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100 Clásicos de la Literatura

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La brillante luz procedente de la chimenea, cerca de la cual no había ahora ninguna persona, le hizo que se despejara por completo. Trozos de leña de olivo se iban consumiendo bajo las rosadas cenizas; pero las astillas de pino, que evidentemente habían sido puestas allí sólo algunos momentos antes, daban una llama brillante, a cuya luz pudo Vinicio ver a Ligia, que estaba sentada no lejos de su lecho. La vista de la joven le conmovió hasta el fondo del alma. Recordó que ella había pasado la velada anterior en Ostrianum, que durante el día entero se había ocupado en atenderle, y ahora, cuando todos acababan de retirarse a descansar, ella era la única que velaba a su cabecera.

Era fácil adivinar su cansancio. Se hallaba sentada, inmóvil, y tenía los ojos cerrados. Vinicio se preguntó si estaría dormida o solamente sumida en sus pensamientos. Contempló su perfil, sus pestañas bajadas, sus manos puestas sobre las rodillas, y en su cabeza pagana empezó a tomar forma, si bien con dificultad, la idea de que al lado de la belleza desnuda, serena y engreída existía en el mundo otra belleza nueva, impecable, dentro de la cual moraba un alma. Mas no se decidía a llamarla cristiana, aunque al pensar en Ligia no podía separarla de la doctrina que profesaba.

Aún más: comprendía que si todos se habían retirado a descansar y sólo ella permanecía en vela, ella a quien él había ofendido, era porque su religión así se lo prescribía. Pero ese pensamiento que causaba admiración al relacionarlo con la religión de Ligia, le era al mismo tiempo desagradable. Habría preferido que la joven obrara así tan sólo por amor a él, a su rostro, a sus ojos, a sus formas estatuarias; en una palabra, por todas aquellas causas que más de una vez habían hecho que rodearan su cuello brazos griegos y romanos blancos como la nieve. Sin embargo, pensó que si Ligia hubiera de ser como las demás mujeres le faltaría algo.

Y Vinicio se sentía maravillado ante tales ideas y no sabía qué fenómenos se iban apoderando en su ser íntimo; pero comprendía que sentimientos de una índole nueva e insólita empezaban a nacer en su alma, y con ellos, gustos nuevos y extraños al mundo en que hasta entonces había vivido.

Abrió Ligia en aquel instante los ojos y, notando que Vinicio tenía en ella fijos los suyos, se le acercó y le dijo:

—Estoy contigo.

—Y yo he visto tu alma en mis sueños —contestó él.

XXVI

A la mañana siguiente despertó débil, pero con la cabeza fresca y sin fiebre. Le parecía que el susurró de una conversación en voz baja le había despertado; pero cuando abrió los ojos, Ligia ya no se hallaba junto a él.

Urso, inclinado sobre la chimenea, removía la lumbre apartando la ceniza y juntando los carbones encendidos que debajo de ella había. Hecha esta operación empezó a soplar, y al sentirlo no se hubiera creído que para ello se servía de la boca, sino de los fuelles de una herrería. Vinicio, al recordar cómo aquel hombre había destrozado a Crotón el día anterior, se puso a examinar con atención, propia de un aficionado a las luchas de circo, sus gigantescas espaldas, semejantes a las de un cíclope, y sus miembros, fuertes y sólidos como columnas.

«¡Gracias a Mercurio no me ha desnucado! —pensó Vinicio—. ¡Por Pólux!, si los demás ligios son como éste, algún día tendrán labor muy pesada las legiones del Danubio».

Luego dijo en voz alta:

—¡Eh! ¡Esclavo!

Urso sacó la cabeza fuera de la chimenea y, sonriendo con expresión casi amistosa, dijo:

—Que Dios te dé buenos días, señor, y mejor salud; pero yo soy un hombre libre, no un esclavo.

