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100 Clásicos de la Literatura

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—Bueno, Browne, si hablas en serio podrías haber hecho otro descubrimiento peor. Todo lo que puedo decir es que nunca la había oído cantar tan bien ninguna de las veces que he estado antes aquí. Y es la pura verdad.

—Ni yo tampoco —dijo Mr. Browne—. Creo que de voz ha mejorado mucho.

Tía Julia se encogió de hombros y dijo con tímido orgullo:

—Hace treinta años, mi voz, como tal, no era mala.

—Le he dicho a Julia muchas veces —dijo tía Kate enfática— que está malgastando su talento en ese coro. Pero nunca me quiere oír.

Se volvió como si quisiera apelar al buen sentido de los demás frente a un niño incorregible, mientras tía Julia, una vaga sonrisa reminiscente esbozándose en sus labios, miraba alelada al frente.

—Pero no —siguió tía Kate—, no deja que nadie la convenza ni la dirija, cantando como una esclava de ese coro noche y día, día y noche. ¡Desde las seis de la mañana el día de Navidad! ¿Y todo para qué?

—Bueno, ¿no sería por la honra del Señor, tía Kate? —preguntó Mary Jane, girando en la banqueta, sonriendo.

La tía Kate se volvió a su sobrina como una fiera y le dijo:

—¡Yo me sé muy bien qué cosa es la honra del Señor, Mary Jane! Pero no creo que sea muy honrado de parte del Papa sacar de un coro a una mujer que se ha esclavizado en él toda su vida para pasarle por encima a chiquillos malcriados. Supongo que el Papa lo hará por la honra del Señor, pero no es justo, Mary Jane, y no está nada bien.

Se había fermentado apasionadamente y hubiera continuado defendiendo a su hermana porque le dolía, pero Mary Jane, viendo que los bailadores regresaban ya al salón, intervino apaciguante:

—Vamos, tía Kate, que está usted escandalizando a Mister Browne, que tiene otras creencias.

Tía Kate se volvió a Mr. Browne, que sonreía ante esta alusión a su religión, y dijo apresurada:

—Oh, pero yo no pongo en duda que el Papa tenga razón. No soy más que una vieja estúpida y no presumo de otra cosa. Pero hay eso que se llama gratitud y cortesía cotidiana en la vida. Y si yo fuera Julia iba y se lo decía al padre Healy en su misma cara…

—Y, además, tía Kate —dijo Mary Jane—, que estamos todos con mucha hambre y cuando tenemos hambre somos todos muy belicosos.

—Y cuando estamos sedientos también somos belicosos —añadió Mr. Browne.

—Así que más vale que vayamos a cenar —dijo Mary Jane— y dejemos la discusión para más tarde.

En el rellano de la salida de la sala Gabriel encontró a su esposa y a Mary Jane tratando de convencer a Miss Ivors para que se quedara a cenar. Pero Miss Ivors, que se había puesto ya su sombrero y se abotonaba el abrigo, no se quería quedar. No se sentía lo más mínimo con apetito y, además, que ya se había quedado más de lo que debía.

—Pero si no son más que diez minutos, Molly —dijo Mrs. Conroy—. No es tanta la demora.

—Para que comas un bocado —dijo Mary Jane— después de tanto bailoteo.

—No puedo, de veras —dijo Miss Ivors.

—Me parece que no lo pasaste nada bien —dijo Mary Jane, con desaliento.

—Sí, muy bien, se lo aseguro —dijo Miss Ivors—, pero ahora deben dejarme ir corriendo.

—Pero, ¿cómo vas a llegar? —preguntó Mrs. Conroy.

—Oh, no son más que unos pasos malecón arriba.

Gabriel dudó por un momento y dijo:

—Si me lo permite, Miss Ivors, yo la acompaño. Si de veras tiene que marcharse usted.

Pero Miss Ivors se soltó de entre ellos.

—De ninguna manera —exclamó—. Por el amor de Dios vayan a cenar y no se ocupen de mí. Ya sé cuidarme muy bien.

—Mira, Molly, que tú eres rara —dijo Mrs. Conroy con franqueza.

