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100 Clásicos de la Literatura

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Sé, a punto fijo, que los cristianos no mienten, y ellos afirman que Él resucitó de entre los muertos. Pues bien: un hombre no puede resucitar de entre los muertos.

Ese Pablo de Tarso, que es ciudadano romano, pero quien, como judío, conoce las antiguas escrituras hebreas, me ha dicho que la venida de Cristo había sido anunciada por los profetas desde hacía miles de años.

¡Todas éstas son cosas extraordinarias!; pero ¿acaso lo extraordinario no nos rodea por todas partes? Las gentes no han cesado aún de hablar de Apolonio de Tiana. La afirmación de Pablo de Tarso de que sólo hay un Dios y no una verdadera asamblea de dioses, me parece razonable. Tal vez Séneca sea de esta misma opinión, y antes que él muchos otros.

Cristo vivió, se entregó para que le crucificaran por la salvación del mundo y resucitó de entre los muertos. Todo esto es perfectamente cierto. Y no veo, en consecuencia, por qué razón hubiera yo de aferrarme a la opinión contraria, ni por qué no habría de levantar a ese Dios un altar, si he de alzarle uno a Serapis, por ejemplo. Y hasta creo que no me sería difícil aun el renunciar a los demás dioses, puesto que ningún espíritu razonador cree actualmente en ellos. Pero se conoce que ni aun todo esto satisface a los cristianos. No basta, dicen, honrar a Cristo, menester es también vivir con arreglo a sus enseñanzas; y he aquí que estoy a la orilla de un océano que, según sus mandatos, es necesario atravesar a pie. Y si yo les prometiese hacerlo, comprenderían que tal promesa era un simple conjunto de palabras vacías. Pablo me lo dijo así abiertamente.

Tú sabes cuánto amo a Ligia y que nada hay que no hiciera por ella. Sin embargo, aun cuando ella lo deseara, no podría yo alzar sobre mis hombros al Soracto o al Vesubio, ni colocar en el hueco de la mano el lago Trasimeno, ni hacer que mis ojos, de negros que son, se volvieran azules como los de los ligios. Deseándolo ella, lo desearía también yo; mas no por eso estaría en mis manos el poder hacerlo. No soy filósofo, mas tampoco soy tan necio como acaso he podido parecerte más de una vez.

Pues bien, te digo lo siguiente: no sé cómo los cristianos se las arreglan para vivir, pero sé que donde principia su religión concluye el poder de Roma, concluye la misma Roma, concluye nuestro sistema de vida y concluye la distinción entre vencidos y vencedores, entre ricos y pobres, señores y esclavos; concluye el gobierno, concluye el César, concluye la ley, y el orden del mundo concluye. Y, sobre todo esto, surge Cristo lleno de una misericordia jamás conocida y de una bondad contraria a los instintos romanos. En realidad, Ligia me interesa más que toda Roma junto con su poder, y ojalá se hundiera el mundo con tal de poderla tener en mi casa. Pero éste ya es otro asunto. Para los cristianos no basta estar de acuerdo con ellos tan sólo con palabras, sino hay que sentir con toda el alma que la verdad está de su parte. Pero yo —y tomo a los dioses por testigos— no puedo hacerlo. ¿Te das cuenta de lo que esto significa? Hay algo en mi naturaleza que se estremece ante esa doctrina. Y aunque mis labios la glorifiquen, y me amolde a sus mandamientos, el alma y la razón me dirían que lo hago por amor a Ligia, y que si no fuera por ella no existiría nada en el mundo más opuesto a mi manera de ser. Y es extraño que un hombre como Pablo de Tarso lo comprenda. Y que se dé cuenta de ello el viejo teurgo Pedro, el más importante de ellos y que fue discípulo de Cristo, a pesar de toda su sencillez y de su bajo origen.

¿Y sabes lo que hacen? Rezar y pedir para mí eso que ellos llaman gracia, pero yo sólo me siento dominado por la inquietud y por una nostalgia creciente con respecto a Ligia.