Pero a Vinicio, que deseaba interrogar a Urso acerca del lugar en donde Ligia había nacido, estas palabras le produjeron una impresión favorable, porque el hablar con un hombre libre, aun cuando fuese rústico, era menos desagradable para su orgullo de ciudadano romano y de patricio que alternar con un esclavo, al cual ni la ley ni la costumbre atribuían índole humana.

—Entonces, ¿tú no perteneces a Plaucio? —preguntó.

—No, señor; sirvo a Calina, como servía a su madre, por mi propia voluntad.

Y aquí de nuevo introdujo la cabeza en la chimenea para soplar el fuego, al que acababa de agregar algunos trozos de leña. Cuando terminó se irguió nuevamente y repuso:

—Entre nosotros no hay esclavos.

—¿Dónde está Ligia? —preguntó Vinicio.

—Acaba de salir, y yo voy a hacerte la comida. Ella te estuvo velando toda la noche.

—¿Y por qué no la relevaste tú?

—Porque ella quiso velar a tu lado, y mi deber es obedecerla —luego se advirtió en sus ojos una expresión sombría y, después de un momento, dijo—: Si la hubiera desobedecido, tú no estarías hoy vivo, señor.

—Entonces, ¿te hallas pesaroso por no haberme dado muerte?

—No, señor; Cristo nos manda no matar.

—¿Pero y Atacino y Crotón?

—No pude hacer otra cosa —murmuró Urso.

Y dirigió una mirada entristecida a sus manos, que evidentemente habían permanecido paganas, aun cuando hubiera él, desde lo íntimo de su alma, abrazado la cruz.

Enseguida colocó una olla sobre la rejilla y se quedó en cuclillas contemplando el fuego con mirada pensativa.

—Tuya fue la culpa, señor —dijo por fin—. ¿Por qué alzaste la mano contra ella, contra la hija de un rey?

Una oleada de orgullo se adueñó de Vinicio al ver que un rústico y un bárbaro se permitiera no sólo hablarle familiarmente, sino que hasta osara recriminarle. Así venía esto a juntarse a todas las cosas insólitas e inverosímiles que desde el día anterior le estaban sucediendo. Mas como se encontraba débil y sin esclavos a quienes llamar en su ayuda, trató de sobreponerse, especialmente porque predominaba en él ahora el deseo de conocer algunos detalles de la vida anterior de Ligia.

De manera que, cuando se hubo calmado un tanto, pidió al ligio algunos datos acerca de la guerra de los ligios contra Vanio y los suevos.

A Urso le agradaba conversar, mas no pudo agregar mucho de nuevo a lo que en su tiempo Aulo Plaucio había referido a Vinicio. Urso no había tomado parte en la guerra, pues le había tocado la misión de acompañar a los rehenes al campamento de Atelio Hister. Sólo sabía, pues, que los ligios habían derrotado a los suevos y yazigos; pero que su caudillo y rey había sucumbido bajo las flechas de un yazigo. Inmediatamente después de recibida la noticia de que los semnones habían prendido fuego a los bosques situados en sus fronteras, los ligios habían vuelto precipitadamente a vengar aquel atentado: entretanto habían permanecido como rehenes en poder de Atelio Hister, quien al principio ordenó que se les tributasen honores reales.

Después había muerto la madre de Ligia. El jefe romano se encontró en situación de no saber qué hacer con la niña. Urso quiso volver a su país, pero el camino era difícil a causa de las fieras y de las tribus salvajes.

Cuando se recibió la noticia de que una embajada de ligios había ido a visitar a Pomponio y a ofrecerle el apoyo de su país contra los marcómanos, Atelio Hister le había mandado con Ligia a ver a Pomponio. Pero cuando llegaron se enteraron de que los embajadores no se habían presentado, y en esas circunstancias permanecieron en el campamento, desde donde Pomponio se los llevó a Roma, y una vez alcanzada la victoria, entregó a la hija del rey ligio a Pomponia Grecina.