—Beannacht libh —gritó Miss Ivors, entre carcajadas, mientras bajaba la escalera.

Mary Jane se quedó mirándola, una expresión preocupada en su rostro, mientras Mrs. Conroy se inclinó por sobre la baranda para oír si cerraba la puerta del zaguán. Gabriel se preguntó si sería él la causa de que ella se fuera tan abruptamente. Pero no parecía estar de mal humor: se había ido riéndose a carcajadas. Se quedó mirando las escaleras, distraído.

En ese momento la tía Kate salió del comedor, dando tumbos, casi exprimiéndose las manos de desespero.

—¿Dónde está Gabriel? —gritó—. ¿Dónde es que está Gabriel? Todo el mundo está esperando ahí dentro, con todo listo; ¡y nadie que trinche el ganso!

—¡Aquí estoy yo, tía Kate! —exclamó Gabriel, con súbita animación—. Listo para trinchar una bandada de gansos si fuera necesario.

Un ganso gordo y pardo descansaba a un extremo de la mesa y al otro extremo, sobre un lecho de papel plegado adornado con ramitas de perejil, reposaba un jamón grande, despellejado y rociado de migajas, las canillas guarnecidas con primorosos flecos de papel, y justo al lado rodajas de carne condimentada. Entre estos extremos rivales corrían hileras paralelas de entremeses: dos seos de gelatina, roja y amarilla; un plato llano lleno de bloques de manjar blanco y jalea roja; un largo plato en forma de hoja con su tallo como mango, donde había montones de pasas moradas y de almendras peladas; un plato gemelo con un rectángulo de higos de Esmirna encima; un plato de natilla rebozada con polvo de nuez-moscada; un pequeño bol lleno de chocolates y caramelos envueltos en papel dorado y plateado; y un búcaro del que salían tallos de apio. En el centro de la mesa, como centinelas del frutero que tenía una pirámide de naranjas y manzanas americanas, había dos garrafas achatadas, antiguas, de cristal tallado, una con oporto y la otra con jerez abocado. Sobre el piano cerrado aguardaba un pudín en un enorme plato amarillo y detrás había tres pelotones de botellas de stout, de ale y de agua mineral, alineadas de acuerdo con el color de su uniforme: los primeros dos pelotones negros, con etiquetas rojas y marrón; el tercero, el más pequeño, todo de blanco con vírgulas verdes.

Gabriel tomó asiento decidido a la cabecera de la mesa y, después de revisar el filo del trinche, hundió su tenedor con firmeza en el ganso. Se sentía a sus anchas, ya que era trinchador experto y nada le gustaba tanto como sentarse a la cabecera de una mesa bien puesta.

—Miss Furlong, ¿qué le doy? —preguntó—. ¿Un ala o una lasca de pechuga?

—Una lasquita de pechuga.

—¿Y para usted, Miss Higgins?

—Oh, lo que usted quiera, Mr. Conroy.

Mientras Gabriel y Miss Daly intercambiaban platos de ganso y platos de jamón y de carne aderezada, Lily iba de un huésped al otro con un plato de calientes papas boronosas envueltas en una servilleta blanca. Había sido idea de Mary Jane y ella sugirió también salsa de manzana para el ganso, pero tía Kate dijo que había comido siempre el ganso asado simple sin nada de salsa de manzana y que esperaba no tener que comer nunca una cosa peor. Mary Jane atendía a sus alumnas y se ocupaba de que obtuvieran las mejores lonjas, y tía Kate y tía Julia abrían y traían del piano una botella tras otra de stout y de ale para los hombres y de agua mineral para las mujeres. Reinaba gran confusión y risa y ruido: una alharaca de peticiones y contra-peticiones, de cuchillos y tenedores, de corchos y tapones de vidrio. Gabriel empezó a trinchar porciones extras, tan pronto como cortó las iniciales, sin servirse. Todos protestaron tan alto que no le quedó más remedio que transigir bebiendo un largo trago de stout, ya que halló que trinchar lo sofocaba. Mary Jane se sentó a comer tranquila, pero tía Kate y tía Julia todavía daban tumbos alrededor de la mesa, pisándose mutuamente los talones y dándose una a la otra órdenes que ninguna obedecía. Mr. Browne les rogó que se sentaran a cenar y lo mismo hizo Gabriel, pero ellas respondieron que ya habría tiempo de sobra para ello. Finalmente, Freddy Malins se levantó y, capturando a tía Kate, la arrellanó en su silla en medio del regocijo general.