Te he contado ya que Ligia se marchó en secreto, pero al irse me dejó una cruz que ella misma había formado de varillas de madera de boj. Al despertar la encontré junto a mi lecho. La conservo al presente en mi lararium y todavía, cuando me acerco a ella, no sabría por qué, me parece como si tuviese algo de divino y la miro con temor y reverencia. La amo, porque la mano de Ligia unió las piezas de que se forma, y la aborrezco porque ella es quien nos separa.

Se me figura, en ocasiones, que en todo este asunto obran encantamientos de algún género y que el teurgo Pedro, aunque dice que no es más que un simple pescador, es más grande que Apolonio y todos sus predecesores y que nos tiene envueltos a todos —a Ligia, Pomponia Grecina y a mí— en la red de sus encantamientos.

Me has escrito que en mi carta anterior se traslucían la inquietud y la melancolía. Melancolía necesariamente debe de haber, porque he perdido a Ligia otra vez; y hay inquietud porque en mí se ha verificado una transformación. Sinceramente te digo que nada es más contrario a mi naturaleza que esa religión, y, sin embargo, ya no me reconozco desde que tropecé con ella. ¿Es encantamiento o amor? Circe transformaba los cuerpos de los hombres al tocarlos, pero en mí es el alma lo que ha cambiado. Y nadie ha podido operar este milagro sino Ligia, o, mejor dicho, Ligia por medio de esa extraña religión que profesa.

Cuando volví a mi casa después de haber estado con ellos, nadie me aguardaba. Los esclavos creían que estaba en Benevento, y no habría de regresar tan pronto; de ahí que todo se hallara en el mayor desorden. Encontré borrachos a los esclavos, quienes estaban dándose a sí mismos una fiesta en mi triclinio. Antes que a mí, habrían esperado ver a la muerte, y te aseguro que ésta les habría infundido menos terror que mi presencia. No ignoras que dirijo mi casa con mano muy firme; así, pues, todos los que en ella se hallaban se postraron de rodillas y algunos, incluso, se desmayaron de terror. ¿Y sabes cómo procedí? En el primer momento quise pedir látigos y varillas de hierro candentes; mas casi inmediatamente se apoderó de mí una especie de vergüenza y —¿lo creerás?— de lástima por esos seres miserables. Entre ellos hay esclavos viejos, a quienes mi abuelo Marco Vinicio trajo desde el Rin en tiempos de Augusto. Me encerré, pues, solo en la biblioteca y allí vinieron a mi cerebro extraños pensamientos: que después de lo que entre los cristianos había visto y oído, no era propio que obrase yo con los esclavos como hasta entonces: que también ellos eran personas. Por espacio de dos días estuvieron llenos de mortal terror, en la creencia de que yo había retardado el tormento con el propósito de darme tiempo para discurrir el más refinadamente cruel; pero no los castigué porque me sentí incapaz de ello. Los llamé al tercer día y les dije: Os perdono: tratad ahora, con un servicio esmerado, de reparar vuestra falta. Y cayeron de rodillas a mis pies, llorosos los semblantes, extendiendo hacia mí las manos entre ahogados gemidos, y me llamaron señor y padre; y yo —con vergüenza te escribo esto— me sentí también conmovido. Me parecía que, en aquel instante, veía el dulce rostro de Ligia y que con los ojos llenos de lágrimas me agradecía aquel acto.

Y, proh pudor!, sentí a la vez que mis párpados se humedecían… ¿Sabes lo que voy a confesarte? Esto: que no puedo ya vivir sin ella, que no soporto esta soledad, que me siento muy desgraciado y que mi tristeza es mucho mayor de lo que pudieras tú imaginar.

Y en cuanto a mis esclavos, hay algo que me ha llamado la atención. El perdón que les otorgué no sólo no los volvió insolentes, sino que ni siquiera perturbó la disciplina.

Una cosa he podido comprobar: que jamás el terror les hizo prestar servicio más esmerado que el que ha seguido a la gratitud. Ahora, no sólo me sirven bien, sino que parecen rivalizar entre ellos a quién adivina primero mis deseos.

