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100 Clásicos de la Literatura

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—Quisiera saber dónde se metió ese —dijo Mr. Kernan.

Quería que los detalles del incidente quedaran sin precisar para hacer creer a sus amigos que se produjo una confusión, que Mr. Harford y él no se habían llegado a ver ese día. Sus amigos, que conocían perfectamente las costumbres de Mr. Harford, se quedaron callados. Mr. Power dijo de nuevo:

—Bien está lo que bien acaba.

Mr. Kernan cambió la conversación al punto.

—Qué muchacho más decente ese estudiante de medicina —dijo—. Si no hubiera sido por él.

—Sí, si no hubiera sido por él —dijo Mr. Power— te habrías agravado en un caso de siete días sin multa.

—Sí, sí —dijo Mr. Kernan, haciendo memoria—. Recuerdo ahora que apareció un policía. Un tipo decente, al parecer. ¿Qué fue lo que pasó?

—Lo que pasó es que estabas temulento, Tom —dijo Mr. Cunningham, grave.

—Verdad como un templo —dijo Mr. Kernan, igualmente grave.

—Supongo que tuviste que lidiar con el guardia, Jack —dijo Mr. M'Coy.

Mr. Power no apreció aquel uso de su nombre de pila. No era rígido, pero no podía olvidar que Mr. M'Coy hacía poco que había emprendido una cruzada en busca de valijas y vademécunes por todo el país para permitirle a Mrs. M'Coy cumplir compromisos imaginarios por el interior. Más que el hecho de que lo hubieran engañado, lo ofendía que jugaran tan sucio. Respondió la pregunta, pues, como si Mr. Kernan fuera quien la hizo.

El cuento indignó a Mr. Kernan. Estaba vivamente consciente de sus deberes ciudadanos, deseaba vivir en términos de mutuo respeto con su ciudad natal y lo ofendía cualquier agravio impuesto por los que él llamaba viandas del campo.

—¿Para eso pagamos impuestos? —preguntó—. Para dar ropa y comida a estos patanes ignorantes, que eso es lo que son.

Mr. Cunningham se rio. Era un empleado a sueldo de la Corona solamente en horas de oficina.

—¿Cómo van a ser otra cosa, Tom? —dijo.

Imitó un pesado acento de provincia y dijo con autoridad:

—¡65, coge tu col!

Rieron todos. Mr. M'Coy, que quería colarse en la conversación por cualquier hueco, fingió no haber oído nunca el cuento. Mr. Cunningham le contó:

—Se supone que ocurre, según dicen, tú sabes, en esas barracas donde entrenan a estos enormes aldeanos, verdaderos omadhauns, tú sabes: energúmenos. El sargento los obliga a pararse en fila de espaldas a la pared.

Ilustraba el cuento con gestos grotescos.

—Es la hora del rancho, tú sabes. Entonces, el sargento este, que tiene una enorme paila con coles delante de él en la mesa, con un enorme cucharón que parece una pala, saca un montón de coles con él y lo lanza al otro extremo del cuarto para que estos pobres diablos tengan que cogerla con el plato: «coge tu col, 65».

De nuevo rieron todos, pero Mr. Kernan estaba todavía bastante indignado. Dijo que iba a escribir una carta a los periódicos.

—Estas bestias que vienen del campo dijo— creyendo que pueden mangonear a la gente. No tengo que decirte, Martin, la clase de gente que es.

Mr. Cunningham dio su aprobación calibrada.

—Es como todo en la vida dijo—. Los hay buenos y los hay malos.

—Ah, sí, claro, también los hay buenos, te lo admito —dijo Mr. Kernan, satisfecho.

—Es mejor no tener que ver con ellos —dijo Mr. M'Coy—. ¡Esa es mi opinión!

Mrs. Kernan entró al cuarto y, colocando una bandeja en la mesa, dijo:

—Sírvanse, señores.

Mr. Power se puso de pie, oficioso, ofreciéndole su silla. Ella la rechazó diciendo que estaba planchando abajo y, después de haber cambiado unas señas con Mr. Cunningham por detrás de Mr. Power, se dispuso a salir. Su marido la llamó:

—¿Y no hay nada para mí, mi pichoncito?

—¡Ah, para ti! ¡Una galleta es lo que hay! —dijo Mrs. Kernan, mordaz.