Aun cuando sólo algunos ligeros detalles de esta narración eran nuevos para Vinicio, éste los escuchó todos con agrado, pues sentía lisonjeado su orgullo de familia al recibir de boca de un testigo ocular la confirmación del linaje real de Ligia. Como hija de un rey, bien pudiera ella ocupar en la corte del César una posición igual a la de las hijas de las primeras familias romanas, con tanto mayor motivo cuanto que la nación que gobernara su padre no había tenido hasta entonces ninguna guerra con Roma, y aunque bárbara, podía llegar a ser un enemigo terrible, pues de ser ciertos los informes dados por el propio Atelio Hister, poseía una fuerza inmensa por la intrepidez de sus hombres de guerra. Y Urso confirmó plenamente esta opinión.

—Vivimos en los bosques —dijo, contestando a una pregunta de Vinicio—; pero poseemos tal extensión de territorio, que no hay quien pueda saber dónde se halla el límite; en este territorio habita un pueblo numerosísimo. Hay también ciudades, todas con edificios de madera, en medio de los bosques, y en ellas reina la abundancia, porque el botín con que vuelven cargados de sus excursiones los cuados, semnones, marcómanos y vándalos se lo quitamos nosotros. Y no se atreven a atacarnos; pero cuando sopla el viento del lado de ellos nos incendian nuestros bosques. Nosotros no los tememos, ni a ellos ni al mismo César romano.

—Los dioses han dado a Roma el dominio del mundo —dijo Vinicio secamente.

—Los dioses son espíritus malignos —contestó Urso con sencillez—, y donde no hay romanos no hay supremacía de ningún género —y aquí tornó a avivar el fuego de la chimenea, y enseguida repuso, como si hablara consigo mismo—: Cuando el César se llevó a Calina a palacio, y yo pensé que podía sobrevenirle alguna desgracia quise encaminarme a los bosques y hacer venir a los ligios en auxilio de la hija de nuestro rey. Y los ligios se habrían movido hacia el Danubio, porque forman un pueblo virtuoso, aunque son paganos. Pero allí habría ido yo también a llevarles «la buena nueva». No obstante, si alguna vez Calina vuelve a la casa de Pomponia Grecina, le pediré permiso para irme con ellos; porque Cristo nació en tierras muy lejanas, y ellos todavía no han oído hablar de Él… Él sabía, por cierto mejor que yo, dónde debía nacer; pero si hubiera venido al mundo entre nosotros, en los bosques, no le habríamos torturado: de eso estoy bien seguro. Habríamos hecho del Hijo el objeto de nuestra solicitud; le habríamos cuidado y atendido de manera que jamás le faltaran las aves, ni las setas, ni las pieles de castor, ni el ámbar. Y el botín que hubiéramos quitado a los suevos y bohemios se lo habríamos dado a Él, a fin de que disfrutase de comodidades, abundancia y bienestar.

 

Y mientras esto decía, colocó de nuevo en el fuego la olla que contenía la comida de Vinicio y enseguida guardó silencio. Su pensamiento, evidentemente, continuó vagando todavía por espacio de algunos instantes, a través de las selvas ligias, hasta que empezó a hervir el contenido de la vasija. Un poco más tarde la vació en un plato grande y, después de haberlo enfriado un poco, dijo:

—Glauco te aconseja, señor, que muevas el brazo sano lo menos posible; Calina me ha ordenado que te sirva de comer.

¡Ligia ordenaba! No había, pues, la menor objeción que hacer. No se le habría ocurrido a Vinicio oponerse ni por un instante a su voluntad, como si se tratara de la hija del César o de una diosa. Así que no contestó una sola palabra. Se sentó Urso junto a la cama, vació el líquido en una pequeña taza y lo llevó a los labios del joven.

E iba haciendo aquello con tal solicitud y tan afable sonrisa en el semblante, que Vinicio no podía dar crédito a sus ojos ni pensar que era éste el titán terrible que el día anterior había aniquilado a Crotón y a él mismo le habría hecho trizas a no ser por la compasiva intervención de Ligia. Y el joven patricio, por primera vez en su vida, empezó a preguntarse con aire meditabundo qué fenómenos estarían a la sazón operándose en el alma de aquel hombre tan sencillo, que no era más que un bárbaro y un sirviente.