Y te hago mención de esta circunstancia porque, cuando el día anterior a mi partida de la casa de los cristianos dije a Pablo que su religión daría por resultado el que la sociedad se desplomara como se desploma un barril al que se quitan los aros, me contestó: «El amor es un aro más sólido que el terror». Y ahora veo que, en ciertos casos, su opinión puede ser la verdadera.

He tenido, asimismo, ocasión de comprobarlo en lo relativo a los clientes, quienes, al saber mi regreso, acudieron presurosos a saludarme.

Tú sabes que jamás he sido tacaño con ellos; pero mi padre se mostraba, por principio, altanero con los clientes y me enseñó a tratarlos de igual manera. Mas ahora, cuando vi sus raídos mantos y sus semblantes famélicos, experimenté un sentimiento semejante a la compasión. Les hice traer alimentos y hasta conversé con ellos —llamando por su nombre a unos y preguntando a otros por sus mujeres y por sus hijos—, y de nuevo en los ojos de muchos vi lágrimas, y otra vez me pareció que Ligia estaba presenciando aquello, y que lo aprobaba sintiéndose a la vez dichosa. ¿Es que el juicio me estará flaqueando, o que el amor turba mis pensamientos? No sabría decirlo. Mas sí, estoy seguro de esto. A todas horas me imagino que ella me ve desde lejos; y temo ejecutar cualquier acto que, pudiera afligirla u ofenderla.

¡Sí, Cayo! Se ha operado un cambio en mi alma, y a veces creo haber mejorado con ese cambio. Pero en otras me atormenta, pues temo que mi virilidad y mi energía me hayan abandonado, dejándome inútil, no sólo para el consejo, para el discernimiento y para las fiestas, sino también para la guerra. ¡Éstos son, evidentemente, verdaderos encantamientos!

Hasta tal punto me hallo transformado, que he de confesarte también lo que vino a mi mente en los días en que yacía herido en el lecho: que si Ligia se pareciese a Nigidia, a Popea, a Crispinilla o a nuestras mujeres divorciadas, si fuese tan vil, tan humana, tan liviana como ellas, no podría amarla como al presente la amo… Y puesto que la amo de tal manera, precisamente por lo mismo que nos separa, ya adivinarás tú qué caos está formándose en mi alma, cuál es la oscuridad que me rodea, por qué motivo no alcanzo a divisar alguno de los caminos que a mi vista se presentan y qué distante me hallo de saber por dónde he de empezar. Si la vida pudiera compararse con un manantial diría que, en lugar de agua del río, del mío fluía incertidumbre. Vivo con la esperanza de verla, y a veces me parece que así tiene que suceder… Dices qué será de mí dentro de un año o dos. ¡No lo sé y no puedo adivinarlo!

 

No saldré de Roma. Me sería insoportable ahora la sociedad de los augustanos; y, además, el único solaz en medio de mi pena y de mi desasosiego es la esperanza de que me hallo cerca de Ligia y de que por conducto de Glauco, el médico, quien ha prometido visitarme, o por medio de Pablo de Tarso, he de tener noticias suyas de tiempo en tiempo. No; yo no saldría de Roma ahora, aunque me ofrecierais el gobierno de Egipto.

Sabe también que he ordenado al escultor que me haga un monumento de piedra en memoria de Gulo, a quien maté en un arranque de ira. Demasiado tarde he pensado en que fue él quien me llevó de niño en sus brazos y me enseñó a poner una flecha en un arco. No sé por qué cada vez que surge en mi mente su recuerdo toma las formas del pesar y del remordimiento.

Si todo lo que antecede te sorprende, te digo que a mí no me sorprende menos, pero te escribo la pura verdad. Adiós.

