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100 Clásicos de la Literatura

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Petronio se encogió de hombros.

—En ese caso, no puedes considerarte agraviado. Pero no lo comprendo.

—¡Cierto! ¡Cierto! —contestó Vinicio con acento febril—. ¡Nosotros no podemos ya entendernos!

Se sucedió otro intervalo de silencio. Petronio exclamó, por fin:

—¡Ojalá el Hades se tragara a tus cristianos! Te han llenado de zozobra y han aniquilado tu concepto de la vida. ¡Que el Hades los devore! Estás en un error al creer que su religión es buena; porque el bien es todo lo que procura al hombre la felicidad, a saber: la belleza, el amor, el poder; a esto llaman ellos vanidad, y te equivocas al creer que son justos; porque si pagamos bien por mal, ¿qué habremos de pagar por el bien? Y, además, si la recompensa es la misma para una cosa como para otra, ¿por qué tomarse la molestia de ser bueno?

—No, la recompensa no es la misma, y, según sus enseñanzas, empieza en una vida futura, cuya duración no tiene límites.

—No entro en esa cuestión porque estimo que eso ya lo veremos si, acaso, es posible ver sin ojos. Entretanto, considero que esos cristianos no sirven para nada. Urso estranguló a Crotón porque Urso tiene músculos de bronce, y eso se ve; pero los otros son unos estúpidos y el porvenir no puede pertenecer a los estúpidos.

—Para ellos, la vida empieza con la muerte.

—Que es como si dijéramos: «El día empieza con la noche». ¿Tienes la intención de volver a arrebatarles a Ligia?

—No, porque no puedo pagarle mal por bien, y he jurado que no lo haría.

—¿Entonces te propones abrazar la religión de Cristo?

—Deseo hacerlo, pero mi naturaleza no lo soporta.

—Pero ¿podrías olvidar a Ligia?

—No.

—Entonces, viaja.

En este momento anunciaron los esclavos que estaba dispuesto el refrigerio; pero Petronio, creyendo que había tenido una buena idea, dijo cuando se encaminaban al triclinium:

—Tú has recorrido una parte del mundo, pero sólo como un soldado que se dirige presuroso a su destino, sin detenerse en el camino. Ven con nosotros a Acaya. El César no ha renunciado a esa excursión. Y se detendrá en todas partes en su camino, y cantará, y recibirá coronas, saqueará templos y volverá triunfante a Italia. Esto, en cierto modo, simulará un viaje hecho por Baco y Apolo en una misma persona. Habrá augustanos, augustanas y miles de cítaras. ¡Por Cástor!, valdrá la pena presenciar el espectáculo, cuyo igual no ha visto hasta la fecha el mundo entero.

Luego se colocó en el triclinio, delante de la mesa y al lado de Eunice, y cuando un esclavo le colocó en la cabeza una guirnalda de anemones, continuó así:

—¿Qué has visto tú al servicio de Corbulón? Nada. ¿Has recorrido minuciosamente los templos griegos como yo, que empleé más de dos años en ello, pasando de un guía a otro? ¿Has estado en Rodas y recorrido los sitios en donde se alzaba el coloso? ¿Has visto en Panope, en la Fócida, la arcilla con la que Prometeo creaba hombres; o en Esparta los huevos de Leda; o en Atenas la famosa armadura sármata hecha de cascos de caballo; o en Eubea el casco de Agamenón; o la copa a la que sirvió de modelo el seno izquierdo de Helena? ¿Has visitado Alejandría, Menfis, las Pirámides? ¿Has visto los cabellos que Isis se arrancó de la cabeza a impulsos de su dolor por Osiris? ¿Has oído las voces de Memnón? Amplio es el mundo y no todo concluye en el Transtíber. Yo voy a acompañar al César, y en el viaje de regreso me separaré de él para ir a Chipre, porque es el deseo de esta diosa mía de cabellos de oro que vayamos a ofrendar juntos unas palomas a la divinidad de Pafos; y has de saber que todo cuanto ella desea se cumple.