Cuando todo el mundo estuvo bien servido, dijo Gabriel, sonriendo:

—Ahora, si alguien quiere un poco más de lo que la gente vulgar llama relleno, que lo diga él o ella.

Un coro de voces lo conminó a empezar su cena, y Lily se adelantó con tres papas que le había reservado.

—Muy bien —dijo Gabriel, amable, mientras tomaba otro sorbo preliminar—, hagan el favor de olvidarse de que existo, damas y caballeros, por unos minutos.

Se puso a comer y no tomó parte en la conversación que cubrió el ruido de la vajilla al llevársela Lily. El tema era la compañía de ópera que actuaba en el Teatro Real. El tenor, Mr. Bartell D'Arcy, hombre de tez oscura y fino bigote, elogió mucho a la primera contralto de la compañía, pero a Miss Furlong le parecía que ésta tenía una presencia escénica más bien vulgar. Freddy Malins dijo que había un negro cantando principal en la segunda tanda de la pantomima del Gaiety que tenía una de las mejores voces de tenor que él había oído.

—¿Lo ha oído usted? —le preguntó a Mr. Bartell D'Arcy.

—No —dijo Mr. Bartell D'Arcy sin darle importancia.

—Porque —explicó Freddy Malins— tengo curiosidad por conocer su opinión. A mí me parece que tiene una gran voz.

—Y Teddy sabe lo que es bueno —dijo Mr. Browne, confianzudo, a la concurrencia.

—¿Y por qué no va a tener él también una buena voz? —preguntó Freddy Malins en tono brusco—. ¿Porque no es más que un negro?

Nadie respondió a su pregunta y Mary Jane pastoreó la conversación de regreso a la ópera seria. Una de sus alumnas le había dado un pase para Mignon. Claro que era muy buena, dijo, pero le recordaba a la pobre Georgina Bums. Mr. Browne se fue aún más lejos, a las viejas compañías italianas que solían visitar a Dublín: Tietjens, Ilma de Mujza, Campanini, el gran Trebilli, Giuglini, Ravelli, Aramburo. Qué tiempos aquellos, dijo, cuando se oía en Dublín lo que se podía llamar bel canto. Contó cómo la tertulia del viejo Real estaba siempre de bote en bote, noche tras noche, cómo una noche un tenor italiano había dado cinco bises de Déjame caer como cae un soldado, dando el do de pecho en cada ocasión, y cómo la galería en su entusiasmo solía desenganchar los caballos del carruaje de una gran prima donna para tirar ellos del coche por las calles hasta el hotel. ¿Por qué ya no cantaban las grandes óperas, preguntó, como Dinorah, Lucrezia Borgia? Porque ya no había voces para cantarlas: por eso.

 

—Ah, pero —dijo Mr. Bartell D'Arcy— a mi entender hay tan buenos cantantes hoy como entonces.

—¿Dónde están? —preguntó Mr. Browne, desafiante.

—En Londres, París, Milán —dijo Mr. Bartell D'Arcy, acalorado—. Para mí, Caruso, por ejemplo, es tan bueno, si no mejor que cualquiera de los cantantes que usted ha mencionado.

—Tal vez sea así —dijo Mr. Browne—. Pero tengo que decirle que lo dudo mucho.

—Ay, yo daría cualquier cosa por oír cantar a Caruso —dijo Mary Jane.

—Para mí —dijo tía Kate, que estaba limpiando un hueso—, no ha habido más que un tenor. Quiero decir, que a mí me guste. Pero supongo que ninguno de ustedes ha oído hablar de él.

—¿Quién es él, Miss Morkan? —preguntó Mr. Bartell D'Arcy, cortésmente.

—Su nombre —dijo tía Kate— era Parkinson. Lo oí cantar cuando estaba en su apogeo y creo que tenía la más pura voz de tenor que jamás salió de una garganta humana.