XXIX

Vinicio no obtuvo respuesta a esta carta. Petronio no escribía, sin duda, creyendo evidente que de un día a otro podría el César ordenar el regreso a Roma. Y, en efecto, la noticia de la vuelta del viajero imperial se extendió por la ciudad con gran contento de la plebe, ansiosa de juegos y de la obligada distribución de cereales y aceitunas que, en cantidades enormes, habían estado acumulándose ya en Ostia.

Helio, el liberto de Nerón, anunció, por fin, al Senado el regreso del emperador. Pero, habiéndose embarcado Nerón con su corte en Miceno, efectuó su viaje lentamente, haciendo escala en las ciudades de la costa, con el fin de tomar descanso y de exhibirse en los teatros.

Permaneció cerca de veinte días en Miturna y hasta pensó en volver a Nápoles y aguardar allí la primavera, que en esa ciudad era más temprana y cálida.

Durante todo este tiempo Vinicio vivió encerrado en su casa, pensando en Ligia y en todos esos nuevos fenómenos que le ocupaban ahora el alma y hacían afluir a ella ideas y sentimientos que antes le habían parecido absurdos. De cuando en cuando, solamente recibía a Glauco, el médico, cada una de cuyas visitas le llenaba de íntima alegría, porque en ellas podía hablar de Ligia.

Glauco ignoraba, realmente, dónde había encontrado albergue la joven, pero aseguraba a Vinicio que Ligia se hallaba bajo la solícita protección de los jefes. Un día, también conmovido por la melancolía de Vinicio, Glauco le refirió que Pedro había reprochado a Crispo la severidad con que éste echaba en cara a Ligia su amor terreno.

Vinicio, al escuchar esto, palideció de emoción. Más de una vez había pensado que Ligia no era indiferente a su amor; pero a menudo le asaltaban dudas y temores.

Ahora, por primera vez, recibía la confirmación de sus anhelos y esperanzas de labios extraños y, además, cristianos.

En el primer impulso de gratitud quiso volar a la presencia de Pedro. Mas cuando supo que el apóstol no se hallaba en la ciudad, pues estaba desempeñando su misión de propaganda en los alrededores, imploró a Glauco que le llevase hasta él prometiéndole a cambio hacer espléndidos obsequios a los pobres de la comunidad cristiana. Le parecía también que si Ligia le amaba, ya no podría haber obstáculo alguno que los separara, pues él estaba dispuesto a rendir homenaje a Cristo en cualquier momento. Y Glauco, aun cuando trataba de convencerle para que se bautizara, no se aventuró al mismo tiempo a darle seguridad de que, con sólo esto, conquistaría inmediatamente a Ligia, y le decía que era menester desear la religión por sí sola, por amor a Cristo y no con otros fines.

—Es necesario también tener un alma cristiana —agregaba.

Y aun cuando a Vinicio le irritaba siempre todo obstáculo, había empezado a comprender que Glauco, como cristiano, decía lo que debía. No se daba él mismo cuenta de que uno de los mayores cambios que había sufrido su naturaleza consistía en que antes medía las cosas y las personas según su propio egoísmo. Mas ahora, poco a poco, iba, comprendiendo que había ojos que veían, corazones que sentían de distinta manera, de otra forma, y que la razón no significaba lo mismo que el provecho personal.

A menudo sentía deseos de ver a Pablo de Tarso, cuyos discursos despertaban su interés y le llenaban de inquietud. En su mente concertaba argumentos encaminados a la refutación de sus enseñanzas, y se resistía interiormente. Sin embargo, deseaba verle y escucharle. Pero Pablo se había marchado a Aricia, y como las visitas de Glauco eran cada vez más raras, Vinicio se consumía en una soledad permanente.

De nuevo empezó a recorrer las callejas inmediatas al Suburra y las estrechas del Transtíber, con el secreto anhelo de ver a Ligia; siquiera fuese a distancia. Y cuando perdió hasta esta esperanza, el tedio y la impaciencia empezaron a morderle el corazón.