Al irse, su marido le gritó:

—¡Nada para tu pobre maridito!

Su voz y su cara eran tan cómicas que la distribución de las botellas de stout tuvo lugar en medio de una alegría general. Los caballeros bebieron y pusieron los vasos en la mesa, haciendo una pausa. Luego, Mr. Cunningham se volvió hacia Mr. Power y dijo como quien no quiere la cosa:

—Jack, dijiste el jueves por la noche, ¿no?

—El jueves, sí —dijo Mr. Power.

—¡Muy bien! —dijo, dispuesto, Mr. Cunningham. —Podemos vernos en M'Auley's —dijo Mr. M'Coy—. Me parece lo más conveniente.

—Pero no debemos llegar tarde —dijo Mr. Power en serio—, porque es seguro que estará abarrotado.

—Podemos encontrarnos a las siete y media —dijo Mister M'Coy.

—¡Convenido! dijo Mr. Cunningham.

—¡Entonces, en M'Auley's a la siete y media!

Siguió un breve silencio. Mr. Kernan esperó a ver si sus amigos lo hacían partícipe. Luego, preguntó:

—¿Qué se barrunta?

—Oh, nada —dijo Mr. Cunningham—. No es más que un asuntico que tenemos el jueves.

—La ópera, ¿no? —dijo Mr. Kernan.

—No, no —dijo Mr. Cunningham, evasivo—. Es un asuntico… espiritual.

—Ah —dijo Mr. Kernan.

Hubo un silencio de nuevo. Luego, Mr. Power dijo, a quemarropa:

—Para decirte la verdad, Tom, vamos a hacer retiro.

—Sí, así es —dijo Mr. Cunningham—, Jack y yo y acá M'Coy vamos todos a damos un baño de blancura.

Soltó la metáfora con una cierta energía rústica y, alentado por el sonido de su voz, prosiguió:

—Ves tú, más vale que admitamos que somos una buena colección de canallas, todos y cada uno de nosotros. Dije todos y cada uno —añadió con áspera liberalidad, volviéndose a Mr. Power—. ¡Hay que admitirlo!

—Yo lo admito—dijo Mr. Power.

—Y yo también —dijo Mr. M'Coy.

—Así que vamos a damos un baño de blancura juntos —dijo Mr. Cunningham.

Una idea pareció pasarle por la cabeza. Se volvió de pronto al inválido y le dijo:

—¿Sabes lo que se me acaba de ocurrir, Tom? Debías venir con nosotros y formar un cuarteto.

—Buena idea —dijo Mr. Power—. Los cuatro juntos.

Mr. Keman permaneció callado. La proposición no tenía mucho significado en su mente, pero, entendiendo que algunas agencias espirituales intervendrían en nombre suyo, pensó que era una cuestión de dignidad mostrarse indoblegable. No tomó parte en la conversación en largo rato, sino que se limitó a escuchar, con un aire de calmada enemistad, mientras sus amigos discutían sobre la Compañía de Jesús.

—No tengo tan mala opinión de los jesuitas —dijo él, interviniendo al cabo—. Es una orden ilustrada. También creo que tienen buenas intenciones.

—Es la orden más grandiosa de la Iglesia, Tom —dijo Mr. Cunningham, con entusiasmo—. El General de los jesuitas viene inmediatamente después del Papa.

—No hay que engañarse dijo Mr. M'Coy—, si uno quiere que una cosa salga bien y sin pega, hay que ir a ver a un jesuita. ¡Esos tipos tienen una palanca! Voy a contarles algo al respecto…

—Los jesuitas son una congregación de primera —dijo Mr. Power.

—Qué cosa curiosa —dijo Mr. Cunningham—, la Compañía de Jesús. Todas las demás órdenes religiosas han tenido que ser reformadas tarde o temprano, pero la Orden de los Jesuitas nunca ha sido reformada, porque nunca se ha deformado.

—¿De veras? —preguntó Mr. M'Coy.

—Es un hecho —dijo Mr. Cunningham—. Es un hecho histórico.

—Miren, además, a su iglesia —dijo Mr. Power—. Miren la congregación que tienen.

—Los jesuitas son los sacerdotes de la alta sociedad —dijo Mr. M'Coy.

—Por supuesto dijo Mr. Power.