—Qué raro —dijo Mr. Bartell D'Arcy—. Nunca oí hablar de él.

—Sí, sí, tiene razón Miss Morkan— dijo Mr. Browne—. Recuerdo haber oído hablar del viejo Parkinson. Pero eso fue mucho antes de mi época.

—Una bella, pura, dulce y suave voz de tenor inglés —dijo la tía Kate entusiasmada.

Como Gabriel había terminado, se trasladó el enorme pudín a la mesa. El sonido de cubiertos comenzó otra vez. La mujer de Gabriel partía porciones del pudín y pasaba los platillos mesa abajo. A medio camino los detenía Mary Jane, quien los rellenaba con gelatina de frambuesas o de naranja o con manjar blanco o jalea. El pudín había sido hecho por tía Julia y ésta recibió elogios de todas partes. Pero ella dijo que no había quedado lo bastante «bruno».

—Bueno, confío, Miss Morkan —dijo Mr. Browne—, en que yo sea lo bastante «bruno» para su gusto, porque, como ya sabe, yo soy todo browno.

Los hombres, con la excepción de Gabriel, le hicieron el honor al pudín de la tía Julia. Como Gabriel nunca comía postre le dejaron a él todo el apio. Freddy Malins también cogió un tallo y se lo comió junto con su pudín. Alguien le había dicho que el apio era lo mejor que había para la sangre y como estaba bajo tratamiento médico. Mrs. Malins, que no había hablado durante la cena, dijo que en una semana o cosa así su hijo ingresaría en Monte Melleray. Los concurrentes todos hablaron de Monte Melleray, de lo reconstituyente que era el aire allá, de lo hospitalarios que eran los monjes y cómo nunca cobraban ni un penique a sus huéspedes.

—¿Y me quiere usted decir —preguntó Mr. Browne, incrédulo— que uno va allá y se hospeda como en un hotel y vive de lo mejor y se va sin pagar un penique?

—Oh, la mayoría dona algo al monasterio antes de irse —dijo Mary Jane.

—Ya quisiera yo que tuviéramos una institución así en nuestra Iglesia —dijo Mr. Browne con franqueza.

Se asombró de saber que los monjes nunca hablaban, que se levantaban a las dos de la mañana y que dormían en un ataúd. Preguntó que por qué.

—Son preceptos de la orden —dijo tía Kate con firmeza.

—Sí, pero ¿por qué? —preguntó Mr. Browne.

La tía Kate repitió que eran los preceptos y así eran. A pesar de todo, Mr. Browne parecía no comprender. Freddy Malins le explicó tan bien como pudo que los monjes trataban de expiar los pecados cometidos por todos los pecadores del mundo exterior. La explicación no quedó muy clara para Mr. Browne, quien, sonriendo, dijo:

—Me gusta la idea, pero ¿no serviría una cómoda cama de muelles tan bien como un ataúd?

—El ataúd —dijo Mary Jane— es para que no olviden su último destino.

Como la conversación se hizo fúnebre se la enterró en el silencio, en medio del cual se pudo oír a Mrs. Malins decir a su vecina en un secreto a voces:

—Son muy buenas personas los monjes, muy religiosos.

Las pasas y las almendras y los higos y las manzanas y las naranjas y los chocolates y los caramelos pasaron de mano en mano y tía Julia invitó a los huéspedes a beber oporto o jerez. Al principio, Mr. Bartell D'Arcy no quiso beber nada, pero uno de sus vecinos le llamó la atención con el codo y le susurró algo al oído, ante lo cual aquél permitió que le llenaran su copa. Gradualmente, según se llenaban las copas, la conversación se detuvo. Siguió una pausa, rota sólo por el ruido del vino y las sillas al moverse. Las Morkans, las tres, bajaron la vista al mantel. Alguien tosió una o dos veces y luego unos cuantos comensales tocaron en la mesa suavemente pidiendo silencio. Cuando se hizo el silencio, Gabriel echó su silla hacia atrás y se levantó.