Por último, llegó un momento en que se dejó sentir en él su índole anterior, con la pujante fuerza de la ola, que después de retroceder se lanza impetuosa nuevamente hacia el borde de la playa. Le parecía que había sido un necio, sin provecho alguno, al llenarse la cabeza de ideas que sólo causaban pesares, y que debía aceptar de la vida lo que ésta le ofreciera. Y resolvió olvidar a Ligia, o, por lo menos, buscar el placer y el disfrute de otras satisfacciones que no podía ella procurarle.

Se daba cuenta de que esta prueba habría de ser final y decisiva; por eso se entregó a ella con la energía ciega e impulsiva que le era peculiar. La vida misma le impelía a ello.

La ciudad, adormecida y despoblada en el invierno, empezó a revivir ante la esperanza del ya próximo regreso del César. Un solemne recibimiento le aguardaba.

Y, entretanto, había llegado la primavera y se había derretido la nieve de las cumbres de los montes Albanos al soplo de los vientos del África. Los céspedes de los jardines se hallaban cubiertos de violetas. Las plazas y el Campo de Marte se veían a diario llenos de gente que tomaba el sol, cuyo calor iba en aumento. A lo largo de la Vía Appia, sitio habitual para excursiones en coches a las afueras de la ciudad, había empezado el movimiento de carros ricamente ornamentados. Se hacían ya paseos a los montes Albanos. Las mujeres jóvenes, con el pretexto de ir a adorar a Juno en Lanuvium o a Diana en Aricia, salían de sus casas e iban fuera de la ciudad en busca de aventuras y compañía.

Un día Vinicio vio entre los carros de los caballeros uno espléndido: el de Crisotemis, la amiga de Petronio, precedido por dos molosos. Iban rodeando a la hermosa grupos de jóvenes y también de ancianos senadores, cuyo cargo los había retenido en Roma.

La propia Crisotemis guiaba el carro, llevando las riendas de cuatro jacas de Córcega y distribuyendo sonrisas a su alrededor y ligeros chasquidos con su látigo de oro. Al ver a Vinicio refrenó sus caballos, le hizo subir a su carro y le llevó a su casa, en donde hubo una fiesta que duró la noche entera. Allí bebió tanto el joven, que no supo cuándo le habían conducido de regreso a su hogar. Recordaba, sin embargo, que al hacer Crisotemis mención de Ligia en su presencia él se había sentido herido, y, hallándose ya ebrio, le había vaciado un vaso de Falerno en la cabeza. Pero al día siguiente, Crisotemis, quien, por lo visto, había olvidado muy pronto aquella injuria, vino a visitarle y le llevó por segunda vez a la Vía Appia. Luego se quedó a cenar en casa de Vinicio y le confesó que desde hacía tiempo la tenía hastiada, no sólo Petronio, sino hasta su mismo tocador de laúd, y que su corazón se hallaba, por fin, libre.

Durante una semana se los vio juntos, pero aquellas relaciones no prometían ser duraderas.

Después del incidente del vaso de vino de Falerno jamás volvió a pronunciarse entre ellos el nombre de Ligia, pero a Vinicio se le hacía imposible sustraerse al recuerdo de la joven. Tenía continuamente la sensación de que sus azules ojos le estaban observando. Se indignaba consigo mismo, ya que no podía separarse de la idea de que entristecía a Ligia, ni de la pena que estos pensamientos provocaban en él.

A raíz de la primera escena de celos con Crisotemis, que ésta provocara por haber comprado Vinicio dos jovencitas sirias, la despidió de brusca manera.

Mas no puso por ello término a su vida licenciosa y de placer, a la que parecía seguir entregándose tan sólo por el despecho que le causaba la marcha de Ligia.

Finalmente, se convenció de que el recuerdo de la joven no le abandonaba un instante; de que era ella la única causa, tanto de sus actos buenos como de los malos, y de que, verdaderamente, nada había en el mundo que ocupara su alma sino ella.

El placer acabó por hastiarle dejándole sólo remordimientos. Por último, le abandonaron el albedrío y la confianza en sí mismo, y cayó en una especie de sopor del cual no pudieron arrancarle ni siquiera las noticias de la llegada del César.

