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100 Clásicos de la Literatura

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Estaba muy seria, muy seria sintiendo aquellos impulsos de gratitud y tomando aquellas decisiones, y sin embargo en aquellos mismos momentos no podía evitar reírse. Era forzoso reírse de aquel desenlace. ¡Qué final para todas aquellas tribulaciones suyas de cinco semanas atrás! ¡Qué corazón el de Harriet, Santo Dios!

Ahora le ilusionaba pensar en su regreso... todo le producía ilusión. Sentía gran ilusión por conocer a Robert Martin.

Una de las cosas que ahora contribuían a su felicidad era pensar que pronto no tendría que ocultar nada al señor Knightley. Pronto podrían terminar todas aquellas cosas que tanto odiaba; los disimulos, los equívocos, los misterios. En el futuro podría tener en él una confianza plena, perfecta, que por su manera de ser consideraba como un deber.

Así pues, alegre y feliz como nunca se puso en camino en compañía de su padre; no siempre escuchándole, pero siempre dándole la razón a todo lo que decía; y ya fuera en silencio ya hablando, aceptando la grata convicción que tenía su padre de que estaba obligado a ir a Randalls todos los días, ya que de lo contrarío la pobre señora Weston tendría una desilusión.

Llegaron por fin... La señora Weston estaba sola en la sala de estar; pero cuando apenas había recibido las últimas noticias sobre la niña y se dio las gracias al señor Woodhouse por la molestia que se había tomado, agradecimiento que él reclamó, a través de los postigos se divisaron dos siluetas que pasaban cerca de la ventana.

-Son Frank y la señorita Fairfax -dijo la señora Weston-. Ahora mismo iba a decirles que esta mañana hemos tenido la agradable sorpresa de verle llegar. Se quedará hasta mañana y ha convencido a la señorita Fairfax para que pase el día con nosotros... Creo que van a entrar.

Al cabo de medio minuto entraban en la sala. Emma se alegró mucho de volver a verle, pero ambos quedaron un poco confusos... Por las dos partes había demasiados recuerdos embarazosos. Se estrecharon las manos sonriendo, pero con una turbación que al principio les impidió ser muy locuaces; todos volvieron a sentarse y durante unos momentos hubo un silencio tal que Emma empezó a dudar de que el deseo que había tenido durante tantos días de volver a ver a Frank Churchill y de verle en compañía de Jane le procurara algún placer. Pero cuando se les unió el señor Weston y trajeron a la niña, no faltaron ni temas de conversación ni alegría... y Frank Churchill tuvo el valor y la ocasión de acercarse a ella y decirle:

-Señorita Woodhouse, tengo que darle las gracias por unas cariñosas frases de perdón que me transmitió la señora Weston en una de sus cartas... confío que el tiempo que ha transcurrido no la ha hecho menos benevolente. Confío en que no se retracte usted de lo que dijo entonces.

-No, desde luego -exclamó Emma contentísima de que se rompiera el hielo-, en absoluto. Me alegro mucho de verle y de saludarle... y de felicitarle personalmente.

Él le dio las gracias de todo corazón y durante un rato siguió hablando muy seriamente acerca de su gratitud y de su felicidad.

-¿Verdad que tiene buen aspecto? -dijo volviendo los ojos hacia Jane-. Mejor del que solía tener, ¿verdad? Ya ve cómo la miman mi padre y la señora Weston.

Pero no tardó en mostrarse más alegre, y con la risa en los ojos después de mencionar el esperado regreso de los Campbell citó el nombre de Dixon...

Emma se ruborizó y le prohibió que volviese a pronunciar aquel nombre delante de ella.

-No puedo pensar en todo aquello sin sentirme muy avergonzada -dijo.

-La vergüenza -contestó él- es toda para mí, o debería serlo. Pero ¿es posible que no tuviera usted ninguna sospecha? Me refiero a los últimos tiempos. Al principio ya sé que no sospechaba nada.

-Le aseguro que nunca tuve ni la menor sospecha.

-Pues la verdad es que me deja sorprendido. En cierta ocasión estuve casi a punto... y ojalá lo hubiera hecho... hubiese sido mejor. Pero aunque estaba continuamente portándome mal, me portaba mal de un modo indigno y que no me reportaba ningún beneficio... Hubiese sido una transgresión más tolerable el que yo le hubiese revelado el secreto y se lo hubiese dicho todo.