El tableteo creció, alentador, y luego cesó del todo. Gabriel apoyó sus diez dedos temblorosos en el mantel y sonrió, nervioso, a su público. Al enfrentarse a la fila de cabezas volteadas levantó su vista a la lámpara. El piano tocaba un vals y pudo oír las faldas frotar contra la puerta del comedor. Tal vez había alguien afuera en la calle, bajo la nieve, mirando a las ventanas alumbradas y oyendo la melodía del vals. Al aire libre, puro. A lo lejos se vería el parque con sus árboles cargados de nieve. El monumento a Wellington tendría un brillante gorro nevado refulgiendo hacia el poniente, sobre los blancos campos de Quince Acres.

Comenzó:

—Damas y caballeros: Hame tocado en suerte esta noche, como en años anteriores, cumplir una tarea muy grata, para la cual me temo, empero, que mi pobre capacidad oratoria no sea lo bastante adecuada.

—¡De ninguna manera! —dijo Mr. Browne.

—Bien, sea como sea, sólo puedo pedirles esta noche que tomen lo dicho por lo hecho y me presten su amable atención por unos minutos, mientras trato de expresarles con palabras cuáles son mis sentimientos en esta ocasión.

—Damas y caballeros: No es la primera vez que nos reunimos bajo este hospitalario techo, alrededor de esta mesa hospitalaria. No es la primera vez que hemos sido recipendarios —o, quizá sea mejor decir, «víctimas»— de la hospitalidad de ciertas almas bondadosas.

Dibujó un círculo en el aire con sus brazos y se detuvo. Todo el mundo rio o sonrió hacia tía Kate, tía Julia y Mary Jane, que se ruborizaron de júbilo. Gabriel prosiguió con más audacia:

—Cada año que pasa siento con mayor fuerza que nuestro país no tiene otra tradición que honre mejor y guarde con mayor celo que la hospitalidad. Es una tradición única en mi experiencia (y he visitado no pocos países extranjeros) entre las naciones modernas. Algunos dirían, tal vez, que es más defecto que virtud de cual vanagloriarse. Pero aun si concediéramos que fuera así, se trata, a mi entender, de un defecto principesco, que confío que cultivemos por muchos años por venir. De una cosa, por lo menos, estoy seguro. Mientras este techo cobije a las buenas almas mencionadas antes —y deseo desde el fondo de mi corazón que sea así por muchos años y muchos años por transcurrir— la tradición de genuina, cálidamente entrañable, y cortés hospitalidad irlandesa, que nuestros antepasados nos legaron y que a su vez debemos legar a nuestros descendientes, palpita todavía entre nosotros.

Un cordial murmullo de asenso corrió por la mesa. Le pasó por la mente a Gabriel que Miss Ivors no estaba presente y que se había ido con descortesía: y dijo con confianza en sí mismo:

—Damas y caballeros: Una nueva generación crece en nuestro seno, una generación motivada por ideales nuevos y nuevos principios. Es ésta seria y entusiasta de estos nuevos ideales, y su entusiasmo, aun si está mal enderezado, es, creo, eminentemente sincero. Pero vivimos en tiempos escépticos y, si se me permite la frase, en una era acuciada por las ideas: y a veces me temo que esta nueva generación, educada o hipereducada como es, carecerá de aquellas cualidades de humanidad, de hospitalidad, de generoso humor que pertenecen a otros tiempos. Escuchando esta noche los nombres de esos grandes cantantes del pasado me pareció, debo confesarlo, que vivimos en época menos espaciosa. Aquéllos se pueden llamar, sin exageración, días espaciosos: y si desaparecieron sin ser recordados esperemos que, por lo menos, en reuniones como ésta todavía hablaremos de ellos con orgullo y con afecto, que todavía atesoraremos en nuestros corazones la memoria de los grandes, muertos y desaparecidos, pero cuya fama el mundo no dejará perecer nunca de motu propio.

—¡Así se habla! —dijo Mr. Browne bien alto.