—Soy tu esclava —dijo Eunice.

Petronio reclinó la cabeza coronada de guirnaldas sobre el pecho de la joven y dijo con una sonrisa:

—Entonces yo soy el esclavo de una esclava. ¡Sabe, divina mía, que te admiro desde los pies a la cabeza!

Y luego, dirigiéndose a Vinicio, continuó:

—Ven con nosotros a Chipre. Pero ten presente que es menester que veas antes al César. Malo es que todavía no te hayas presentado, y Tigelino, ya lo sabes, ha de estar pronto para utilizar esta circunstancia en tu perjuicio. Cierto que no abriga personalmente odio hacia ti: mas no puede amarte aunque sólo sea porque eres mi sobrino… Diremos que has estado enfermo. Y es necesario que meditemos bien lo que has de contestar, si él te preguntase algo acerca de Ligia. Lo mejor será hacer un ademán desdeñoso y decir que la tuviste a tu lado hasta cansarte de ella. Él comprenderá eso perfectamente. Dile también que la enfermedad te ha retenido en casa; que tu fiebre aumentó en proporción a tu desconsuelo por no haber podido ir a Nápoles a escuchar su canto, y que lograste al fin mejoría estimulado por la esperanza de volver a oírle. Y no temas en incurrir en exageraciones. Tigelino ha anunciado que inventará para el César algo verdaderamente grande y sorprendente… Tengo miedo de que me vaya a perder… Temo también tu estado de ánimo…

—¿Sabes tú —dijo Vinicio— que hay gentes que no temen al César y viven tranquilas en el mundo como si él no existiera?

—Ya sé a quiénes te refieres: a los cristianos.

—Sí, solamente a ellos. Y, entretanto, nuestra vida…, ¿qué es nuestra vida, sino un continuo terror?

—Déjame en paz con tus cristianos. No temen al César, porque él tal vez ni siquiera ha oído hablar de ellos, y, en todo caso, los ignora, y le importan tanto como un montón de hojas secas. Pero yo te digo que esas gentes son ineptas. Tú mismo te has dado cuenta de esto: si sus enseñanzas repugnan a tu naturaleza es porque presientes que son unos pobres de espíritu. Tú eres hombre de otra clase de arcilla; así pues, en adelante, no te molestes, ni me molestes a mí por su causa. Nosotros sabemos vivir y morir; en cuanto a ellos, no se sabe lo que son capaces de hacer.

Estas palabras hicieron impresión en el ánimo de Vinicio; y al volver a su casa se le ocurrió pensar que, verdaderamente, la bondad y la índole caritativa de los cristianos era una prueba de su pobreza de espíritu. Porque le parecía que gentes animadas de fuerza y dotadas de carácter no podrían perdonar de esa manera. Y vino a su cerebro la idea de que ésta debía de ser la causa real de la repulsión que en su alma de romano sentía por sus enseñanzas. «¡Nosotros sabemos vivir y morir!», había dicho Petronio. En cuanto a ellos, sólo sabían perdonar y no comprendían ni el verdadero amor, ni el odio verdadero.

XXX

El César, al regresar a Roma, se sintió irritado por haber vuelto, y al cabo de algunos días le dominó de nuevo el deseo de visitar la Acaya. Hasta llegó a publicar un edicto en el que declaraba que su ausencia sería de corta duración, y que los negocios públicos no sufrirían detrimento alguno por causa de ella.

En compañía de los augustanos, entre los cuales se hallaba Vinicio, se encaminó al Capitolio y presentó allí ofrendas, a fin de hacer el viaje bajo felices auspicios. Pero al segundo día, cuando visitaba el templo de Vesta, ocurrió un suceso que le hizo modificar todos sus planes.

Temía Nerón a los dioses, aun cuando no creyera en ellos; temía especialmente a la misteriosa Vesta, quien ahora le infundió tal pavor, que a la vista de la divinidad y en presencia del fuego sacro se le erizaron repentinamente los cabellos; castañetearon sus dientes, un estremecimiento general recorrió todos sus miembros y cayó aterrorizado en los brazos de Vinicio, que se hallaba detrás de él en aquel momento.

