Read the book: «100 Clásicos de la Literatura», page 9

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Cuando volvieron a verse, dos días después, era Gatsby el que estaba exhausto y, en cierto modo, el traicionado. El lujo recién comprado de las estrellas iluminaba el porche; el sofá de mimbre se estremeció y crujió a la última moda cuando ella miró a Gatsby y él la besó en la boca, preciosa y rara. Daisy había cogido un resfriado y tenía la voz más ronca, más seductora que nunca, y Gatsby era abrumadoramente consciente de la juventud y el misterio que la riqueza encierra y preserva, de la lozanía que da un buen vestuario, y de Daisy, resplandeciente como la plata, orgullosa y a salvo, por encima de las agrias luchas de los pobres.

—No sé describirte cómo me sorprendió descubrir que me había enamorado de ella, compañero. Incluso, por un tiempo, tuve la esperanza de que me dejara, pero no lo hizo, porque también ella se había enamorado de mí. Creía que yo sabía muchas cosas porque sabía cosas distintas de las que ella sabía… Bueno, allí estaba yo, muy lejos de mis ambiciones, cada vez más enamorado, y de pronto todo eso dejó de importarme. ¿Para qué hacer grandes cosas si podía divertirme más contándole lo que iba a hacer?

La tarde antes de partir hacia Europa tuvo a Daisy entre sus brazos mucho tiempo, en silencio. Era un día frío de otoño, había fuego en la chimenea, y ella tenía las mejillas encendidas. De vez en cuando se movía, y él cambiaba ligeramente el brazo de postura y en cierto momento le besó el pelo oscuro y resplandeciente. La tarde les había concedido un instante de tranquilidad, como para dejarles un recuerdo muy hondo antes de la larga separación que prometía el día siguiente. Nunca se habían sentido tan cerca en su mes de amor, nunca se habían entendido tan profundamente, como cuando ella, en silencio, rozaba con los labios la hombrera del uniforme, o cuando él le tocaba con cuidado la punta de los dedos, como si estuviera dormida.

Su comportamiento en la guerra fue extraordinario. Era capitán antes de salir hacia el frente y, después de las batallas de Argonne, lo ascendieron a mayor y asumió el mando de la sección de ametralladoras de su división. Después del armisticio trató desesperadamente de volver a casa, pero algún malentendido o alguna complicación acabó llevándolo a Oxford. Estaba preocupado: las cartas de Daisy tenían un fondo de desesperación y ansiedad. No entendía por qué no volvía. Le afectaba la presión del mundo exterior, y quería verlo y sentir su presencia y la seguridad de que, a pesar de todo, estaba haciendo lo adecuado.

Pues Daisy era joven y su mundo artificial olía a orquídeas, a agradable y alegre esnobismo, a orquestas que marcaban los ritmos del año, fundiendo en nuevas melodías la tristeza y la fascinación de la vida. Toda la noche los saxofones aullaban su comentario sin esperanza a Beale Street Blues mientras cien pares de dorados y plateados zapatos de baile se arrastraban sobre polvo luminoso. A la hora gris del té había siempre habitaciones que seguían palpitando con aquella fiebre dulce y suave, inagotable, mientras caras jóvenes flotaban por todas partes como pétalos de rosa que los tristes instrumentos de metal soplaran sobre la pista.

En este universo crepuscular volvió Daisy a moverse cuando empezó la temporada; de pronto se vio de nuevo con seis citas al día con seis hombres distintos, y cayéndose de sueño al amanecer, con las cuentas y gasas del vestido de noche hechas una maraña en el suelo, entre las orquídeas moribundas. Y algo en su interior nunca dejaba de exigirle una decisión. Quería que su vida tomara forma ya, inmediatamente, y la decisión había de ser impuesta por alguna fuerza —amor, dinero o indiscutible sentido práctico— al alcance de su mano.