—Sí —dijo Mr. Kernan—. Es por eso que me atraen. Son sólo esos curas ignorantes y engreídos que me…

—Todos son buenos hombres —dijo Mr. Cunningham—. Cada uno en lo suyo. El sacerdocio irlandés es respetado en todo el orbe.

—Eso sí —dijo Mr. Power.

—No como gran parte del clero del continente —dijo Mr. M'Coy—, que no merece ni el nombre que tiene.

—Tal vez tengan ustedes razón —dijo Mr. Kernan, ablandándose.

—Claro que tengo razón —dijo Mr. Cunningham—. No he estado en este mundo todo este tiempo y visto tantas cosas en esta vida como para no saber juzgar los caracteres.

Los caballeros bebieron de nuevo, siguiendo cada uno el ejemplo del otro. Mr. Kernan parecía sopesar algo en su ánimo. Estaba impresionado. Tenía una altísima opinión de Mr. Cunningham como juez de caracteres y fisonomista. Pidió pormenores.

—Oh, no es más que un retiro, tú sabes —dijo Mr. Cunningham—. Lo patrocina el padre Purdon. Para hombres de negocios, tú sabes.

—No va a usar mano dura con nosotros, Tom —dijo Mr. Power, persuasivo.

—¿El padre Purdon? ¿El padre Purdon? —dijo el inválido.

—Pero tú debes de conocerlo, Tom —dijo Mr. Cunningham, animoso—. ¡Un gran tipo! Es un hombre de mundo, como nosotros.

—Ah… sí. Creo que lo conozco. De cara un poco colorada; alto él.

—Ese mismo.

—Y dime, Martin… ¿es buen predicador?

—Jumnó… No se trata de un sermón exactamente, tú sabes. Es más bien una charla amistosa, tú sabes, una charla sensata.

Mr. Kernan deliberaba consigo mismo. Mr. M'Coy dijo:

—El padre Tom Burke, ¡ése sí era tremendo tipo!

—Ah, el padre Tom Burke —dijo Mr. Cunningham—, era un orador nato. ¿Lo oíste alguna vez, Tom?

—¿Que si lo oí? —dijo el inválido, picado—. ¡Quesiqué! Lo oí…

—Y, sin embargo, dicen que como teólogo no valía gran cosa —dijo Mr. Cunningham.

—¿De veras? —dijo Mr. M'Coy.

—Oh, claro, no hay nada malo en eso, tú sabes. Sólo que a veces dicen que sus sermones no eran muy ortodoxos que digamos…

—¡Ah!… Ese sí era un hombre espléndido —dijo Mister M'Coy.

 

—Lo oí una vez —prosiguió Mr. Kernan—. Ahora se me ha olvidado el tema de su discurso. Crofton y yo estábamos en el fondo del… tú sabes, del patio de…

—La nave —dijo Mr. Cunningham.

—Sí, al fondo, cerca de la puerta. Me olvidé sobre qué era… Ah, sí, sobre el Papa, el difunto Papa. Ahora me acuerdo. Palabra que era estupendo su estilo oratorio. ¡Y qué voz! ¡Dios! ¡Vaya voz que tenía! Lo llamó Prisionero del Vaticano. Recuerdo que Crofton me decía a la salida…

—Pero Crofton es un «orangista», ¿no es así? —dijo Mister Power.

—Claro que sí —dijo Mr. Kernan—, y un orangista muy decente que es. Fuimos a Butler's en Moore Street —palabra, yo estaba de lo más conmovido, en verdad de Dios— y recuerdo muy bien sus palabras. «Kernan, —me dijo—, profesamos diferentes religiones, —me dijo—, pero nuestra creencia es la misma». Me parece que está pero muy bien dicho.

—Hay mucho de cierto en eso —dijo Mr. Power—. Había siempre una muchedumbre protestante en la capilla cuando el padre Tom predicaba.

—No hay mucha diferencia entre nosotros —dijo Mister M'Coy—. Creemos todos en…

Dudó un momento.

—…en el Redentor. Lo único que ellos no creen en el papa ni en la Virgen María.

—Pero, naturalmente —dijo Mr. Cunningham, queda y eficazmente—, nuestra religión es la religión: la verdadera fe de nuestros antepasados.

—Sin duda alguna —dijo Mr. Kernan con calor.

Mrs. Kernan apareció en la puerta del cuarto y anunció:

—¡Tienes visita!

