Read the book: «100 Clásicos de la Literatura», page 861

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Como quiera que las calles estaban excesivamente sucias, Mrs. Allen no se atrevió a acompañar a su marido al balneario, y apenas se hubo marchado éste, Catherine, que lo siguió con la vista hasta que dobló la esquina, observó que llegaban dos coches, ocupados por las mismas personas cuya presencia en la casa tanto le había sorprendido dos días antes.

—¿Isabella, mi hermano y Mr. Thorpe...? Deben de venir a buscarme. Pues no pienso acompañarlos, quiero estar aquí por si se presenta Miss Tilney.

Mrs. Allen se mostró conforme con la decisión de la muchacha, pero John Thorpe no tardó en aparecer, precedido de grandes voces, pues desde las escaleras empezó a decir a Miss Morland que era preciso que se diera prisa.

—Póngase el sombrero de inmediato —decía, y al abrir la puerta añadió— No hay tiempo que perder; vamos a Bristol. ¿Cómo está usted, Mrs. Allen?

—¿A Bristol? Pero ¿no está eso muy lejos? Además, hoy no puedo acompañarles; estoy comprometida, espero a unos amigos de un momento a otro.

Las razones de Catherine fueron vehementemente contestadas por Thorpe, quien solicitó en su favor el apoyo de Mrs. Allen. Al cabo de pocos minutos Isabella y James lo secundaron.

—Querida Catherine —exclamó aquélla—, ¿verdad que es un plan perfecto? El paseo será delicioso. La idea se nos ocurrió a tu hermano y a mí, mientras desayunábamos. Deberíamos haber salido hace dos horas, pero nos detuvo esa lluvia detestable. Aun así, no importa que nos retrasemos, pues estas noches hay luna. Me entusiasma la idea de respirar aire puro y disfrutar un poco de tranquilidad. ¡Cuánto más agradable es esto que pasarse el día en un salón! Tenemos que llegar a Clifton a tiempo de comer, y después, si queda tiempo, seguir hasta Kingsweston.

—Dudo que podamos hacer todo eso —intervino Morland.

—Vamos, muchacho, no seas agorero —exclamó Thorpe—. Podemos hacer eso y más. Llegaríamos a Kingsweston y al castillo de Blaize, y hasta donde se nos antojase, si no saliera ahora tu hermana con que no puede de acompañarnos.

—¿El castillo de Blaize? —preguntó Catherine—. ¿Y qué es eso?

—El castillo más hermoso que hay en Inglaterra. Vale la pena hacer las cincuenta millas sólo por verlo...

—Pero ¿es un castillo de verdad? ¿Un castillo antiguo?

—El más antiguo de cuantos existen en el reino.

—Pero ¿igual a esos que describen los libros?

—Exactamente igual.

—¿De veras? ¿Y tiene torres y galerías?

—Por docenas.

—¡Ah!, pues entonces sí me gustaría visitarlo; pero hoy no... hoy no puede ser.

—¿Que no puedes venir? ¿Por qué?

—No puedo ir... —Catherine inclinó la cabeza—, porque espero a Miss Tilney y a su hermano para dar un paseo. Quedaron en recogerme a las doce, pero a causa de la lluvia no se presentaron. Ahora que el tiempo ha mejorado supongo que no tardarán.

—Pues no creo que lo hagan —dijo Thorpe—. Los he visto en Broad Street. ¿Él no suele conducir un faetón tirado por caballos color castaño?

—No lo sé...

—Pero yo sí. ¿Acaso no se refiere usted al joven con quien bailó anoche?

—Sí.

—Pues ése es el que he visto. Iba en dirección a la carretera de Lansdown, acompañado de una muchacha muy elegante.

—Pero ¿lo ha visto usted de veras?

—Se lo juro. Le reconocí enseguida; y por cierto que guiaba unos animales magníficos.

—Pues es muy extraño. Tal vez hayan creído que había demasiado lodo para salir a pie.