Pero Urso demostró ser un enfermero tan desmañado como solícito; la taza se perdía de manera tan completa al tomarla él entre sus hercúleos dedos, que no quedaba en ella sitio alguno para la boca del enfermo. Así, pues, tras de algunos esfuerzos infructuosos, el gigante se halló grandemente confundido, y dijo:

—¡Ay! ¡Creo que me sería mucho más fácil coger un uro por los cuernos!

La confusión del ligio divertía a Vinicio; pero esta última observación suya no le interesó menos. Había visto en los circos al terrible uro, traído de las selvas del Norte y hacia el cual iban llenos de temor los más osados bestiarii, por ser una fiera que sólo a los elefantes cedía en tamaño y fuerza.

—¿Acaso has intentado tú coger a semejantes bestias por los cuernos? —preguntó asombrado.

—Hasta mi vigésimo invierno les tuve miedo —contestó Urso—; pero después lo hice —y siguió dando de comer a Vinicio con mayor torpeza que antes, hasta el punto de que al cabo de unos momentos dijo—: Tendré que llamar a Miriam o a Nazario.

Pero en aquel instante se dejó ver detrás de la cortina el pálido rostro de Ligia, y se oyó su voz que decía:

—Ahora voy a ayudar.

Efectivamente, vino del cubiculum, en el cual parece que había estado preparándose para entregarse al sueño, pues vestía tan sólo una túnica cerrada, que los antiguos llamaban capitium, y que le cubría totalmente el pecho. Tenía suelto el cabello.

Vinicio, que sintió acelerar los latidos de su corazón a la vista de la joven, le dijo que cómo no se había acostado aún, y ella respondió risueñamente:

—Me preparaba para dormir; pero antes es menester que releve a Urso.

Y tomó en sus manos la taza, y sentándose al borde del lecho, empezó a dar de comer a Vinicio, quien se sintió a la vez rendido y gozoso. Cuando Ligia se inclinaba hacia él, llegaba hasta Vinicio el suave calor de su cuerpo y caían sobre su pecho los cabellos sueltos de la joven. Estaba pálido por la emoción; comprendía que por encima de todos los encantos estaba su ser amado sobre todas las cosas, y superior a todo, a cuyo lado nada significaba el mundo entero.

Al principio, tan sólo había deseado a Ligia; y ahora sentía que empezaba a amarla con todo su corazón. Antes, como generalmente sucede en los sentimientos y en las cosas de la vida, él había sido, como todas las gentes de su época, un egoísta insensible y ciego, que sólo pensaba en sí mismo; ahora comenzaba ya a pensar en ella. Así pues, transcurridos algunos instantes, no quiso tomar más alimento, y aun cuando la compañía de la joven y su vista le causaban una complacencia sin límites, le dijo:

—Basta ya. Vete a descansar, divina mía.

—No me llames de ese modo —respondió Ligia—. No es propio que yo escuche de tu boca tales palabras.

Sin embargo, enseguida le miró con rostro sonriente y le dijo que ya no tenía sueño ni fatiga, y que no se retiraría a descansar hasta que llegara Glauco.

El oía las palabras de la joven como si fueran dulce música, y su corazón se ensanchaba a influjo de una alegría y gratitud crecientes, y su imaginación trataba de hallar la forma de demostrarle ese agradecimiento a la joven de la manera más adecuada.

—Ligia —le dijo después de algunos momentos de silencio—, yo no te había conocido antes. Sólo ahora me he dado cuenta de que deseaba alcanzarte por medios reprobables. Así, pues, te digo: vuelve a casa de Pomponia Grecina y descansa, en la seguridad de que, en adelante, no habrá nadie que levante la mano contra ti.

El rostro de la doncella se entristeció de pronto, y contestó:

—Dichosa me sentiría si llegase a verla, aun cuando sólo fuese a cierta distancia; mas yo no puedo volver a su casa.

—¿Por qué? —preguntó Vinicio con asombro.

—Los cristianos sabemos, por intermedio de Actea, lo que sucede en el Palatino. ¿Acaso no ha llegado a tu conocimiento que el César, poco después de mi fuga y antes de su partida para Nápoles, hizo comparecer en su presencia a Pomponia Grecina y a Plaucio, y creyendo que me habían secundado, los amenazó con su cólera? Por fortuna, pudo Aulo decirle: «Señor: bien sabes que una mentira jamás ha manchado mis labios; pues bien, yo te juro que nosotros no la hemos ayudado en su fuga e ignoramos, como tú lo ignoras, la suerte que ha corrido». El César le creyó y olvidó. Por consejo de nuestros superiores, jamás he escrito a mi madre comunicándole mi paradero, a fin de que en cualquier momento pueda a plena conciencia sostener bajo juramento, si fuera menester, que ignora dónde me encuentro. Acaso tú no comprendas esto, Vinicio; pero has de saber que entre nosotros está prohibida la mentira aunque la vida esté en juego. Ésta es la religión a la que debemos adaptar nuestros corazones; por consiguiente, no he visto ni he debido ver a Pomponia Grecina desde la hora en que dejé su casa. Sólo de cuando en cuando ecos lejanos llegan confusamente hasta ella y le hacen saber que estoy viva y que no me amenaza ningún peligro.

Y mientras decía estas palabras, pareció que un hondo anhelo agitaba el alma de Ligia, pues las lágrimas humedecieron sus ojos; mas se tranquilizó prontamente, y dijo:

—Sé que también Pomponia Grecina languidece a causa de nuestra separación; pero nosotros disponemos de consuelos que otros no conocen.

—Sí —contestó Vinicio—. Cristo es vuestro consuelo; mas yo no comprendo eso.

—¡Mira!, para nosotros no hay separaciones, dolores ni sufrimientos. Y si sobrevienen, se transforman luego en goces. La muerte misma, que vosotros consideráis como el término de la vida, sólo es para nosotros su comienzo; la transmutación de una felicidad mezquina en una felicidad más alta; de una dicha insegura en otra dicha serena y duradera. Considera de qué índole augusta será una religión que nos ordena amar hasta a nuestros enemigos, que prohíbe la mentira, purifica nuestras almas, desterrando de ellas el odio, y nos promete una felicidad inagotable para después de la muerte.

—Fui testigo de esas enseñanzas en Ostrianum y he visto cómo os habéis portado conmigo y con Quilón… Cuando pienso en ello me parece que es un sueño, y me imagino que no debiera dar crédito a mis oídos ni a mis ojos. Pero contéstame a esta pregunta: ¿eres feliz?

—Lo soy —replicó Ligia—. Todo el que tiene fe en Cristo no puede ser desgraciado.

Vinicio fijó la vista en la joven con un aire en que se advertía la convicción de que todo aquello salvaba el límite de la comprensión humana.

—¿Y no tienes deseos de volver a casa de Pomponia Grecina? —repuso enseguida.

—Con toda mi alma lo anhelo, y he de volver algún día, si tal es la voluntad de Dios.

—Pues entonces yo te digo: vuelve, y te juro por mis lares que jamás alzaré una mano contra ti.

Ligia meditó por espacio de breves instantes y contestó enseguida:

—No; me es imposible exponer al peligro a los que se encuentran cerca de mí. El César no quiere a los Plaucio. Si yo volviese, y ya sabes qué pronto se extendería por toda Roma una noticia cualquiera por boca de los esclavos, mi regreso al hogar haría ruido en la ciudad. Nerón lo sabría seguramente por sus esclavos y castigaría a Plaucio y a Pomponia Grecina o, por lo menos, volvería a arrancarme de su lado.

—Cierto es —contestó Vinicio, frunciendo el ceño—, eso podría suceder. Y lo haría, aunque sólo fuera para demostrar que sus mandatos deben ser obedecidos. Verdad es que únicamente te olvidó porque tu fuga no había sido pérdida suya, sino mía. Y acaso entonces, si él volviera a sacarte de la casa de Aulo y Pomponia Grecina, sería para mandarte a la mía, y en esa eventualidad yo podría devolverte a la de ellos.

—Vinicio, ¿querrás tú verme de nuevo en el Palatino? —preguntó tristemente Ligia.

El joven apretó los dientes y contestó:

—No. Tienes razón. He hablado como un necio. ¡No!

E instantáneamente vio ante sí una especie de abismo sin fondo. Él era un patricio, un tribuno militar, un potentado; pero sobre todos los potentados del mundo a que pertenecía estaba un loco cuyos caprichos y cuya malignidad eran imposibles de prever. Solamente los cristianos podían prescindir en absoluto de Nerón, o dejar de temerle, porque eran gentes para quienes este mundo, con sus separaciones y la muerte nada significaba. Todos los demás tenían que temblar en presencia del tirano. Las torturas de la época en que vivía se le aparecían a Vinicio ahora en toda su monstruosa magnitud. Así pues, no podía devolver a Ligia a la casa de Aulo y Pomponia Grecina, por temor de que el monstruo la recordara y descargase sobre ella su cólera. Por la misma razón, si hubiera de hacerla su esposa, expondría a ella y a Plaucio y se expondría a sí mismo. Un momento de mal humor bastaba para causar la ruina de todos. Y Vinicio pensó, por primera vez en su vida, que el mundo debía sufrir una transformación o la existencia llegaría a serle imposible.

Y comprendió también algo que un momento antes le había parecido un enigma: que en tales tiempos solamente los cristianos podían ser felices. Pero, sobre todo esto, una honda pena se apoderó de él, porque se convenció al mismo tiempo de que había sido él quien se había complicado su propia vida y la de Ligia. Y bajo esa impresión de dolor, habló así:

—¿Sabes que tú eres más feliz que yo? Tú estás en la pobreza viviendo en este único aposento, en medio de gentes sencillas; mas tienes tu religión y tu Cristo. Pero yo sólo te tengo a ti, y cuando huiste de mi lado me quedé como un mendigo, sin techo que me cobijase, ni pan. Tú eres más querida a mi corazón que todo el resto del mundo. Yo te busqué, porque no podía vivir sin ti. No anhelaba placeres ni fiestas y me mostraba rebelde al sueño. De no haber sido por la esperanza de encontrarte, me habría clavado mi espada. Pero temí la muerte, porque muriendo ya no podía volver a verte. Digo la verdad pura cuando afirmo que no podré vivir sin ti. Hasta ahora sólo he vivido con la esperanza de encontrarte y verte. ¿Recuerdas nuestras conversaciones en casa de Aulo? Un día trazaste un pez en la arena, y entonces no supe cuál era su significado. ¿Recuerdas que jugamos a la pelota? Yo te amaba ya más que a mi vida. Y tú entonces habías empezado a adivinar mi amor. Aulo vino, interrumpió nuestra conversación y nos asustó con Libitina. Y Pomponia, al separarnos, dijo a Petronio que Dios era uno, justo y todopoderoso; mas entonces ni por asomo se me ocurrió que Cristo era su Dios y el tuyo. Que tu Dios te devuelva a mí y le amaré, aunque me parece que sólo es un Dios de esclavos, extranjeros y mendigos. Tú estás sentada cerca de mí, y, sin embargo, sólo en El piensas. Piensa en mí, si no quieres que le aborrezca. Para mí, tú, y sólo tú, eres una divinidad. ¡Benditos sean tu padre y tu madre; bendita la tierra donde viste la luz! ¡Quisiera poder rodear tus pies con mis brazos, y elevar a ti mis plegarias, y rendirte todo honor, y presentarte ofrendas y homenajes a ti, mujer tres veces divina! ¡No, tú no sabes, tú no puedes saber cómo te amo!

 

Y diciendo esto, se llevó la mano a su pálida frente y entornó los ojos.

Su naturaleza jamás había reconocido límites, ni en el amor ni en el odio.

Hablaba con apasionamiento, como un hombre que habiendo perdido el dominio de sí mismo no tiene voluntad para someter a restricción alguna sus frases ni sus sentimientos. Mas sus palabras emanaban del fondo del alma y hablaba con sinceridad. Podía verse al oírle que la amargura, el éxtasis, los anhelos, la adoración acumulados y confundidos por mucho tiempo en su pecho se habían desbordado al fin en un torrente irresistible de palabras. Para Ligia, algunas de éstas tenían algo de blasfemia; sin embargo, su corazón empezó a palpitar anhelante, como si quisiera romper la túnica que cubría su seno virginal. No podía sustraerse a la compasión por aquel hombre y por sus sufrimientos. Sentía y estaba conmovida por la veneración con que se dirigía a ella.

Se sentía también amada y adorada hasta lo ilimitado; sentía que aquel hombre peligroso e indomable le pertenecía ahora en cuerpo y alma, era como un esclavo suyo, y esa conciencia de la sumisión de él y del poder de ella la inundaba de felicidad.

Revivieron en un instante los recuerdos de otros días.

Él había vuelto a ser para ella aquel espléndido Vinicio, hermoso como un dios pagano. El mismo cuyos besos aún le quemaban los labios, que en la casa de Aulo le había hablado de amor y despertado como de un sueño su corazón casi infantil entonces; pero también el mismo de cuyos brazos Urso la había arrancado en el Palatino, como si la arrancase del incendio de una enorme llama envolvente. Y ahora que se veían pintados en su rostro de águila el éxtasis y al mismo tiempo el dolor, ahora que yacía en aquel lecho, pálida la frente y expresión suplicante en los ojos —herido, quebrantado por el amor, rendido y dispuesto a la sumisión y al homenaje—, se le presentó a Ligia como el hombre que ella habría deseado que fuera y al que hubiera amado con toda su alma.

Y de súbito comprendió también que pudiera llegar el momento en que ese amor de Vinicio lograse apoderarse de ella, dominarla y arrastrarla como un torbellino. Y al pensar en esto, tuvo la misma sensación que poco antes había tenido Vinicio de hallarse al borde de un precipicio.

¿Para esto había dejado la casa de Aulo? ¿Para esto había huido recurriendo a la fuga? ¿Para esto había vivido oculta en los barrios más miserables de la ciudad? ¿Quién era Vinicio? ¡Un augustano, un soldado, un cortesano de Nerón! Además, era partícipe de sus desenfrenos y locuras, como había demostrado en esa fiesta que no podía ella olvidar. Él iba también, como los demás, a los templos del paganismo y presentaba ofrendas a esos dioses viles, en los cuales acaso él mismo no creía, y, no obstante, les tributaba oficialmente sus homenajes. Aún más: la había perseguido con el propósito de hacerla su esclava y su amante y para arrojarla al mismo tiempo en aquel horrible mundo de molicie y exceso, de crimen y deshonra; en ese mundo que provocaba la cólera y la venganza de Dios.

Cierto que parecía haberse modificado su índole; pero acababa también de decirle que si ella pensaba más en Cristo que en él, estaba dispuesto a aborrecer a Cristo. Y le parecía a Ligia que la sola idea de cualquier otro amor que no fuese el amor de Cristo era un pecado contra Él y contra la religión que confesaba. Así, pues, cuando se dio cuenta de que despertaban en el fondo de su alma otros sentimientos y deseos, se apoderó de ella el temor por el porvenir y por su propio corazón.

En este crítico momento de lucha interior, se presentó Glauco, que venía a informarse de la salud de su paciente y seguir atendiéndole. Y en un abrir y cerrar de ojos pudieron verse reflejadas en el semblante de Vinicio la cólera y la impaciencia. Le irritó ver allí interrumpida su conversación con Ligia, de manera que cuando Glauco le interrogó por su estado la respuesta fue casi desdeñosa.

Cierto es que prontamente se contuvo; pero si Ligia había concebido alguna ilusión acerca de que las enseñanzas escuchadas por él en Ostrianum pudieran haber ejercitado alguna influencia sobre su índole irrefrenable, necesario era renunciar a esa ilusión. Él había cambiado solamente en lo que a ella se refería; pero fuera de ese único sentimiento seguía alentando en su pecho aquel mismo corazón de antes, duro y egoísta; corazón verdaderamente de romano y de lobo, incapaz no sólo de las elevadas concepciones que afluyen de las enseñanzas cristianas, sino también incapaz de gratitud.

Ligia se retiró, por fin, con el alma llena de disgusto y ansiedad. Antes había ofrecido a Cristo en sus oraciones un corazón tranquilo y realmente puro y cristiano como una lágrima. Ahora esa tranquilidad había sido perturbada. En el interior de la flor se había introducido un insecto ponzoñoso y había empezado allí a zumbar.

Ni el sueño —a pesar de las dos noches anteriores de vigilia— vino a traerle el reposo. Soñó que veía en Ostrianum a Nerón, a la cabeza de su séquito de augustanos, bacantes, coribantes y gladiadores. Allí el César aplastaba multitudes de cristianos bajo su carro adornado con guirnaldas de rosas, y Vinicio la cogía por el brazo, la arrastraba hasta la cuadriga y, estrechándola contra su pecho, le decía al oído: «Ven con nosotros».

XXVII

Desde aquel momento, Ligia se dejó ver más de tarde en tarde en la sala común, y se aproximó con menos frecuencia al lecho del enfermo. Pero la paz no tornaba a su alma. Observaba que Vinicio la seguía con mirada suplicante, vivía pendiente de cada palabra suya, como si se tratara de un favor; que sufría y no osaba quejarse, por temor de alejarla con ello de su lado; que para él sólo ella era la felicidad y la salud. Y entonces se le abría el pecho a la compasión más honda.

Pronto reparó en que mientras más se afanaba por evitar su proximidad más le compadecía, y que se iban despertando en ella la compasión y sentimientos de mayor y más intensa ternura. Y la paz pareció entonces abandonarla por completo.

En ocasiones se decía que su deber primordial era estar siempre a su lado; en primer lugar, porque la religión de Cristo prescribe devolver bien por mal; y luego, porque acaso en sus frecuentes conversaciones con él, bien pudiese atraerle a su fe. Pero, al mismo tiempo, su conciencia le advertía de que se engañaba a sí misma; que lo que le atraía hacia él no era otra cosa que su amor y el encanto que poseía. Y esto hacía vivir a Ligia en medio de una incesante lucha, que de día en día se iba haciendo más intensa.

A veces le parecía que la rodeaba una especie de red y que al intentar romperla para abrirse paso se envolvía en ella más y más.

Le era forzoso también confesar que la vista del joven se le iba haciendo más necesaria a diario y su voz más agradable, y que se veía en el caso de recurrir a todo el esfuerzo de su voluntad siempre que luchaba contra el deseo de sentarse junto a su cabecera. Cada vez que a ésta se acercaba y veía irradiar en el rostro de Vinicio la alegría, su corazón se inundaba de gozo.

Un día notó en los ojos del joven huellas de haber llorado, y por primera vez en su vida se le ocurrió el pensamiento de que pudiera ella enjugarlas con sus besos. Y luego, horrorizada por esa idea, llena de desprecio por sí misma, lloró toda la noche siguiente.

En cuanto a él, se había vuelto tan sufrido como si hubiera hecho voto de paciencia. Cuando, por momentos, iluminaba sus ojos algún relámpago de cólera, vanidad o impaciencia, reprimía prontamente esos ímpetus y dirigía a la joven una mirada llena de alarma, mirada en la cual se advertía el anhelo de ser perdonado. Nunca, pues, había experimentado ella como ahora la certidumbre de ser muy amada; por eso, al sentirse objeto de tan vivo afecto, se consideraba a la vez dichosa y culpable.