—¿Quién es?

—Mr. Fogarty.

—¡Ah, que pase! ¡Que pase!

Una cara pálida y ovalada se adelantó hasta la luz. El arco de su bigote rubio y gacho se repetía en las cejas rubias, arqueadas sobre unos ojos gratamente sorprendidos. Mr. Fogarty era un modesto tendero. Había fracasado en un negocio de bebidas alcohólicas en el centro, porque sus condiciones financieras lo habían reducido a amarrarse a destileros y cerveceros de segunda. Había abierto luego una tiendecita en Glasnevin Road, donde se hacía ilusiones de que sus modales les caerían bien a las amas de casa del barrio. Tenía cierta gracia de porte, era obsequioso con los niños y hablaba con inmaculada enunciación. No dejaba de tener su cultura.

Mr. Fogarty trajo con él, como regalo, una botella de whisky especial. Preguntó cortésmente por el estado de Mr. Kernan, colocó su regalo en la mesa y se sentó entre los demás de igual a igual. Mr. Kernan apreció el regalo por partida doble, ya que tenía muy presente que había entre Mr. Fogarty y él una cuenta por arreglar. Le dijo:

—Viejo, nunca dudé de ti. Ábrela, Jack, ¿quieres?

Mr. Power ofició de nuevo. Se lavaron los vasos y se sirvieron cinco media-líneas de whisky. El nuevo influjo avivó la conversación. Mr. Fogarty, sentado en la punta de su silla, estaba particularmente interesado.

—El Papa León XIII —dijo Mr. Cunningham—, fue una de las luminarias de su época. Su gran idea, como saben, fue la unión de las iglesias latinas y griegas. Esa fue su meta en la vida.

—He oído decir mucho que fue uno de los grandes intelectuales de Europa —dijo Mr. Power—. Quiero decir, además de Papa.

—Sí que lo era dijo Mr. Cunningham—, si no fue acaso el más importante. Su lema como Papa, como saben, fue Lux sobre Lux —Luz sobre Luz.

—No, no —dijo Mr. Fogarty, afanoso—. Creo que se equivoca usted. Era Lux in Tenebris, me parece —Luz en las Tinieblas.

—Ah, sí dijo Mr. M'Coy—. Tenebrae.

—Permítame —dijo Mr. Cunningham, convencido—, era Lux sobre Lux. Y Pío IX, su predecesor, tenía como lema el de Crux sobre Crux. Esto es, Cruz sobre Cruz, para mostrar las diferencias entre ambos pontificados.

Se admitió la inferencia. Mr. Cunningham continuó:

—El Papa León, como saben, fue un gran erudito y un poeta.

—Tenía un rostro enérgico —dijo Mr. Kernan.

—Sí —dijo Mr. Cunningham—. Escribió poesía latina.

—¿De veras? —dijo Mr. Fogarty.

Mr. M'Coy probó el whisky satisfecho y movió la cabeza con doble intención, diciendo:

—Puedo decir que no es jarana.

—Tom —dijo Mr. Power, siguiendo el ejemplo de Mister M'Coy—, no aprendimos eso cuando fuimos a la escuela paga.

—Conozco más de un ciudadano ejemplar que fue a la escuela paga con un tepe en el sobaco —dijo Mr. Kernan, sentencioso—. El sistema antiguo era el mejor: educación honesta y sencilla. Nada de toda esa faramalla moderna…

—Bien dicho —dijo Mr. Power.

—Nada de superfluidades —dijo Mr. Fogarty.

Enunció aquella palabra y luego bebió con rostro grave.

—Recuerdo haber leído —dijo Mr. Cunningham— que uno de los poemas del Papa León versaba sobre la invención de la fotografía —en latín, por supuesto.

—¡Sobre la fotografía! —exclamó Mr. Kernan.

—Sí —dijo Mr. Cunningham.

Bebió él también de su vaso.

—Pero, bueno —dijo Mr. M'Coy— ¿no es una cosa maravillosa la fotografía, si se piensa en ello?

—Ah, pero claro —dijo Mr. Power—, los grandes cerebros ven las cosas de lejos.

—Como dijo el poeta: «Las grandes mentes se acercan a la locura» —dijo Mr. Fogarty.

Mr. Kernan parecía tener la cabeza confusa. Hizo un es fuerzo por recordar la teología protestante en lo concerniente a un punto espinoso, y, finalmente, se dirigió a Mr. Cunningham.

—Dime, Martin —le dijo—. Pero ¿no fueron algunos de los papas, claro, no el actual o sus predecesores, pero algunos de los antiguos papas… no estuvieron lo que se dice… tú sabes… en la vendimia?

Hubo un silencio. Mr. Cunningham dijo:

—Ah, claro, hubo algunos huevos hueros… Pero lo asombroso es esto. Que ninguno de ellos, ni el más borracho de todos, ni el más… desorejado canalla de entre todos ellos, ni uno solo predicó ex cathedra una palabra doctrinal en falso. ¿No es eso una cosa asombrosa?

—Lo es —dijo Mr. Kernan.

—Sí, porque cuando el Papa habla ex cathedra —explicó Mr. Fogarty—, es infalible.

—Sí —dijo Mr. Cunningham.

—Oh, pero yo sé lo que es la infalibilidad papal. Me acuerdo de cuando era más joven. ¿O fue cuando…?

Mr. Fogarty lo interrumpió. Cogió la botella para servirles a los otros un poco. Mr. M'Coy, viendo que no quedaba para completar la ronda, arguyó que no había acabado el primer trago. Los otros aceptaron bajo protesta. La música ligera del whisky cayendo en los vasos creaba un grato interludio.

—¿Qué estabas tú diciendo, Tom? —preguntó Mr. M'Coy.

—La infalibilidad papal —dijo Mr. Cunningham— fue la más grande ocasión en toda la historia eclesiástica.

—¿Cómo fue eso, Martin? —preguntó Mr. Power. Mr. Cunningham levantó dos dedos gordos.

—En el sagrado colegio, ya saben, de cardenales y arzobispos y obispos, había dos hombres en contra mientras que todos los demás estaban a favor. El conclave entero, unánime —excepto por estos dos—. ¡Que no! ¡No tragaban!

—¡Vaya! —dijo Mr. M'Coy.

—Y había un cardenal alemán llamado Dolling… o Dowling… o…

—Doble contra sencillo que ese Dowling no era alemán —dijo Mr. Power, riéndose.

—Bueno, este gran cardenal alemán, llámese como se llame, era uno de ellos; y el otro era John MacHale.

—¿Qué? —exclamó Mr. Kernan—. ¿Es ese Juan de Tuam?

—¿Están seguros ustedes? —preguntó Mr. Fogarty, dubitativo—. Creí que era un italiano o un americano.

—Juan de Tuam —repitió Mr. Cunningham—, ese era el hombre.

Bebió y los otros caballeros siguieron su ejemplo.

Luego, resumiendo:

—Estaban todos en eso, todos los cardenales y los obispos y los arzobispos de todos los rincones del globo y estos dos peleando como perro y gato, hasta que finalmente el Papa mismo se levantó y declaró la infalibilidad dogma de la Iglesia ex cathedra. En ese preciso momento John MacHale, que había estado discutiendo y discutiendo en contra, se levantó y gritó con un rugido de león: «¡Credo!»

—¡Yo creo! —dijo Mr. Fogarty.

—¡Credo! —dijo Mr. Cunningham—. Lo que muestra la fe que tenía. Se sometió en cuanto habló el Papa.

—¿Y qué le pasó a Dowling? —preguntó Mr. M'Coy.

—El cardenal alemán no se sometió. Dejó la Iglesia.

Las palabras de Mr. Cunningham habían creado una vasta imagen de la Iglesia en la mente de sus oyentes. Su profunda y resonante voz los había emocionado al pronunciar la palabra de fe y sometimiento. Cuando Mrs. Kernan entró al cuarto secándose las manos se encontró con un séquito solemne. No quebró el silencio, sino que se apoyó en los hierros del pie de la cama.

—Una vez vi a John MacHale —dijo Mr. Kernan— y nunca lo olvidaré mientras viva.

Se volvió a su esposa para que lo confirmara.

—¿No te lo dije muchas veces?

Mrs. Kernan asintió.

—Fue cuando desvelaron la estatua de Sir John Gray. Edmund Dwyer Gray estaba diciendo un discurso lleno de palabrería y allá estaba este viejo, un tipo de lo más avinagrado, mirándolo por debajo de la maraña de sus cejas.

Mr. Kernan frunció el ceño y bajando la cabeza como un toro bravo, quemó a su esposa con la mirada.

—¡Dios mío! —exclamó, poniendo una cara normal—. Nunca vi ojos semejantes en un rostro humano. Parecían estarle diciendo: «Te tengo tomada la medida, muchachito». Tenía ojos de cernícalo.

—Ninguno de los Gray valía nada —dijo Mr. Power.

Hubo otra pausa. Mr. Power se volvió a Mrs. Kernan y le dijo con jovialidad repentina:

—Bien, Mrs. Kernan, vamos a convertir a acá su marido en un católico romano, devoto, piadoso y temeroso de Dios.

Abarcó al grupo de un gesto.

—Vamos todos a hacer retiro juntos y a confesar nuestros pecados. ¡Y Dios bien sabe lo que lo necesitamos!

—No me opongo —dijo Mr. Kernan, sonriendo un tanto nervioso.

Mrs. Kernan pensó que sería más sabio ocultar su satisfacción.

Así que dijo:

—Compadezco al pobre cura que tenga que oír tu cuento.

La expresión de Mr. Kernan cambió.

—Si no le gusta —dijo brusco— ya puede estarse yendo a… a donde tiene que ir. Yo no voy más que a contarle mi cuento contrito. No soy tan malo después de todo…

Mr. Cunningham intervino a tiempo.

—Vamos a renegar del diablo —dijo—, juntos todos, y de su obra y su pompa.

—¡Vade retro, Satanás! —dijo Mr. Fogarty, riéndose y mirando a los demás.

Mr. Power no dijo nada. Se sentía absolutamente superado. Pero una expresión complacida le cruzaba por la cara.

—Todo lo que tenemos que hacer —dijo Mr. Cunningham— es pararnos con una vela en la mano y renovar los votos bautismales.

—Ah, Tom —dijo Mr. M'Coy—, no te olvides de la vela, hagas lo que hagas.

—¿Qué? —dijo Mr. Kernan—. ¿Tengo yo que llevar una vela?

—Ah, sí —dijo Mr. Cunningham.

—Ah, no, ¡maldita sea! —dijo Mr. Kernan—. Ahí mismo paso raya. Voy a hacer mi parte. Haré retiro y confesión y… todo eso. Pero… ¡velas no! ¡No, maldita sea, prohíbo las velas!

Sacudió la cabeza con seriedad farsesca.

—¡Óiganlo hablar! —dijo su mujer.

—Prohibidas las velas —dijo Mr. Kernan, consciente de haber creado un efecto en su público, continuando con sus sacudidas de cabeza a diestro y siniestro—. Prohibido ese negocio de linternitas mágicas.

Todos rieron de buena gana.

—¡Eso es lo que se llama un buen católico! —dijo su esposa.

—¡Nada de velas! —repitió Mr. Kernan, testarudo—. ¡Fuera con eso!

La nave mayor de la Iglesia Jesuita de Gardiner Street estaba casi llena; y, sin embargo, a cada momento entraba un caballero por las puertas laterales y, dirigido por el hermano laico, caminaba en puntillas por el pasillo hasta que le encontraban acomodo. Los caballeros todos se veían muy bien vestidos y ordenados. Las luces de las lámparas de la iglesia caían sobre la asamblea vestida de negro con cuello blanco, aliviada aquí y allá por tweeds, y sobre las oscuras columnas variopintas en mármol verde y sobre las lúgubres imágenes. Los caballeros se sentaban en su banco, después de haberse alzado las piernas del pantalón un poco más arriba de las rodillas y puesto a seguro sus sombreros. Se sentaban echados hacia atrás y miraban con formalidad a la distante mancha de luz roja suspendida sobre el altar mayor.

En uno de los bancos cerca del púlpito se sentaban Mr. Cunningham y Mr. Kernan. En el banco de detrás se sentaba Mr. M'Coy solo: y en el banco detrás de éste, se sentaban Mr. Power y Mr. Fogarty. Mr. M'Coy había tratado, sin conseguirlo, de encontrar asiento junto a los otros y, cuando el grupo se conformó como un cinquillo, trató inútilmente de hacer chistes sobre ello. Como éstos no fueron bien recibidos, desistió. Aun él era sensible a aquella atmósfera de decoro y hasta él empezó a responder al estímulo religioso. En un susurro Mr. Cunningham llamó la atención a Mr. Kernan hacia Mr. Harford, el prestamista, que se sentaba no lejos, y hacia Mr. Fanning, registrador y fabricante de alcaldes de la ciudad, sentado inmediatamente debajo del púlpito y junto a uno de los concejales recién electos del cabildo. A la derecha se sentaban el viejo Michael Grimes, dueño de tres casas de empeños, y el sobrino de Dan Hogan, que aspiraba al cargo de secretario de la alcaldía. Más al frente estaba sentado Mr. Hendrick, reportero estrella de The Freeman's Journal y el pobre O'Carroll, viejo amigo de Mr. Kernan, quien fuera figura de valía en el comercio. Gradualmente, según iba reconociendo caras que le eran familiares, Mr. Kernan empezó a sentirse más cómodo. La chistera, rehabilitada por su esposa, descansaba en sus rodillas. Una que otra vez tiró de los puños con una mano, mientras sujetaba el ala del sombrero, suave pero firmemente, con la otra mano.

 

Se vio luchando por escalar el púlpito a una figura de recio aspecto con el torso cubierto por una sobrepelliz. Simultáneamente, la congregación cambió de postura, sacó sus pañuelos y se arrodilló en ellos con cuidado. Mr. Kernan siguió el ejemplo del resto. La figura del sacerdote se mantuvo erguida en el púlpito, sobresaliendo por la baranda las dos terceras partes del torso coronado por una cara roja y maciza.

El padre Purdon se arrodilló, volviéndose a la mancha de luz roja y, cubriéndose el rostro con las manos, rezó. Después de un intervalo se descubrió el rostro y se levantó. La congregación también se levantó y se acomodó en los bancos de nuevo. Mr. Kernan restituyó la chistera a su puesto original y puso cara atenta al clérigo. El predicador volteó cada una de las anchas mangas de la sobrepelliz con elaborados y amplios gestos, y lentamente pasó revista a aquella colección de caras. Luego, dijo:

—Porque los hijos de este siglo son en sus negocios más sagaces que los hijos de la luz. Así os digo Yo a vosotros: Granjeaos amigos con la riqueza, mamón de iniquidades: para que cuando falleciereis, seáis recibidos en las moradas eternas.

El padre Purdon desarrolló este texto con resonante aplomo. Era uno de los textos más arduos de las Sagradas Escrituras, dijo, de ser interpretados como es conveniente. Era un texto que podría parecer al observador casual en desavenencia con la elevada moral predicada por Jesús en todas partes. Pero, les dijo a sus oyentes, este texto le había parecido especialmente adaptado para la guía de aquellos cuya suerte era vivir en el mundo y que, sin embargo, no querían vivir mundanamente. Era un texto para el hombre de negocios, para el profesional. Jesús, con su divino entendimiento de cada resquicio del alma humana, entendió que no todos los hombres tenían vocación religiosa, que mucho más de la mayoría se veía obligada a vivir en el siglo y, hasta cierto punto, para el siglo: y esta oración la destinó El a ofrecer una palabra de consejo a dichos hombres, disponiendo como ejemplos de la vida religiosa aquellos mismos adoradores de Mamón que eran, entre todos los hombres, los menos solícitos en materia religiosa.

Les dijo a sus feligreses que estaba allí esa noche no con un propósito terrorista o extravagante; sino como hombre de mundo que hablaba a sus pariguales. Había venido a hablarles a negociantes y les hablaría en —términos de negocios. Si se le permitiera usar una metáfora, dijo, diría que él era su tenedor de libros espiritual; que deseaba que todos y cada uno de sus oyentes le abrieran sus libros, los libros de su vida espiritual, y ver si casaban con la conciencia de cada cual.

Jesús no era intransigente. Comprendía Él nuestras faltas, entendía Él las debilidades todas de nuestra pobre naturaleza pecadora, comprendía Él las tentaciones de la vida. Podíamos tener todos, de tanto en tanto, nuestras tentaciones: podíamos tener, teníamos todos, nuestras tachas. Pero una sola cosa, dijo, les pedía él a sus feligreses. Y era ésta: tener rectitud y actitud viriles para con Dios. Si nuestras cuentas correspondían en cada punto, habría que decir:

«Pues bien, he verificado mis cuentas. Todas arrojan un beneficio.»

Pero si, como era dable que ocurriese, había discrepancias, era necesario admitir la verdad, ser franco y decir como todo un hombre:

«Y bien, he revisado mis cuentas. Encuentro que esto y aquello está mal. Pero, por la gracia de Dios, rectificaré esto y aquella. Pondré mis cuentas al día.»

Los muertos

Lily, la hija del encargado, tenía los pies literalmente muertos. No había todavía acabado de hacer pasar a un invitado al cuarto de desahogo, detrás de la oficina de la planta baja, para ayudarlo a quitarse el abrigo, cuando de nuevo sonaba la quejumbrosa campana de la puerta y tenía que echar a correr por el zaguán vacío para dejar entrar a otro. Era un alivio no tener que atender también a las invitadas. Pero Miss Kate y Miss Julia habían pensado en eso y convirtieron el baño de arriba en un cuarto de señoras. Allá estaban Miss Kate y Miss Julia, riéndose y chismeando y ajetreándose una tras la otra hasta el rellano de la escalera, para mirar abajo y preguntar a Lily quién acababa de entrar.

El baile anual de las Morkan era siempre la gran ocasión. Venían todos los conocidos, los miembros de la familia, los viejos amigos de la familia, los integrantes del coro de Julia, cualquier alumna de Kate que fuera lo bastante mayorcita y hasta alumnas de Mary Jane también. Nunca quedaba mal. Por años y años y tan atrás como se tenía memoria había resultado una ocasión lucida; desde que Kate y Julia, cuando murió su hermano Pat, dejaron la casa de Stoney Batter y se llevaron a Mary Jane, la única sobrina, a vivir con ellas en la sombría y espigada casa de la isla de Usher, cuyos altos alquilaban a Mr. Fulham, un comerciante en granos que vivía en los bajos. Eso ocurrió hace sus buenos treinta años. Mary Jane, entonces una niñita vestida de corto, era ahora el principal sostén de la casa, ya que tocaba el órgano en Haddington Road. Había pasado por la Academia y daba su concierto anual de alumnas en el salón de arriba de las Antiguas Salas de Concierto. Muchas de sus alumnas pertenecían a las mejores familias de la ruta de Kingstown y Dalkey. Sus tías, aunque viejas, contribuían con lo suyo. Julia, a pesar de sus canas, todavía era la primera soprano de Adán y Eva, la iglesia, y Kate, muy delicada para salir afuera, daba lecciones de música a principiantes en el viejo piano vertical del fondo. Lily, la hija del encargado, les hacía la limpieza. Aunque llevaban una vida modesta les gustaba comer bien; lo mejor de lo mejor: costillas de riñonada, té de a tres chelines y stout embotellado del bueno. Pero Lily nunca hacía un mandado mal, por lo que se llevaba muy bien con las señoritas. Eran quisquillosas, eso es todo. Lo único que no soportaban era que les contestaran.

Claro que tenían razón para dar tanta lata en una noche así, pues eran más de las diez y ni señas de Gabriel y su esposa. Además, que tenían muchísimo miedo de que Freddy Malins se les apareciera tomado. Por nada del mundo querían que las alumnas de Mary Jane lo vieran en ese estado; y cuando estaba así era muy difícil de manejar, a veces. Freddy Malins llegaba siempre tarde, pero se preguntaban por qué se demoraría Gabriel: y era eso lo que las hacía asomarse a la escalera para preguntarle a Lily si Gabriel y Freddy habían llegado.

—Ah, Mr. Conroy —le dijo Lily a Gabriel cuando le abrió la puerta—, Miss Kate y Miss Julia creían que usted ya no venía. Buenas noches, Mrs. Conroy.

—Me apuesto a que creían eso —dijo Gabriel—, pero es que se olvidaron que acá mi mujer se toma tres horas mortales para vestirse.

Se paró sobre el felpudo a limpiarse la nieve de las galochas, mientras Lily conducía a la mujer al pie de la escalera y gritaba:

—Miss Kate, aquí está Mrs. Conroy.

Kate y Julia bajaron enseguida la oscura escalera dando tumbos. Las dos besaron a la esposa de Gabriel, le dijeron que debía estar aterida en vida y le preguntaron si Gabriel había venido con ella.