Inmediatamente fue sacado del templo y conducido al Palatino, donde pronto se repuso; pero no abandonó el lecho en ese día. Y declaró, además, con gran asombro de los presentes, que se veía en el caso de diferir su viaje, pues la divinidad le había prevenido secretamente en contra de toda precipitación.

Una hora después se anunciaba por toda Roma que, habiendo reparado el César en la tristeza que se advertía en los semblantes de los ciudadanos de Roma, y movido por el amor que les tenía, como el de un padre a sus hijos, había dispuesto permanecer a su lado y compartir con ellos su destino y sus placeres. El pueblo, regocijado ante tal resolución y seguro asimismo de que no habrían de faltarle juegos y una distribución de trigo, se reunió en gran número delante de las puertas del Palatino y prorrumpió en vítores en honor del divino César. Éste se hallaba en aquel momento entretenido en jugar a los dados con algunos augustanos. Interrumpiendo el juego, dijo:

—Sí, era necesario aplazar el viaje. Egipto y la dominación sobre el Oriente, según las predicciones, no pueden escapárseme, y de esta manera tampoco perderemos la Acaya. Daré orden de abrir el istmo de Corinto y levantaré en Egipto monumentos tales que las pirámides a su lado han de parecer juguetes para niños; haré construir una esfinge siete veces mayor que la que mira al desierto fuera de Menfis; pero he de dar orden de que le pongan mi cabeza. Y las edades futuras no hablarán de otra cosa que de ese monumento y de mí.

—Con tus versos ya te has levantado a ti mismo un monumento no solamente siete veces, sino veintiuna veces mayor que la pirámide de Keops —dijo Petronio.

—¿Y con mi canto? —preguntó Nerón.

—¡Ah! ¡Si tan sólo fuera dado a los hombres erigirte una estatua como la de Memnón, de la cual emergiera tu voz a la salida del sol! ¡Por todos los siglos venideros los mares que rodean a Egipto se verían cubiertos de un enjambre de barcos, en los cuales multitudes inmensas, procedentes de las tres partes del mundo, vendrían a escuchar tu canto!

—¡Desgraciadamente, nadie podría realizar esto! —dijo Nerón.

—Pero, en cambio, puedes hacer tallar en basalto un monumento en que tú figures dirigiendo una cuadriga.

 

—¡Cierto! ¡He de hacerlo!

—Y así dispensarás un nuevo don a la Humanidad.

—En Egipto me desposaré con la luna, que hoy esta viuda, y seré entonces un verdadero dios.

—Y nos darás estrellas por esposas, y haremos una nueva constelación, que se llamará la constelación de Nerón. Pero has de casar a Vitelio con el Nilo, a fin de que pueda engendrar hipopótamos. Y a Tigelino dale el desierto; en él será rey de los chacales.

—¿Y a mí qué me predestinas? —preguntó Vatinio.

—¡Que Apis te bendiga! Dispusiste juegos tan espléndidos en Benevento, que no me es posible desearte nada malo. Haz un par de botas para la esfinge, cuyas garras han de entumecerse con el relente; después de eso podrías fabricarles sendos pares de sandalias a los colosos que forman calle delante de los templos. Todos han de encontrar allí una ocupación adecuada a sus aptitudes. Domicio Afer, por ejemplo, será el tesorero, ya que tan penetrados estamos de su honradez. Pláceme sobre manera, César, que sueñes con Egipto; pero me apena que hayas diferido tus recientes proyectos de viaje.

—Tus ojos mortales nada vieron, porque la deidad se hace invisible a los hombres cuando le viene en deseo —repuso Nerón—. Sabe que estando yo en el templo de Vesta se me aproximó la diosa y me dijo al oído: «Aplaza tu viaje». Y ocurrió ello tan inesperadamente, que me infundió pavor, aun cuando debiera estar agradecido a los dioses por la notoria solicitud con que sobre mí velan.