Esa fuerza se corporizó en plena primavera con la llegada de Tom Buchanan. Su persona y su posición social tenían un volumen saludable, y Daisy se sintió halagada. Hubo, sin duda, algo de resistencia y algo de alivio. La carta le llegó a Gatsby cuando todavía estaba en Oxford.

Ya había amanecido en Long Island y fuimos abriendo las otras ventanas del piso de abajo, llenando la casa de una luz que viraba del gris al dorado. La sombra de un árbol cayó bruscamente sobre el rocío y pájaros fantasma empezaron a cantar entre las hojas azules. Había en el aire un movimiento agradable y suave, apenas una brisa, que prometía un día fresco, precioso.

—No creo que lo haya querido nunca —Gatsby le dio la espalda a la ventana y me miró, desafiante—. Acuérdate, compañero, de lo nerviosa que estaba ayer por la tarde. Él le dijo todas esas cosas para asustarla, para presentarme como si yo fuera un vulgar estafador. Y el resultado fue que al final ella apenas sabía lo que decía —se sentó, abatido—. Sí, puede que lo quisiera un momento, cuando acababan de casarse, e incluso entonces me quería a mí más, ¿me entiendes? —y concluyó con una observación extraña—. En cualquier caso, eso es algo personal.

¿Qué reacción cabía ante aquellas palabras, si no sospechar que la noción que Gatsby tenía del asunto superaba en intensidad cualquier medida?

Volvió de Francia cuando Tom y Daisy aún estaban de viaje de novios, y gastó lo que le quedaba de su paga de soldado en una visita desgraciada e inevitable a Louisville. Se quedó allí una semana, recorriendo las calles donde sus pasos habían resonado juntos aquella noche de noviembre y volviendo a los lugares apartados a los que iban en el coche blanco. Y, así como la casa de Daisy le había parecido siempre más misteriosa y alegre que las otras casas, una belleza melancólica seguía impregnando su idea de la ciudad, aunque Daisy ya no estuviera.

Se fue con la sensación de que si hubiera buscado más a fondo la habría encontrado, de que se la había dejado atrás.

En el tren más barato que encontró —se le había acabado el dinero— hacía mucho calor. Salió a la plataforma abierta, ocupó un asiento abatible, y la estación empezó a moverse lentamente, y vio cómo se alejaba la espalda de edificios que no conocía. Entonces aparecieron los campos en primavera, donde un tranvía amarillo resistió la velocidad del tren unos segundos, llevando a gente que quizá había visto alguna vez, en una calle cualquiera, la cara de Daisy, pálida y mágica.

La vía hacía una curva y se iba apartando del sol, que, al ponerse, parecía derramarse en una bendición sobre la ciudad en la que ella había respirado, y que se desvanecía poco a poco. Alargó la mano desesperadamente como para coger por lo menos un soplo de aire, para conservar un fragmento del lugar que Daisy había convertido en extraordinario para él. Pero todo pasaba ya demasiado deprisa por sus ojos empañados y supo que había perdido aquella realidad, la mejor y la más viva, para siempre.

Eran las nueve de la mañana cuando terminamos de desayunar y salimos al porche. La noche había cambiado el clima de improviso y el aire ya sabía a otoño. El jardinero, el último de los antiguos sirvientes de Gatsby, se acercó al pie de la escalinata.

—Voy a vaciar hoy la piscina, mister Gatsby. Las hojas han empezado a caer demasiado pronto, y luego siempre hay problemas con los desagües.

—No la vacíe hoy —contestó Gatsby. Se volvió hacia mí, como disculpándose—. ¿Sabes, compañero, que no he usado la piscina en todo el verano?

Miré el reloj y me levanté.

—Mi tren sale dentro de doce minutos.

Yo no tenía ganas de ir a la ciudad. No estaba en condiciones de trabajar decentemente, y había algo más: no quería dejar solo a Gatsby. Perdí aquel tren, y el siguiente, antes de irme.

—Te llamaré por teléfono —dije por fin.

—Sí, compañero.

—Te llamaré a eso del mediodía.