—Y con razón, pues jamás he visto tanto fango. Le aseguro que le sería más fácil a usted volar que andar. Como ha llovido tanto durante el invierno, le llega a uno el lodo hasta los tobillos.

Isabella corroboró aquella opinión.

—Sí, querida Catherine; no te imaginas la cantidad de barro que hay. Vamos, es preciso que nos acompañes; ¿serías capaz de negarte?

—Me encantaría conocer el castillo, pero ¿podremos verlo todo? ¿Nos dejarán recorrer todas las estancias?

—Sí, sí; hasta el último rincón.

—Pero ¿y si Mr. y Miss Tilney sólo hubieran salido a dar una vuelta, y una vez que los caminos estuviesen más secos vinieran a buscarme?

—En cuanto a eso, puede usted estar tranquila, porque precisamente oí que Mr. Tilney le decía a un conocido que pasaba a caballo que pensaban llegarse hasta las rocas de Wick.

—En ese caso, iré con ustedes. ¿Le parece usted bien, Mrs. Allen?

—Como quieras, muchacha.

—Sí, señora, convénzala de que venga —dijeron todos a coro.

A Mrs. Allen no le era posible permanecer indiferente.

—¿Y si fueras, hija mía? —le propuso.

Dos minutos más tarde todos salían de la casa.

Al subir Catherine al coche se sintió asaltada graves dudas. Si por una parte lamentaba la pérdida de una diversión segura, por otra tenía la esperanza de disfrutar de un sentimiento parecido en cuanto a la forma si no en cuanto al fondo. Comprendía, además, que los Tilney habían hecho mal faltando a su compromiso sin siquiera avisarle. Sólo había transcurrido una hora desde la indicada para el paseo, y a pesar de lo que se decía del lodo, todo indicaba que a pesar de ello habían salido sin dificultad ninguna. Le resultaba muy dolorosa la conducta de sus nuevos amigos; en cambio, la idea de visitar un castillo semejante, según se afirmaba, al descrito en el Udolfo, casi compensaba el placer perdido.

Sin hablar apenas, el grupo bajó por Pulteney Street y Lauraplace, dedicado Thorpe a animar a su cat con palabras y alguna que otra exclamación, mientras la muchacha se entregaba a una meditación en la que alternaban temas tan variados como promesas incumplidas, faetón y colgaduras, el comportamiento de los Tilney y puertas secretas. Al pasar por delante de los edificios una pregunta de Thorpe distrajo a Catherine de sus pensamientos.

—¿Quién es esa señorita que la miró a usted tan insistentemente al pasar junto a nosotros?

—¿Quién? ¿Dónde?

—En la acera de la derecha.

Catherine volvió la cabeza a tiempo de ver a Tilney, que, apoyada en el brazo de su hermano, iba por la calle con paso lento. Ambos también repararon ella.

—¡Deténgase! ¡Deténgase, Mr. Thorpe! —exclamó la muchacha con impaciencia—. Es Miss Tilney. Se lo aseguro... ¿Por qué me dijo usted que se habían marchado de paseo? Deténgase de inmediato y déjeme saludarle.

Su ruego fue inútil. Sin hacer el menor caso de lo que oía, Thorpe fustigó el caballo, obligándolo a trotar deprisa. Los Tilney doblaron una esquina y momentos después el calesín rodaba por la plaza del Mercado.

—¡Por favor, deténgase, Mr. Thorpe, se lo suplico! —insistió Catherine—. No puedo, no quiero seguir; es preciso que hable con Miss Tilney...

Pero Mr. Thorpe contestó con una carcajada, fustigó al caballo y siguió adelante. Catherine, a pesar de su indignación, y ante la evidencia de que era imposible bajar del coche, no tuvo más remedio que resignarse, sin escatimar, no obstante, reproches.