—Todos nosotros nos aterrorizamos —dijo Tigelino—, y la vestal Rubria se desmayó.

—¡Rubria —dijo Nerón—: Qué níveo cuello posee!

—Y noté su turbación a la vista del divino César.

—¡Cierto! Yo mismo reparé en ello. Eso es admirable. Hay algo divino en cada una de las vestales, y Rubria es muy bella. Decidme —repuso luego, después de un momento de meditación—: ¿Por qué temen las gentes a Vesta más que a los otros dioses? ¿Qué significa esto? Aun cuando soy el Sumo Sacerdote, el miedo se apoderó de mí por completo. Solamente recuerdo que me caía de espaldas, y habría dado con mi cuerpo en tierra si alguien no me hubiera sostenido. ¿Quién fue?

—Yo —contestó Vinicio.

—¡Oh tú, «fornido Marte»! ¿Por qué no fuiste a Benevento? Me dicen que has estado enfermo, y por cierto realmente tienes demudado el semblante. También he oído que Crotón te quiso matar. ¿Es eso cierto?

—Así es, y me rompió un brazo; mas yo me defendí.

—¿Con un brazo roto?

—Un cierto bárbaro vino en mi auxilio; era más fuerte que Crotón.

Nerón le miró con asombro y le dijo:

—¿Más fuerte que Crotón? ¿Acaso estás bromeando? Crotón era el más hercúleo de los hombres; pero ahora, tenemos a Siphax, de Etiopía.

—Te digo, César, que yo le he visto con mis propios ojos.

—¿Dónde está esa perla? ¿No le han hecho ya rey de Nemea?

—No podría decírtelo, César. Le he perdido de vista.

—¿Y ni siquiera sabes de qué pueblo es oriundo?

—Como tuve un brazo roto, no me fue posible preguntar quién era.

—Búscamele y encuéntramele.

A lo que Tigelino dijo:

—Yo me encargaré de ello.

Pero Nerón siguió hablando a Vinicio:

—Te agradezco —le dijo— que me hayas sostenido, porque de caer, bien hubiera podido romperme la cabeza. Hubo una época en que fuiste un buen compañero; pero las campañas y el servicio a las órdenes de Corbulón te han vuelto un tanto huraño; raras veces te veo… Y a propósito —agregó al cabo de un momento—, ¿cómo está esa doncella tan estrecha de caderas de quien estuviste enamorado y que hice sacar para ti de casa de Aulo?…

Vinicio se sintió confundido ante esta pregunta, mas Petronio vino en su ayuda al instante, y dijo:

—Señor: apostaría yo que la ha olvidado ya. ¿No has reparado en su confusión? Pregúntale más bien cuántas han venido sucesivamente a reemplazarla desde entonces, y no te aseguro que pueda darte una respuesta precisa. Los Vinicio son buenos soldados, pero aún mejores gallos; gustan de las aves por bandadas. Castígale, señor, por eso no invitándole a la fiesta que ha prometido Tigelino disponer en tu honor en el estanque de Agripa.

—No haré tal cosa. Y confío, Tigelino, en que allí no han de faltar bandadas de beldades.

—¿Podrían estar las Gracias ausentes del sitio donde se halla presente Amor? —repuso Tigelino.

—El tedio me martiriza —dijo Nerón—. Me he quedado en Roma por la voluntad de la diosa; pero la ciudad me es insoportable. Partiré para Ancio. Me ahogo en estas estrechas calles, con sus casas que parecen próximas a desplomarse, y en medio de esas raquíticas arboledas. El aire viciado llega hasta mi palacio y se infiltra a través de mis jardines. ¡Oh, si un terremoto destruyese a Roma! ¡Si un dios irritado quisiera arrasarla hasta el nivel del suelo! ¡Yo demostraría entonces al mundo cómo ha de construirse la ciudad que es la cabeza del orbe y mi capital!

—César —contestó Tigelino—, tú has dicho: «¡Si algún dios irritado quisiera destruir la ciudad!», ¿no es así?

—¡Justamente! ¿Y qué?

—Pero ¿no eres tú dios?

Nerón hizo un ademán de hastío, y dijo:

—Veremos lo que nos preparas en el estanque de Agripa. Después he de partir para Ancio. Vosotros sois pequeños: por eso no comprendéis que yo necesito cosas inmensas.

Y cerró los ojos, dando así a entender que necesitaba descanso. Los augustanos empezaron entonces a retirarse. Petronio salió también, acompañado de Vinicio, y le dijo:

—Estás, pues, invitado a tomar parte en la fiesta. Barbas de Cobre renuncia a su viaje por el momento, y eso será motivo para que haga más locuras que nunca; se establece ahora en la ciudad como en su propia casa. Es necesario, por tanto, que tú también trates de hallar en las locuras que se preparan distracción y olvido. Hemos conquistado el mundo y tenemos derecho a divertirnos. Tú, Marco, eres un apuesto mozo y a ello en parte atribuyo la inclinación que siento hacia ti. ¡Por Diana de Efeso!, si pudieses ver tus cejas unidas y tu semblante, en el que se advierte la antigua sangre de los quirites. A tu lado, los demás parecen libertos, y si no fuera por esa religión insensata, Ligia estaría en tu casa hoy día. Intenta una vez más demostrarme que no son esos cristianos los enemigos de la vida y de la Humanidad. Se han portado bien contigo, de ahí el que se conciba tu agradecimiento; pero yo en tu lugar detestaría esa religión y buscaría el placer dondequiera que pudiese encontrarlo. Lo repito: eres un apuesto mozo y en Roma existe un verdadero enjambre de mujeres divorciadas.

—Lo que me sorprende es que todavía no te hayas cansado de todo esto.

—¿Quién te ha dicho lo contrario? Desde hace mucho tiempo me cansa, pero yo no tengo tus años. Además, tengo otros gustos, de que tú careces. Amo los libros, que para ti no presentan el menor atractivo; me agrada la poesía, que a ti te aburre; me placen los objetos de cerámica, las piedras de valor y multitud de cosas en que tú ni siquiera detienes la vista; tengo un dolor en la espalda, que a ti no te aqueja, y, finalmente, poseo a Eunice, mientras que tú no has encontrado nada que se le parezca. Para mí es agradable la permanencia en el hogar, en medio de mis obras maestras; de ti jamás conseguiré hacer un hombre de verdadero sentido estético. Sé que en la vida nunca he de encontrar ya nada superior a lo que actualmente poseo; y en cuanto a ti, ni siquiera sabes en qué consiste lo que incesantemente esperas y buscas. Si la muerte hubiese de venir a visitarte ahora, con toda tu melancolía y todo tu valor, morirías lleno de asombro al convencerte de que te era necesario abandonar este mundo; en cuanto a mí, aceptaría la muerte como una necesidad lógica y con la convicción de que no existe en este suelo fruto que no haya gustado. No quiere esto decir que me apresure a llegar al fin, tampoco he de intentar retardarlo si viene: trataré simplemente de que sea agradable. Hay en el mundo escépticos alegres. Para mí, los estoicos son unos necios; pero el estoicismo curte a los hombres por lo menos, en tanto que tus cristianos traen al mundo la melancolía, que es a la vida lo que la lluvia a la Naturaleza. ¿Sabes la última noticia? Que durante los festejos de cuyo programa se halla encargado Tigelino y que van a verificarse en el estanque de Agripa, habrá lupanares y en ellos se reunirán las mujeres de las más nobles casas de Roma. ¿No crees poder descubrir entre éstas alguna siquiera suficientemente hermosa y capaz de aliviar tus penas? Y habrá también doncellas que se presentarán por primera vez en sociedad como ninfas. ¡Este es nuestro mundo cesáreo en Roma! Empieza a hacer calor; la brisa meridiana calienta las aguas y salpica los cuerpos desnudos. Y tú, ¡oh Narciso!, sabe que no habrá mujer alguna que pueda resistirte; ¡ninguna, aunque fuese una virgen vestal!

