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100 Clásicos de la Literatura

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El profesor Emerson Sillerton era una espina clavada en la sociedad de Newport; y una espina imposible de arrancar, pues crecía en un árbol familiar venerable y venerado. Era, al decir de la gente, un hombre que tuvo "todas las ventajas". Su padre era tío de Sillerton Jackson, su madre una Pennilow de Boston; por ambas ramas había riqueza y posición social, y además mutua compatibilidad. Nada, como hacía notar a menudo Mrs. Welland, nada en el mundo obligaba a Emerson Sillerton a ser arqueólogo ni profesor de cualquier cosa, ni a vivir en Newport todo el invierno, ni a hacer ninguna de las cosas revolucionarias que hacía. Pero finalmente, si iba a romper con la tradición y a burlarse de la sociedad en su cara, no tenía necesidad de casarse con la pobre Amy Dagonet, que tenía derecho a esperar "algo diferente" y suficiente dinero para mantener su propio coche.

En la familia Mingott nadie podía entender por qué Amy Sillerton se había sometido tan sumisamente a las excentricidades de un marido que llenaba la casa de hombres de pelo largo y mujeres de pelo corto y que, cuando viajaba, la llevaba a explorar tumbas en Yucatán en lugar de ir a París o a Italia. Pero ahí estaban, firmes en sus hábitos, y al parecer sin percatarse de que eran diferentes del resto de la gente. Y cuando cada año ofrecían una de sus temibles fiestas al aire libre, cada familia de los acantilados, a causa del parentesco Sillerton-Dagonet, se veía obligada a echar suertes y a enviar a un representante contra su voluntad.

—¡Y hay que agradecer—comentó Mrs. Welland — que no eligieran el día en que se corre la Copa! ¿Te acuerdas que hace dos años dieron una fiesta en honor de un negro el mismo día del thé dansant de Julia Mingott? Por suerte ahora, que yo sepa, no hay ninguna otra cosa ese día, pues naturalmente alguno de nosotros tendrá que asistir.

Mr. Welland suspiró nervioso.

—Alguno de nosotros, querida, ¿más de uno? Las tres de la tarde es una hora tan incómoda. Yo tengo que estar aquí a las tres y media para tomar mis gotas, porque no vale la pena tratar de seguir el nuevo tratamiento de Bencomb si no lo hago en forma sistemática; y si he de juntarme contigo más tarde, perdería mi paseo en coche.

Al pensar en esto, dejó nuevamente sobre la mesa su cuchillo y tenedor, y un rubor de ansiedad tiñó sus mejillas surcadas por finas arrugas.

—No hay ninguna razón para que vayas, querido —respondió su esposa con un tono alegre que se había vuelto automático en ella—. Tengo que ir a dejar algunas tarjetas al otro extremo de Bellevue Avenue, de modo que pasaré por la fiesta hacia las tres y media y me quedaré lo suficiente como para que Amy no sienta que le hacemos un desaire. —Miró vacilante a su hija—. Y si Newland tiene programado algo para la tarde, tal vez May pueda llevarte a pasear para probar los nuevos arneses rojizos de los ponies.

Era un principio en la familia Welland que los días y horas de todos debían estar "programados", como decía Mrs. Welland. La melancólica posibilidad de "matar el tiempo" (especialmente para aquellos que no jugaban whist o solitarios) era una imagen que la obsesionaba como el espectro del desempleado obsesiona al filántropo. Otro de sus principios era que los padres no debían jamás (al menos notoriamente) interferir con los planes de sus hijos casados; y la dificultad de compatibilizar este respeto por la independencia de May con la satisfacción de las exigencias de Mr. Welland podía superarse sólo ejercitando un ingenio que no dejaba segundo desocupado del "tiempo programado" de Mrs. Welland.