—Pero como todo —continuó Gabriel, su voz cobrando una entonación más suave—, siempre hay en reuniones como ésta pensamientos tristes que vendrán a nuestra mente: recuerdos del pasado, de nuestra juventud, de los cambios, de esas caras ausentes que echamos de menos esta noche. Nuestro paso por la vida está cubierto de tales memorias dolorosas: y si fuéramos a cavilar sobre las mismas, no tendríamos ánimo para continuar valerosos nuestra vida cotidiana entre los seres vivientes. Tenemos todos deberes vivos y vivos afectos que reclaman, y con razón reclaman, nuestro esfuerzo más constante y tenaz.

—Por tanto, no me demoraré en el pasado. No permitiré que ninguna lúgubre reflexión moralizante se entrometa entre nos esta noche. Aquí estamos reunidos por un breve instante extraído de los trajines y el ajetreo de la rutina cotidiana. Nos encontramos aquí como amigos, en espíritu de fraternal compañerismo, como colegas, y hasta cierto punto en verdadero espíritu de camaradería, y como invitados de —¿cómo podría llamarlas?— las Tres Gracias de la vida musical de Dublín.

La concurrencia rompió en risas y aplausos ante tal salida. Tía Julia pidió en vano a cada una de sus vecinas, por turno, que le dijeran lo que Gabriel había dicho.

—Dice que somos las Tres Gracias, tía Julia —dijo Mary Jane.

La tía Julia no entendió, pero levantó la vista, sonriendo, a Gabriel, que prosiguió en la misma vena:

—Damas y caballeros: No intento interpretar esta noche el papel que Paris jugó en otra ocasión. No intentaré siquiera escoger entre ellas. La tarea sería ingrata y fuera del alcance de mis pobres aptitudes, porque cuando las contemplo una a una, bien sea nuestra anfitriona mayor, cuyo buen corazón, demasiado buen corazón, se ha convertido en estribillo de todos aquellos que la conocen, o su hermana, que parece poseer el don de la eterna juventud y cuyo canto debía haber constituido una sorpresa y una revelación para nosotros esta noche, o, last but not least, cuando considero a nuestra anfitriona más joven, talentosa, animosa y trabajadora, la mejor de las sobrinas, confieso, damas y caballeros, que no sabría a quién conceder el premio.

Gabriel echó una ojeada a sus tías y viendo la enorme sonrisa en la cara de tía Julia y las lágrimas que brotaron a los ojos de tía Kate, se apresuró a terminar. Levantó su copa de oporto, galante, mientras los concurrentes palpaban sus respectivas copas expectantes, y dijo en alta voz:

—Brindemos por las tres juntas. Bebamos a su salud, prosperidad, larga vida, felicidad y ventura, y ojalá que continúen por largo tiempo manteniendo la posición soberana y bien ganada que tienen en nuestra profesión, y la honra y el afecto que se han ganado en nuestros corazones.

Todos los huéspedes se levantaron, copa en mano, y, volviéndose a las tres damas sentadas, cantaron al unísono, con Mr. Browne como guía:

Pues son jocosas y ufanas,

pues son jocosas y ufanas,

pues son jocosas y ufanas,

¡nadie lo puede negar!

La tía Kate hacía uso descarado de su pañuelo y hasta tía Julia parecía conmovida. Freddy Malins marcaba el tiempo con su tenedor de postre y los cantantes se miraron cara a cara, como en melodioso concurso, mientras cantaban con énfasis:

A menos que diga mentira,

a menos que diga mentira…

Y volviéndose una vez más a sus anfitrionas, entonaron:

Pues son jocosas y ufanas,

pues son jocosas y ufanas,

pues son jocosas y ufanas,

¡nadie lo puede negar!

La aclamación que siguió fue acogida más allá de las puertas del comedor por muchos otros invitados y renovada una y otra vez, con Freddy Malins de tambor mayor, tenedor en ristre.

 

El frío y penetrante aire de la madrugada se coló en el salón en que esperaban, por lo que tía Kate dijo:

—Que alguien cierre esa puerta. Mrs. Malins se va a morir de frío.

—Browne está fuera, tía Kate —dijo Mary Jane.

—Browne está en todas partes —dijo tía Kate, bajando la voz.

Mary Jane se rio de su tono de voz.

—¡Vaya —dijo socarrona— si es atento!

—Se nos ha expandido como el gas —dijo la tía Kate en el mismo tono— por todas las Navidades.