Vinicio se llevó la mano a la frente, como un hombre alucinado por una idea fija, y contestó:

—Qué suerte tendría si tal cosa encontrara.

—¿Y quién te ha puesto en ese estado sino los cristianos? Pero las gentes cuya divisa es una cruz no pueden ser de otra forma. Escúchame: Grecia fue hermosa y creó la sabiduría; nosotros creamos el poder; ¿qué es capaz de crear, en tu concepto, su doctrina? Si lo sabes, explícamelo, porque, ¡por Pólux!, no sabría adivinarlo…

—Parece como si abrigaras el temor de que llegue yo a hacerme cristiano —dijo Vinicio, encogiéndose de hombros.

—Lo que temo es que arruines tu vida. Si no puedes ser griego, sé romano: posee y goza. Nuestras locuras tienen cierto juicio, porque hay en ellas una especie de amor a nosotros mismos. Desprecio a Barbas de Cobre, porque es un bufón griego. Si él quisiera seguir siendo romano, reconocería que tiene razón al permitirse todas sus locuras. Y ahora prométeme que si te encuentras algún cristiano al volver a tu casa, le sacarás la lengua. Si es Glauco, el médico, no ha de extrañar eso. Y adiós, hasta que volvamos a encontrarnos en el estanque de Agripa.

XXXI

Los pretorianos rodeaban las arboledas que crecían junto a las orillas del estanque de Agripa, a fin de que las multitudes de espectadores no se agolpasen en número excesivo molestando al César y a sus huéspedes. Y todo cuanto había en Roma de notable por su riqueza, hermosura y talento pensaba asistir a la fiesta, que no había tenido antes igual en la historia de la ciudad.

Tigelino quiso compensar así al César la contrariedad sufrida al diferir su viaje a la Acaya, superar a todos los anteriores festejantes de Nerón y probar que nadie era capaz de divertirle tanto.

Teniendo en cuenta ese objeto, y aun desde los días en que se hallaba acompañando al César en Nápoles, y después de Benevento, había iniciado sus preparativos y despachado las órdenes oportunas para que de las más remotas regiones de la tierra enviasen fieras, pájaros, peces raros y plantas, sin omitir la vajilla y los manteles, que por su riqueza debían realzar el esplendor de la fiesta. Las rentas de provincias enteras se consumían en la realización de estos insensatos proyectos, mas el poderoso favorito, tratándose de ellos, no vacilaba. Su influencia aumentaba de día en día. Y no era porque Nerón quisiera más a Tigelino que a los otros, sino porque se hacía cada día más y más indispensable.

Petronio le superaba infinitamente en cultura, intelecto y buen juicio, y en la conversación conocía la mejor manera de entretener al César; mas, por desgracia suya, superaba en su talento al César mismo, despertando con ello la envidia de éste. Por otra parte, no podía ser un sumiso instrumento suyo en materias de buen gusto. En cambio, cuando se hallaba Nerón delante de Tigelino, jamás sentía el menor recelo. El mismo título de Arbiter Elegantiarum, que se había conferido a Petronio, mortificaba el amor propio de Nerón, porque ¿era posible que alguien tuviese, delante de él, derecho a llevar tal calificativo?

Tigelino poseía bastante buen sentido para conocer sus propias deficiencias, y comprendiendo que no podía competir con Petronio, Lucano u otros de los augustanos que se distinguían por su alcurnia, sus talentos o su ciencia, decidió eclipsarlos por medio de la flexibilidad en sus servicios, y sobre todo por una magnificencia capaz de sorprender aun a la exaltada imaginación de Nerón.