—¿Por qué me ha engañado usted, Mr. Thorpe? ¿Por qué aseguró que había visto a mis amigos por la carretera de Lansdown? Daría cuanto tengo en el mundo por que nada de esto hubiera sucedido. ¿Qué dirán de mí? Les parecerá extraño y hasta de mala educación el que hayamos pasado de largo sin detenernos a saludarlos. No sabe usted lo disgustada que estoy... Ya no podré disfrutar del paseo. Preferiría mil veces bajarme y correr en su busca a seguir con usted. ¿Por qué me dijo que los había visto en un faetón?

Thorpe se defendió con habilidad. Declaró que jamás había visto dos hombres tan parecidos, y hasta se negó a reconocer que el joven que acababan de ver fuese Tilney.

El paseo, aun después de agotada la conversación, no podía resultar agradable. Catherine se mostró menos complaciente que en la última excursión, respondió con desconcertante laconismo a las observaciones de su compañero y no se preocupó de disimular su tedio. Sólo le quedaba el consuelo de visitar el castillo de Blaize, y con gusto habría prescindido de la alegría que aquellos viejos muros pudieran proporcionarle, del placer de recorrer los grandes salones, llenos de reliquias de un esplendor pasado, antes que verse privada del proyectado paseo con sus amigos o exponerse a que éstos interpretaran mal su conducta.

Mientras iba sumida en tales pensamientos, el viaje se desarrollaba sin percance alguno. Se encontraban cerca de Kenysham cuando un aviso de Morland, que venía detrás de ellos, obligó a Thorpe a detener la marcha. Se acercaron los rezagados y Morland dijo a su amigo:

—Será mejor que volvamos, Thorpe. Tu hermana y yo opinamos que es demasiado tarde para continuar, figúrate que hemos tardado una hora justa en llegar desde Pulteney Street, hemos cubierto siete millas, y aún nos restan ocho. No es posible. Hemos salido demasiado tarde. Creo que haríamos bien en regresar y dejar la excursión para otro día.

—A mí lo mismo me da —dijo Thorpe con bastante mal humor, y volviéndose hacia Catherine, añadió— si su hermano no guiara un caballo tan... maldito podríamos haber llegado a Clifton en una hora, pero por culpa de ese... maldito jaco. Morland es un tonto por no tener su propio caballo y su propio calesín.

—No es ningún tonto —replicó Catherine, indignada—. Lo que ocurre es que no puede sufragar esos gastos

—¿Y por qué no puede?

—Porque no tiene bastante dinero.

—¿Y de quién es la culpa?

—De nadie, que yo sepa.

Thorpe, entonces, con la incoherencia y la agresividad propias de él, empezó a decir que la avaricia era un vicio repugnante y que si la gente que tiene el riñón bien cubierto no sufragaba ciertos gastos, no sabía él como iba a poder hacerlo, y otras cosas que Catherine ni se esforzó siquiera en oír. Ante la imposibilidad de lograr el consuelo que a cambio de otra desilusión se prometía, la muchacha se mostró menos dispuesta a intentar ser amable con Thorpe, y durante el trayecto de regreso no cambiaron más de veinte palabras.

Al llegar a la casa el lacayo informó a Catherine que una señora, acompañada de un caballero, había llegado a buscarla pocos minutos después de que ella se hubiese marchado, que al enterarse de que había salido con Mr. Thorpe habían preguntado si no había dejado algún recado para ellos, y al responder él que nada podía decirles al respecto, se habían ido no sin antes entregarle sus tarjetas. Pensando en aquellas desoladoras noticias subió Catherine a su habitación. En lo alto de la escalera se encontró con Mr. Allen, que al saber las causas que habían motivado su repentino regreso, le dijo:

—Celebro que Mr. Morland haya mostrado tan buen sentido. El plan no podía ser más absurdo y descabellado.

Pasaron la velada todos juntos en casa de los Thorpe. Catherine no disimulaba su preocupación y tristeza. Isabella, en cambio, se mostraba muy satisfecha, diríase que el haber hecho una apuesta con Morland la compensaba de las diversiones que en la posada de Clifton habría podido encontrar. Habló también con insistencia de la satisfacción que sentía al faltar aquella noche a los salones del balneario.