—Claro que puedo salir a pasear con papá, estoy segura de que Newland encontrará algo que hacer —dijo May, recordando gentilmente a su marido, que no había dado una respuesta. Para Mrs. Welland era una constante causa de angustia el hecho de que su yerno mostrara tan poca previsión en planificar sus días. Ya había sucedido con demasiada frecuencia, durante la quincena que llevaba bajo su techo, que cuando ella le preguntaba en qué pensaba ocupar su tarde, le contestara con una paradoja:

—Oh, creo que, para variar, voy a ahorrarla en vez de ocuparla.

Y una vez, cuando Mrs. Welland y su hija habían ido a hacer una cantidad de visitas pospuestas hacía tiempo, Archer confesó que se había quedado toda la tarde tendido junto a una roca en la playa que había bajo la casa.

—Parece que Newland nunca mira hacia adelante —se aventuró a comentar en una oportunidad Mrs. Welland a su hija.

Pero May contestó tranquilamente:

—No; pero ya ves que no importa, porque cuando no hay nada especial que hacer él lee un libro.

—¡Ah, sí, igual que su padre! —asintió Mrs. Welland, como si aceptara el hecho en calidad de rareza heredada.

Después de eso, se dejó tácitamente de lado la cuestión de la ociosidad de Newland. No obstante, como se acercaba el día de la recepción de los Sillerton, May comenzó a mostrar una natural solicitud por el bienestar de su marido, y a sugerir un partido de tenis donde los Chivers, o una salida a navegar en el cúter de Julius Beaufort, como una manera de reparar su temporal deserción.

—Estaré de regreso hacia las seis, querido; tú sabes que papá nunca termina su paseo después de esa hora.

Y no se quedó tranquila hasta que Archer le dijo que pensaba arrendar un coche para ir hasta una granja especializada en crianza caballar en busca de un segundo caballo para la berlina. Hacía tiempo que andaban detrás de aquel caballo, de modo que la sugerencia fue tan aceptable que May miró a su madre como diciendo: "Ya ves que sabe programar su tiempo tan bien como cualquiera de nosotros". La idea de la granja y del caballo para la berlina de May había germinado en la mente de Archer el mismo día en que se mencionó por primera vez la invitación de Emerson Sillerton; pero la guardó en secreto como si hubiera algo de clandestino en el plan y que si se descubría algo podría impedir su ejecución. Había, sin embargo, tomado la precaución de contratar con anticipación un coche con un par de viejos trotones de la cuadra de caballos de alquiler que todavía podían hacer sus dieciocho millas en caminos planos; y a las dos de la tarde, levantándose apresuradamente de la mesa del almuerzo, saltó dentro del liviano carruaje y partió.

El día era perfecto. La brisa del norte empujaba pequeños pompones de nubes blancas a través de un cielo ultramarino sobre un mar brillante. Bellevue Avenue estaba desierta a esa hora, y después de dejar al mozo de cuadra en la esquina de Mill Street, Archer volvió bridas hacia la vieja carretera de la playa y cruzó la playa Eastman. Tenía esa sensación de inexplicable excitación con que, en las vacaciones de medio día del colegio, solía lanzarse a lo desconocido. Llevando a sus trotones a mediano andar, calculaba llegar a la granja, que no estaba muy lejos de Paradise Rocks, antes de las tres, de modo que después de escoger el caballo (y probarlo si le parecía promisorio) todavía le quedaban cuatro maravillosas horas a su disposición. En cuanto supo de la fiesta de los Sillerton, se dijo que la marquesa Manson iría con toda seguridad a Newport con las Blenker, y que madame Olenska quizás aprovecharía la oportunidad de pasar el día con su abuela. Era, por tanto, probable que la residencia de las Blenker quedara vacía, y él podría, discretamente, satisfacer una vaga curiosidad acerca de la casa. No estaba seguro de querer ver a la condesa Olenska nuevamente; pero a partir del momento en que la viera desde el sendero sobre la bahía había ansiado, de manera irracional e indescriptible, conocer el lugar donde vivía, y seguir los movimientos de esa silueta imaginada cuando miraba a la real en la glorieta. La añoranza lo acompañaba día y noche como un incesante e indefinible deseo, como el súbito antojo de un enfermo por comer o beber algo que alguna vez probó y había olvidado por mucho tiempo. No podía ver nada más allá del deseo, ni imaginar a qué podía conducirlo, pues no tenía conciencia de querer hablar con madame Olenska o de oír su voz. Simplemente sentía que si podía llevarse la imagen del pedazo de tierra sobre el cual ella caminaba, y la manera en que el cielo y el mar lo circundaban, el resto del mundo podría parecer un poco menos vacío.

