera todo lo contrario a la feminidad que, durante toda su vida, se había sabido que admiraba; para él, Mary Cave era perfecta porque, por algún desconocido motivo —sin duda tenía un motivo—, la amaba.