Read the book: «100 Clásicos de la Literatura», page 285

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Frédéric, durante dos semanas, no dejó de venir todas las mañanas. Un día que hablaba del sacrificio de la Vatnaz, Dussardier se encogió de hombros.

—¡Ah! No. Es por su interés.

—¿Crees tú?

Y él contestó:

—Estoy seguro —sin querer explicarse más.

Ella le colmaba de atenciones, hasta traerle los periódicos, en que se exaltaba su hermosa acción; aquellos homenajes parecían importunarle, e incluso confesó a Frédéric la turbación de su conciencia.

Quizá habría debido colocarse al otro lado, con las blusas; porque al fin les había prometido un montón de cosas que no había cumplido. Los vencedores detestaban la República, y después habían estado muy duros con ellos. No tenían razón, indudablemente, pero no les faltaba del todo, sin embargo; y el excelente muchacho se veía torturado por la idea de que podía haber combatido contra la justicia.

Sénécal, encerrado en las Tullerías, bajo la terraza de orillas del agua, no sentía ninguna de aquellas angustias.

Estaban allí novecientos hombres, amontonados en la inmundicia, mezclados, negros de pólvora y sangre coagulada, sufriendo la fiebre, gritando de rabia, y ni aun retiraban a los que se morían allí entre los demás. A veces, al súbito ruido de una detonación creían que iban a ser todos fusilados; entonces se precipitaban contra las paredes, caían en sus sitios luego, de tal modo atontados por el dolor, que les parecía vivir en una pesadilla, una fúnebre alucinación. La lámpara colgada de la bóveda tenía el aspecto de una mancha de sangre, y producidas por las emanaciones de la cueva, revoloteaban llamas pequeñas amarillas y verdes. Ante el temor de las epidemias se nombró una comisión. Desde los primeros escalones, el presidente se hizo atrás, espantado por el olor de los excrementos y de los cadáveres. Cuando los prisioneros se aproximaban a la lumbrera, los guardias nacionales, que estaban de guardia para impedirles que rompieran las rejas, daban bayonetazos al azar, al montón.

Fueron crueles, en general. Los que no se habían batido querían significarse; era el desbordamiento del miedo. Se vengaban al mismo tiempo de los periódicos, de los clubes, de los corrillos, de las doctrinas, de todo lo que les exasperaba hacía tres meses; y al despecho de la victoria, la igualdad (como para castigo de sus defensores y la irrisión de sus enemigos) se manifestaba triunfalmente, una igualdad de brutos, un mismo nivel de sangrientas infamias; porque el fanatismo de los intereses equilibró los delirios de la necesidad, la aristocracia experimentó los furores de la crápula, y el gorro de algodón no se manifestó menos repugnante que el gorro encarnado. La razón pública se hallaba perturbada, como después de los grandes cataclismos de la naturaleza. Gentes de talento se quedaron idiotas para toda su vida.

El tío Roque se había hecho muy bravo, casi temerario. Llegó a París el 26 con los de Nogent, y en vez de volverse con ellos, había ido a reunirse a la guardia nacional que acampaba en las Tullerías, dándose por muy contento con que le colocaran de centinela delante de la terraza de orillas del agua. Al menos, allí, los tenía en su poder a aquellos bandidos. Gozaba con su destrucción, con su abyección, y no podía prescindir de insultarlos.

Uno de ellos, adolescente, de largos cabellos rubios, acercó su cara a los barrotes pidiendo pan. El señor Roque le mandó que se callara, pero el joven repetía con voz lastimera:

—¡Pan!

—¿Lo tengo yo acaso?

Otros prisioneros se presentaron en la lumbrera, con sus barbas rizadas, sus pupilas echando fuego, empujándose todos y aullando.

—¡Pan!

El tío Roque se indignó al ver su autoridad desobedecida. Para asustarlos, les apuntó, y, arrastrado hasta la bóveda por la oleada que le ahogaba, el joven, con la cabeza echada atrás, gritó una vez más:

—¡Pan!