-Ahora ya no vale la pena de lamentarlo -dijo Emma.

-Tengo esperanzas -siguió él- de poder convencer a mi tío para que venga a Randalls; quiere que le presente a Jane. Cuando hayan vuelto los Campbell nos reuniremos todos en Londres y espero que sigamos allí hasta que podamos llevárnosla al norte... pero ahora estoy tan lejos de ella... ¿Verdad que es penoso señorita Woodhouse? Hasta esta mañana no nos habíamos visto desde el día de la reconciliación. ¿No me compadece?

Emma le expresó su compasión en términos tan efusivos que el joven en un súbito exceso de alegría exclamó:

-¡Ah, a propósito! -Y entonces bajó la voz y se puso serio por un momento-. Espero que el señor Knightley siga bien.

Hizo una pausa... ella se ruborizó y se echó a reír.

-Ya sé -dijo- que leyó mi carta y supongo que recuerda el deseo que formulé para usted. Permita que ahora sea yo quien la felicite... le aseguro que al recibir la noticia he sentido un gran interés y una inmensa satisfacción... es un hombre de quien nunca se podrá decir que se le elogia demasiado.

Emma estaba encantada y sólo deseaba que él siguiese por aquel camino; pero al cabo de un momento el joven volvía a sus asuntos y a su Jane. Y las palabras siguientes fueron:

-¿Ha visto usted alguna vez una tez igual? Esa suavidad, esa delicadeza... y sin embargo no puede decirse que sea realmente bella... no puede llamársele bella. Es una clase de belleza especial, con esas pestañas y ese pelo tan negro... Un tipo de belleza tan peculiar... Y tan distinguida... Tiene el color preciso para que pueda llamársele bella.

-Siempre la he admirado -replicó Emma intencionadamente-; pero si no recuerdo mal hubo un tiempo en que usted consideraba su palidez como un defecto... la primera vez que hablamos de ella. ¿Ya lo ha olvidado?

-¡Oh, no! ¡Qué desvergonzado fui! ¿Cómo pude atreverme...?

Pero se reía de tan buena gana al recordarlo que Emma no pudo por menos que decir:

-Sospecho que en medio de todos los conflictos que tenía usted por entonces se divertía mucho jugando con todos nosotros... Estoy segura de que era así...

estoy segura de que eso le servía de consuelo.

-Oh, no, no... ¿Cómo puede creerme capaz de una cosa así? ¡Yo era el hombre más desgraciado del mundo!

-No tan desgraciado como para ser insensible a la risa. Estoy segura de que se divertía usted mucho pensando que nos estaba engañando a todos... y tal vez si tengo esta sospecha es porque, para serle franca, me parece que si yo hubiese estado en su misma situación también lo hubiera encontrado divertido. Veo que hay un cierto parecido en nosotros.

Él le hizo una leve reverencia.

-Si no en nuestros caracteres -añadió en seguida con un aire de hablar en serio-, sí en nuestro destino; ese destino que nos llevará a casarnos con dos personas que están tan por encima de nosotros.

-Cierto, tiene toda la razón -replicó él apasionadamente-. No, no es verdad por lo que respecta a usted. No hay nadie que pueda estar por encima de usted, pero en cuanto a mí sí es cierto... ella es un verdadero ángel. Mírela. ¿No es un verdadero ángel en todos sus gestos? Fíjese en la curva del cuello, fíjese en sus ojos ahora que está mirando a mi padre... Sé que se alegrará usted de saber -inclinándose hacia ella y bajando la voz muy serio- que mi tío piensa darle todas las joyas de mi tía. Las haremos engarzar de nuevo. Estoy decidido a que algunas de ellas sean para una diadema. ¿Verdad que le sentará bien con un cabello tan negro?

-Le sentará de maravilla -replicó Emma.

Y se expresó con tanto entusiasmo que él, lleno de gratitud, exclamó:

-¡Qué contento estoy de volverla a ver! ¡Y de ver que tiene tan buen aspecto! Por nada del mundo me hubiese querido perder este encuentro. Desde luego si no hubiera venido usted yo hubiera ido a visitarla a Hartfield.