—¡Qué lástima me inspiran los infelices que han ido al baile! —exclamó—. Y ¡cuánto celebro no hallarme entre ellos! ¿Estarán muy concurridos los salones? El baile aún no debe de haber empezado, pero por nada del mundo asistiría a él. ¡Es tan delicioso pasar una velada en familia! Además, no creo que resulte muy animado. Sé que los Mitchell no tenían intención de ir. Os aseguro que me inspiran verdadera lástima los que se han tomado la molestia de bajar. En cambio, usted, Mr. Morland, está deseando ir, ¿verdad? Sí, sí; estoy segura de ello, y le suplico que no se prive por nosotros. Nos arreglaríamos perfectamente sin su presencia, se lo aseguro. Los hombres se empeñan en creer que son indispensables, y están muy equivocados.

Catherine estuvo tentada de acusar a Isabella de falta de ternura y de consideración para con ella, pues, a juzgar por lo que se veía, su desconsuelo no le preocupa en absoluto.

—No estés tan aburrida, querida —le dijo al fin en voz baja—. Me parte el alma verte así, después de todo, los únicos responsables de lo ocurrido son los Tilney. ¿Por qué no fueron más puntuales? Es cierto que los caminos estaban cubiertos de lodo, pero ¿qué importaba eso? A John y a mí excusa tan nimia no habría bastado para disuadirnos. Sabes que no me importa sufrir molestias cuando de complacer a una amiga se trata. Es mi manera de ser, y lo mismo le ocurre a John, que tiene sentimientos muy profundos. ¡Cielos, qué magníficas cartas tienes! Reyes, ¿eh? ¡Qué feliz me haces! Y es que yo soy así, prefiero mil veces que los tengas tú a ser yo la favorecida.

Es hora de que despidamos por breve tiempo a la heroína enviándola al lecho del insomnio que, como le corresponde, a apoyar la cabeza sobre una almohada erizada de espinas y empapada de lágrimas, y... ya puede tenerse por muy afortunada si, dada su condición, logra en los próximos tres meses conciliar el sueño una noche siquiera.

12

—¿Cree usted, Mrs. Allen —preguntó a la mañana siguiente Catherine—, que estaría bien que yo visitase hoy a Miss Tilney? No podré estar tranquila mientras no le haya explicado lo ocurrido.

—Desde luego, puedes intentarlo, hija mía, pero creo que deberías ponerte un vestido blanco para visitarla. Es el color preferido de Miss Tilney.

Catherine aceptó gustosa el consejo de su amiga y, debidamente ataviada, se dirigió hacia el balneario hecha un manojo de nervios, pues aun cuando creía que los Tilney se hospedaban en Milsom Street, no estaba segura de las señas, y las indicaciones siempre dudosas de Mrs. Allen aumentaban su confusión. Una vez informada de la dirección de sus amigos, partió rumbo a su destino con paso rápido y el corazón palpitante. Deseosa de explicar su conducta y obtener cuanto antes el perdón de sus amigos, pero haciéndose la distraída por el jardín de la iglesia, próximo al cual se encontraban en aquel momento su querida Isabella y la simpática familia de ésta.