Bajamos despacio los escalones.

—Supongo que Daisy también llamará —me miró con ansiedad, como con la esperanza de que yo se lo confirmara.

—Supongo que sí.

—Adiós.

Nos dimos la mano y eché a andar. Antes de llegar a la verja, me acordé de algo y me volví.

—Son mala gente —le grité a través del césped—. Tú vales más que todos ellos juntos.

Siempre me he alegrado de habérselo dicho. Fue el único halago que le hice nunca, porque me parecía censurable de principio a fin. Primero asintió, muy educado, y luego se le iluminó la cara con una sonrisa radiante y cómplice, como si en aquel asunto hubiéramos sido en todo momento compinches inquebrantables. Los andrajos magníficos de su traje rosa eran una mancha de color vivo contra los escalones blancos, y recordé la noche en que fui a su casa ancestral por primera vez, tres meses antes. El césped y el camino estaban invadidos entonces por las caras de los que especulaban sobre su corrupción, mientras él, de pie en aquellos escalones, ocultando su sueño incorruptible, les decía adiós con la mano.

Le agradecí su hospitalidad. Nunca dejábamos de agradecérsela, los demás y yo.

—Adiós —grité—. El desayuno ha sido estupendo, Gatsby.

En Nueva York estuve un rato tratando de anotar las cotizaciones de una lista interminable de acciones, y luego me quedé dormido en mi silla giratoria. Me llevé un susto cuando, poco antes de las doce, me despertó el teléfono. La frente se me llenó de sudor. Era Jordan Baker: solía llamarme a esa hora porque la incertidumbre de sus propios desplazamientos entre hoteles, clubes y casas particulares hacía que fuera difícil localizarla de otra manera. Habitualmente su voz me llegaba a través del hilo telefónico como algo joven y fresco, como si un puñado de césped del campo de golf hubiera entrado volando por la ventana de la oficina, pero aquella mañana me pareció áspera, seca.

—He dejado la casa de Daisy —dijo—. Estoy en Hempstead y me voy a Southampton esta tarde.

Probablemente había sido una prueba de tacto dejar la casa de Daisy, pero me molestó, y lo que dijo después consiguió ponerme en tensión.

—Anoche no fuiste demasiado amable conmigo.

—¿Y qué importancia tenía eso anoche?

Silencio. Y luego:

—De todas formas, me gustaría verte.

—A mí también me gustaría verte.

—¿Y si no voy a Southampton y voy a la ciudad esta tarde?

—No, no puedo esta tarde.

—Muy bien.

—Esta tarde me es imposible. Tengo varios…

Así estuvimos hablando un rato, y luego, de pronto, dejamos de hablar. No sé cuál de los dos colgó el teléfono bruscamente, pero sé que me dio lo mismo. Ese día no hubiera podido sentarme a hablar y tomar el té con ella, aunque eso me costara no volver a hablarle en mi vida.

Llamé a casa de Gatsby al cabo de unos minutos, pero la línea estaba ocupada. Lo intenté cuatro veces. Por fin una telefonista desesperada me dijo que la línea estaba a la espera de una llamada a larga distancia desde Detroit. Miré mi horario de trenes y marqué con un círculo el tren de las tres cincuenta. Me retrepé en la silla e intenté pensar. Eran exactamente las doce.

Cuando aquella mañana pasé en tren por los montones de cenizas, preferí sentarme al otro lado del vagón. Supuse que en el lugar del accidente habría una multitud de curiosos, y chiquillos a la busca de manchas siniestras en el polvo, y algún charlatán que contaría una y otra vez lo sucedido, hasta que todo se fuera volviendo menos real, incluso para él, que ya no podría seguir contado su historia, y la trágica gesta de Myrtle Wilson caería en el olvido. Pero ahora quisiera volver atrás un poco y contar lo que sucedió en el garaje después de que nosotros nos fuéramos la noche anterior.