Nada le impresionaba ya; y ni siquiera fue a visitar a Petronio, hasta que éste le mandó a su casa una invitación y su propia litera. Al ver a su tío, que le acogió con agrado, contestó de mala gana a sus preguntas, pero sus sentimientos y sus ideas, contenidos durante tanto tiempo, estallaron al fin, brotando de sus labios en un torrente de palabras.

Una vez más contó a Petronio detalladamente la historia de sus pesquisas en busca de Ligia, de su vida entre los cristianos, de todo cuanto había visto y oído allí, de lo que había pasado por su cerebro y por su corazón, y, finalmente, confesó, con amargura, que se hallaba sumergido en un caos, en medio del cual comprendía que había perdido ya toda ecuanimidad y hasta el don de discernir y de juzgar los hechos. Nada le atraía, nada le agradaba y no sabía qué hacer, ni a qué dedicarse.

Se hallaba dispuesto a honrar y, al mismo tiempo a perseguir a Cristo; comprendía la grandeza de sus enseñanzas, mas, al mismo tiempo, le inspiraban una repugnancia irresistible. Comprendía que, aunque llegase a poseer a Ligia, jamás podría haber en ella posesión completa: Cristo vendría también a compartirla. Finalmente, vivía como si no viviera: sin esperanza, sin mañana, sin creer en la felicidad. Rodeado de tinieblas, en medio de las cuales buscaba, desorientado y a tientas, una salida, que se hallaba incapacitado de encontrar.

Mientras hacía Vinicio su narración, Petronio había estado observando su demudado rostro y sus manos, que, al hablar, extendía hacia delante de una manera extraña, como si luchara por abrirse un camino a través de las sombras. Y permaneció meditabundo por espacio de algunos instantes. Luego se levantó repentinamente y, acercándose a Vinicio, le tomó con los dedos algunos cabellos cercanos la oreja, diciéndole:

—¿Sabes que ya empiezan a verse canas en tus sienes?

—Es muy posible —contestó Vinicio—. No me extrañaría verme pronto con la cabeza totalmente blanca.

Se sucedió un breve silencio.

Petronio era hombre de sólido criterio y más de una vez se había puesto a meditar acerca del alma y de la vida del hombre. Pensaba que la vida, en general, en medio de aquella sociedad de que ambos formaban parte, podía ser exteriormente feliz o desgraciada, pero interiormente permanecía tranquila. De la misma manera que un terremoto o un rayo podían derribar un templo, el infortunio, a su vez, podía aniquilar una vida. Ésta, sin embargo, estaba formada por líneas sencillas y armoniosas, exentas de toda complicación.

Sin embargo, de las palabras de Vinicio se desprendía algo más, y Petronio se encontró por primera vez delante de una serie de problemas psicológicos que nadie había logrado resolver hasta entonces. Y era hombre de suficiente raciocinio para apreciar su importancia, pero aun con toda su habitual sagacidad, se sentía ahora incapaz de dar una solución a las cuestiones propuestas. Así pues, al cabo de un largo silencio, dijo, por fin:

—Esos deben de ser encantamientos.

—Yo también lo he creído así —contestó Vinicio—. Más de una vez me ha parecido que nos han embrujado a los dos.

—¿Y si te dirigieras, por ejemplo, a los sacerdotes de Serapis? —dijo Petronio—. Entre ellos, como sucede siempre entre los sacerdotes, existen embaucadores, pero los hay también que han llegado a descubrir secretos admirables.

Esto lo dijo sin el menor asomo de convicción y con voz insegura, porque él mismo comprendía cuán vano y hasta ridículo debía de parecer ese consejo en sus labios.

 

Vinicio se pasó la mano por la frente, y dijo:

—¡Encantamientos! Yo he conocido hechiceros que apelaban al influjo de poderes desconocidos y subterráneos, en su provecho personal, y los he visto, asimismo, emplear esas armas en perjuicio de sus enemigos; pero estos cristianos viven en la pobreza, perdonan a sus contrarios, predican la sumisión, la virtud y la misericordia; ¿qué provecho podrían, pues, reportarles los encantamientos y para qué habrían de recurrir a ellos…?