Llegó sin dificultad a la casa de Milsom Street, miró el número, llamó a la puerta y preguntó por Miss Tilney. El hombre que abrió dijo que no sabía si la señorita se hallaba en casa, pero que iría a comprobarlo. Catherine le dio entonces su tarjeta y le rogó que anunciara su presencia. A los pocos minutos volvió el criado, con una mirada que no confirmaba sus palabras, que Miss Tilney había salido. Catherine se quedó avergonzada, pues tenía la certeza de que su nueva amiga no había querido recibirla, molesta, sin duda, por el incidente del día anterior. Al pasar por delante de las ventanas del salón de la casa de los Tilney, miró, creyendo ver a alguien detrás de los cristales, pero no había nadie. Al final de la calle se volvió de nuevo y entonces vio a Miss Tilney, no en la ventana, sino en la puerta misma de la casa. La acompañaba un caballero, que Catherine supuso debía de ser su padre, y juntos se dirigieron hacia Edgar's. Profundamente humillada, la muchacha siguió su camino. Lamentaba el haberse expuesto a semejante descortesía, pero el recuerdo de su ignorancia de las leyes sociales la obligó a recapacitar. Al fin y al cabo ella no sabía cómo estaría clasificada su conducta en el código de política mundana, cuan imperdonable resultaría su acción ni a qué rigores la expondría ésta, deprimida se sentía, que hasta pensó en no asistir al teatro aquella noche, pero desechó rápidamente esa idea en primer lugar, porque no tenía una excusa seria que disculpara su ausencia, y en segundo porque se presentaba una obra que deseaba ver. De modo, que todos fueron al teatro, como de costumbre, al entrar Catherine advirtió que no asistía a la función ningún miembro de la familia Tilney. Era evidente contaba ésta, entre sus muchas perfecciones, la de poder prescindir de una diversión que —según testimonio de Isabella— mal podía satisfacer a quien tenía costumbre de admirar las magníficas representaciones de los teatros de Londres.

La obra no defraudó a Catherine, quien siguió con tanto interés los cuatro primeros actos que nadie había adivinado cuan preocupada estaba. Al empezar el quinto acto, sin embargo, la aparición de Henry y de su padre en el palco de enfrente suscitó de nuevo en su ánimo ideas turbadoras. Ya no logró distraerla cuanto ocurría en el escenario, ni provocaron su risa los chistes de la obra. La mitad, por lo menos, de sus miradas se dirigían al otro palco, y durante dos escenas consecutivas no apartó los ojos de Henry, que no se dignó dar muestras de que hubiera reparado en ella. No parecía indiferente para el teatro quien de manera tan insistente fijaba su atención en la escena. Al fin, el joven volvió la mirada hacia Catherine y la saludó, pero ¡qué saludo!, sin una sonrisa, apartando la vista casi de inmediato... La ansiedad de Catherine aumentó. De buena gana habría pasado al palco donde se encontraba Henry para pedirle una explicación. Se vio dominada por sentimientos más humanos que heroicos. Lejos de molestarle aquella condena injusta de su conducta, en vez de sentir rencor hacia el hombre que de manera tan arbitraria e infundada dudaba de ella, en lugar de exigirle una explicación y hacerle comprender su error, bien evitando el hablarle, bien coqueteando con otro, Catherine aceptó el peso de la culpa o la apariencia de ésta y no deseó sino que llegara la ocasión de disculparse.

Terminó la obra, cayó el telón y Henry Tilney desapareció de su asiento. El general permaneció, sin embargo, en el palco, y la muchacha se preguntó si aquél tendría intención de pasar a saludarla.

Así fue, efectivamente; algunos momentos después vieron a Mr. Tilney abrirse paso entre la gente en dirección a ellas. Saludó primero con gran ceremonia a Mrs. Allen, y la muchacha, sin poder contenerse, exclamó:

—¡Ah, Mr. Tilney! Estaba deseando hablar con usted para pedirle que me perdonase por mi conducta. ¿Qué habrá pensado usted de mí? Pero no fue mía la culpa, ¿verdad, Mrs. Allen? ¿Verdad que me dijeron que Mr. Tilney y su hermana habían salido en un faetón? ¿Qué otra cosa podía yo hacer? Pero le aseguro que habría preferido salir con ustedes. ¿Verdad que sí, Mrs. Allen?

—Ten cuidado, hija mía, que me arrugas el traje —contestó Mrs. Allen.

Felizmente, las excusas de Catherine, aun privadas de la confirmación de su amiga, lograron cierto efecto. Henry esbozó una sonrisa cordial y con un tono que sólo conservaba cierta fingida reserva, contestó:

—Nosotros agradecimos mucho sus deseos de que la pasáramos bien. Así por lo menos interpretamos el interés con que volvió la cabeza para mirarnos.

—Está usted en un error. Lejos de desearles un feliz paseo, lo que hice fue suplicar a Mr. Thorpe que detuviera el coche. Se lo rogué apenas me di cuenta de que eran ustedes. ¿Verdad, señora, que...? Cierto que usted no estaba con nosotros; pero así lo hice, se lo aseguro, si Mr. Thorpe hubiese accedido a mis ruegos, me habría bajado de inmediato del calesín para correr en busca de ustedes.

No creo que exista en el mundo ningún hombre capaz de mostrarse insensible a tal afirmación. Henry Tilney no desperdició la ocasión. Con una sonrisa más cariñosa aún, dijo cuanto era preciso para explicar el sentimiento que el aparente olvido de Catherine había producido en su hermana y la fe y la confianza que a él le merecían las explicaciones. Pero la muchacha no quedó satisfecha.

—No diga usted que su hermana no está enfadada —exclamó—, porque me consta que lo está. De otro modo no se habría negado a recibirme esta mañana. La vi salir de la casa un momento después de haber estado yo. Me dolió profundamente, aunque no me molestó; pero, tal vez ignore usted que fui a verlos esta mañana.

—Yo no estaba en casa, pero Eleanor me refirió lo ocurrido y me expresó sus grandes deseos de verla para disculpar su aparente descortesía. Quizá yo logre hacerlo por ella. Fue mi padre quien, deseoso de salir a dar una vuelta, y contando con poco tiempo para ello, dio la orden de que no se dejase pasar a nadie. Eso es todo, se lo aseguro. Mi hermana quedó preocupadísima, y, como le digo, desea ofrecerle sus excusas.

Aun cuando aquellas palabras tranquilizaron algo a Catherine, ésta aún experimentaba una inquietud que trató de disipar con una ingenua pregunta que sorprendió a Mr. Tilney:

—¿Por qué es usted menos generoso que su hermana? Si tanta confianza mostró ella en mí, suponiendo, desde luego, que se trataba de un mal entendido, ¿por qué usted se molestó?

—¿Molestarme yo?

—Sí, sí; cuando entró usted en el palco, todo su aspecto revelaba disgusto.

—¿Disgusto? ¿Acaso tengo derecho a disgustarme con usted?

—Pues, a juzgar por la expresión de su rostro, nadie habría pensado lo contrario.

Henry contestó rogándole que le dejara sitio a su lado, donde permaneció un rato charlando y mostrándose tan agradable, que el mero anuncio de que debía marcharse provocó en Catherine un sentimiento de tristeza. Antes de separarse, sin embargo, convinieron en realizar cuanto antes el proyectado paseo, y más allá de la pena que sentía por tener que separarse de su amigo, Catherine se consideró aquella noche la criatura más feliz de la tierra. Mientras ambos hablaban observó con gran sorpresa que John Thorpe, que era por lo general el hombre más inquieto del mundo, hablaba detenidamente con el general Tilney, y su sorpresa aumentó al observar que ella era el objeto de la atención y la conversación de los dos caballeros. ¿Qué estaría diciendo? Temió que tal vez al general le disgustase su aspecto. Además, interpretaba como una prueba de antipatía el que dicho señor hubiera preferido negarle la entrada en su casa antes que retrasar él su paseo.

—¿Dónde ha conocido Mr. Thorpe a su padre, el general? —preguntó con ansiedad a Mr. Tilney señalando a los dos hombres.

Henry no lo sabía, pero agregó que su padre, como todos los militares, tenía numerosas relaciones.

Una vez que hubo terminado el espectáculo, Thorpe se acercó y se ofreció a acompañar a las señoras, hizo objeto de grandes atenciones a Catherine y, mientras esperaban en el vestíbulo la llegada de los coches, se anticipó a la pregunta que el corazón y los labios de Catherine deseaban formular, diciendo:

—¿Me ha visto hablando con el general Tilney? Es un viejo simpatiquísimo, fuerte, activo; parece más joven que su hijo. Lo estimo mucho. Nunca he visto alguien más bueno y caballeroso.

—Pero ¿de qué lo conoce usted?