Dispuso, en consecuencia, dar la fiesta en una gigantesca balsa construida con vigas doradas. Los bordes de esta balsa habían sido decorados con espléndidas conchas del mar Rojo y del océano Índico, brillantes, con reflejos perlados e irisados. Cubrían las orillas de la piscina grupos de palmeras, arbolados de loto y rosales en plena florescencia. Había ocultas en medio de éstos, de trecho en trecho, fuentes de agua perfumada, estatuas de dioses y diosas, y jaulas de oro y de plata, llenas de aves de múltiples colores. En el centro de la balsa se elevaba una inmensa tienda, o mejor dicho —para no ocultar a los festejados a las miradas de los demás—, sólo el pabellón de una tienda, hecho de púrpura siria, y que descansaba sobre columnas de plata. Debajo de él se veían, brillando como soles, las mesas preparadas para los invitados, llenas de cristalería de Alejandría, y ostentando una vajilla de valor inestimable, botín recogido en Italia, Grecia y Asia Menor.

 

A la balsa, que, por la gran acumulación de plantas que sobre ella había, semejaba a la vez una isla y un jardín, se hallaban amarrados con cuerdas de púrpura y oro sendos botes que adoptaban la forma de cisnes, peces, gaviotas y flamencos, y dentro de los que había sentados, junto a los pintados remos, desnudos bogadores de uno y otro sexo, cuyas facciones y formas eran de maravillosa hermosura y que llevaban el peinado al estilo oriental o recogido en redes de oro.

Cuando Nerón llegó a la balsa principal, acompañado de Popea y los augustanos, apenas se hubo sentado bajo el pabellón purpúreo de la tienda, se soltaron las cuerdas de oro, y la balsa, con todos los invitados dentro, empezó a moverse y a describir círculos en el estanque.

Otros botes la rodearon, y también otras balsas de menor tamaño, llenas de mujeres que pulsaban arpas y cítaras, y cuyos rosados cuerpos, que tenían por marco el horizonte azul del firmamento y de las aguas y los reflejos de los áureos instrumentos, parecían absorber ese azul y esos reflejos abriéndose como flores.

En los árboles de las riberas y desde el interior de fantásticos edificios levantados expresamente para ese día y ocultos entre los bosquecillos, se escuchaban músicas y cantos. El eco esparció los sones de los cuernos y de las trompetas, que resonaban en los alrededores y en los bosquecillos.

El César mismo, con Popea a un lado y Pitágoras al otro, se hallaba gratamente sorprendido, y especialmente al ver surgir entre los botes a jóvenes esclavas ataviadas como sirenas, con mallas verdes que imitaban escamas, prorrumpiendo en alabanzas al organizador de la fiesta. Pero al mismo tiempo, por la fuerza del hábito, dirigió la vista hacia Petronio, deseando conocer la opinión del «árbitro», quien se mostró obstinadamente impasible, y sólo cuando el César le pidió de manera concreta su opinión dijo:

—Juzgo, señor, que diez mil mujeres desnudas hacen menos impresión que una sola.

Pero la fiesta flotante dejó complacido al César por su novedad.

Asimismo se sirvieron tan exquisitos manjares, que la imaginación de Apicio habría flaqueado a su vista, y vinos de tantas clases, que el mismo Otón, quien acostumbrara servir hasta ochenta, habría ido a ocultar bajo las aguas su vergüenza si hubiese sido testigo de tal magnificencia.

Además de las mujeres, se sentaron a la mesa los augustanos, entre los que Vinicio sobresalía eclipsando a todos por su hermosura. En otro tiempo, sus formas y su rostro denotaban con demasiado relieve al soldado profesional. Pero ahora, y debido a sus padecimientos mentales y a los dolores físicos por que acababa de pasar, se destacaban como cinceladas sus facciones, como si hubiera pasado sobre ellas la inspirada mano de un maestro escultor. Su cutis había perdido su anterior tinte moreno, conservando, sin embargo, el lustre amarillento del mármol de Numidia. En sus ojos, agrandados, se advertía una expresión melancólica. Únicamente su cuerpo, que parecía creado para la armadura, conservaba sus poderosos contornos habituales; pero sobre el torso de un legionario se alzaba la cabeza de un dios griego o, por lo menos, de un patricio refinado y a la vez flexible y soberbiamente hermoso.