A Petronio le contrariaba visiblemente el tener que confesarse a sí mismo que, con toda su inteligencia, no tenía respuesta alguna que dar a esta pregunta. Y no queriendo reconocerlo, dijo, por contestar algo:

—Es una secta nueva.

Y, un momento después, agregó:

—¡Por la divina moradora de los bosquecillos de Pafos, cómo acaba con la vida todo esto! Tú admiras la bondad y la virtud de esas gentes; mas yo te digo que son malos, porque son enemigos de la vida, al igual de las enfermedades y la muerte. Bastantes enemigos tenemos ya; no necesitamos, pues, que vengan a juntarse a ellos los cristianos. Ponte a contarlos: las enfermedades, el César, Tigelino, la poesía cesárea, zapateros remendones que gobiernan sobre los descendientes de los antiguos quirites, libertos que ocupan un asiento en el Senado… ¡Por Cástor! ¡Tenemos ya bastante! Ésa es una secta destructora y abominable… ¿Has intentado sacudir tu tristeza volviendo a disfrutar de la vida?

—Lo he intentado —contestó Vinicio.

—¡Ah traidor! —dijo Petronio riendo—, las noticias se extienden con mucha rapidez entre los esclavos; tú me has seducido a Crisotemis.

Vinicio hizo con la mano un ademán displicente.

—De todos modos te lo agradezco —dijo Petronio—. Voy a enviarle un par de chinelas bordadas con perlas. En mi lenguaje amatorio eso quiere decir: «Vete». Y a ti debo quedarte doblemente agradecido. Primero, porque no quisiste aceptar a Eunice; segundo, porque me has librado de Crisotemis. ¡Escúchame! Tienes delante de ti a un hombre que se ha levantado temprano, que ha disfrutado de los refinamientos termales, poseído a Crisotemis, escrito sátiras y, en ocasiones, hasta entremezclado la prosa y el verso, pero que también ha solido sentirse tan hastiado como el mismo César y a menudo incapaz de sustraerse a los pensamientos más sombríos. ¿Y sabes cuál era la causa? El haber estado buscando lejos lo que tenía cerca. Una mujer bonita vale siempre lo que pesa en oro; pero si ama, por añadidura, llega a ser inestimable. Tesoro semejante no podrás comprar ni con todas las riquezas de Verres. Y yo me digo ahora: he de llenar mi vida de felicidad como se llena una copa con el más exquisito vino que haya producido la tierra, y he de apurar esa copa hasta que se me paralice la mano y palidezcan mis labios. Lo que sobrevenga mañana no me importa; he aquí mi filosofía actual.

—Tú la has proclamado siempre; nada nuevo hay en ella.

—Sí, hay la parte sustancial, que antes me faltaba.

Y, al decir esto, llamó a Eunice, quien hizo su entrada exquisitamente vestida de blanco. Ya no era la antigua esclava sino una diosa del amor y la felicidad.

Petronio le abrió los brazos y le dijo:

—Ven.

Corrió Eunice entonces hacia él y, sentándose sobre sus rodillas, le rodeó el cuello con los brazos y reclinó sobre su pecho su hermosa cabeza. Y Vinicio vio subir a sus mejillas reflejos purpúreos y cubrir sus ojos una leve niebla. Así formaban ambos un armonioso grupo simbólico de la dicha y el amor.

Petronio extendió la mano hacia un amplio vaso colocado sobre una mesa que había próxima y, tomando de él un puñado de violetas, las esparció por la cabeza, el seno y el manto de Eunice; y luego, apartando hacia un lado la túnica que cubría los brazos de la joven, dijo:

—¡Dichoso quien, como yo, ha encontrado el amor envuelto en formas semejantes! Me parece, a veces, que somos un par de dioses. ¡Mira, Vinicio! ¿Han creado líneas más maravillosas Praxiteles, Mirón o Escopas, o el mismo Lisias? ¿O existirá en Paros, o en el Pentélico, un mármol como éste: tibio, rosado y palpitante de amor? Hay gentes que encuentran placer en besar los bordes de los vasos; mas yo prefiero buscar el placer allí donde reside realmente.