Se rio de buena gana esta vez y añadió enseguida:

—Pero dile que entre, Mary Jane, y cierra la puerta. Ojalá que no me haya oído.

En ese momento se abrió la puerta del zaguán y del portal y entró Mr. Browne desternillándose de risa. Vestía un largo gabán verde con cuello y puños de imitación de astrakán, y llevaba en la cabeza un gorro de piel ovalado. Señaló para el malecón nevado de donde venía un sonido penetrante de silbidos.

—Teddy va a hacer venir todos los coches de Dublín —dijo.

Gabriel avanzó del desván detrás de la oficina, luchando por meterse en su abrigo y, mirando alrededor, dijo:

—¿No bajó ya Gretta?

—Está recogiendo sus cosas, Gabriel —dijo tía Kate.

—¿Quién toca arriba? —preguntó Gabriel.

—Nadie. Todos se han ido ya.

—Oh, no, tía Kate —dijo Mary Jane—. Bartell D'Arcy y Miss O'Callaghan no se han ido todavía.

—En todo caso, alguien teclea al piano —dijo Gabriel.

Mary Jane miró a Gabriel y a Mr. Browne y dijo, tiritando:

—Me da frío nada más de mirarlos a ustedes, caballeros, abrigados así como están. No me gustaría nada tener que hacer el viaje que van a hacer ustedes de vuelta a casa a esta hora.

—Nada me gustaría más en este momento —dijo Mr. Browne, atlético— que una crujiente caminata por el campo o una carrera con un buen trotón entre las varas.

—Antes teníamos un caballo muy bueno y coche en casa —dijo tía Julia con tristeza.

—El Nunca Olvidado Johnny —dijo Mary Jane, riendo.

La tía Kate y Gabriel rieron también.

—Vaya, ¿y qué tenía de extraordinario este Johnny? —preguntó Mr. Browne.

—El Muy Malogrado Patrick Morkan, es decir, nuestro abuelo —explicó Gabriel—, comúnmente conocido en su edad provecta como el caballero viejo, fabricaba cola.

—Ah, vamos, Gabriel —dijo tía Kate, riendo—, tenía una fábrica de almidón.

—Bien, almidón o cola —dijo Gabriel—, el caballero viejo tenía un caballo que respondía al nombre de Johnny. Y Johnny trabajaba en el molino del caballero viejo, dando vueltas y vueltas a la noria. Hasta aquí todo va bien, pero ahora viene la trágica historia de Johnny. Un buen día se le ocurrió al caballero viejo ir a dar un paseo en coche con la gente de postín a ver una parada en el bosque.

—El Señor tenga piedad de su alma —dijo tía Kate, compasiva.

—Amén —dijo Gabriel—. Así, el caballero viejo, como dije, le puso el arnés a Johnny y se puso él su mejor chistera y su mejor cuello duro y sacó su coche con mucho estilo de su mansión ancestral cerca del callejón de Back Lane, si no me equivoco.

Todos rieron, hasta Mrs. Malins, de la manera en que Gabriel lo dijo y tía Kate dijo:

—Oh, vaya, Gabriel, que no vivía en Back Lane, vamos. Nada más que tenía allí su fábrica.

—De la casa de sus antepasados —continuó Gabriel— salió, pues, el coche tirado por Johnny. Y todo iba de lo más bien hasta que Johnny vio la estatua de Guillermito: sea porque se enamorara del caballo de Guillermito el rey o porque se creyera que estaba de regreso en la fábrica, la cuestión es que empezó a darle vueltas a la estatua.

Gabriel trotó en círculos con sus galochas en medio de la carcajada general.

—Vueltas y vueltas le daba —dijo Gabriel—, hasta que el caballero viejo, que era un viejo caballero muy pomposo, se indignó terriblemente. «¡Vamos, señor! ¿Pero qué es eso de señor? ¡Johnny! ¡Johnny! ¡Extraño comportamiento! ¡No comprendo a este caballo!»

Las risotadas que siguieron a la interpretación que Gabriel dio al incidente quedaron interrumpidas por un resonante golpe en la puerta del zaguán. Mary Jane corrió a abrirla para dejar entrar a Freddy Malins, quien, con el sombrero bien echado hacia atrás en la cabeza y los hombros encogidos de frío, soltaba vapor después de semejante esfuerzo.