Hubo problemas para localizar a la hermana, Catherine. Parece que esa noche infringió su norma de no beber, porque cuando llegó estaba atontada por el alcohol y era incapaz de entender que la ambulancia había salido ya para Flushing. Inmediatamente, cuando por fin pudieron convencerla, se desmayó, como si ese detalle fuera lo único intolerable del asunto. Alguien, amable o curioso, la llevó en su coche tras el rastro del cadáver de su hermana.

Hasta muy pasada la medianoche, una multitud siempre renovada disfrutaba del espectáculo ante el garaje, mientras, dentro, George Wilson se mecía a sí mismo en el sofá. Se quedó abierta un momento la puerta de la oficina y todo el que entraba en el garaje no podía evitar asomarse. Alguien dijo por fin que era una vergüenza, y cerró la puerta. Con Wilson estaban Michaelis y varios más, cuatro o cinco al principio, luego dos o tres. Más tarde, Michaelis tuvo que pedirle al último recién llegado que esperara quince minutos más mientras él iba a su local y preparaba café. Y, después, se quedó solo con Wilson hasta que amaneció.

Hacia las tres de la madrugada cambió el carácter del murmullo incoherente de Wilson, que se fue serenando y empezó a hablar del coche amarillo. Anunció que sabía cómo averiguar a quién pertenecía el coche amarillo, y dejó escapar que un par de meses antes su mujer había vuelto de la ciudad con la cara amoratada y la nariz hinchada.

Pero, cuando se oyó decir aquello, hizo una mueca de dolor y empezó a quejarse, «Dios mío, Dios mío», con voz gemebunda. Michaelis intentó distraerlo sin demasiada habilidad.

—¿Cuánto tiempo llevabais casados, George? Vamos, quédate quieto un momento y contéstame. ¿Cuánto llevabais casados?

—Doce años.

—¿No habéis tenido hijos? Venga, George, para. Te he hecho una pregunta. ¿No habéis tenido hijos?

Los escarabajos, pardos y duros, seguían produciendo un ruido sordo cuando chocaban contra la pobre luz eléctrica, y cada vez que Michaelis oía pasar un coche a toda velocidad por la carretera creía oír el coche que no había parado unas horas antes. No le gustaba entrar en el garaje porque, sobre la mesa, en el sitio donde había yacido el cadáver, se veía una mancha, así que no dejaba de dar vueltas, incómodo, por la oficina —antes de que se hiciera de día ya se había aprendido cada uno de los objetos que había dentro— y de cuando en cuando se sentaba con Wilson e intentaba tranquilizarlo.

—¿Tienes alguna iglesia a la que vayas alguna vez, George, aunque haga mucho que no vas? Yo podría llamar para que viniera un sacerdote a hablar contigo, ¿no?

—No pertenezco a ninguna iglesia.

—Deberías tener una iglesia, George, para ocasiones como ésta. Alguna vez habrás ido a la iglesia. ¿No te casaste en una iglesia? Escucha, George, escúchame. ¿No te casaste en una iglesia?

—De eso hace mucho tiempo.

El esfuerzo para responder rompió el ritmo de su balanceo: calló un momento. Luego los ojos desvaídos recuperaron su expresión entre astuta y desconcertada.

—Mira en ese cajón —dijo, señalando al escritorio.

—¿En qué cajón?

—En ése, en el único que hay.

Michaelis abrió el cajón que tenía más cerca. Lo único que había dentro era una correa de perro, muy cara, de piel con adornos de plata. Parecía nueva.

—¿Esto? —preguntó, levantándola.

Wilson la miró fijamente y asintió.

—La encontré ayer por la tarde. Ella trató de explicármelo, pero yo me di cuenta de que había algo raro.

—¿Quieres decir que la compró tu mujer?

—La guardaba en el tocador, envuelta en papel de seda.

Michaelis no veía nada raro y le dio a Wilson una serie de razones por las que su mujer podía haber comprado la correa de perro. Pero no era difícil imaginar que Wilson ya había oído antes alguna de esas explicaciones, y precisamente a Myrtle, porque empezó otra vez a murmurar «Dios mío, Dios mío», y el amigo que lo consolaba dejó varias explicaciones en el aire.