Los demás habían estado hablando de la niña, ya que la señora Weston les había contado que habían tenido un pequeño susto puesto que la noche anterior la pequeña se había sentido indispuesta. Ella creía que había exagerado, pero había tenido un susto y había estado casi a punto de mandar llamar al señor Perry. Quizá debiera avergonzarse, pero el señor Weston había estado tan intranquilo como ella. Sin embargo, al cabo de diez minutos la niña había vuelto a encontrarse completamente bien; esto fue lo que contó; quien se mostró más interesado fue el señor Woodhouse, quien le recomendó que se acordara siempre de Perry y que le mandara llamar, y que sólo lamentaba que no lo hubiese hecho.

-Cuando la niña no se encuentre bien del todo, aunque parezca que no sea casi nada y aunque sólo sea por un momento, no deje de llamar siempre a Perry. Uno nunca se asusta demasiado pronto ni llama demasiado a menudo a Perry. Quizás ha sido una lástima que no viniera ayer por la noche; ahora la niña parece estar muy bien, pero hay que tener en cuenta que si Perry la hubiera visto probablemente se encontraría mejor.

Frank Churchill recogió el nombre.

-¡Perry! -dijo a Emma, intentando que mientras hablaba su mirada se cruzase con la de la señorita Fairfax-. ¡Mi amigo el señor Perry! ¿Qué están diciendo del señor Perry? ¿Ha venido esta mañana? ¿Iba a caballo o en coche? ¿Ya se ha comprado el coche?

Emma recordó en seguida y le comprendió; y mientras unía sus risas a las suyas creyó advertir por la actitud de Jane que ella también le había oído, aunque intentaba parecer sorda.

-¡Qué sueño más raro tuve aquella vez! -exclamó-. Cada vez que me acuerdo de aquello no puedo por menos de reírme... Nos oye, nos oye, señorita Woodhouse. Se lo noto en la mejilla, en la sonrisa, en su intento inútil de fruncir el ceño. Mírela. ¿No ve que en este instante tiene ante los ojos aquel trozo de su carta en el que me lo contó...? ¿No ve que está pensando en aquella torpeza mía que no puede prestar atención a nada más aunque finja escuchar a los otros?

 

Por un momento Jane se vio obligada a sonreír abiertamente; y aún seguía sonriendo en parte cuando se volvió hacía él y le dijo en voz baja pero llena de convicción y de firmeza:

-¡No comprendo cómo puedes sacar a relucir esas cosas! A veces tendremos que recordarlas aun a pesar nuestro... ¡Pero que seas capaz de complacerte recordándolas!

Él contestó aduciendo muchos argumentos en su defensa, todos muy hábiles, pero Emma se inclinaba a dar la razón a Jane; y al irse de Randalls y al comparar como era natural aquellos dos hombres, comprendió que a pesar de que se había alegrado mucho de volver a ver a Frank Churchill y de que sentía por él una gran amistad, nunca se había dado tanta cuenta de lo superior que era el señor Knightiey. Y la felicidad de aquel felicísimo día se completó con la satisfactoria comprobación de las cualidades de éste que aquella comparación le había sugerido.

CAPÍTULO LV

Si en algunos momentos Emma aún se sentía inquieta por Harriet, si no dejaba de tener dudas de que le hubiera sido posible llegar a olvidar su amor por el señor Knightley y aceptar a otro hombre con un sincero afecto, no tardó mucho tiempo en verse libre de esta incertidumbre. Al cabo de unos pocos días llegó la familia de Londres, y apenas tuvo ocasión de pasar una hora a solas con Harriet quedó completamente convencida, a pesar de que le parecía inverosímil, de que Robert Martin había suplantado por entero al señor Knightley, y de que su amiga acariciaba ahora de nuevo todos sus sueños de felicidad.

Harriet estaba un poco temerosa... Al principio parecía un tanto abatida; pero una vez hubo reconocido que había sido presuntuosa y necia y que se había estado engañando a sí misma, su zozobra y su turbación se esfumaron junto con sus palabras, dejándola sin ninguna inquietud por el pasado y exultante de esperanza por el presente y el porvenir; porque, dado que en lo relativo a la aprobación de su amiga, Emma había disipado al momento todos sus temores al recibirla dándole su más franca enhorabuena, Harriet se sentía feliz relatando todos los detalles del día que estuvieron en el Astley y de la cena del día siguiente; se demoraba en la narración con el mayor de los placeres. Pero ¿qué demostraban aquellos detalles? El hecho era que, como Emma podía ahora confesar a Harriet, siempre le había gustado Robert Martin; y el hecho de que él hubiera seguido amándole había sido decisivo... Todo lo demás resultaba incomprensible para Emma.