Al llegar a la caballeriza, de una sola ojeada advirtió que el caballo no era el que quería; sin embargo dio una vuelta para probarse a sí mismo que no tenía prisa. Pero a las tres soltó riendas a los trotones y se internó por los caminos laterales que conducían a Portsmouth. El viento había amainado y una leve bruma en el horizonte presagiaba una neblina acechando para subir a hurtadillas el Saconet al cambio de la marea; pero todo a su alrededor, campos y bosques, estaban empapados de una luz dorada. Pasó frente a granjas de techos grises rodeadas de huertos, frente a henares y bosquecillos de robles, frente a poblados con blancos campanarios que se elevaban agudos hacia el desteñido cielo; y por último, después de detenerse a preguntar el camino a varios hombres que trabajaban en un campo, bajó por un camino bordeado de altas varas doradas y zarzamoras. Al final del camino se veía el reflejo azul del río; hacia la derecha, frente a un macizo de robles y arces, vio una casa larga y ruinosa, con peladuras en la blanca pintura de las chillas. Al borde del camino que enfrentaba la verja de entrada, se levantaba uno de esos cobertizos abiertos en que los granjeros de Nueva Inglaterra guardan sus implementos agrícolas y los visitantes "amarran sus yuntas". Archer saltó del coche, hizo entrar a sus caballos en el cobertizo, y después de amarrarlos a un poste se dirigió hacia la casa. El césped delante de la vivienda se había convertido en un pastizal; pero a la izquierda había numerosas dalias en un recuadro bordeado de un boj demasiado crecido, y algunos descuidados rosales circundaban una fantasmal glorieta enrejada que fue alguna vez blanca, coronada por un Cupido de madera que había perdido su arco pero seguía apuntando inútilmente.

 

Archer se apoyó un instante contra la verja. No se veía a nadie, y no salía ningún ruido por las abiertas ventanas de la casa: un terranova canoso dormitaba ante la puerta y parecía ser un guardián tan ineficiente como el Cupido sin arco. Era curioso pensar que ese lugar silencioso y decadente era el hogar de las turbulentas Blenker; sin embargo, Archer estaba cierto de no haberse equivocado. Permaneció largo rato en la entrada, contentándose con poder abarcar todo el escenario, y cayendo gradualmente bajo su soporífero hechizo; pero al final despertó con la sensación de que el tiempo pasaba. ¿Miraría desde allí hasta hartarse y luego se iría? Dudaba, sintiendo un súbito deseo de ver el interior de la casa para poder imaginar el cuarto donde pasaba su tiempo madame Olenska. Nada le impedía ir hasta la puerta y tocar la campanilla; si, como suponía, ella estaba fuera con el resto del grupo, podía fácilmente dar su nombre y pedir autorización para entrar a la sala de estar para escribir un mensaje.

Pero en vez de ello cruzó el césped y dobló hacia el prado de boj; al entrar en él pudo ver algo de colorido brillante en la glorieta. Resultó ser una sombrilla rosada, que lo atrajo como un imán: estaba seguro de que era de ella. Entró en la glorieta, se sentó en un asiento cojo, tomó la sombrilla de seda y miró su mango tallado, hecho de alguna madera desconocida que exhalaba un olor aromático. Archer acercó el mango a sus labios. Escuchó un roce de faldas contra el boj y se quedó inmóvil, apoyado en el mango de la sombrilla que apretaba entre sus manos, y dejó que el ruido se acercara sin alzar los ojos. Siempre supo que esto tenía que ocurrir...

—¡Oh, Mr. Archer! —exclamó una voz joven y fuerte.

Levantó la vista y vio ante él a la más joven y más gorda de las señoritas Blenker, rubia y coloradota, con un vestido de muselina bastante sucio. Una mancha roja en una de sus mejillas probaba que había estado recientemente apretada contra una almohada, y sus ojos semidormidos lo contemplaban acogedoramente pero algo confundidos.

—¡Válgame Dios! ¿De dónde sale usted? Debo haberme quedado profundamente dormida en la hamaca. Todas las demás se fueron a Newport. ¿Tocó la campanilla? —preguntó en forma incoherente.

La confusión de Archer era mayor que la suya. Yo... no..., quiero decir, iba a hacerlo. Vine a la isla a ver un caballo, y después pensé en que podría tener la oportunidad de encontrar a Mrs. Blenker y a su visitante y me dirigí hacia acá. Pero me pareció que la casa estaba vacía, de modo que me senté a esperar. Miss Blenker, librándose del sopor del sueño, lo miró con renovado interés.

—La casa está vacía. Mi madre no está aquí, ni la marquesa, ni nadie más que yo —su mirada expresó un reproche—. ¿No sabía que el Profesor y Mrs. Sillerton ofrecen una fiesta al aire libre en honor de mi madre y todos nosotros esta tarde? Por desgracia yo no pude ir porque tengo dolor de garganta y mi madre tuvo miedo de la vuelta a casa de noche. ¿Ha visto algo más decepcionante? Claro que —añadió alegremente—, no me habría importado tanto si hubiera sabido que usted iba a venir.

Aparecían en ella los síntomas de una torpe coquetería, y Archer logró encontrar fuerzas para interrumpirla.

—Pero madame Olenska ¿también fue a Newport?

Miss Blenker lo miró sorprendida.

—¿Usted no sabía que la llamaron y tuvo que marcharse?

—¿La llamaron?

—¡Oh, mi mejor sombrilla! Se la presté a esa gansa de Katie porque iba con sus cintas, y la muy descuidada debe haberla dejado aquí. ¡Así somos las Blenker... verdaderas gitanas! — Recuperó el quitasol con mano firme, lo abrió y guareció su cabeza bajo la cúpula rosada—. Sí, a Ellen la llamaron ayer; nos permite llamarla Ellen, ¿qué le parece? Llegó un telegrama de Boston y ella dijo que debía irse por dos días. Me encanta como se peina, ¿y a usted? — continuó cotorreando Miss Blenker.

Archer no dejaba de mirar a través de ella como si fuera transparente. Lo único que veía era el ordinario quitasol que formaba un arco rosado por encima de su cara risueña. Al cabo de un momento, se aventuró a decir:

—¿No sabe por qué iba madame Olenska a Boston? Espero que no serían malas noticias.

Miss Blenker lo tomó con alegre incredulidad.

—No, no lo creo. No nos dijo lo que decía el telegrama. Creo que no quería que lo supiera la marquesa. Tiene un aspecto muy romántico, ¿no es cierto? ¿No le recuerda a Mrs. Scott-Siddons cuando lee Lady Gerladine's Courtsbip? ¿No la ha leído nunca?

Archer trataba apresuradamente de ordenar sus pensamientos. Parecía que todo su futuro se desplegaba súbitamente ante él; y recorriendo su interminable vacío, vio la menguada figura de un hombre al que jamás le sucedería nada. Dio una mirada a su alrededor, el jardín sin podar, la casa desvencijada, y el bosquecillo de robles bajo el cual se concentraba el crepúsculo. Habría sido el lugar exacto en que debería haberse encontrado con madame Olenska; y ella estaba lejos, y ni siquiera la sombrilla rosada era suya... Frunció el ceño y vaciló.

—Usted no puede saber, claro, pero estaré en Boston mañana. Me gustaría poder verla...

Le pareció que Miss Blenker perdía interés en él, aunque no su sonrisa.

—¡Oh, por supuesto, qué amable es! Se alojará en Parker House; debe ser atroz Boston en esta época.

Después de eso, Archer sólo tuvo una noción intermitente de las frases que intercambiaron. Sólo recordaba haber rechazado resueltamente su sugerencia de quedarse a esperar el regreso de la familia y tomar un último té con todos antes de volver a su casa. Finalmente, acompañado de su anfitriona, salió fuera del alcance del Cupido de madera, desató sus caballos y se marchó. Al doblar el camino, vio a Miss Blenker parada en la verja, agitando la sombrilla rosada.

23

La mañana siguiente, cuando Archer se bajó del tren Fall River, entró al Boston húmedo de pleno verano. Las calles cercanas a la estación estaban impregnadas de olores a cerveza y café y fruta podrida, y un populacho en mangas de camisa se movía entre ellos con el íntimo abandono de los huéspedes de una pensión desfilando por el pasillo rumbo al cuarto de baño.

Archer encontró un coche de alquiler y se dirigió al Club Somerset para desayunar. Incluso los barrios elegantes tenían ese aspecto de indiferente desaseo que ni el exceso de calor produce en forma tan degradante en las ciudades europeas. Porteros vestidos de percal blanco holgazaneaban en los umbrales de las casas de los ricos, y el propio Common parecía un parque de diversiones al día siguiente de un picnic masónico. Si Archer hubiera tratado de imaginar a Ellen Olenska en escenarios insólitos, no podía haber encontrado ninguno en que fuera más difícil imaginarla que en este Boston desierto y postrado por el calor. Desayunó con apetito y metódicamente, comenzando por una rebanada de melón y hojeando un periódico matutino mientras esperaba sus tostadas y huevos revueltos. Se sentía poseído de una nueva sensación de energía y actividad desde la noche anterior, cuando le anunció a May que tenía asuntos que atender en Boston y que tomaría el Fall River esa misma tarde, regresando a Nueva York la noche siguiente. Siempre estuvo claro que regresaría a la ciudad a principios de la semana, y cuando volvió de su expedición a Portsmouth una carta de la oficina, que la suerte colocó en forma muy visible en un rincón de la mesa del vestíbulo, bastó para justificar su repentino cambio de planes. Hasta se avergonzó de la facilidad con que resultó todo, lo que le recordó, haciéndolo sentir incómodo por un instante, las magistrales invenciones de Lawrence Lefferts para asegurar su libertad. Pero no lo perturbó por mucho tiempo, pues no se hallaba de humor para análisis.

Después del desayuno fumó un cigarrillo y echó una mirada al Commercial Advertiser. Mientras se entretenía en eso, entraron dos o tres personas conocidas, e intercambiaron los habituales saludos: era el mismo mundo, después de todo, aunque él tenía una sensación tan rara de haberse escapado de las redes del tiempo y el espacio.

Consultó su reloj, y como eran las nueve y media se levantó y se dirigió a la sala de escritura. Allí escribió unas pocas líneas, y ordenó a un mensajero que tomara un coche de alquiler hasta Parker House y esperara la respuesta. Luego se sentó detrás de otro periódico y trató de calcular cuánto se demoraría un coche en llegar a Parker House.

—La señora había salido, señor —escuchó de súbito la voz del mensajero en su hombro.

—¿Había salido? —tartamudeó, como si fuera una palabra de un idioma extranjero.

Se fue al vestíbulo. Tenía que haber un error: no podía haber salido a esa hora. Enrojeció de rabia de su propia estupidez: ¿por qué no mandó la nota en cuanto llegó? Tomó su sombrero y bastón y salió a la calle. La ciudad se había vuelto repentinamente extraña y grande y vacía como si fuera un viajero de tierras lejanas. Se quedó parado en el umbral un momento, vacilante; luego decidió ir a Parker House. ¿Y si el mensajero entendió mal y ella estaba todavía allí?

Empezó a caminar por el medio del Common; y en el primer banco, debajo de un árbol, la vio sentada. Se protegía la cabeza con una sombrilla de seda gris... ¿cómo pudo imaginarla alguna vez con una sombrilla rosada? A medida que se acercaba le impresionaba su actitud desganada: estaba sentada allí como si no tuviera nada más que hacer. Vio su perfil inclinado, y el moño atado en la parte baja del cuello bajo su sombrero negro, y el largo guante arrugado en la mano que asía el quitasol. Se acercó un par de pasos, y ella se dio vuelta a mirarlo.

—Oh —exclamó.

Y por primera vez Archer vio una expresión de sorpresa en su rostro, pero que al instante dio paso a una fría sonrisa de curiosidad y agrado.

—Oh —murmuró otra vez, con un tono diferente, mientras él permanecía de pie mirándola; y, sin levantarse, le hizo lugar en el banco a su lado.

—Estoy aquí por negocios... acabo de llegar —explicó Archer; y, sin saber por qué, de repente empezó a fingir asombro de verla—. ¿Pero qué demonios haces tú en este desierto?

No tenía idea de lo que decía; sintió que le gritaba desde distancias interminables y que ella se desvanecería nuevamente antes de que pudiera alcanzarla.

—¿Yo? También vine por negocios — respondió ella, volviendo la cabeza hacia él de modo que quedaron cara a cara.

Archer apenas escuchaba sus palabras: sólo tenía conciencia de su voz y del sorprendente hecho de que no hubiera quedado ni un solo eco de ella en su memoria. Ni siquiera recordaba que su voz era baja, con una ligera aspereza en las consonantes.

—Te peinas diferente —dijo, y su corazón latía como si hubiera pronunciado palabras irrevocables.

—¿Diferente? No, es que tengo que peinarme lo mejor que puedo cuando no tengo a Nastasia.

—¿Nastasia? ¿No está contigo?

—No, estoy sola. Por dos días no valía la pena traerla.

—¿Estás sola... en Parker House?

Ella lo miró con un destello de su antigua malicia.

—¿Te inquieta que pueda ser peligroso?

—No, peligroso no...

—Pero poco convencional, ¿no? Me lo suponía —reflexionó un momento—. No lo había pensado antes, porque acabo de hacer algo mucho menos convencional —el ligero tinte de ironía aún relucía en sus ojos—. Acabo de negarme a recuperar una suma de dinero que me pertenecía.

Archer se levantó de un salto y se alejó unos pasos. Ella había cerrado su quitasol y permanecía sentada con expresión ausente dibujando sobre la grava. Él se acercó y se paró ante ella.

—¿Ha venido alguien a... verte aquí?

—Sí.

—¿Con la oferta? Ella asintió.

—¿Y rehusaste... por las condiciones?

—La rechacé —replicó ella al cabo de un momento.

Archer se sentó de nuevo a su lado.

—¿Cuáles eran las condiciones?

—Oh, no eran tan molestas: solamente sentarme a la cabecera de su mesa de vez en cuando.

Hubo otro silencio. El corazón de Archer se había cerrado de un portazo de esa manera extraña en que solía hacerlo, y el joven buscaba en vano la palabra adecuada.

—¿Quiere que regreses... a cualquier precio?

—Bueno, a un muy buen precio. Al menos la suma es significativa para mí.

Archer guardó silencio, luchando con la pregunta que creía su deber plantear.

—¿Viniste aquí a encontrarte con él?

 

Ella lo miró fijo y luego estalló en una carcajada.

—¿Encontrarme con... mi marido? ¿Aquí? En esta época él está siempre en Cowes o en Baden.

—¿Mandó a alguien?

—Sí.

—¿Con una carta?

Ella negó con la cabeza.

—No, sólo un mensaje. El nunca escribe. No creo haber recibido más de una carta suya.

La alusión coloreó sus mejillas, y se reflejó en el vivo rubor de Archer.

—¿Por qué no escribe nunca?

—¿Por qué tendría que escribir? ¿Para qué están los secretarios?

El rubor del joven se intensificó. Ella había pronunciado la palabra como si no tuviera más significado que cualquiera otra en su vocabulario. Por un momento tuvo en la punta de la lengua preguntarle: "Entonces, ¿envió a su secretario?" Pero el recuerdo de la única carta del conde Olenski a su mujer estaba demasiado presente en su recuerdo. Calló, y luego se lanzó nuevamente al ataque.

—¿Y esa persona...?

—¿El emisario? El emisario —replicó madame Olenska, sonriendo todavía—, podría, por lo que a mí respecta haberse marchado ya; pero insistió en esperar hasta esta noche... en caso que... por si hubiera una posibilidad...

—¿Y viniste a este lugar a reflexionar sobre esa posibilidad?

—Salí a tomar un poco de aire. El hotel es sofocante. Regresaré a Portsmouth en el tren de esta tarde.

Permanecieron sentados en silencio, sin mirarse, contemplando a la gente que pasaba por el sendero. Al cabo de un rato ella volvió los ojos hacia el joven y dijo:

—No has cambiado.

Archer hubiera querido contestarle: "Así era, hasta que te vi de nuevo", pero en su lugar se levantó bruscamente y paseó su mirada por el sucio y caluroso parque.

—Este lugar es horrible. ¿Por qué no vamos un rato a la bahía? Allá hay brisa y estará más fresco. Podemos tomar el vapor hasta Point Arley —ella lo miró vacilante, y él prosiguió—: Un lunes por la mañana no debe haber nadie en el vapor. Mi tren de regreso a Nueva York no sale hasta la noche. ¿Por qué no vamos? —insistió mirándola; y de súbito estalló sin poder contenerse—: ¿No hemos hecho todo lo posible?

—Oh... —murmuró ella nuevamente.

Se paró del asiento y abrió la sombrilla, mirando a su alrededor como si buscara consejo y asegurarse de la imposibilidad de permanecer allí. Después volvió a mirarlo a los ojos.

—No debes decirme esa clase de cosas — dijo. Te diré todo lo que quieras; o no diré nada.

—No abriré mi boca a menos que me lo pidas. ¿Qué daño puede hacerle esto a nadie? Lo único que quiero es escucharte —tartamudeó.

Ella sacó un pequeño reloj que parecía de oro con cadena esmaltada.

—¡No hagas cálculos! —gritó Archer—; ¡regálame el día! Quiero alejarte de ese hombre. ¿A qué horas vendrá?

La condesa se ruborizó más intensamente.

—A las once.

—Entonces tienes que venir de inmediato.

—No debes sentir temor alguno... aunque no vaya.

—Ni tú tampoco, si vienes. Te juro que sólo quiero saber de ti, saber qué has hecho. Hace cien años que no nos vemos... pueden pasar otros cien antes de que nos encontremos nuevamente.

Ella vacilaba todavía, con sus ojos ansiosos fijos en el rostro del joven.

—¿Por qué no fuiste a la playa a buscarme, ese día que estaba con la abuela? —le preguntó.

—Porque no te diste vuelta, porque no supiste que yo estaba allí. Juré que bajaría a buscarte si te dabas vuelta.

Archer se rio de lo infantil de su confesión.

—Pero yo no me di vuelta a propósito.

—¿A propósito?

—Sabía que estabas ahí; cuando llegaste reconocí los ponies. Por eso bajé a la playa.

—¿Para alejarte de mí lo más posible? Ella repitió en voz baja:

—Para alejarme de ti lo más posible.

El volvió a reír, esta vez con infantil satisfacción.

—Bueno, ya ves que no sirve. Y te diré — agregó— que el negocio a que vine era justamente encontrarte a ti. Pero, tenemos que irnos o perderemos nuestro barco.

—¿Nuestro barco? —la condesa lo miró con expresión de perplejidad, y luego sonrió—. Tengo que ir al hotel primero, debo dejar una nota...

—Todas las notas que quieras. Puedes escribir aquí. —Sacó su billetera y una de las nuevas plumas estilográficas—. Hasta tengo un sobre... ¡ya ves que está predestinado! Así, apóyala en tu rodilla, mientras hago funcionar la pluma; tienen que estar de buen humor, espera un poco... —golpeó la mano que sujetaba la pluma contra el respaldo del banco—. Es como hacer bajar el mercurio de un termómetro; es cuestión de maña. Ahora prueba.

Ella se rio e inclinándose sobre la hoja de papel que Archer pusiera encima de la billetera, comenzó a escribir. Archer se alejó unos pasos, mirando con ojos radiantes y ciegos a los transeúntes que, a su vez, se detenían a contemplar el insólito espectáculo de una mujer elegantemente vestida que escribía una nota sobre su rodilla en un banco del Common. Madame Olenska colocó la hoja en el sobre, escribió un nombre y lo guardó en su bolsillo. Luego se puso de pie.

Se dirigieron de vuelta a Beacon Street, y cerca del club Archer divisó el herdic que llevara su nota a Parker House, cuyo conductor reposaba de su esfuerzo refrescando su frente en el grifo de la esquina.

—¡Te dije que está todo predestinado! Aquí hay un coche para nosotros. ¡Ya lo ves!

Ambos rieron, asombrados de encontrar un transporte público a esa hora, y en aquel insólito sitio, en una ciudad donde las paradas de coches de alquiler eran todavía una novedad "extranjera». Consultando su reloj, Archer vio que había tiempo para ir hasta Parker House antes de dirigirse al embarcadero. El cochecito se zarandeó por las calurosas calles hasta detenerse ante la puerta del hotel. Archer extendió la mano hacia la carta.

—¿Quieres que yo la lleve? —preguntó.

Pero madame Olenska, moviendo la cabeza, bajó del coche y desapareció entre las puertas de vidrio. Eran apenas las diez y media. Pero, ¿y si el emisario, impaciente por recibir la respuesta y sin saber en qué ocupar su tiempo, estuviera ya sentado tomando un refresco entre los pasajeros que Archer alcanzó a vislumbrar cuando ella entró? Esperó, paseándose a grandes zancadas frente al coche. Un joven siciliano con ojos semejantes a los de Nastasia ofreció lustrar sus botas, y una matrona irlandesa trató de venderle duraznos; y cada cierto tiempo se abrían las puertas para dejar salir hombres acalorados con sombreros de paja echados hacia atrás, que lo miraban al alejarse. Se maravilló de que las puertas se abrieran tan a menudo, y que todas las personas que salían fueran tan parecidas entre ellas, y tan parecidas a los demás hombres acalorados que, a esa hora y a lo largo y lo ancho del país, entraban y salían por las puertas batientes de todos los hoteles.

Y luego, repentinamente, apareció una cara que no pudo relacionar con las demás. Apenas alcanzó a divisarla, pues sus paseos lo habían llevado al punto más alejado de su recorrido, y fue al volver hacia el hotel que vio, en un grupo de semblantes típicos, larguiruchos y cansados, redondos y sorprendidos, desencajados y bondadosos, esta otra cara que era tantas cosas al mismo tiempo, y cosas tan distintas. Era la de un hombre joven, pálido también, y bastante extenuado por el calor o preocupación, o ambos, pero de algún modo más rápido, más vivaz, más consciente; o quizás eso le parecía porque era tan distinto. Archer flotó por un momento en el delgado hilo de la memoria, pero se rompió y siguió flotando con la cara que desaparecía, aparentemente la de algún hombre de negocios extranjero, doblemente rara en tal escenario. Se desvaneció en la corriente de transeúntes, y Archer reanudó su vigilancia.