—Luego la mató —dijo Wilson.

La boca se le abrió de repente.

—¿Quién la mató?

—Sé cómo averiguarlo.

—No seas morboso, George —dijo su amigo—. Has tenido que soportar una tensión muy fuerte y no sabes lo que dices. Es mejor que descanses hasta mañana.

—La asesinó.

—Fue un accidente, George.

Wilson negó con la cabeza. Se le entrecerraron los ojos y los labios se dilataron ligeramente al insinuar un «humm» de superioridad.

—Lo sé —dijo rotundo—. Soy uno de esos tipos confiados que no piensan mal de nadie, pero cuando sé una cosa la sé. Fue el hombre que iba en ese coche. Ella salió corriendo para decirle algo y él no paró.

También Michaelis lo había visto, pero no pensó que aquello tuviera ningún significado especial. Creyó que mistress Wilson quería huir de su marido, más que parar un coche determinado.

—¿Y por qué lo hizo?

—Es muy lista —dijo Wilson, como si con eso resolviera la cuestión—. Ahhh…

Se mecía otra vez, y Michaelis se levantó, retorciendo la correa entre los dedos.

—¿Tienes algún amigo al que pueda llamar por teléfono, George?

Era una esperanza remota; Michaelis estaba casi seguro de que Wilson no tenía ningún amigo: no daba de sí ni para su mujer. Se alegró cuando notó un cambio en la habitación, un signo de vida azul en la ventana, y se dio cuenta de que no faltaba mucho para que amaneciera. A eso de las cinco el azul del exterior se hizo lo suficientemente intenso como para apagar la luz.

Los ojos vidriosos de Wilson se dirigieron hacia los montones de ceniza, donde nubecillas grises adquirían formas fantásticas y corrían de acá para allá con la brisa del amanecer.

—Hablé con ella —murmuró después de un largo silencio—. Le dije que a mí podía engañarme, pero que no podía engañar a Dios. La llevé a la ventana —se puso de pie con esfuerzo y fue a apoyarse en la ventana del fondo de la oficina, con la cara pegada al cristal— y le dije: «Dios sabe lo que has hecho, todo lo que has hecho. ¡A mí puedes engañarme, pero a Dios no!»

De pie, detrás de él, Michaelis vio con un sobresalto que Wilson miraba a los ojos del doctor T. J. Eckleburg, que acababan de emerger, enormes y pálidos, de la noche en disolución.

—Dios lo ve todo —repitió Wilson.

—Eso es un anuncio —le aseguró Michaelis.

Algo le hizo dejar de mirar por la ventana y volver la vista a la habitación.

Pero Wilson se quedó en la ventana mucho tiempo, pegado al cristal, asintiendo con la cabeza a la luz crepuscular.

Poco antes de las seis Michaelis, deshecho, oyó con agradecimiento que un coche se detenía ante el garaje. Era uno de los mirones de la noche anterior que había prometido volver, así que preparó desayuno para tres, que el hombre y él tomaron juntos. Wilson estaba ya más tranquilo, y Michaelis se fue a dormir a casa; cuando despertó cuatro horas más tarde y volvió inmediatamente al garaje, Wilson se había ido.

Sus movimientos —siempre a pie— fueron reconstruidos más tarde: de Port Roosevelt a Cad’s Hill, donde compró un sándwich que no se comió y un café. Debía de estar cansado y caminar despacio, pues no llegó a Cad’s Hill hasta el mediodía. No fue difícil hasta ese momento reconstruir sus horas: había chicos que vieron a un individuo que se comportaba «como un loco», y conductores a los que se quedaba mirando de un modo extraño desde la cuneta. Luego desapareció durante tres horas. La policía, basándose en lo que le había dicho a Michaelis, que «sabía cómo averiguarlo», supuso que se había dedicado a ir de garaje en garaje de la zona, preguntando por un coche amarillo. Pero, entre los dueños de garaje, ninguno declaró haberlo visto, y quizá recurriera a un modo más fácil y seguro de averiguar lo que quería saber. No más tarde de las dos y media estaba en West Egg, donde le preguntó a alguien el camino de la casa de Gatsby. Así que a esa hora conocía ya el nombre de Gatsby.

A las dos Gatsby se puso el bañador y dejó dicho al mayordomo que si lo llamaban por teléfono le avisaran en la piscina. Se entretuvo en el garaje a coger un colchón hinchable que había divertido a sus invitados durante el verano, y el chófer lo ayudó a inflarlo. Luego Gatsby le dio instrucciones de que no sacara el coche descapotable bajo ninguna circunstancia, algo extraño, porque al guardabarros delantero derecho le hacía falta una reparación.

Gatsby se echó al hombro el colchón y se dirigió a la piscina. Se paró una vez para cogerlo mejor, y el chófer le preguntó si necesitaba ayuda, pero él dijo que no con la cabeza y desapareció entre los árboles, que ya amarilleaban.

Nadie llamó por teléfono, pero el mayordomo se quedó sin siesta y estuvo esperando hasta las cuatro: hasta mucho después de que no hubiera nadie a quien avisar en caso de llamada. Tengo la impresión de que ni Gatsby esperaba ya esa llamada, y de que probablemente no le importaba lo más mínimo. Si esto es verdad, debió de sentir que había perdido su antiguo mundo, su calor, y que había pagado un alto precio por vivir demasiado tiempo con un solo sueño. Debe de haber mirado un cielo extraño a través de la hojarasca aterradora, y tiritado al descubrir lo grotesca que es una rosa y lo cruda que es la luz del sol sobre una hierba aún sin acabar de crear. Un mundo nuevo, material pero no real, donde pobres fantasmas que respiran sueños en vez de aire se movían sin sentido, al azar…, como esa figura cenicienta y fantástica que se deslizaba hacia él a través de los árboles informes.

El chófer —era uno de los protegidos de Wolfshiem— oyó los disparos; luego se limitó a decir que no les había prestado atención. Yo fui directamente de la estación a la casa de Gatsby y mi carrera angustiada por las escaleras del porche fue lo primero que causó alarma. Pero ya lo sabían, estoy seguro. Sin apenas decir una palabra, cuatro personas, el chófer, el mayordomo, el jardinero y yo, corrimos hacia la piscina.

Había en el agua un movimiento débil, apenas perceptible: el chorro limpio que entraba por un extremo fluía hacia el desagüe del otro lado. Con ondulaciones mínimas que no llegaban ni a sombras de olas, el colchón transportaba su carga, errático, por la piscina: un soplo de viento que apenas arrugaba la superficie bastaba para perturbar su curso fortuito con su carga fortuita. El roce con un amasijo de hojas lo hizo girar lentamente, trazando, como un compás, un círculo rojo en el agua.

Llevábamos ya a Gatsby hacia la casa cuando el jardinero vio el cadáver de Wilson entre la hierba, y el holocausto se consumó.

9

Dos años después recuerdo el resto de ese día, y aquella noche, y el día siguiente, como un inacabable entrar y salir de policías, fotógrafos y periodistas por la puerta principal de la casa de Gatsby. Una cuerda, atada de un extremo a otro de la cancela, y un policía mantenían a raya a los curiosos, pero los chiquillos descubrieron pronto que podían entrar por mi jardín, y siempre había un grupo alrededor de la piscina, con la boca abierta. Alguien de gestos decididos, un detective quizá, usó la expresión «loco» cuando se inclinó esa tarde sobre el cadáver de Wilson, y la imprevista autoridad de su voz estableció el tono de los reportajes que publicaron los periódicos a la mañana siguiente.

La mayoría de esos reportajes eran una pesadilla: grotescos, intrascendentes, tendenciosos y falsos. Cuando el testimonio de Michaelis durante la investigación sacó a la luz las sospechas de Wilson sobre su mujer, pensé que inmediatamente algún periodicucho sensacionalista nos serviría la historia completa, pero Catherine, que podría haber dicho cualquier cosa, no dijo una palabra. Demostró una sorprendente firmeza de carácter: miró al coroner con ojos llenos de determinación bajo sus cejas depiladas, y juró que su hermana no había visto a Gatsby en su vida, que su hermana era completamente feliz con su marido, que su hermana jamás había dado un mal paso. Se convenció a sí misma de lo que juraba y empapó de lágrimas el pañuelo, como si la menor insinuación ya fuera más de lo que podía soportar. De modo que Wilson fue reducido a individuo «trastornado por el dolor» para simplificar el caso al máximo, y ahí quedó todo.

Pero esa parte de la historia me parece lejana e insustancial. Me vi completamente solo, al lado de Gatsby. Desde el momento en que llamé por teléfono a West Egg para dar la noticia de la catástrofe, todas las conjeturas sobre Gatsby y todas las cuestiones prácticas recayeron sobre mí. Al principio me sentí sorprendido y confuso; luego, mientras él yacía en su casa y ni se movía, ni respiraba ni hablaba, hora tras hora, me fui convenciendo de que debía asumir la responsabilidad, porque no había ningún otro interesado: interesado, digo, con ese intenso interés personal al que cualquiera tiene cierto derecho cuando llega su fin.

Llamé a Daisy media hora después de que lo encontráramos, la llamé instintivamente y sin la menor vacilación. Pero Tom y ella se habían ido a primera hora de esa tarde, llevándose el equipaje.

—¿No han dejado una dirección?

—No.

—¿Han dicho cuándo volverán?

—No.

—¿Tiene idea de dónde pueden estar? ¿Cómo podría ponerme en contacto con ellos?

—No lo sé. No puedo decirle.

Quería encontrar a alguien que lo acompañara. Quería entrar en la habitación donde yacía y tranquilizarlo: «Te encontraré a alguien, Gatsby. No te preocupes. Confía en mí y encontraré a alguien que te haga compañía».

El nombre de Meyer Wolfshiem no aparecía en la guía de teléfonos. El mayordomo me dio la dirección de su despacho en Broadway, y llamé a Información, pero cuando conseguí el número ya eran más de las cinco, y no contestaba el teléfono.

—¿Puede llamar otra vez?

—Ya he llamado tres veces —dijo la telefonista.

—Es muy importante.

—Lo siento. Me temo que no hay nadie.

Volví al salón y pensé por un momento que todos esos funcionarios que de improviso habían llenado la casa eran gente que se presentaba por casualidad. Pero, cuando levantaron la sábana y miraron el cadáver con ojos estupefactos, la protesta de Gatsby volvió a sonar en mi cerebro: «Escucha, compañero, trae a alguien que me acompañe. Haz todo lo posible. No puedo soportar esto solo».

Alguien empezó a hacerme preguntas, pero me escabullí y subí a la segunda planta para buscar en los cajones del escritorio que no estaban cerrados con llave: nunca me había dicho expresamente que sus padres hubieran muerto. Pero no había nada: sólo la foto de Dan Cody, signo de una violencia olvidada, que me miraba fijamente desde la pared.

A la mañana siguiente mandé al mayordomo a Nueva York con una carta para Wolfshiem, pidiéndole información y rogándole que se acercara en el próximo tren. Esto me pareció superfluo cuando lo escribí. Estaba seguro de que se pondría en camino en cuanto leyera los periódicos, como estaba seguro de que, antes de mediodía, llegaría un telegrama de Daisy. Pero no llegaron ni el telegrama ni mister Wolfshiem; nadie llegó, excepto más policías, más fotógrafos y más periodistas. Cuando el mayordomo volvió con la respuesta de Wolfshiem, empecé a tener una sensación de desafío, de desprecio y de solidaridad entre Gatsby y yo contra todos.