Sin embargo sólo había motivos para alegrarse de aquel noviazgo y cada día que pasaba le daba nuevas razones para creerlo así... Los padres de la joven se dieron a conocer. Resultó ser la hija de un comerciante lo suficientemente rico para asegurarle la vida holgada que había llevado hasta entonces, y lo suficientemente honorable para haber querido siempre ocultar su nacimiento...

Llevaba, pues, en sus venas sangre de personas distinguidas como Emma tiempo atrás había supuesto... Probablemente sería una sangre tan noble como la de muchos caballeros; pero ¡qué boda le había estado preparando al señor Knightley! ¡O a los Churchill... o incluso al señor Elton...! La mancha de ilegitimidad que no podía lavar ni la nobleza ni la fortuna hubiera seguido siendo a pesar de todo una mancha.

El padre no puso ningún obstáculo; el joven fue tratado con toda liberalidad; y todo fue como debía ser; y cuando Emma conoció a Robert Martin, a quien por fin presentaron en Hartfield, reconoció en él todas las cualidades de buen criterio y de valía que eran las más deseables para su amiga. No tenía la menor duda de que Harriet sería feliz con cualquier hombre de buen carácter; pero con él y en el hogar que le ofrecía podía esperarse más, una seguridad, una estabilidad y una mejora en todos los órdenes. Harriet se vería situada en medio de los que la querían y que tenían más sentido común que ella; lo suficientemente apartada de la sociedad para sentirse segura, y lo suficientemente atareada para sentirse alegre. Nunca podría caer en la tentación. Ni tendría oportunidad de ir a buscarla. Sería respetada y feliz; y Emma admitía que era el ser más feliz del mundo por haber despertado en un hombre como aquél un afecto tan sólido y perseverante; o si no la más feliz del mundo, la segunda en felicidad después de ella.

A Harriet, ligada como era natural por sus nuevos compromisos con los Martin, cada vez se la veía menos por Hartfield, lo cual no era de lamentar... la intimidad entre ella y Emma debía decaer; su amistad debía convertirse en una especie de mutuo afecto más sosegado; y afortunadamente lo que hubiese sido más deseable y que debía ocurrir empezaba ya a insinuarse de un modo paulatino y espontáneo.

Antes de terminar setiembre Emma asistió a la boda de Harriet y vio cómo concedía su mano a Robert Martin con una satisfacción tan completa que ningún recuerdo ni siquiera los relacionados con el señor Elton a quien en aquel momento tenían delante, podía llegar a empañar... La verdad es que entonces no veía al señor Elton sino al clérigo cuya bendición desde el altar no debía de tardar en caer sobre ella misma... Robert Martin y Harriet Smith, la última de las tres parejas que se habían prometido había sido la primera en casarse.

Jane Fairfax ya había abandonado Highbury, y había vuelto a las comodidades de su amada casa con los Campbell... Los dos señores Churchill también estaban en Londres; y sólo esperaban a que llegase el mes de noviembre.

Octubre había sido el mes que Emma y el señor Knightley se habían atrevido a señalar para su boda... Habían decidido que ésta se celebrase mientras John e Isabella estuvieran todavía en Hartfield con objeto de poder hacer un viaje de dos semanas por la costa como habían proyectado... John e Isabella, y todos los demás amigos aprobaron este plan. Pero el señor Woodhouse... ¿Cómo iban a lograr convencer al señor Woodhouse que sólo aludía a la boda como algo muy remoto?

La primera vez que tantearon la cuestión se mostró tan abatido que casi perdieron toda esperanza... Pero una segunda alusión pareció afectarle menos...

Empezó a pensar que tenía que ocurrir y que él no podía evitarlo... Un progreso muy alentador en el camino de la resignación. Sin embargo no se le veía feliz. Más aún, estaba tan triste que su hija casi se desanimó. No podía soportar verle sufrir, saber que se consideraba abandonado; y aunque la razón le decía que los dos señores Knightley estaban en lo cierto al asegurarle que una vez pasada la boda su decaimiento no tardaría en pasar también, Emma dudaba... no acababa de decidirse...

En este estado de incertidumbre vino en su ayuda no una súbita iluminación de la mente del señor Woodhouse ni ningún cambio espectacular de su sistema nervioso, sino un factor de este mismo sistema obrando en sentido opuesto...