—¿Que de qué lo conozco? Son pocas las personas de Bath con quien yo no me trate. Lo conocí en Bedford, volví a encontrarlo aquí, en el salón de billar. Por cierto que, a pesar de ser uno de nuestros mejores jugadores de billar y del miedo que en un principio me inspiraba su juego, gané la partida que disfrutamos. Jugábamos a cinco por cuatro en contra de mí, y si no llego a hacer la carambola más limpia que jamás he conseguido (dándole a su bola, como comprenderá, pero es imposible explicarlo sin una mesa), no gano. Se trata de una persona excelente, y muy rico. Me gustaría que me invitase a comer pues debe de tener un cocinero magnífico. Y ahora que me acuerdo, ¿de qué le parece que hemos estado hablando? Pues de usted, sí, de usted, y el general dice que usted es la mujer más bonita que hay en Bath.

—¡Qué tontería! ¿A qué viene ahora eso?

—¿Sabe usted qué le contesté? —dijo él, y añadió voz baja— Le dije: tiene usted razón, mi general.

Al llegar a ese punto, Catherine, a quien agradaba menos la admiración de Thorpe que la del general Tilney, se apresuró a seguir a Mr. Allen.

Thorpe, a pesar de los reiterados pedidos de la muchacha para que se retirara, no la abandonó hasta que estuvo instalada en el coche, prodigándole mientras tanto los más delicados halagos.

A Catherine le resultaba enormemente grato que el general, lejos de sentir antipatía por ella, la admirase tan cordialmente, y con infinita complacencia pensó que por lo visto todos los miembros de la familia Tilney estaban de acuerdo con respecto a ella. La velada había resultado infinitamente mejor de lo esperado.

13

Conocidos son del lector los hechos ocurridos el lunes, martes, miércoles, jueves, viernes y sábado de aquella trascendental semana. Uno por uno hemos ido analizando los temores, mortificaciones y alegrías experimentados por Catherine en el transcurso de aquellos sensacionales días, no faltándonos para completar éste más que descubrir los hechos que tuvieron lugar el domingo.

La tarde de dicho día, y mientras paseaban todos por Crescent, surgió de nuevo el tema de la excursión a Clifton, suspendida una vez, como sabemos. Ya en una charla previa Isabella y James habían decidido que el paseo se llevase a cabo al día siguiente por la mañana, muy temprano, para volver a una hora razonable. El domingo por la tarde, en que, como hemos dicho, las familias se hallaban reunidas, Isabella y James expusieron sus planes a John, quien los aprobó. Sólo faltaba la conformidad de Catherine, alejada en aquellos momentos del grupo por haberse detenido a saludar a Miss Tilney. Grande fue la sorpresa de todos cuando al regresar la muchacha y conocer la noticia, lejos de recibirla con alegría anunció con expresión grave su propósito de declinar la invitación, ya que se había comprometido con Miss Tilney.

En vano protestaron los Thorpe insistiendo en que era preciso ir a Clifton el día señalado y asegurando que no estaban dispuestos a prescindir de ella. Catherine se mostró apenada, pero ni por un instante dispuesta a ceder.

—No insistas, Isabella —dijo—. Le he dado mi palabra a Miss Tilney y por lo tanto no puedo acompañaros.

Volvieron los otros a la carga armados con los mismos argumentos y negándose a aceptar su negativa.

—Pues dile a Miss Tilney —insistieron— que tenías un compromiso previo y puede que posponga el paseo para el martes, por ejemplo.

—No es fácil, ni quiero hacerlo. Además, ese compromiso previo no existe.

Isabella continuó suplicando, rogando, instando a su amiga de la manera más afectuosa, empleando para ello las palabras más cariñosas. ¿Cómo era posible que su queridísima, su dulcísima amiga, se negara a complacer a quien tanto la quería? Ella sabía que su adorada Catherine, dueña de un corazón bondadoso y de un carácter encantador, no sabría negarse al deseo de quienes tanto la apreciaban. Pero todo fue inútil. Persuadida de que su actitud era correcta, Catherine no se dejaba convencer. Isabella cambió entonces de táctica. Reprochó a la muchacha el que prefiriese a Miss Tilney, a la que, evidentemente, y a pesar de conocerla hacía tan poco tiempo, profesaba mayor cariño que a sus otras amistades. Finalmente, la acusó de indiferencia y frialdad para con ella.