Petronio, al afirmar que ninguna de las augustanas querría o podría resistir a Vinicio, había hablado como hombre de experiencia. Todas ellas, en efecto, le miraban, sin exceptuar a Popea ni a Rubria, la vestal, a quien el César había deseado ver en la fiesta.

Los vinos, helados en montecillos de nieve, pronto empezaron a llevar calor a los corazones y a las cabezas de los comensales. De entre la espesura de la orilla aparecían a cada instante botes que tenían la forma de cigarras o de mariposas. Y luego, la superficie azul del estanque se vio así poblada de un enjambre de mariposas. Aquí y allá, sobre los botes, revoloteaban palomas y otras aves de la India y del África, sujetas por cordelitos azules o por hilos de plata.

El sol había recorrido ya la mayor parte del firmamento; pero hacía un día caluroso, aunque era a principios de mayo.

La superficie del estanque se ondulaba al golpe de los remos que azotaban el agua siguiendo el compás de la música; pero en el aire no se advertía el más leve soplo; los árboles se mantenían inmóviles, mudos y embelesados espectadores de lo que sucedía sobre las aguas. Y la balsa proseguía dando vueltas en el estanque, conduciendo su carga de invitados, cada vez más borrachos y estrepitosos.

No había llegado la fiesta a la mitad de su curso aún, cuando dejó ya de observarse el orden en que se hallaban todos sentados a la mesa. El César dio el ejemplo, levantándose y ordenando a Vinicio que dejara el asiento que ocupaba al lado de Rubria. Nerón lo ocupó entonces y aproximándose a la vestal empezó a hablarle al oído.

Vinicio llegó así a encontrarse próximo a Popea, quien extendió el brazo hacia el joven y le pidió que asegurara el brazalete que se le había desprendido. Y al hacerlo así Vinicio, con mano un tanto temblorosa, dejó caer Popea sobre él, entre sus largas pestañas, una mirada fingidamente pudorosa y movió la gentil cabeza rubia con mudo ademán de resistencia.

Entretanto el sol había aumentado y enrojecido, hundiéndose lentamente por detrás de las copas de los árboles. Los invitados, en su mayor parte, se hallaban ya ebrios. La gran balsa efectuaba ahora sus vueltas aproximándose cada vez más a la orilla, en la que, por entre los arbustos y las flores, se veían grupos de individuos, disfrazados de faunos o sátiros, tocando flautas, gaitas y tambores, junto a otros grupos de doncellas que representaban ninfas, dríadas y hamadríadas.

La oscuridad llegó por fin, entre los gritos y las aclamaciones que en honor de la Luna procedían de la tienda. Al mismo tiempo, la luz de un millar de lámparas se difundió por los arbolados. Desde los lupanares esparcidos sobre la ribera irradiaba a la vez otro enjambre de innumerables luces, y sobre las azoteas se destacaban nuevos grupos formados por las esposas y las hijas de las más nobles casas romanas.

Y con voces y ademanes libres incitaban a los hombres a que fuesen a reunirse con ellas.

La balsa, por fin, se aproximó a la orilla. El César y los augustanos desaparecieron por entre los arbolados, se diseminaron en lupanares y tiendas ocultas entre los bosques y en grutas artificialmente dispuestas en la proximidad de fuentes y manantiales. La locura se apoderó de todos; nadie sabía adónde había ido el César; nadie podía distinguir, en medio de aquel desorden, a un senador de un caballero, de un danzante o de un músico.

Los sátiros y los faunos daban caza a las ninfas y las llamaban a voces. Y golpeaban las lámparas con sus tirsos a fin de apagarlas. Reinaba ya a trechos la oscuridad entre los árboles. Y por todas partes se oía el rumor de risas, de gritos y susurros o respiraciones anhelantes.

En una palabra, Roma, hasta ese día, jamás había presenciado escenas semejantes.

Vinicio no estaba ebrio, como el día de la fiesta dada en el palacio del César, y a la que también había concurrido Ligia; pero se hallaba exaltado y llegó a sentirse embriagado por la vista de cuanto a su alrededor iba ocurriendo. Por último se apoderó de él también la fiebre del placer.