Querido mister Carraway:

Éste ha sido uno de los golpes más terribles de mi vida y me cuesta creer que sea cierto. Un acto tan insensato como el de ese hombre debería hacernos pensar. Me es imposible ir en este momento porque me tiene atado un asunto muy importante y ahora no me puedo mezclar en eso. Si hay algo que pueda hacer más adelante, mándeme una carta con Edgar haciéndomelo saber. Casi no sé ni dónde estoy cuando oigo una cosa así, y me siento totalmente hundido, noqueado.

Le saluda atentamente,

Meyer Wolfshiem

Y añadía atropelladamente:

Téngame al corriente del funeral, etc. No conozco a su familia.

Cuando sonó el teléfono esa tarde y la centralita anunció una llamada a larga distancia desde Chicago creí que por fin era Daisy. Pero me llegó, débil y lejana, una voz de hombre.

—Aquí Slagle…

—¿Sí? —no me sonaba ese nombre.

—Mierda de mercancía. ¿Ha recibido mi telegrama?

—No ha llegado ningún telegrama.

—El joven Parker tiene problemas. Lo han cogido cuando trataba de vender los bonos. Recibieron de Nueva York una circular con los números cinco minutos antes. ¿Qué me dice? Nunca sabe uno lo que le espera en estas ciudades atrasadas…

—Oiga —lo interrumpí, asfixiándome—, oiga, no soy mister Gatsby. Mister Gatsby ha muerto.

Hubo un largo silencio al otro lado de la línea, seguido por una exclamación, e inmediatamente un seco graznido cuando se cortó la llamada.

Creo que fue al tercer día cuando llegó de un pueblo de Minnesota un telegrama firmado por Henry C. Gatz. Sólo decía que el remitente salía inmediatamente hacia Nueva York y que se pospusiera el funeral hasta su llegada.

Era el padre de Gatsby, un anciano solemne, desolado y confundido, que se protegía del caluroso día de septiembre con un largo abrigo barato. Los ojos no dejaban de lagrimearle por la emoción, y cuando le cogí la maleta y el sombrero empezó a tirarse con tanta insistencia de la barba gris y rala que me costó trabajo quitarle el abrigo. Estaba a punto de derrumbarse, así que lo llevé a la sala de música y lo obligué a sentarse mientras mandaba que le trajeran algo de comer. Pero no podía comer, y el vaso de leche se le derramó en la mano temblorosa.

—Vi en Chicago el periódico —dijo—. El periódico de Chicago lo recogía todo. Me vine enseguida.

—No sabía cómo localizarlo.

Sus ojos, que miraban sin ver, recorrían incesantemente la habitación.

—Fue un loco —dijo—. Tenía que estar loco.

—¿Le apetece un poco de café? —le insistí.

—No quiero nada. Ya estoy bien, mister…

—Carraway.

—Ya estoy bien. ¿Dónde han puesto a Jimmy?

Lo llevé al salón, donde yacía su hijo, y lo dejé allí. Unos chiquillos habían subido los escalones y se asomaban al vestíbulo; cuando les dije quién acababa de llegar, se fueron de mala gana.

Poco después mister Gatz abrió la puerta y salió, la boca entreabierta, la cara ligeramente roja, los ojos húmedos de alguna lágrima aislada e inoportuna. Había llegado a una edad en la que la muerte ha perdido su calidad de sorpresa terrible y, cuando entonces miró a su alrededor y vio por primera vez la altura y el esplendor del vestíbulo y de las inmensas habitaciones que salían de él y daban a otras habitaciones, su dolor empezó a mezclarse con un orgullo reverente. Lo ayudé a subir a uno de los dormitorios de la segunda planta; mientras se quitaba la chaqueta y el chaleco le dije que cualquier disposición había sido aplazada hasta su llegada.

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Volume:
5250 p.
ISBN:
9782380374124
Publisher:
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Bookwire
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