Cierta noche desaparecieron todos los pavos del gallinero de la señora Weston... Evidentemente por obra del ingenio humano. Otros corrales de los alrededores sufrieron la misma suerte... En los temores del señor Woodhouse un pequeño hurto se convertía en un robo en gran escala con allanamiento de morada... Estaba muy inquieto; y de no ser porque se sentía protegido por su yerno hubiese pasado todas las noches terriblemente asustado. La fuerza, la decisión y la presencia de ánimo de los dos señores Knightley le dejaron completamente a su merced... Pero el señor John Knightley tenía que volver a Londres a fines de la primera semana de noviembre.

La consecuencia de estas inquietudes fueron que con un consentimiento más animado y más espontáneo de lo que su hija hubiese podido nunca llegar a esperar en aquellos momentos, Emma pudo fijar el día de su boda... Y un mes más tarde de la boda del señor y de la señora Robert Martin, se requirió al señor Elton para unir en matrimonio al señor Knightley y a la señorita Woodhouse.

La boda fue muy parecida a cualquier otra boda en la que los novios no se muestran aficionados al lujo y a la ostentación; y la señora Elton, por los detalles que le dio su marido, la consideró como extremadamente modesta y muy inferior a la suya... «muy poco raso blanco, muy pocos velos de encaje; en fin, algo de lo más triste... Selina abrirá unos ojos como platos cuando se lo cuente...» Pero, a pesar de tales deficiencias, los deseos, las esperanzas, la confianza y los augurios del pequeño grupo de verdaderos amigos que asistieron a la ceremonia se vieron plenamente correspondidos por la perfecta felicidad de la pareja.

Shirley

Por

Charlotte Brontë

CAPÍTULO I

LEVÍTICO

En los últimos tiempos ha caído una copiosa lluvia de coadjutores sobre el norte de Inglaterra; se posan en abundancia sobre las colinas; todas las parroquias disponen de uno o más de ellos; son lo bastante jóvenes para mostrarse muy activos y deberían hacer mucho bien. Pero no es de estos últimos años de lo que vamos a hablar aquí. Regresaremos al inicio de este siglo: los últimos años, los años presentes, son polvorientos, cálidos, abrasados por el sol, áridos; eludiremos el mediodía, lo olvidaremos durante la siesta, pasaremos por él dormidos, y soñaremos con el alba.

Si crees, por este preludio, lector, que se prepara algo parecido a una novela romántica, no habrás estado jamás tan equivocado. ¿Esperas sentimientos y poesía y ensoñación? ¿Esperas pasión y estímulo y melodrama? Modera tus expectativas, limítalas a algo más modesto. Tienes ante ti algo real, frío y sólido; algo carente de romanticismo como el lunes por la mañana, cuando todos los que tienen trabajo se despiertan con la conciencia de que deben levantarse y encaminarse a donde deben realizarlo. No se niega tajantemente que vayas a probar la excitación, quizá hacia la mitad y el final de la comida, pero está decidido que el primer plato colocado sobre la mesa será el que podría comer un católico —sí, incluso un católico inglés— en Viernes Santo: serán lentejas frías y vinagre sin aceite; será pan ácimo con hierbas amargas, y no habrá cordero asado.

En los últimos tiempos, digo, ha caído una copiosa lluvia de coadjutores sobre el norte de Inglaterra, pero en 1811 o 1812 esta abundante lluvia no se había producido aún; los coadjutores eran escasos entonces, no había ayuda pastoral, ni Sociedad de Coadjutores Adicionales para echar una mano a los viejos y agotados párrocos y beneficiados y darles lo suficiente para pagar a un joven y vigoroso colega de Oxford o Cambridge. Los sucesores actuales de los apóstoles, discípulos del doctor Pusey y herramientas de la Propaganda, se criaban entonces bajo las mantas de una cuna, o experimentaban la regeneración de un bautismo en las palanganas de los cuartos infantiles. Imposible de adivinar, mirando a cualquiera de ellos, que los dobles volantes almidonados de sus gorros de tul enmarcaban el rostro de un sucesor predeterminado y especialmente santificado de san Pablo, san Pedro o san Juan; imposible igualmente prever en los pliegues de sus largos camisones la blanca sobrepelliz que vestirían más adelante para hostigar cruelmente las almas de sus feligreses, y singularmente para asombrar a su anticuado párroco haciendo ondear en un púlpito la vestimenta semejante a una camisa que antes no había ondeado más allá de un atril.