—No puedo evitar sentir celos cuando veo que me abandonas por unos extraños. ¡A mí, que tanto te quiero! Ya sabes que una vez que entrego mi cariño a una persona no hay poder humano que logre hacérmela olvidar. Soy así; tengo sentimientos más profundos que nadie, y tan arraigados que ponen en peligro la tranquilidad de mi espíritu. No imaginas cuánto me duele ver mi amistad desdeñada en favor de unos forasteros, que eso, y no otra cosa, son los Tilney.

A Catherine el reproche le pareció tan inmerecido como cruel. ¿Era justo que una amiga sacara a relucir de ese modo sus sentimientos y secretos más íntimos? Isabella se estaba comportando de manera egoísta y poco generosa; por lo visto, nada le preocupaba más que su propia satisfacción. Tales pensamientos no la impulsaron, sin embargo, a hablar, y mientras ella permanecía en silencio, Isabella, llevándose el pañuelo a los ojos, hacía ademán de enjugarse las lágrimas, hasta que Morland, conmovido por aquellas muestras de pesar, dijo a su hermana:

—Vamos, Catherine, creo que debes ceder. El gusto de complacer a tu amiga bien vale un pequeño sacrificio. Opino que harás mal en negarte a nuestros deseos.

Era la primera vez que John se oponía a su proceder, y, debido a esto, Catherine propuso un arreglo. Si ellos demoraban su plan hasta el martes, lo cual podía hacerse fácilmente, ya que sólo de ellos dependía, ella los acompañaría y todos quedarían satisfechos. Pero sus amigos se negaron en redondo a alterar sus planes, alegando, en defensa de su proyecto, que para entonces Thorpe tal vez se hubiese marchado. Catherine respondió que en ese caso lo lamentaría mucho, pero que no tenía nada mejor que proponer. Siguió a sus palabras un breve silencio, interrumpido al fin por Isabella, quien, con voz que denotaba un resentimiento profundo, dijo:

—Bueno, pues no hay que pensar más en ello. Si Catherine no puede acompañarnos, yo tampoco iré. No quiero ser la única mujer en la excursión. Por nada del mundo pienso exponerme a faltar con ello a las convenciones sociales.

—Es preciso que vengas, Catherine —exclamó James.

—Pero ¿por qué no va una de tus hermanas con Mr. Thorpe? Estoy segura que cualquiera de ellas aceptaría con gusto la invitación.

—Gracias —dijo Thorpe—. Pero yo no he venido a Bath para pasear a mis hermanitas y que la gente me tome por un imbécil. Nada, si usted se niega, pues yo también, ¡qué diablos! si voy, es por llevarla a usted.

—Esa galantería no me causa el más leve placer —replicó Catherine, pero Thorpe se había alejado tan rápidamente que no la oyó.

Siguieron paseando juntos los tres y la situación se hizo cada vez más desagradable para la pobre muchacha. Tan pronto se negaban sus acompañantes a dirigirle la palabra como se empeñaban en abrumarla con súplicas y reproches, y aun cuando Isabella la llevaba, como siempre, cogida del brazo, era evidente que entre ellas no reinaba la paz. Catherine se sentía unas veces molesta, otras enternecida, siempre preocupada y al mismo tiempo firme en su determinación.

—No sabía que fueras tan terca, Catherine —dijo James—. Antes no costaba tanto trabajo convencerte. Siempre fuiste la más dulce y cariñosa de todos nosotros.

—Pues ahora no creo serlo menos —contestó la muchacha, dolorida—: es verdad que no puedo complaceros, pero mi conciencia me advierte que hago lo correcto.