—Toma; ahí lo llevas —dijo el tío Roque disparando su fusil.

Se sintió un aullido enorme; después, nada. En la punta de la baqueta se había quedado algo blanco.

Después de lo cual, el señor Roque se fue a su casa; poseía en la calle Saint-Martin una casa, en la que se había reservado un apeadero, y los desperfectos causados por el motín en la fachada de su inmueble no eran lo que menos había contribuido a ponerle furioso. Al volverla a ver le pareció que había exagerado el daño; porque su acción de antes le apaciguaba como una indemnización.

Su hija misma le abrió la puerta, diciéndole seguidamente que su ausencia, excesivamente larga, le había inquietado, temiendo una desgracia, una herida.

Aquella muestra de amor filial enterneció al tío Roque.

Le extrañó que se hubiera puesto en camino sin Catherine.

—La he enviado a un encargo —contestó Louise.

Y se informó de su salud y de unas cosas y otras; después, con tono indiferente, le preguntó si por casualidad había encontrado a Frédéric.

—No, de ningún modo.

Por él solamente había hecho ella el viaje.

Alguien andaba por el corredor.

—¡Ah, perdón…! —Y desapareció.

Catherine no halló a Frédéric, ausente hacía muchos días; y su íntimo amigo el señor Deslauriers estaba por entonces en provincias.

Louise volvió toda trémula, sin poder hablar y apoyándose en los muebles.

—¿Qué tienes? ¿Qué es lo que tienes? —exclamó su padre.

Hizo ella señas de que no era nada, y por un gran esfuerzo de voluntad se repuso.

El del restaurante de enfrente trajo la sopa. Pero el tío Roque había sufrido una emoción demasiado violenta. Aquello no se le pasaba, y a los postres tuvo una especie de desfallecimiento. Fueron a buscar inmediatamente a un médico, que prescribió una poción. Después, cuando estuvo en la cama, el señor Roque exigió el mayor número de cobertores posible para sudar. Y suspiró y gimió.

—Gracias, mi buena Catherine. Besa a tu pobre padre, pichón mío. ¡Ah, estas revoluciones!

Y como su hija le reñía por haberse puesto malo, atormentándose por causa de ella, replicó:

—Sí, tienes razón; pero esto es más fuerte que yo. Soy demasiado sensible.

II

La señora Dambreuse, en su tocador, entre su sobrina y miss John, oía hablar al señor Roque de sus fatigas militares.

Ella se mordía los labios y parecía sufrir.

—¡Oh! Esto no es nada: se pasará. —Y con aire agradable, añadió—: Invitaremos a cenar a uno de los conocidos de usted: al señor Moreau. —Louise se estremeció—. Algunos íntimos más; Alfred de Cisy, entre ellos. —Y elogió sus maneras y, principalmente, sus costumbres.

La señora Dambreuse mentía menos de lo que creía, porque el vizconde soñaba con el matrimonio. Se lo había dicho a Martinon, agregando que estaba seguro de agradar a la señorita Cécile, y que sus parientes le aceptarían.

Para arriesgar tal confidencia debía tener acerca de la dote favorables noticias. Ahora bien: Martinon sospechaba que Cécile era hija natural del señor Dambreuse, y habría sido, probablemente, muy fuerte pedir su mano a todo evento. Aquella audacia ofrecía sus peligros; por lo cual, Martinon, hasta el presente, se había conducido de manera que no le comprometiese; además, no había como desembarazarse de la tía. Las frases de Cisy le decidieron; hizo su demanda al banquero, el cual, no viendo en ello obstáculo, acababa de prevenir a la señora Dambreuse.

Cisy llegó. Se levantó ella y dijo:

—Nos tiene usted olvidados… Cécile, shake hands.

En aquel mismo momento entró Frédéric.

—¡Ah! Por fin le encuentro a usted —exclamó el tío Roque—. Tres veces ha estado en su casa Louise esta semana.

Frédéric los había evitado cuidadosamente; alegó que pasaba todos los días junto a un camarada herido. Además, desde hacía mucho tiempo había tenido un montón de cosas que hacer, y buscaba historias. Felizmente, llegaron los convidados: primero, el señor Grémonville, el diplomático visto apenas en el baile; luego, Fumichon, aquel industrial cuyo apasionamiento conservador le había escandalizado una noche; la vieja duquesa de Montreuil-Nantua los seguía.

Pero dos voces se oyeron en la antesala.

—Estoy segura —decía una.

—Querida señora, simpática señora mía —contestaba la otra—; por favor, tranquilícese usted.

Era el señor Nonancourt, viejo verde, con aire momificado en cold-cream, y la señora Larsillois, esposa de un gobernador de Luis Felipe.

Temblaba esta extremadamente, porque había oído, hacía un instante, en un órgano, una polca que era una señal entre los insurrectos. Muchos burgueses tenían preocupaciones semejantes; creían que algunos hombres, en las Catacumbas, iban a destruir el barrio de Saint-Germain; se escapaban ciertos rumores de las cuevas; pasaban en las ventanas cosas sospechosas.

Todo el mundo se apresuró, sin embargo, a tranquilizar a la señora Larsillois. El orden había quedado restablecido; nada había que temer. «Cavaignac nos ha salvado». Como si los horrores de la insurrección no hubiesen sido suficientemente numerosos, se los exageraba. Había habido veintitrés mil presidiarios del lado de los socialistas; ni uno menos.

No se dudaba de manera alguna en cuanto a los víveres envenenados, los muebles aserrados entre dos tablas y las banderas con letreros pidiendo el incendio y el pillaje.

—Y algo más —añadió la exgobernadora.

—¡Ah, querida amiga! —dijo pudorosamente la señora Dambreuse, designando con la vista a las tres señoritas.

El señor Dambreuse salió de su gabinete con Martinon y ella volvió la cabeza, contestando al saludo de Pellerin, que adelantaba. El artista miraba inquieto las paredes. El banquero le llamó aparte y le hizo comprender que había debido, por el momento, esconder su lienzo revolucionario.

—Indudablemente —dijo Pellerin, que por su fracaso en el Club de la Inteligencia había modificado sus opiniones.

El señor Dambreuse deslizó delicadamente que le encargaría otros trabajos.

—Pero, perdone usted… ¡Ah, querido amigo, qué suerte!

Arnoux y su señora se hallaban delante de Frédéric.

Pasó por él un vértigo. Rosanette, con su admiración por los soldados, le había mortificado toda la tarde, y su antiguo amor despertó.

El jefe de comedor anunció que la señora estaba servida. Con una mirada la señora Dambreuse ordenó al vizconde que tomara del brazo a Cécile, y le dijo a Martinon, muy por lo bajo: «¡Miserable!», y entraron en el comedor.

Debajo de las hojas verdes de una piña, en el centro del mantel, se extendía una dorada, con la boca dirigida hacia un cuarto de corzo y tocando con su cola un montón de cangrejos. Higos, enormes cerezas, peras y uvas (primores del cultivo parisiense) formaban pirámides en vasos de Sajonia; un ramo de flores, a trechos, se mezclaba con la limpia plata; los estores de blanca seda echados, cubriendo las ventanas, daban a la habitación el tono de una suave claridad, refrescada por dos fuentes, en las que había trozos de hielo. Grandes criados de calzón corto servían la mesa. Todo aquello parecía aún mejor después de la emoción de los pasados días. Entraba en el goce de las cosas que se temían perder, y Nonancourt expuso el sentimiento general, diciendo:

—Esperamos que los señores republicanos nos permitan comer.

—A pesar de su fraternidad —añadió irónicamente el tío Roque.

Aquellas dos respetables personas estaban a la derecha y a la izquierda de la señora Dambreuse, que tenía enfrente a su marido, entre la señora Larsillois, al lado de la cual seguía el diplomático, y la vieja duquesa, codeándose con Fumichon. Después, el pintor, el comerciante de porcelanas, la señorita Louise y, gracias a Martinon, que le había quitado su sitio para ponerse cerca de Cécile, Frédéric se encontraba cerca de la señora Arnoux.

Llevaba un traje de Barés negro, un anillo de oro en la muñeca, y como el primer día en que Frédéric había comido en su casa, algo encarnado en el pelo: una rama de fuscia retorcida en el moño. No pudo menos que decirle:

—Mucho tiempo hace que no nos vemos.

—¡Ah! —contestó ella con frialdad.

Él repuso, con una dulzura de voz que atenuaba la impertinencia de la pregunta:

—¿Ha pensado usted alguna vez en mí?

—¿Por qué había de pensar?

Frédéric se sintió herido por aquella frase.

—Quizá tenga usted razón, después de todo.

Pero, arrepintiéndose en el acto, juró que ni un solo día había vivido sin hallarse dominado por el recuerdo.

—No creo absolutamente nada de eso, caballero.

—Sin embargo, usted sabe que la amo.

La señora Arnoux no respondió.

—Sabe usted que yo la amo.

Ella seguía callando.

«Vete a paseo», se dijo Frédéric.

Y, alzando los ojos, vio al otro extremo a la señorita Roque, que había creído de buen gusto vestirse de verde, color que groseramente rechazaba el tono de sus cabellos rojos. La hebilla de su cinturón era demasiado alta, su collar la molestaba; aquella falta de elegancia había contribuido indudablemente a la fría acogida de Frédéric. Le observaba ella desde lejos con curiosidad, y Arnoux, junto a ella, prodigaba las galanterías, sin conseguir sacarle tres palabras, hasta tal punto que, rehusando agradar, escuchó la conversación, que rodaba por entonces sobre los purés de piña del Luxemburgo.

Louis Blanc, según Fumichon, poseía un hotel en la calle Saint-Dominique y rehusaba alquilar a los obreros.

—Lo que yo encuentro singular —dijo Nonancourt— es que Ledru-Rollin cace en los dominios de la corona.

—Debe veinte mil francos a un platero —añadió Cisy—, y hasta se dice…

La señora Dambreuse le detuvo.

—¡Qué feo es eso de sofocarse por la política! Un joven. ¡Ah! Ocúpese usted mejor de su vecina.

Enseguida, la gente seria atacó a los periódicos. Arnoux tomó su defensa. Frédéric intervino, llamándolos casas de comercio semejantes a las demás. Los escritores, generalmente, eran imbéciles o farsantes; manifestó que los conocía, y combatió con sarcasmos los sentimientos generosos de su amigo. La señora Arnoux no veía que era una venganza contra ella.

A todo esto, el vizconde se torturaba el entendimiento para conquistar a la señorita Cécile. En primer lugar demostró gustos de artista, censurando la forma de los garrafones y el grabado de los cuchillos. Después habló de su cuadra, de su sastre y de su camisero, y por fin abordó el capítulo de la religión, y encontró modo de hacer comprender que se cumplían todos sus deberes.

Martinon lo hacía mejor. Con monotonía, y mirándola continuamente, elogiaba su perfil de pájaro, su desmañada cabellera rubia, sus manos demasiado cortas. La fea joven se deleitaba con aquella avalancha de dulzuras.

Nada podía oírse, por hablar todos muy alto.

El señor Roque quería, para gobernar Francia, «un brazo de hierro». Nonancourt hasta se lamentó de que se hubiera abolido el cadalso político; deberían haber matado en masa a todos aquellos tunantes.

—Son hasta cobardes —dijo Fumichon—. No veo la valentía de colocarse detrás de las barricadas.

—A propósito: háblenos usted de Dussardier —exclamó el señor Dambreuse, volviéndose hacia Frédéric.

El bravo dependiente era entonces un héroe, como Sallesse, los hermanos Jeanson, la mujer Péquillet, etcétera.

Frédéric, sin hacerse de rogar, contó la historia de su amigo, de la que él obtuvo una especie de aureola.

Se llegó, muy naturalmente, a referir diversos rasgos de valor. Según el diplomático, no era difícil afrontar la muerte, como lo prueba los que se baten en duelo.

—Puede preguntarse al vizconde sobre ello —dijo Martinon.

El vizconde se puso rojo.

Los convidados le miraban, y Louise, más asombrada que los demás, murmuró:

—¿De qué se trata?

—Que arrió ante Frédéric —contestó, por lo bajo, Arnoux.

—¿Sabe usted algo, señorita? —preguntó al punto Nonancourt, y transmitió su respuesta a la señora Dambreuse, que, inclinándose un poco, se puso a mirar a Frédéric.

Martinon no esperó las preguntas de Cécile, manifestándole que aquel asunto concernía a una persona incalificable. La joven se hizo atrás en su asiento, como para huir del contacto de aquel libertino.

La concurrencia tomó de nuevo calor. Los grandes vinos de Burdeos circulaban, se animaba la gente; Pellerin miraba con malos ojos la Revolución a causa del museo español, definitivamente perdido. Eso era lo que más le afligía como pintor. A esa frase, el señor Roque le interpeló:

—¿Sería usted el autor de un cuadro muy notable…?

—Quizá. ¿Cuál?

—Uno que representa a una señora en traje… a fe mía… un poco… ligero, con una bolsa y un pavo real detrás.

Frédéric, a su vez, se puso de color de púrpura.

Pellerin hacía como que no entendía.

—Con todo, es de usted seguramente, porque se ve escrito debajo el nombre de usted, y una línea en el marco declarando que es de la propiedad del señor Moreau.

Cierto día en que el tío Roque y su hija le esperaban en su casa, había visto el retrato de la mariscala.

El buen hombre hasta lo tomó por «un cuadro gótico».

—No —dijo Pellerin, brutalmente—, es un retrato de mujer.

Martinon añadió:

—De una mujer muy viva. ¿No es verdad, Cisy?

—No sé nada de eso.

—Yo creía que usted la conocía; pero desde el momento en que esto le molesta a usted, perdone.

Cisy bajó los ojos, demostrando por su confusión que había debido de jugar un papel desagradable con ocasión de aquel retrato. En cuanto a Frédéric, el modelo era necesariamente su amante. Convicción que se formó inmediatamente, y así lo manifestaban claramente las figuras de la asamblea.

«¡Cómo me mentía!», se dijo la señora Arnoux.

«¡Por ella me ha abandonado!», pensó Louise.

Frédéric se imaginó que aquellas dos historias podían comprometerle, y cuando se fueron al jardín dirigió sus reproches a Martinon.

El enamorado de la señorita Cécile se le rio en las narices.

—Al contrario; eso te servirá; adelante.

¿Qué quería decir? Además, ¿por qué aquella benevolencia tan opuesta a su manera de ser acostumbrada? Sin explicarse nada, se fue hacia el fondo, donde las señoras se hallaban sentadas.

Los hombres en pie, y Pellerin en el centro, proclamaban sus ideas. Lo más favorable a las artes era una monarquía bien entendida. Los tiempos modernos le desagradaban, «aunque no fuera más que por la guardia nacional»; echaba de menos la Edad Media; Luis XIV. El señor Roque le felicitó por sus opiniones, hasta confesando que detenían sus prejuicios contra los artistas.

Pero al momento se alejó de allí, atraído por la voz de Fumichon. Arnoux trataba de demostrar que hay dos clases de socialismo, uno bueno y otro malo. El industrial no veía esas diferencias, perdiendo la cabeza de cólera a la mención de la palabra propiedad.

—Es un derecho escrito en la naturaleza. Los niños defienden sus juguetes; todos los pueblos son de mi opinión, todos los animales; el león mismo, si pudiera hablar, se declararía propietario. Así, a mí, señores, que he empezado con quince mil francos de capital, durante treinta años levantándome regularmente a las cuatro de la mañana; que he tenido dificultades de quinientos mil diablos para hacer mi fortuna, ¿me vendrán a sostener que no soy su dueño, que mi dinero no es mi dinero, que la propiedad, en fin, es un robo?

—Pero Proudhon…

—¡Déjeme usted en paz con su Proudhon! Si estuviera aquí, creo que le estrangularía.

Y le hubiera estrangulado; después de tomar los licores, sobre todo Fumichon, no se conocía ya, y su rostro apoplético estaba próximo a estallar como un obús.

—Buenas tardes, Arnoux —dijo Hussonnet, que pasó deprisa por el césped.

Traía al señor Dambreuse la primera hoja de un folleto titulado L’Hydre, en que el bohemio defendía los intereses de un círculo reaccionario, y como tal le presentó el banquero a sus huéspedes.

Hussonnet los entretuvo, sosteniendo, en primer lugar, que los comerciantes de sebo pagaban a trescientos noventa y dos pilletes para que gritaran todas las noches «Luces, luces». Después, bromearon con los principios del 89, la emancipación de los negros, los oradores de la izquierda; hasta se lanzó a hacer de Proudhon sobre una barricada, quizá por efecto de una sucia envidia contra aquellos burgueses que habían comido bien. El ataque agradó medianamente; sus caras se alargaron.

No era aquel el momento de bromear; además, Nonancourt lo dijo, recordando la muerte de monseñor Affre y del general de Bréa. Sin cesar se traían a cuento, haciendo comentarios. El señor Roque declaró que la del arzobispo «era de lo más sublime que podía darse». Fumichon atribuía la palma al militar; y en vez de deplorar ambas muertes sencillamente, se discutió para saber cuál de los dos debía excitar la más fuerte indignación. Vino luego un segundo paralelo, el de Lamoricière y Cavaignac, exaltando a Cavaignac el señor Dambreuse, y Nonancourt a Lamoricière. Nadie en aquella reunión, excepto Arnoux, los había podido ver en acción; pero todos, a pesar de esto, formularon juicio irrevocable acerca de sus operaciones. Frédéric se recusó, confesando que no había tomado las armas.

El diplomático y el señor Dambreuse aprobaron con la cabeza. En efecto, haber combatido el motín era haber defendido la República.

El resultado, aunque favorable, la consolidaba, y desembarazados de los vencidos, se deseaba ahora desembarazarse de los vencedores.

Apenas estuvieron en el jardín, la señora Dambreuse, llevándose a Cisy, le había reñido por su torpeza; cuando vio a Martinon le despidió, y quiso luego saber de su futuro sobrino la causa de sus bromas contra el vizconde.

—No lo son.

—Y todo en favor y gloria del señor Moreau; ¿con qué objeto?

—Con ninguno. Frédéric es un muchacho encantador. Le quiero mucho.

—Y yo también. Que venga. Vaya usted a buscarle.

Después de dos o tres frases triviales, empezó por desdeñar ligeramente a sus convidados, lo que equivalía a colocarle por encima de ellos. No dejó él de denigrar un poco a las demás mujeres, manera hábil de dirigirle cumplidos. Pero ella, de cuando en cuando, le abandonaba; como era noche de recepción, llegaban las señoras; después volvía a su sitio, y la colocación enteramente fortuita de las mesas permitía que no les oyeran.

Se manifestó ella jovial y seria, melancólica y razonable. Las preocupaciones del día le interesaban poco; existía una orden de sentimientos menos transitorios. Se lamentaba de los poetas que desnaturalizan la verdad; luego alzaba los ojos al cielo, preguntándole el nombre de una estrella.

Habían puesto en los árboles dos o tres faroles chinos; los agitaba el aire, y rayos de colores se balanceaban sobre su blanco vestido. Estaba, como de costumbre, alguien recostado en su butaca, con un taburete delante; se veía la punta de un zapato de raso negro, y la señora Dambreuse, a intervalos, decía una palabra más alta, y a veces hasta se reía.

Aquellas coqueterías no afectaban a Martinon, ocupado por Cécile, pero iban derechas a la pequeña Roque, que hablaba con la señora Arnoux. Era la única entre aquellas mujeres cuyas maneras no le parecían desdeñosas. Había, pues, venido a sentarse a su lado; y, cediendo a una necesidad de expansión, le dijo:

—¿No es verdad que habla bien Frédéric Moreau?

—¿Le conoce usted?

—Sí, mucho. Somos vecinos y jugaba conmigo cuando yo era pequeña.

La señora Arnoux le dirigió una mirada sostenida, que significaba: «Supongo que no le amará usted».

La de la joven contestaba sin turbación: «Sí».

—¿Le verá usted entonces con frecuencia?

—¡Oh, no! Solo cuando va a casa de su madre. Ya hace diez meses que no ha ido, y eso que había prometido ser más exacto.

—No hay que creer demasiado en la promesa de los hombres, hija mía.

—Pero a mí no me ha engañado.

—Como a otras.

Louise se estremeció: ¿le habría prometido quizá a ella algo? Y su fisonomía se crispó de desconfianza y de odio.

La señora Arnoux casi tuvo miedo; hubiera deseado recoger su frase. Después, ambas se callaron.

Como Frédéric se hallaba enfrente, en una silla de tijera, le contemplaban ellas, la una con decoro, con el rabillo del ojo; la otra, francamente, con la boca abierta, tanto, que la señora Dambreuse le dijo:

—Vuélvase usted para que ella le vea.

—¿Quién?

—Pues la hija del señor Roque.

Y bromeó acerca del amor de aquella joven provinciana; se defendía él, procurando reírse.

—¿Pero lo cree usted? ¡Semejante fealdad!

Sin embargo, sentía un placer de inmensa vanidad. Recordaba la otra noche, aquella en que había salido con el corazón lleno de humillaciones; y respiraba ampliamente, viéndose en su verdadero centro, casi en sus dominios, como si todo aquello, incluso el hotel Dambreuse, le perteneciera. Las señoras formaban un semicírculo oyéndole, y, para brillar, se pronunció por el restablecimiento del divorcio, que debiera facilitarse hasta para poder separarse y reunirse cuando se quisiera. Ellas hacían exclamaciones, otras cuchicheaban; se oían algunas voces en la sombra, al pie del muro cubierto de aristoloquias; parecía aquello como una charla de gallinas alegres; y seguía él desenvolviendo su teoría, con ese aplomo que procura la conciencia del éxito. Un criado trajo al pabellón una bandeja de helados. Los señores se acercaron; hablaban de las detenciones.

Entonces, Frédéric se vengó del vizconde, haciéndole creer que quizá irían a perseguirle por legitimista. El otro objetaba que no había salido de su cuarto; el adversario de Frédéric acumulaba las circunstancias desfavorables; los mismos señores Dambreuse y Grémonville se divertían.

Luego cumplimentaron a Frédéric, lamentándose de que no empleara sus facultades en defensa del orden, y le apretaron cordialmente la mano; podía en lo sucesivo contar con ellos.

Por fin, al marcharse todo el mundo, el vizconde se inclinó profundamente delante de Cécile, diciendo:

—Señorita, tengo el honor de darle a usted las buenas noches.

Contestó ella secamente: «Buenas noches», pero enviando una sonrisa a Martinon.

El tío Roque, para continuar su discusión con Arnoux, le ofreció acompañarle, como a la señora, puesto que su camino era el mismo. Louise y Frédéric iban delante. Ella le cogió del brazo, y cuando se encontró un poco lejos de los demás, le dijo:

—Por fin; ¡cuánto he sufrido durante toda la noche! ¡Qué malévolas son aquellas mujeres! ¡Qué aire más altanero!

Quiso él defenderlas.

—En primer lugar, podías muy bien haberme hablado al entrar; después de un año de no vernos.

—No hace un año —dijo Frédéric, contento de poder discutir aquel detalle para esquivar los demás.

—Sea. El tiempo me ha parecido largo; eso es todo. Pero durante aquella abominable cena parecía como que te avergonzabas de mí. ¡Ah, comprendo que no tengo, como ellas, lo que se necesita para agradar!

—Te equivocas —dijo Frédéric.

—¿De veras? Júrame que no amas a ninguna.

Juró.

—¿Y me amas a mí sola?

—¡Claro!

Aquella seguridad la puso alegre. Hubiera querido perderse en las calles para pasear juntos toda la noche.

—Me he sentido tan atormentada allá. ¡No sé hablar más que de barricadas! ¡Te veía caer de espaldas, cubierto de sangre! Tu madre estaba en la cama con su reuma, y no sabía nada; era preciso callar; no podía ya contenerme y he arrastrado a Catherine.

Y le contó su partida, todo su camino, y la mentira que contó a su padre.

—Me lleva dentro de dos días. Ven mañana por la noche, como por casualidad, y aprovecha la ocasión para pedirme en matrimonio.

Jamás Frédéric se había encontrado más lejos del matrimonio. Además, la señorita Roque le parecía una personita bastante ridícula. ¡Qué diferencia entre ella y una mujer como la señora Dambreuse! Muy otro porvenir le estaba reservado. Hoy tenía la certidumbre; así que no era el momento de comprometerse, por una corazonada, en determinación de tal importancia.

Era preciso ahora ser positivo; y además había vuelto a ver a la señora Arnoux. Sin embargo, la franqueza de Louise le llenaba de confusiones, y replicó:

—¿Has reflexionado bastante en ese paso?

—¡Cómo! —exclamó ella, helada de sorpresa y de indignación.

Él dijo que casarse entonces sería una locura.

—¿De modo que tú no me quieres?

—Pero no me comprendes.

Y se lanzó a una embrollada charla, para hacerle entender que se veía detenido por mayores consideraciones, que tenía negocios para no concluir nunca, que hasta su fortuna estaba comprometida (Louise contaba todo con una palabra); en fin, que las circunstancias políticas se oponían. Por consecuencia, lo más razonable era tener paciencia por algún tiempo. Las cosas se arreglarían, sin duda; a lo menos, así lo esperaba; y como no encontrase ya razones, fingió recordar de pronto que debía estar hacía ya dos horas en casa de Dussardier.

Luego, saludando a los demás, se metió por la calle Hauteville, dio la vuelta al Gimnasio, entró de nuevo en el bulevar y subió corriendo los cuatro pisos de Rosanette.

Los señores Arnoux dejaron al tío Roque y su hija a la entrada de la calle Saint-Denis.

Se volvían sin decirse nada; él, no pudiendo más con lo que había charlado, y ella, sintiendo una gran lasitud, y hasta apoyándose en su hombro.

Era el único hombre que había manifestado durante toda la noche sentimientos nobles. Experimentó hacia él una gran indulgencia. Con todo, Arnoux guardaba a Frédéric un tanto de rencor.

—¿Has visto su cara cuando se habló del retrato? ¿No te decía yo que era su amante? Tú no querías creerme.

—Sí; no tenía yo razón.

Arnoux, contento por su triunfo, insistió:

—Hasta apuesto a que nos ha dejado, hace un momento, para ir a reunirse con ella. Ahora está en su casa. Allí pasa la noche.

La señora Arnoux se bajó mucho su toquilla.

—¡Pero tiemblas!

—Es que tengo frío —contestó.

Cuando su padre se durmió, entró Louise en el cuarto de Catherine, y, sacudiéndola, le dijo:

—Levántate… pronto; rápido, y ve a buscarme un coche.

Catherine le contestó que no los había a aquella hora.