Y empezó a acariciar con sus labios los hombros y el cuello de Eunice, cuyo cuerpo se estremecía, en tanto que abría y cerraba los ojos con expresión de dicha inenarrable.

Petronio levantó la primorosa cabeza de la joven y dijo, volviéndose a Vinicio:

—Pero piensa y dime ahora: ¿qué son esos tétricos cristianos en comparación con esto? Y si no eres capaz de apreciar la diferencia, vete con ellos. Este espectáculo te curará.

Se le dilataron a Vinicio las aletas de la nariz, aspiró el aroma de las violetas que llenaba toda la estancia y palideció al pensar que si pudiera pasear de igual manera sus labios por los hombros de Ligia sería para él aquello como una especie de inmensa delectación sacrílega, tras de la cual bien pudiera derrumbarse el mundo. Y habituado ahora a una rápida percepción de los fenómenos internos que en él se operaban, notó que, en aquel instante, en Ligia, sólo en Ligia, pensaba.

—Eunice, divina mía —dijo Petronio—, hay que preparar guirnaldas para nuestras cabezas, y un refrigerio.

Y cuando la joven hubo salido, repuso, dirigiéndose a Vinicio:

—Le ofrecí darle la libertad, ¿y sabes qué me contestó? «¡Prefiero ser tu esclava, antes que mujer del César!». Y no la aceptó. Hube, entonces, de concedérsela sin conocimiento suyo. El pretor me dispensó del trámite de exigir su presencia. Y ella no sabe que hoy es libre, y, asimismo, ignora que esta casa y todas mis joyas, con excepción de las gemas, le pertenecerán cuando llegue mi muerte.

Luego se levantó, dio algunos paseos por la estancia y repuso:

—El amor es causa de transformaciones más radicales en unos hombres que en otros, y hasta en mí ha operado cambios. Antes me gustaba el aroma de la verbena, pero como Eunice prefiere las violetas, me gustan hoy más éstas que todas las demás flores, y desde la llegada de la primavera vivimos tan sólo esperando el perfume de las violetas.

Y aquí se detuvo delante de Vinicio y le preguntó:

—Y a ti, ¿continúa gustándote el nardo?

—Déjame en paz —contestó el joven.

—He deseado que veas a Eunice y te he vuelto a hacer mención de ella porque acaso tú también estés buscando lejos lo que se halla cerca de ti. Es posible que ahora mismo, en algunos de los aposentos de tus esclavas, haya algún corazón ingenuo y leal que te esté consagrando sus latidos. ¿Por qué no habrías de aplicar ese bálsamo a tus heridas? ¿Dices que Ligia te ama? Bien puede ser. Mas, ¿qué clase de amor es ese que renuncia a amar? ¿No significa ello más bien que hay otra fuerza más poderosa que su amor? No, querido, Ligia no es Eunice.

A lo que Vinicio contestó:

—Y todo ello no es para mí sino un solo y único tormento. Te observé cuando besabas en los hombros a Eunice y se me ocurrió entonces que si Ligia me presentara alguna vez sus hombros desnudos no me importaría que, enseguida, se abriese la tierra bajo nuestros pies. Pero también, ante esa sola idea, se apoderó de mí una especie de sobrecogimiento medroso, como si acabase de ofender a una vestal o intentara profanar a una deidad. Ligia no es Eunice, mas yo no aprecio la diferencia de igual manera que tú. El amor ha cambiado tus órganos olfatorios y prefieres hoy las violetas a las verbenas; pero en mí ha cambiado el alma; y así es como, a pesar de mi estado anhelante y miserable, prefiero que Ligia siga siendo lo que es, a que se parezca a las demás mujeres.