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100 Clásicos de la Literatura

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Cada una de las víctimas recibió esos ataques a su manera: el señor Donne, con una pomposa suficiencia y una flema algo taciturna, único sostén de su dignidad, por lo demás maltrecha; el señor Sweeting, con la indiferencia de un carácter despreocupado y afable, que jamás pretendía poseer una dignidad que hubiera de mantener.

Cuando las burlas de Malone se volvieron demasiado ofensivas, lo que no tardó mucho en ocurrir, ambos aunaron sus esfuerzos para volver las tornas, preguntándole cuántos mozalbetes le habían gritado al pasar «¡Peter irlandés!» (el nombre de pila de Malone era Peter, el reverendo Peter Augustus Malone); quisieron que les informara de si era moda en Irlanda que los clérigos llevaran pistolas cargadas en el bolsillo y un garrote en la mano cuando hacían visitas pastorales; inquirieron el significado de palabras como vele, firrum, hellumo storrum (así pronunciaba Malone invariablemente vela, firme, timón y tormenta); y emplearon para desquitarse cuantos métodos les sugirió el innato refinamiento de su intelecto.

Esto, claro está, no sirvió de nada. Malone, que no tenía buen carácter ni era flemático, fue presa de un violento ataque de ira. Vociferó, gesticuló; Donne y Sweeting se rieron. Él los insultó llamándolos sajones y esnobs con el tono más alto de su aguda voz gaélica; ellos le echaron en cara haber nacido en una tierra conquistada. Él amenazó con rebelarse en nombre de su counthry y dio rienda suelta a su amargo odio al dominio inglés; ellos hablaron de andrajos, mendicidad y pestilencia. La salita se había convertido en un campo de batalla; hubiérase dicho que ante tantos y tan virulentos insultos, el duelo era inminente; parecía increíble que el señor y la señora Gale no se alarmaran por semejante alboroto y enviaran a buscar a un alguacil para que reinstaurara el orden. Pero estaban acostumbrados a tales manifestaciones; sabían muy bien que los coadjutores jamás comían ni tomaban el té sin un pequeño ejercicio de aquel género, y no temían en absoluto las consecuencias, sabiendo como sabían que aquellas disputas clericales eran tan inofensivas como ruidosas, que quedaban en agua de borrajas y que, cualesquiera que fueran las condiciones en que se despidieran los coadjutores por la noche, a la mañana siguiente volverían a ser con toda seguridad los mejores amigos del mundo.

Mientras la respetable pareja permanecía sentada frente al fuego del hogar en la cocina, escuchando el sonoro y repetido contacto del puño de Malone con la superficie de caoba de la mesa de la salita y los consiguientes golpes y tintineos de licoreras y vasos tras cada asalto, la risa burlona de los contendientes ingleses aliados y el tartamudeo de las protestas del aislado hibernés; mientras estaban así sentados, oyeron pasos en los peldaños de la puerta principal y la aldaba se estremeció con un fuerte golpe.

El señor Gale se dirigió a la puerta y la abrió.

—¿A quién tienen ustedes arriba, en la salita? —preguntó una voz, una voz peculiar, de tono nasal y pronunciación entrecortada.

—¡Oh!, señor Helstone, ¿es usted, señor? Apenas lo distingo en la oscuridad; ahora anochece tan pronto. ¿No quiere usted entrar, señor?

—Primero quiero saber si merece la pena entrar. ¿A quién tiene arriba?

—A los coadjutores, señor.

—¡Qué! ¿A todos?

—Sí, señor.

—¿Comiendo aquí?

—Sí, señor.

—Está bien.

Con estas palabras, entró una persona: un hombre de mediana edad vestido de negro. Atravesó la cocina directamente hacia la otra puerta, la abrió, inclinó la cabeza y se quedó a la escucha. Desde luego había qué escuchar, pues arriba el ruido era justamente entonces más fuerte que nunca.

—¡Eh! —exclamó para sí; luego, volviéndose hacia el señor Gale, añadió—: ¿Tienen ustedes que soportar este jaleo a menudo?

El señor Gale había sido mayordomo y se mostraba indulgente con el clero.

—Son jóvenes, ¿comprende, señor?, son jóvenes —dijo con tono de desaprobación.

—¡Jóvenes! Una buena vara es lo que necesitan. ¡Malos!, ¡malos! Si fuera usted un evangelista disidente en lugar de ser un hombre de la Iglesia como Dios manda, harían lo mismo: se pondrían en evidencia; pero yo…

A modo de conclusión de la frase, traspasó la puerta, la cerró tras él y subió la escalera. Una vez más se detuvo a escuchar unos minutos cuando llegó a la habitación de arriba. Entró sin avisar y se halló frente a los coadjutores.

Y éstos callaron; se quedaron paralizados, igual que el intruso. Él —un personaje corto de estatura, pero de porte erguido y con cabeza, ojos y pico de halcón sobre los anchos hombros, coronado todo ello por un Roboam, o sombrero de teja, que no consideró necesario alzar o quitarse en presencia de los que ante sí tenía— se cruzó de brazos y examinó a sus amigos —si tal eran— con toda tranquilidad.

—¡Cómo! —empezó, articulando las palabras con una voz que ya no era nasal sino grave, más que grave: una voz deliberadamente hueca y cavernosa—. ¡Cómo! ¿Se ha renovado el milagro de Pentecostés? ¿Han vuelto a descender las lenguas que se dividen? ¿Dónde están? Su sonido llenaba la casa entera hace apenas unos instantes. He oído las diecisiete lenguas en todo su esplendor: partos, medos y elamitas, los moradores de Mesopotamia, de Judea y de Capadocia, de Ponto y de Asia, los de Frigia, de Panfilia y de Egipto, los de la Libia, colindante con Cirene, y los que han venido de Roma, tanto judíos como prosélitos, los cretenses y los árabes; todos ellos debían de estar representados en esta habitación hace dos minutos.

—Le ruego que me perdone, señor Helstone —empezó diciendo el señor Donne—. Tome asiento, por favor, señor. ¿Quiere un vaso de vino?

Sus cortesías no recibieron respuesta; el halcón de la levita negra prosiguió:

—¿Qué digo yo del don de lenguas? ¡Menudo don! He equivocado el capítulo, el libro y el testamento: el Evangelio por la Ley, Hechos por el Génesis y la ciudad de Jerusalén por la llanura de Shinar. No era el don sino la confusión de las lenguas lo que se parloteaba y me ha dejado sordo como una tapia. ¿Apóstoles, ustedes? ¡Cómo!, ¿ustedes tres? Desde luego que no. Tres engreídos albañiles de Babel es lo que son, ¡ni más ni menos!

—Le aseguro, señor, que nos limitábamos a charlar bebiendo un vaso de vino después de una amigable comida, poniendo a los disidentes en su sitio.

—¡Oh! ¿Así que poniendo a los disidentes en su sitio? ¿Ponía Malone a los disidentes en su sitio? A mí me ha parecido más bien que ponía en su sitio a sus compañeros apóstoles. Se estaban peleando, haciendo casi tanto ruido, ustedes tres solos, como Moses Barraclough, el sastre predicador, y todos los que le escuchan allá abajo, en la capilla metodista, donde se hallan en el fragor de una asamblea evangelista. Yo sé quién tiene la culpa; la culpa es suya, Malone.

—¿Mía, señor?

—Suya, señor. Donne y Sweeting estaban tranquilos antes de que usted llegara, y tranquilos estarían si se marchara usted. Ojalá hubiera dejado atrás sus costumbres irlandesas cuando cruzó el canal. Los hábitos de un estudiante de Dublín no son apropiados aquí; las maneras que tal vez pasen desapercibidas en un pantano salvaje o en una zona montañosa de Connaught, harán recaer la deshonra en quienes las adopten en una parroquia inglesa decente y, peor aún, en la sagrada institución de la que son únicamente unos humildes apéndices.

Había cierta dignidad en la forma en que el menudo y anciano caballero reprendía a aquellos jóvenes, aunque no era, quizá, la dignidad más apropiada para la ocasión. El señor Helstone —más tieso que una vela—, con el rostro afilado de un milano y pese a su sombrero clerical, su levita negra y sus polainas, tenía más el aire de un veterano oficial reprendiendo a sus subalternos que el de un sacerdote venerable exhortando a sus hijos en la fe. La bondad evangélica, la benevolencia apostólica no parecían haber extendido su influencia sobre aquel afilado semblante moreno, pero la firmeza había fijado las facciones y la sagacidad había esculpido sus arrugas en torno a ellas.

—Me he encontrado con Supplehough —prosiguió—, que caminaba a marchas forzadas por el barro en esta noche lluviosa para ir a predicar a la iglesia rival de Milldean. Como les decía, he oído a Barraclough bramando en su conciliábulo de disidentes como un toro poseso; y a ustedes, caballeros, los encuentro perdiendo el tiempo con media pinta de oporto turbio y riñendo como viejas arpías. No es de extrañar que Supplehough haya sumergido en el agua a dieciséis adultos convertidos a su fe en un solo día, como ocurrió hace una quincena; no es de extrañar que Barraclough, que no es más que un pícaro y un hipócrita, atraiga a todas las tejedoras, con sus flores y sus cintas, para ser testigos de que sus nudillos son más fuertes que el borde de madera de su púlpito; como tampoco es de extrañar que demasiado a menudo, dejados de la mano, sin el respaldo de sus rectores, Hall y Boultby y yo mismo, celebren ustedes el oficio divino para las paredes desnudas de nuestra iglesia, y lean su pequeño y árido sermón para el sacristán, el organista y el bedel. Pero, basta ya de este asunto; he venido a ver a Malone; tengo un encargo para ti, ¡oh, capitán!

—¿Cuál? —inquirió Malone, descontento—, no puede haber ningún funeral a esta hora del día.

—¿Lleva usted armas encima?

—¿Armas, señor? Sí, y piernas —dijo, y enseñó los fuertes miembros.

—¡Bah! Me refiero a armas de fuego.

—Llevo las pistolas que me dio usted mismo; nunca me separo de ellas, las dejo amartilladas en una silla junto a mi cama por la noche. Llevo mi garrote.

—Muy bien. ¿Querrá ir a la fábrica de Hollow?

—¿Qué ocurre en la fábrica de Hollow?

—Todavía nada, ni ocurrirá quizá, pero Moore está solo allí, pues ha enviado a Stilbro a todos los obreros en los que puede confiar; únicamente han quedado con él dos mujeres. Sería una buena oportunidad para que alguno de sus amigos le hiciera una visita, sabiendo que tiene el camino despejado.

 

—No soy uno de sus amigos, señor; me trae sin cuidado.

—¡Vaya! Malone, tiene usted miedo.

—Ya sabe usted que no. Si realmente creyera que existe la posibilidad de que haya jaleo, iría, pero Moore es un hombre extraño y receloso al que nunca he conseguido entender, y no daría un solo paso por disfrutar de su compañía.

—Pero es que la posibilidad de que haya jaleo existe; aunque no se produzca un auténtico motín, de lo que ciertamente no veo señales, es improbable que la noche transcurra sin incidentes. Ya sabe usted que Moore ha decidido adquirir la nueva maquinaria y espera que esta noche lleguen de Stilbro dos carros cargados con telares y máquinas tundidoras. Scott, el capataz, y unos cuantos hombres escogidos han ido a buscarlos.

—Los traerán con toda seguridad y tranquilidad, señor.

—Eso dice Moore, y afirma que no necesita a nadie; sin embargo, alguien tendrá que ir, aunque sólo sea como testigo por si ocurriera algo. A mí me parece muy imprudente. Moore está en la oficina de contabilidad con las persianas abiertas; va por ahí de noche, se pasea por la hondonada, bajando por el camino de Fieldhead, entre las plantaciones, como si fuera estimado en la vecindad, o, dado que lo detestan, como si fuera el «favorito de la fortuna», como dicen en los cuentos. No le ha servido de lección el destino de Pearson ni el de Armitage, muertos a tiros, uno en su propia casa y el otro en el páramo.

—Pero debería servirle de lección, señor, y también hacerle tomar precauciones —intervino el señor Sweeting—, y creo que las habría tomado si hubiera oído lo mismo que yo oí el otro día.

—¿Qué oyó usted, Davy?

—¿Conoce usted a Mike Hartley, señor?

—¿El tejedor antinomista?

—Después de varias semanas seguidas sin parar de beber, Mike suele acabar visitando la vicaría de Nunnely para decirle al señor Hall lo que opina sobre sus sermones, denuncia la horrible tendencia de su doctrina sobre las obras, y le advierte de que tanto él como los que le escuchan se hallan sumidos en las tinieblas.

—Bueno, eso no tiene nada que ver con Moore.

—Además de ser antinomista, es un jacobino radical.

—Lo sé. Cuando está muy borracho, no hace más que darle vueltas a la idea del regicidio. Mike no está familiarizado con la historia y es muy gracioso oírle repasar la lista de tiranos de los que, como dice él, «la venganza de la sangre ha obtenido satisfacción». El hombre siente un extraño regocijo ante el asesinato de testas coronadas, o cualquier otra cabeza que acabe rodando por motivos políticos. Ya he oído insinuar que parece tener una extraña fijación con Moore; ¿es a eso a lo que se refiere, Sweeting?

—Ha utilizado usted la palabra precisa, señor. El señor Hall cree que Mike no siente un odio personal hacia Moore; Mike afirma incluso que le gusta hablar con él e irle detrás, pero tiene la fijación de que con Moore debería darse un ejemplo. El otro día lo ensalzaba ante el señor Hall como el industrial con más cerebro de Yorkshire, y por esa razón afirma que Moore debería ser elegido como víctima del sacrificio, como ofrenda de dulce sabor. ¿Cree usted que Mike Hartley está en su sano juicio, señor? —inquirió Sweeting con sencillez.

—No lo sé, Davy; puede que esté loco o puede que sólo sea astuto, o quizá un poco de ambas cosas.

—Afirma haber visto visiones, señor.

—¡Sí! Es todo un Ezequiel o un Daniel de las visiones. El viernes pasado por la noche vino cuando estaba a punto de acostarme para contarme una visión que le había sido revelada en Nunnely Park aquella misma tarde.

—Diga, señor, ¿qué era? —pidió Sweeting.

—Davy, tiene usted un enorme órgano del asombro en el cráneo. Malone, en cambio, no tiene ninguno; ni los asesinatos ni las visiones le interesan. Vean, en este momento parece un Saf inexpresivo.

—¿Saf? ¿Quién era Saf, señor?

—Imaginaba que no lo sabrían; pueden buscarlo: es un personaje bíblico. No sé nada más de él que su nombre y su raza, pero desde que era sólo un muchacho le he atribuido siempre una personalidad determinada. Pueden estar seguros de que era honrado, corpulento e infortunado; halló su fin en Gob a manos de Sobocay.

—Pero ¿y la visión, señor?

—Davy, tú la oirás. Donne se muerde las uñas y Malone bosteza, de modo que sólo a ti te la contaré. Mike no tiene trabajo, como muchos otros, desgraciadamente. El señor Grame, el administrador de sir Philip Nunnely, le dio un empleo en el priorato. Según contó Mike, estaba ocupado levantando una cerca a última hora de la tarde, antes de que anocheciera, cuando oyó a lo lejos lo que le pareció una banda: bugles, pífanos y el sonido de una trompeta; procedía del bosque y le extrañó oír música allí. Alzó la vista: entre los árboles vio objetos que se movían, rojos como amapolas o blancos como flores del espino; el bosque estaba lleno de aquellos objetos, que salieron y ocuparon el parque. Vio entonces que eran soldados, miles y miles de ellos, pero no hacían más ruido que un enjambre de moscas enanas en una noche estival. Se colocaron en formación, afirmó, y marcharon, un regimiento tras otro, por el parque; él los siguió hasta Nunnely Common; la música seguía sonando suave y distante. Al llegar al ejido, vio que ejecutaban una serie de ejercicios; un hombre vestido de escarlata los dirigía desde el centro; según dijo, se desplegaron a lo largo de más de cincuenta acres. Estuvieron a la vista durante media hora, luego se marcharon en completo silencio; durante todo ese tiempo, no oyó voz alguna ni ruido de pasos, nada salvo la suave música de una marcha militar.

—¿Hacia dónde fueron, señor?

—Hacia Briarfield. Mike los siguió; al parecer pasaban por Fieldhead cuando una columna de humo, como la que podría vomitar todo un parque de artillería, se extendió silenciosa sobre los campos, el camino y el ejido, y llegó, dijo él, azul y tenue, hasta sus mismos pies. Cuando se dispersó, buscó a los soldados, pero se habían desvanecido; no los vio más. Mike, que es un sabio Daniel, no sólo me describió la visión, sino que le dio la interpretación siguiente: significa, anunció, que habrá derramamiento de sangre y conflicto civil.

—¿Le da usted crédito, señor? —preguntó Sweeting.

—¿Y usted, Davy? Pero, a ver, Malone, ¿por qué no se ha ido ya?

—Estoy sorprendido, señor, de que no se quedara con Moore usted en persona; a usted le gustan ese tipo de cosas.

—Eso debería haber hecho, de no haber sido porque, desgraciadamente, había invitado a Boultby a cenar conmigo después de la asamblea de la Sociedad Bíblica de Nunnely. Prometí enviarlo a usted en mi lugar, cosa, por cierto, que no me agradeció; habría preferido tenerme a mí, Peter. Si realmente fuera necesaria mi ayuda, iría a reunirme con ustedes; el silbato de la fábrica me daría el aviso. Mientras tanto, vaya usted, a menos —se volvió de repente hacia los señores Sweeting y Donne—, a menos que prefieran ir Davy Sweeting o Joseph Donne. ¿Qué dicen ustedes, caballeros? Se trata de una misión honorable, no exenta del aderezo de un poco de peligro real, pues el país se halla en estado de agitación, como todos saben, y Moore y su fábrica y su maquinaria son bastante odiados. Bajo esos chalecos suyos hay sentimientos caballerescos, hay un coraje que palpita con fuerza, no lo dudo. Quizá me muestre demasiado parcial hacia mi favorito, Peter; el pequeño David será el campeón, o el intachable Joseph. Malone, no es usted más que un Saúl grande y torpe, al fin y al cabo, bueno únicamente para prestar su armadura. Saque las pistolas, coja su garrote; está ahí, en el rincón.

Malone sacó sus pistolas con una sonrisa significativa, y se las ofreció a sus hermanos, que no se apresuraron a cogerlas: con cortés modestia, ambos caballeros retrocedieron un paso ante las armas que les ofrecían.

—Jamás las he tocado; jamás he tocado nada parecido —dijo el señor Donne.

—Prácticamente soy un desconocido para el señor Moore —musitó Sweeting.

—Si jamás ha tocado una pistola, pruebe a tocarla ahora, gran sátrapa de Egipto. En cuanto al pequeño juglar, seguramente prefiere enfrentarse con los filisteos sin más armas que su flauta. Vaya a por sus sombreros, Peter; irán los dos.

—No, señor. No, señor Helstone, a mi madre no le gustaría —dijo Sweeting, implorante.

—Y yo tengo por norma no mezclarme nunca en asuntos de índole semejante —señaló Donne.

Helstone sonrió sarcásticamente. Malone soltó una risotada; volvió a guardarse entonces las pistolas, cogió sombrero y garrote y, afirmando que jamás se había sentido más entonado para una pelea en toda su vida, y que esperaba que una veintena de aprestadores asaltaran el domicilio de Moore esa noche, se fue, bajando la escalera en un par de zancadas. Toda la casa tembló cuando cerró de golpe la puerta principal.

CAPÍTULO II

LOS CARROS

Era noche cerrada: grises nubes tormentosas apagaban estrellas y luna; grises habrían sido de día, de noche parecían negras. Malone no era un hombre dado a la atenta observación de la Naturaleza, cuyos cambios le pasaban, en su mayor parte, desapercibidos; podía caminar durante kilómetros en un día de abril de lo más variable y no ver en ningún momento el hermoso jugueteo entre la tierra y los cielos, no percibir jamás cuándo un rayo de sol besaba las cimas de las colinas, arrancándoles una clara sonrisa bajo la verde luz, ni cuándo las barría la lluvia, ocultando sus crestas entre la suelta y desordenada cabellera de una nube. Así pues, no se molestó en comparar el cielo tal como aparecía entonces —una bóveda embozada y chorreante, toda negra salvo hacia el este, donde los hornos de las fundiciones de Stilbro arrojaban un resplandor lívido y trémulo en el horizonte— con ese mismo cielo de una noche de helada y sin nubes. No se molestó en preguntarse adonde habían ido planetas y constelaciones, ni en lamentarse por la serenidad «negroazulada» del aire-océano tachonado de esas blancas isletas bajo el que otro océano, de un elemento más denso y pesado, se ondulaba y ocultaba. Se limitó a seguir su camino obstinadamente, inclinándose un poco mientras caminaba y llevando el sombrero en la coronilla, lo cual constituía uno de sus hábitos irlandeses. Avanzaba con dificultad por la carretera empedrada, donde el camino se envanecía del privilegio de tal comodidad; caminaba chapoteando por las roderas llenas de barro, donde el empedrado era sustituido por un lodo blanduzco. No buscaba más que ciertos puntos de referencia: la aguja de la iglesia de Briarfield; más adelante, las luces de Redhouse. Se trataba de una posada y, cuando llegó a ella, el resplandor del fuego a través de una ventana con la cortina a medio correr y la visión de vasos sobre una mesa redonda y de unos juerguistas en un banco de roble estuvo a punto de apartar al coadjutor de su camino. Pensó con afán en un vaso de whisky con agua; en otro lugar habría hecho realidad ese sueño inmediatamente, pero el grupo reunido en aquella cocina estaba formado por feligreses del señor Helstone; todos le conocían. Suspiró y pasó de largo.

Debía abandonar la carretera en aquel punto, puesto que la distancia que le quedaba por recorrer hasta la fábrica de Hollow podía reducirse considerablemente atajando campo a través. Los campos eran llanos y monótonos; Malone siguió una ruta que los atravesaba directamente, saltando setos y muros. No pasó más que por un edificio, que parecía grande y tenía aires de casa solariega, aunque irregular: podía verse un alto gablete, luego un denso montón de elevadas chimeneas; detrás había unos cuantos árboles. Estaba a oscuras, ni una sola bujía brillaba en las ventanas; estaba sumida en un completo silencio: la lluvia que discurría por los canalones y el silbido del viento, violento pero bajo, alrededor de las chimeneas y entre las ramas eran lo único que se oía en torno a la casa.

Pasado este edificio, los campos, llanos hasta entonces, descendían en rápida pendiente; era evidente que acababan en un valle, por el que se oía correr el agua. Una luz brillaba al final de la pendiente: hacia aquel faro se desvió Malone.

Llegó a una casita blanca —se veía que era blanca incluso en medio de aquella densa oscuridad— y llamó a la puerta. La abrió una criada de tez rubicunda; la bujía que llevaba iluminó un estrecho pasillo que terminaba en una escalera angosta. Dos puertas tapizadas de bayeta de color carmesí y la alfombra carmesí que cubría la escalera contrastaban con las paredes de color claro y el suelo blanco; daban al pequeño interior un aspecto limpio y fresco.

 

—El señor Moore está, supongo.

—Sí, señor, pero no en la casa.

—¡No está en la casa! ¿Dónde está entonces?

—En la fábrica, en la oficina de contabilidad.

En aquel momento se abrió una de las puertas de color carmesí.

—¿Han llegado los carros, Sarah? —preguntó una voz femenina, y al mismo tiempo apareció una cabeza de mujer. Puede que no fuera la cabeza de una diosa (de hecho, los papeles de rizar envueltos que llevaba en ambas sienes impedían completamente hacer tal suposición), pero tampoco era la cabeza de una Gorgona. Sin embargo, Malone pareció verla bajo esta última forma. Con toda su corpulencia, retrocedió tímidamente bajo la lluvia ante aquella visión y, diciendo: «Voy a buscarlo», recorrió presuroso un corto camino, visiblemente turbado, y atravesó un oscuro patio en dirección a una enorme fábrica negra.

La jornada laboral había concluido; la «mano de obra» se había marchado ya; la maquinaria se hallaba en reposo; la fábrica estaba cerrada. Malone rodeó el edificio; en algún lugar de su gran pared lateral ennegrecida halló otro resquicio de luz; llamó a otra puerta, utilizando para tal fin el grueso extremo de su garrote, con el que dio una vigorosa sucesión de golpes. Una llave giró; la puerta se abrió.

—¿Eres Joe Scott? ¿Qué noticias hay de los carros, Joe?

—No… soy yo. Me envía el señor Helstone.

—¡Oh! Señor Malone. —La voz sonó con otra levísima cadencia de decepción al pronunciar ese nombre. Tras unos instantes de pausa, continuó, cortésmente, pero con cierta formalidad—: Pase, señor Malone, se lo ruego. Lamento extraordinariamente que el señor Helstone haya creído necesario molestarle enviándole tan lejos; no había necesidad alguna. Se lo he dicho, y en una noche como ésta… pero entre.

Malone siguió al que hablaba por una oscura estancia, donde nada se distinguía, hasta una habitación interior clara e iluminada; muy clara e iluminada parecía en verdad a los ojos que durante una hora se habían esforzado por penetrar la doble oscuridad de la noche y la niebla; pero, excepto por su excelente fuego y un quinqué encendido de elegante diseño y brillante cerámica vidriada que había sobre una mesa, era un lugar realmente sencillo. No había alfombras en el suelo entarimado; las tres o cuatro sillas de respaldo alto pintadas de verde parecían haber amueblado en otro tiempo la cocina de alguna granja; una mesa de fuerte y sólida estructura, la mesa antes mencionada, y unas cuantas hojas enmarcadas en las paredes de color pétreo que representaban planos de edificación y ajardinamiento, diseños de maquinaria, etcétera, completaban el mobiliario de la pieza.

Pese a su sencillez, el aposento pareció satisfacer a Malone, quien, una vez se despojó y colgó su levita y su sombrero mojados, acercó a la chimenea una de las sillas de aspecto reumático y se sentó con las rodillas casi pegadas a las barras de la rejilla roja.

—Un lugar muy acogedor tiene usted aquí, señor Moore, perfecto para usted.

—Sí, pero mi hermana se alegraría de verle, si prefiere usted entrar en la casa.

—¡Oh, no! Las señoras están mejor solas. Nunca he sido un hombre que andara entre mujeres. ¿No me confundirá usted con mi amigo Sweeting, señor Moore?

—¡Sweeting! ¿Cuál de ellos es? ¿El caballero de la levita de color chocolate o el caballero menudo?

—El menudo, el de Nunnely. El caballero andante de las señoritas Sykes, de las que él está enamorado, de las seis a la vez, ¡ja!, ¡ja!

—En su caso, mejor que esté enamorado de todas en general que de una en particular, creo yo.

—Pero es que está enamorado de una en particular, pues cuando Donne y yo le instamos a que eligiera una entre el grupo de mujeres, nombró… ¿a quién cree usted?

—A Dora, por supuesto, o a Harriet —respondió el señor Moore con una sonrisa extraña y tranquila.

—¡Ja!, ¡ja!, es usted un excelente adivino, pero ¿qué le ha hecho pensar en esas dos?

—Que son las más altas y las más hermosas, y Dora, al menos, es la más corpulenta y, teniendo en cuenta que el señor Sweeting es bajo y de complexión menuda, he deducido que, según una regla frecuente en estos casos, prefirió su contrario.

—Está usted en lo cierto; es Dora. Pero no tiene posibilidades, ¿verdad, Moore?

—¿De qué dispone el señor Sweeting aparte de su coadjutoría?

La pregunta pareció divertir a Malone extraordinariamente; se carcajeó durante tres minutos enteros antes de responderla.

—¿De qué dispone Sweeting? Pues de su arpa, o de su flauta, que viene a ser lo mismo. Tiene una especie de reloj de imitación; ídem con un anillo; ídem con un monóculo; eso es todo.

—¿Cómo se propondría pagar siquiera lo que la señorita Sykes gasta en vestidos?

—¡Ja!, ¡ja! ¡Excelente! Se lo preguntaré la próxima vez que lo vea. Me mofaré de su presunción. Pero sin duda espera que el viejo Christopher Sykes se muestre generoso. Es rico, ¿no? Viven en una gran casa.

—Sykes tiene numerosos intereses.

—Por lo tanto debe de ser rico, ¿eh?

—Por lo tanto debe de tener muchas cosas en las que emplear su dinero, y en estos tiempos es tan probable que piense en retirar dinero de sus negocios para dotar a sus hijas como que yo sueñe con tirar mi casa para construir sobre sus ruinas una mansión tan grande como Fieldhead.

—¿Sabe qué oí el otro día, Moore?

—No, quizá que estaba a punto de efectuar ese cambio. Sus chismosos de Briarfield son capaces de decir eso y tonterías mayores.

—Que iba a alquilar usted Fieldhead. A propósito, me ha parecido un lugar deprimente cuando he pasado por delante de él esta noche. Y que su intención es instalar allí a una de las señoritas Sykes como dueña y señora; que se casa, en resumidas cuentas, ¡ja!, ¡ja! Bueno, ¿cuál es? Dora, estoy seguro; ha dicho usted que era la más hermosa.

—¡Me pregunto cuántas veces se habrá dado por sentado que iba a casarme desde que llegué a Briarfield! Me han emparejado por turnos con todas las solteras casaderas de las cercanías. Fueron las dos señoritas Wynn, primero la morena y luego la rubia. Fue la pelirroja señorita Armitage, luego la madura Ann Pearson; ahora echa usted sobre mis hombros a toda la tribu de señoritas Sykes. En qué se basan tales rumores, sólo Dios lo sabe. Yo no visito a nadie; busco la compañía femenina más o menos con la misma asiduidad que usted, señor Malone. Si alguna vez voy a Whinbury, es sólo para ver a Sykes o a Pearson en sus oficinas, donde nuestras conversaciones giran sobre temas distintos al matrimonio y nuestros pensamientos están ocupados en cosas bien diferentes de cortejos, noviazgos y dotes: la tela que no podemos vender, los obreros que no podemos emplear, las fábricas que no podemos dirigir, el adverso curso de los acontecimientos que por lo general no podemos alterar; creo que estos asuntos llenan por el momento nuestros corazones, con la casi completa exclusión de invenciones tales como el galanteo, etcétera.

—Estoy totalmente de acuerdo con usted, Moore. Si hay una idea que odie más que ninguna otra es la del matrimonio. Me refiero al matrimonio en el sentido vulgar y blando de la palabra, como una mera cuestión de sentimientos: dos estúpidos miserables que acuerdan unir su indigencia por un fantástico vínculo sentimental. ¡Bobadas! Pero una relación ventajosa como la que puede formarse en consonancia con dignidad de puntos de vista y continuidad de intereses sólidos no está tan mal, ¿eh?