Sin embargo, incluso en aquellos tiempos de escasez había coadjutores; la preciosa planta era rara, pero podía encontrarse. Cierto distrito favorecido del West Riding de Yorkshire podía alardear de que habían florecido tres bastones de Aarón en un radio de treinta kilómetros. Disponte a verlos, lector. Entra en la pulcra casita con jardín de las afueras de Whinbury, avanza hacia la salita: allí están ellos, comiendo. Permíteme que te los presente: el señor Donne, coadjutor de Whinbury; el señor Malone, coadjutor de Briarfield; el señor Sweeting, coadjutor de Nunnely. Aquí se aloja el señor Donne, en lo que es la morada de un tal John Gale, un modesto comerciante de paños. El señor Donne ha tenido la amabilidad de invitar a sus hermanos a comer con él. Tú y yo nos uniremos al grupo, veremos lo que haya que ver y oiremos lo que haya que oír. Por el momento, empero, se limitan a comer, y mientras comen, nosotros haremos un aparte.

 

Estos caballeros están en la flor de la juventud; poseen toda la energía de esa interesante edad, energía que sus viejos y abatidos párrocos encauzarían de buena gana hacia sus deberes pastorales, pues expresan a menudo el deseo de verla empleada en la diligente supervisión de las escuelas y en las visitas frecuentes a los enfermos de sus parroquias respectivas. Pero a los jóvenes levitas esas tareas les parecen aburridas; prefieren derrochar sus energías en un proceder que, pese a que a otros ojos pueda verse más cargado de aburrimiento y más afligido por la monotonía que el extenuante trabajo de un tejedor en su telar, a ellos parece proporcionarles una fuente inagotable de diversión y actividad.

Me refiero a las continuas idas y venidas entre sus respectivos alojamientos: no una ronda, sino un triángulo de visitas, que mantienen durante todo el año, en primavera, verano, otoño e invierno. La estación y las condiciones meteorológicas no importan; con incomprensible celo desafían nieve y granizo, lluvia y viento, polvo y lodo, para juntarse a comer, o a beber té, o a cenar. Resultaría difícil decir qué los atrae. No es la amistad, pues siempre que se reúnen acaban peleándose. No es la religión, cosa que jamás nombran entre ellos; de teología puede que hablen de vez en cuando, pero de la piedad… jamás. No es el amor por la comida y la bebida; cualquiera de ellos podría comer un asado y un pudín igual de buenos, un té igual de fuerte y unas tostadas igual de suculentas así en su propio alojamiento como en el de su hermano. La señora Gale, la señora Hogg y la señora Whipp —sus respectivas patrañas— afirman que «no es más que para dar trabajo a la gente». Por «gente», las buenas señoras se refieren, naturalmente, a sí mismas, pues ciertamente este sistema de invasión mutua las tiene en un estado de «excitación» perpetuo.

El señor Donne y sus invitados, como digo, están comiendo. Les sirve la señora Gale, con una chispa apenas del tórrido fuego de la cocina en los ojos. Considera que el privilegio de invitar a un amigo a comer de vez en cuando sin cargo adicional (privilegio incluido en el alquiler del alojamiento) se ha ejercido más que de sobra últimamente. Nos hallamos tan sólo a jueves esta semana, y el lunes el señor Malone, el coadjutor de Briarfield, vino a desayunar y se quedó a comer; el martes, el señor Malone y el señor Sweeting de Nunnely vinieron a tomar el té, se quedaron a cenar, ocuparon la cama sobrante, y la honraron con su compañía durante el desayuno el miércoles por la mañana; ahora, jueves, están allí los dos, cenando, y ella está casi segura de que se quedarán a pasar la noche. «C’en est trop», diría, si supiera hablar francés.

El señor Sweeting está desmenuzando la tajada de rosbif que tiene en el plato, quejándose de que está muy duro; el señor Donne dice que la cerveza es insípida. ¡Sí!, eso es lo peor de todo; si al menos fueran corteses, a la señora Gale no le importaría tanto; si al menos se mostraran satisfechos con lo que les sirven, a ella no le importaría, pero «estos sacerdotes jóvenes son tan altaneros y despreciativos que ponen a todo el mundo por debajo de ellos»; la tratan con nula cortesía no sólo porque no tiene criada, sino porque es ella en persona la que se encarga de todas las tareas domésticas, como su madre hizo antes que ella; «además, siempre están hablando mal de Yorkshire y de la gente de Yorkshire», y a causa de este mismo indicio, la señora Gale no cree que ninguno de ellos sea un auténtico caballero ni que proceda de una buena familia. «Los viejos párrocos valen más que todo ese montón de universitarios, saben lo que son las buenas maneras y son amables con ricos y pobres por igual».

—¡Más pan! —exclama el señor Malone en un tono de voz que, aun no habiendo pronunciado más de dos sílabas, lo delata de inmediato como nativo de la tierra de los tréboles y las patatas. La señora Gale detesta al señor Malone más que a los otros dos, pero también le tiene miedo, pues es un sacerdote alto y fornido, con auténticas piernas y brazos irlandeses y un rostro igualmente genuino; no es el rostro milesio, no es del estilo de Daniel O’Connell, sino del tipo que tiene las acentuadas facciones de un indio norteamericano, habitual en cierta clase de irlandeses de buena familia, y tiene un aire pétreo y orgulloso, más adecuado para un señor con esclavos que para el terrateniente de un campesinado libre. El padre del señor Malone se llamaba a sí mismo caballero: era pobre y estaba endeudado, y era un bruto arrogante; su hijo era como él.

La señora Gale le tendió el pan.

—Corte el pan, mujer —dijo su huésped, y la «mujer» lo cortó. De haber seguido sus inclinaciones, también habría cortado al coadjutor; su alma de Yorkshire se rebelaba contra su forma de dar órdenes.

Los coadjutores tenían buen apetito y, aunque el buey estaba «duro», dieron buena cuenta de él. Engulleron también una cantidad apreciable de la «cerveza insípida» mientras desaparecían, como las hojas devoradas por las langostas, un pudín de Yorkshire y dos fuentes de verdura. También el queso recibió distinguida muestra de su atención, y el «pastel especiado», que siguió a modo de postre, desapareció como por ensalmo y nunca más se supo de él. Su elegía la entonó en la cocina Abraham, el hijo y heredero de la señora Gale, un niño de seis veranos; había contado con su regreso y, cuando su madre llegó con el plato vacío, alzó la voz y lloró amargamente.

Los coadjutores, mientras tanto, seguían sentados bebiendo vino: un caldo de una cosecha sin pretensiones, que disfrutaron moderadamente. El señor Malone, de hecho, hubiera preferido con mucho beber whisky, pero el señor Donne, que era inglés, no disponía de tal licor. Mientras bebían, discutían, no de política, ni de filosofía, ni de literatura —estos temas carecían totalmente, entonces como siempre, de interés para ellos—, ni siquiera de teología, ni práctica ni doctrinal, sino sobre puntos nimios de la disciplina eclesiástica, frivolidades que parecían vacías como burbujas a todos menos a ellos. El señor Malone, que se las compuso para hacerse con dos vasos de vino, mientras sus hermanos se contentaban con uno, fue alegrándose poco a poco a su modo, es decir, se mostró algo insolente, soltó groserías con tono intimidatorio y rio estruendosamente para celebrar su propio ingenio.

Sus compañeros se convirtieron, por turno, en blanco de sus bromas. Malone disponía para su servicio de una buena retahíla de ellas, que tenía la costumbre de utilizar regularmente en ocasiones festivas como la presente, variando raras veces sus ocurrencias, lo cual no era en realidad necesario, puesto que no parecía considerarse jamás aburrido y no le importaba lo más mínimo lo que opinaran los demás. Al señor Donne le obsequió con indirectas sobre su extrema delgadez, alusiones a su nariz respingona, sarcasmos hirientes sobre cierta levita raída de color chocolate que dicho caballero solía lucir siempre que llovía o parecía probable que lloviera, y críticas sobre una serie escogida de frases en cockney londinense y formas de pronunciación, propias del señor Donne, que ciertamente merecían destacarse por la elegancia y refinamiento que conferían a su estilo.

Del señor Sweeting se burló por su estatura —era un hombre bajo, con una complexión de adolescente, comparado con el atlético Malone—; se rio de sus dotes musicales —tocaba la flauta y cantaba himnos como un querubín (así opinaban algunas de las señoras de su parroquia)—; le llamó «perrito faldero» con desprecio; se mofó de su mamá y sus hermanas, por las que el pobre señor Sweeting sentía aún cierta estima, y sobre las que era lo bastante tonto para hacer algún que otro comentario en presencia de aquel Paddy del clero, en cuya anatomía se habían omitido por alguna razón las entrañas donde residen los afectos naturales.