—No conseguí más que un coche —dijo.

—Bueno, encontraremos nosotros otro por el malecón —dijo Gabriel.

—Sí —dijo tía Kate—. Lo mejor es evitar que Mrs. Malins se quede ahí parada en la corriente.

Su hijo y Mr. Browne ayudaron a Mrs. Malins a bajar el quicio de la puerta y, después de muchas maniobras, la alzaron hasta el coche. Freddy Malins se encaramó detrás de ella y estuvo mucho tiempo colocándola en su asiento, ayudado por los consejos de Mr. Browne. Por fin se acomodó ella y Freddy Malins invitó a Mr. Browne a subir al coche. Se oyó una conversación confusa y después Mr. Browne entró al coche. El cochero se arregló la manta sobre el regazo y se inclinó a preguntar la dirección. La confusión se hizo mayor y Freddy Malins y Mr. Browne, sacando cada uno la cabeza por la ventanilla, dirigieron al cochero en direcciones distintas. El problema era saber dónde en el camino había que dejar a Mr. Browne, y tía Kate, tía Julia y Mary Jane contribuían a la discusión desde el portal con direcciones cruzadas y contradicciones y carcajadas. En cuanto a Freddy Malins, no podía hablar por la risa. Sacaba la cabeza de vez en cuando por la ventanilla, con mucho riesgo de perder el sombrero, y luego le contaba a su madre cómo iba la discusión, hasta que, finalmente, Mr. Browne le dio un grito al confundido cochero por sobre el ruido de las risas.

—¿Sabe usted dónde queda Trinity College?

—Sí, señor —dijo el cochero.

—Muy bien, siga entonces derecho hasta dar contra la portada de Trinity College —dijo Mr. Browne— y ya le diré yo por dónde coger. ¿Entiende ahora?

—Sí, señor —dijo el cochero.

—Volando hasta Trinity College.

—Entendido, señor —gritó el cochero.

Unos foetazos al caballo y el coche traqueteó por la orilla del río en medio de un coro de risas y de adioses.

Gabriel no había salido a la puerta con los demás. Se quedó en la oscuridad del zaguán mirando hacia la escalera. Había una mujer parada en lo alto del primer descanso, en las sombras también. No podía verle a ella la cara, pero podía ver retazos del vestido, color terracota y salmón, que la oscuridad hacía parecer blanco y negro. Era su mujer. Se apoyaba en la baranda, oyendo algo. Gabriel se sorprendió de su inmovilidad y aguzó el oído para oír él también. Pero no podía oír más que el ruido de las risas y de la discusión del portal, unos pocos acordes del piano y las notas de una canción cantada por un hombre.

Se quedó inmóvil en el zaguán sombrío, tratando de captar la canción que cantaba aquella voz y escudriñando a su mujer. Había misterio y gracia en su pose, como si fuera ella el símbolo de algo. Se preguntó de qué podía ser símbolo una mujer de pie en una escalera oyendo una melodía lejana. Si fuera pintor la pintaría en esa misma posición. El sombrero de fieltro azul destacaría el bronce de su pelo recortado en la sombra y los fragmentos oscuros de su traje pondrían las partes claras de relieve. Lejana melodía llamaría él al cuadro, si fuera pintor.

Cerraron la puerta del frente y tía Kate, tía Julia y Mary Jane regresaron al zaguán riendo todavía.

—¡Vaya con ese Freddy, es terrible! —dijo Mary Jane—. ¡Terrible!

Gabriel no dijo nada sino que señaló hacia las escaleras, hacia donde estaba parada su mujer. Ahora, con la puerta del zaguán cerrada, se podían oír más claros la voz y el piano. Gabriel levantó la mano en señal de silencio. La canción parecía estar en el antiguo tono irlandés y el cantante no parecía estar seguro de la letra ni de su voz. La voz, que sonaba plañidera por la distancia y la ronquera del cantante, subrayaba débilmente las cadencias de aquella canción con palabras que expresaban tanto dolor: