Free

100 Clásicos de la Literatura

Text
Mark as finished
Font:Smaller АаLarger Aa

Más la divirtió el estanque de las carpas. Durante un cuarto de hora echó pedazos de pan al agua, para ver salir los peces.

Se hallaba sentado Frédéric junto a ella, bajo los tilos. Pensaba en todos los personajes que habían visto aquellas paredes: Carlos V, los Valois, Enrique IV, Pedro el Grande, Jean-Jacques Rousseau, las lindas plañideras de los palcos principales, Voltaire, Napoleón, Pío VII, Luis Felipe, y se sentía rodeado, codeado por aquellos muertos tumultuosos. Tal confusión de imágenes le aturdía, aunque en ella encontrara encanto.

Por fin, bajaron al parterre, que es un vasto rectángulo que al primer golpe de vista permite fijarse en sus largas alamedas amarillas, sus cuadros de césped, las cintas de boj, sus tejos piramidales, sus bajos arbustos y sus estrechos acirates, donde las flores, sembradas a trechos, forman como manchas sobre la tierra gris. Al extremo del jardín empieza un parque, atravesado en toda su extensión por un largo canal.

Las residencias reales tienen en sí una melancolía particular que depende, sin duda, de las dimensiones, demasiado considerables para el pequeño número de sus habitaciones; del silencio que con sorpresa se nota en medio de tanto sonido; de su lujo inmóvil, que prueba con su vejez lo fugaz de las dinastías, la eterna miseria de todo. Y aquella exhalación de los siglos, abrumadora y fúnebre, como un perfume de momia, se deja sentir hasta en las cabezas cándidas. Rosanette bostezaba desmesuradamente, y se volvieron al hotel.

Después de su almuerzo, les trajeron un carruaje descubierto. Salieron de Fontainebleau por una ancha plaza; después subieron, al paso, por un camino enarenado hasta un bosque de pequeños pinos. Los árboles se hicieron más grandes, y el cochero, de cuando en cuando, decía: «Estos son los hermanos siameses, el faramundo, el ramillete del rey…», no olvidando ninguno de los sitios célebres, hasta deteniéndose algunas veces para hacer que los admirasen.

Entraron en el arbolado de Franchard. El coche se deslizaba como un trineo sobre el césped, pichones que no se veían se arrullaban; de repente se presentó un camarero y bajaron delante de una empalizada de un jardín, donde había mesas redondas. Luego, dejando a la izquierda los muros de una abadía ruinosa, anduvieron por grandes rocas y llegaron pronto al fondo de la garganta.

Está cubierta, por un lado, de grandes mezclas de asperones, mientras que, por el otro, el terreno, casi pelado, se inclina hacia lo hondo del valle, donde, en medio del color de los brezos, un sendero forma una pálida línea. A lo lejos se percibe una cima en cono marcado, que soporta la torre de un telégrafo en la parte de detrás.

Media hora más tarde bajaron otra vez para alcanzar las alturas de Aspremont.

El camino hace zigzag entre los rechonchos pinos, bajo rocas de angulosos perfiles. Todo ese rincón de las flores tiene algo de ahogado, de salvaje y recogido. Se piensa en los ermitaños (compañeros de los grandes ciervos, que llevan una cruz de fuego en medio de sus cuernos), que recibían con sonrisas paternales a los buenos reyes de Francia arrodillados delante de sus grutas.

Un olor resinoso llenaba el aire templado; las raíces por la tierra se cruzaban como venas.

Rosanette se tambaleaba; por allí estaba desesperada, tenía ganas de llorar.

Pero, en todo lo alto, la alegría le volvió, hallando, bajo un techo de ramaje, una especie de taberna donde vendían maderas talladas.

Tomó una botella de limonada, se compró un palo de acebo, y sin una sola mirada al paisaje que se descubre desde la meseta, entró en la Caverna de los Ladrones, precedida de un pillete que llevaba una antorcha.

Su carruaje los esperaba en el Bas-Bréau.

Un pintor, de blusa azul, trabajaba al pie de una encina, con su caja de colores sobre las rodillas. Levantó la cabeza y los vio pasar.

En medio de la cuesta de Chailly, una nube, abriéndose de repente, les obligó a bajar la capota.

Casi al punto cesó la lluvia, y el pavimento de las calles brillaban bajo el sol cuando entraban en el pueblo.

Algunos viajeros que acababan de llegar les contaron que una espantosa batalla ensangrentaba París. Rosanette y su amante no se sorprendieron. Después, todo el mundo se fue, el hotel volvió a su tranquilidad, el gas se apagó, y se durmieron al murmullo del salto de agua del patio.

Al día siguiente fueron a ver la Garganta del Lobo, la Balsa de las Hadas, la Roca Larga, la Marlita; al otro día comenzaron su excursión al azar, como quería su cochero, sin preguntar dónde estaban, y hasta desdeñando en ocasiones los sitios famosos.

¡Se hallaban tan bien en su viejo landó, bajo como un sofá y cubierto de tela a rayas desteñidas!

Las zanjas llenas de maleza desfilaban ante su vista con movimiento suave y continuo.

Algunos rayos blancos atravesaban como flechas los altos helechos; a veces, un camino que ya no se utilizaba se ofrecía a sus ojos, en línea recta, y las hierbas crecían acá y allá blandamente.

En el centro de las encrucijadas, una cruz extendía sus cuatro brazos; en otros puntos, los postes se inclinaban como árboles muertos, y algunos senderillos curvos, perdiéndose bajo las hojas, daban ganas de seguirlos; en el mismo momento volvía el caballo, entraban y se hundían en el barro; más lejos era el musgo que brotaba al borde de profundos pantanos.

Se creían lejos de los demás, bien solos. Pero de repente pasaba un guardabosque con su fusil y una banda de mujeres en harapos, llevando a la espalda pesadas cargas.

Cuando se paraba el coche se producía un silencio universal; únicamente se oía el aliento del caballo en las varas, o algún grito de pájaro muy débil, repetido.

La luz, en ciertos sitios, iluminaba el lindero del bosque y dejaba los fondos en la sombra; o bien, atenuada en los primeros planos por una especie de crepúsculo, esparcía a lo lejos vapores violáceos, una blanca claridad. En el centro del día, el sol, cayendo aplomado sobre los anchos verdores, los festoneaba, suspendía gotas argentinas en la punta de las ramas, rayaba el césped de líneas esmeraldas, arrojaba manchas de oro sobre las capas de hojas muertas; echando atrás la cabeza se percibía el cielo por entre las cimas de los árboles. Algunos, de desmesurada altura, tenían aire de patriarcas y emperadores; tocándose por los extremos, formaban con sus largos mástiles como arcos de triunfo; otros, que subían desde la raíz oblicuamente, parecían columnas cayéndose.

Aquella multitud de gruesas líneas verticales se entreabrían, y entonces, enormes grupos verdes se desarrollaban en desiguales sinuosidades hasta la superficie de los valles, en que avanzaba la cumbre de otras colinas dominando llanuras rubicundas, que acababan por perderse en una indecisa palidez.

En pie, uno junto a otro, sobre cualquier eminencia del terreno, sentían, al husmear el aire, que penetraba en su alma como el orgullo de una vida más libre, con un exceso de fuerzas y una alegría sin causa.

La diversidad de los árboles producía un espectáculo cambiante. Las hayas, de corteza blanca y lisa, mezclaban sus coronas; algunos fresnos encorvaban suavemente sus verdosos ramajes; en los cepellones de ojaranzo se enderezaban los acebos, semejantes al bronce; luego venía una fila de delgados abedules, inclinados en actitudes elegíacas, y los pinos, simétricos como cañones de órgano, balanceándose continuamente, parecía que cantaran. Había allí encinas rugosas, enormes, que se meneaban convulsivamente, se levantaban del suelo, se apretaban unas contra otras, y firmes sobre sus troncos, como torsos, se lanzaban con sus brazos desnudos provocaciones de desesperación, furibundas amenazas, como un grupo de titanes inmovilizados en su cólera. Algo más pesado, una febril languidez se cernía sobre los pantanos, cortando la superficie de sus aguas entre matorrales de espinas; los líquenes, en su ribazo, donde vienen a beber los lobos, son de color de azufre, quemados como por el paso de hechiceros, y el incesante canto de las ranas responde al grito de los conejos que por allí saltan.

Enseguida atravesaron monótonos rasos, plantados a trechos de algún resalvo. Un ruido como de hierro, golpes frecuentes y numerosos sonaban: era, en el flanco de una colina, una cuadrilla de canteros que trabajaban las rocas.

Se multiplicaban estas cada vez más, y acababan por llenar todo el paisaje, cúbicas como casas, planas como baldosas, apuntalándose, pisándose, confundiéndose, como las ruinas desfiguradas y monstruosas de alguna ciudad desaparecida. Pero la furia misma de aquel caos hace que se sueñe en volcanes, en diluvios, en grandes cataclismos ignorados. Frédéric decía que estaban allí desde el principio del mundo, y así permanecerían hasta el fin. Rosanette apartaba la cabeza, afirmando que «aquello la volvía loca», y se iba a coger flores de brezo. Las pequeñas flores violáceas estaban apiladas unas cerca de otras, de formas desiguales, y la tierra que caía debajo ponía como franjas negras en el borde de las arenas, tachonadas de mica.

Un día llegaron hasta la mitad de una colina, toda de arena. Su superficie, virgen de paso humano, se hallaba rayada por simétricas ondulaciones; a trechos, a modo de promontorios, sobre el lecho desecado de un océano, se veían algunas rocas que tenían vagas formas de animales, tortugas que sacaron la cabeza, focas que se arrastraron, hipopótamos y osos. Nadie. Ningún ruido. Las arenas deslumbraban al reflejar los rayos del sol; y de repente, en aquella vibración de la luz, parecía que las bestias se movieran. Regresaron ellos deprisa, huyendo del vértigo, casi asustados.

La seriedad de la selva casi los dominaba, y había horas de silencio en que, abandonándose al balanceo de los muelles, permanecían como atontados en una tranquila embriaguez. El brazo por la cintura, la oía hablar él, mientras los pájaros gorjeaban; hasta contemplaba en una misma ojeada los negros racimos de su capota y las bayas de los enebros, los dobleces de su velo y las volutas de las nubes; y cuando se inclinaba hacia ella, la frescura de su piel se mezclaba a los grandes perfumes de los bosques. Se divertían con todo y se enseñaban, con curiosidad, los agujeros llenos de agua en medio de las piedras, una ardilla en las ramas, el vuelo de dos mariposas que los seguían; o bien, a veinte pasos de ellos, bajo los árboles, una cierva que andaba tranquilamente, con aire noble y dulce, con un cervatillo al lado. Rosanette hubiera querido correr detrás para abrazarlo.

 

En cierta ocasión tuvo mucho miedo, porque un hombre se les presentó de repente, enseñándoles tres víboras en una caja. Rosanette se acercó apresuradamente a Frédéric, sintiéndose él contento de verla débil y él bastante fuerte para defenderla.

Aquella tarde comieron en una posada a orillas del Sena. La mesa estaba cerca de la ventana; Rosanette, enfrente de él, que contemplaba su pequeña nariz fría y blanca, sus labios entreabiertos, sus ojos claros, sus cabellos castaños levantados, su linda cara oval. Su traje de fular crudo dibujaba los hombros algo caídos, y saliendo de las mangas muy estrechas, sus dos manos resaltaban, sirviendo de beber y avanzando sobre el mantel. Les trajeron un pollo con los cuatro miembros estirados, anguilas a la marinera en una compotera de barro de pipas, vino picado, pan demasiado duro, cuchillos mellados. Todo aquello aumentaba el placer, la ilusión. Se creían casi en medio de un viaje a Italia, en su luna de miel.

Antes de marcharse fueron a pescar a lo largo del ribazo.

El cielo, de un azul suave, tomaba la forma de una media naranja, al apoyarse por encima de los bosques en el horizonte. Enfrente, al extremo de la pradera, se divisaba el campanario de una aldea, y aún más lejos, a la izquierda, el tejado de una casa parecía una mancha roja sobre el río, que permanecía a la vista inmóvil en toda la longitud de su sinuosidad. Los juncos se cimbreaban, sin embargo, y el agua sacudía ligeramente las estacas plantadas a la orilla para sostener las redes; una masa de mimbre y dos o tres lanchas viejas se encontraban por allí. Cerca de la posada, una chica con sombrero de paja sacaba cubos de un pozo; cada vez que estos subían, Frédéric escuchaba con inapreciable gozo el rechinar de la cadena.

No dudaba que sería feliz el resto de sus días, tan natural le parecía su dicha, inherente a su vida y a la persona de aquella mujer, a la que sentía necesidad de decir ternuras. Contestaba ella con palabras agradables, golpecitos en el hombro, dulzuras, cuya sorpresa le encantaba. Descubrió él en ella, en fin, una belleza enteramente nueva, que no era quizá sino el reflejo de las cosas ambientes, a menos que sus virtudes secretas no la hubieran hecho brotar.

Cuando descansaban en medio del campo, ponía él su cabeza sobre sus rodillas, al abrigo de su sombrilla, o se echaban en la hierba uno frente a otro, mirándose fijamente sus alteradas pupilas, saciándose, hasta que cerraban los párpados a medias, sin hablarse.

Oían a veces, allá muy lejos, redobles de tambor. Era el toque de generala de los pueblos para ir a defender París.

—¡Ah! ¡Escucha! ¡El motín! —decía Frédéric con desdeñosa piedad, juzgando miserable aquella agitación al lado de su amor y de la perpetua naturaleza.

Y hablaban de cualquier cosa, de lo que sabían perfectamente, de personas que no les interesaban, de mil tonterías; ella, por ejemplo, de su doncella y de su peluquero. Un día se le escapó su edad: veintinueve años; ya se hacía vieja.

En muchas ocasiones, sin querer, le refería detalles de ella misma. Había sido «señorita de almacén», había hecho un viaje a Inglaterra, comenzado sus estudios para ser actriz; todo aquello, sin transiciones, sin que se pudiera reconstruir un conjunto. Contó aún más cierto día en que se hallaban sentados debajo de un plátano, a la vuelta de un prado. Abajo, a la orilla del camino, una chiquilla descalza en el polvo apacentaba una vaca. Desde que los vio, vino a pedirles limosna; y sujetando con una mano su destrozada falda, arañaba con la otra sus cabellos negros, que rodeaban, como peluca de Luis XIV, toda su cabeza morena, dominada por unos ojos espléndidos.

—Será muy linda más adelante —dijo Frédéric.

—¡Qué suerte para ella si no tiene madre! —expuso Rosanette.

—¿Eh? ¿Cómo?

—Sí; yo, sin la mía…

Suspiró y se puso a hablar de su infancia. Sus padres eran obreros de la seda en las fábricas de la Cruz Roja en Lyon.

Servía a su padre de aprendiza. El pobre hombre ya podía extenuarse, que su mujer le insultaba y lo vendía todo para emborracharse. Rosanette recordaba su cuarto, con los telares alineados a lo largo de las ventanas; con el puchero sobre la estufa, la cama imitando caoba, un armario al frente, y el camaranchón oscuro en que había dormido hasta los quince años. En fin, que un caballero vino, hombre grueso, cara del color del boj, maneras de devoto, vestido de negro. Su madre y él tuvieron una conversación, de la que tres días después… Rosanette se detuvo, y con una mirada llena de impudor y de amargura, añadió:

—Quedó hecho.

Luego, contestando al gesto de Frédéric, agregó:

—Como estaba casado… tendría miedo de comprometerse en su casa… me llevaron a un gabinete restaurante, y me dijeron que sería feliz y que recibiría un buen regalo. Desde la puerta, la primera cosa que me chocó fue un candelabro de plata sobredorada, encima de una mesa donde había dos cubiertos. Un espejo en el techo los reflejaba, y las telas de las paredes, de seda azul, daban a la habitación el aspecto de una alcoba. La sorpresa me dominó. Ya comprendes, un pobre ser que jamás ha visto nada. A pesar de mi fascinación tuve miedo; deseaba irme; sin embargo, me quedé. El único asiento que había allí era un diván junto a la mesa, que cedió a mi peso suavemente; la rejilla del calorífero en el tapiz me enviaba aliento templado; permanecía sin tomar nada. El mozo que estaba en pie me invitó a comer; me sirvió inmediatamente un gran vaso de vino; la cabeza me daba vueltas; quise abrir la ventana y me dijo: «No, señorita; eso está prohibido», y me dejó. La mesa estaba cubierta de un montón de cosas que yo no conocía; nada me pareció bien. Entonces me dediqué a un tarro de dulces, esperando siempre. Yo no sé qué le impedía venir; era muy tarde, lo menos medianoche, y ya no podía más de cansancio; al quitar uno de los almohadones para extenderme mejor, encontró mi mano una especie de álbum, un cuaderno con imágenes obscenas. Sobre el álbum dormía cuando él entró.

Bajó la cabeza y se quedó pensativa.

Susurraban las hojas a su alrededor, una gran campanilla se balanceaba entre un grupo de hierbas, la luz corría sobre el césped, como una onda, y el silencio se interrumpía a intervalos rápidos por el ramoneo de la vaca, que ya no se veía.

Rosanette contemplaba un punto de la tierra, a tres pasos de ella, fijamente, con nariz dilatada, absorta. Frédéric le cogió la mano.

—¡Cuánto has sufrido, pobrecilla mía!

—¡Oh, sí! —dijo ella—. ¡Más de lo que crees…! ¡Hasta querer acabar conmigo…! Me volvieron a pescar.

—¿Cómo?

—No pensemos más en ello. Te amo, soy feliz; abrázame.

Y se puso a quitarse una a una las ramitas de cardo pegadas al bajo de su vestido.

Frédéric pensaba principalmente en lo que se había callado. ¿Cómo pudo salir de la miseria? ¿A qué amante debía su educación? ¿Qué había pasado en su vida hasta el día en que él visitó su casa por primera vez? Su última confesión impedía las preguntas; solo le hizo una: ¿cómo había conocido a Arnoux?

—Por la Vatnaz.

—¿No eras tú la que vi una vez en el Palacio Real con ellos dos? —Y citó la fecha precisa.

Rosanette hizo un esfuerzo.

—Sí, es verdad… No estaba yo muy contenta en aquel tiempo.

Pero Arnoux se había portado muy bien. Frédéric no lo dudaba. Sin embargo, su amigo era un hombre singular, lleno de defectos; y tuvo buen cuidado de recordárselos. Ella convino con Frédéric:

—Pero no importa… Así y todo, se le quiere a ese canalla.

—¿Ahora también? —dijo Frédéric.

Ella se ruborizó, medio riendo, medio enfadada.

—No; esto es una historia antigua. No te oculto nada. E incluso cuando así fuera, hay gran diferencia. Por lo demás, no te encuentro muy benévolo con tu víctima.

—¿Mi víctima?

Rosanette le cogió el mentón.

—Sin duda. —Y ceceando, a la manera de las nodrizas, añadió—: No hemos sido siempre formales; hemos arrullado a su mujer.

—¡Yo! Jamás; en mi vida.

Rosanette se sonrió, y él se sintió mortificado con la sonrisa, prueba de inteligencia, según creía. Pero ella preguntó dulcemente, y con una de esas miradas que imploran la mentira:

—¿De veras?

—De veras.

Frédéric juró bajo palabra de honor que nunca había pensado en la señora Arnoux, estando, como estaba, muy enamorado de otra.

—¿De quién, pues?

—De usted, hermosa mía.

—¡Ah! No te burles de mí. Me irritas.

Juzgó él prudente inventar una historia, una pasión, con detalles circunstanciados. Aquella persona, por lo demás, le había hecho muy desgraciado.

—Decididamente, no tienes suerte —dijo Rosanette.

—¡Oh, oh! Quizá.

Queriendo dar a entender con estas exclamaciones muchas buenas futuras, para dar de él mejor opinión; del mismo modo que Rosanette no confesaba todos sus amantes para que él la estimase más; porque en medio de las más íntimas confidencias, hay siempre restricciones, por falsa vergüenza, delicadeza, piedad. Se descubren en otro, en uno mismo, precipicios o fangos que impiden continuar; se siente, además, temor de no ser comprendidos; es difícil expresar exactamente lo que sea; por eso son raras las uniones completas.

La pobre mariscala jamás había conocido alguna mejor. Muchas veces, cuando contemplaba a Frédéric, acudían a sus ojos las lágrimas, después los alzaba o los fijaba en el horizonte, como si percibiera alguna grata aurora, perspectivas de felicidad sin límites. Por último, cierto día confesó que deseaba que dijeran una misa «para que sea dichoso nuestro amor».

¿De qué procedía el que se le hubiera resistido tanto tiempo? Ella misma no lo sabía. Renovó él la pregunta muchas veces, y contestaba estrechándole en sus brazos:

—Tenía miedo de amarte demasiado, querido mío.

El domingo por la mañana, Frédéric leyó en un periódico, en una lista de heridos, el nombre de Dussardier. Dio un grito y, enseñando el papel a Rosanette, declaró que iba a marcharse inmediatamente.

—¿Para qué?

—Pues para verle, para cuidarle.

—Supongo que no irás a dejarme sola.

—Ven conmigo.

—¡Ah, que vaya a meterme en semejante sarracina! Muchas gracias.

—Sin embargo, yo no puedo…

—¡Sí!; Como si faltaran enfermeros en los hospitales. Y, después de todo, ¿para qué se mete en esas cosas? Que cada uno se cuide de sí mismo.

Se indignó de aquel egoísmo, reprochándose el no hallarse con los otros. Tanta indiferencia hacia las desgracias de la patria tenía algo de mezquino y burgués. Su amor le pesó de repente como un crimen. Durante una hora estuvieron riñendo. Luego suplicó ella que esperase, que no se expusiera.

—¡Si por casualidad te matan!

—No haré sino cumplir con mi deber.

Rosanette dio un salto. En primer lugar, su deber era amarla. Es que ya no la quería, indudablemente. Eso carecía de sentido común. ¡Qué idea, Dios mío!

Frédéric llamó para pedir la cuenta. Pero no era fácil volverse a París. El coche de las mensajerías Leloir acababa de salir; las berlinas Lecomte no marcharían; la diligencia del Bourbonnais pasaría tarde, por la noche, y quizá vendría llena; no sabían. Cuando hubo perdido mucho tiempo en aquellas reflexiones, se le ocurrió tomar la posta. El dueño rehusó facilitar caballos no teniendo Frédéric pasaporte. Por fin, alquiló una calesa (la misma que les había paseado), y llegaron al hotel del Comercio, en Melun, hacia las cinco.

La plaza del mercado se hallaba cubierta de grupos de armas. El gobernador había prohibido a los guardias nacionales ir a París. Los que no eran de su departamento querían continuar su camino. Se gritaba, y la posada estaba llena de tumulto.

Rosanette, sobrecogida de miedo, declaró que no iría más lejos, e incluso le suplicó que se quedara.

 

El posadero y su mujer se unían a sus ruegos. Un hombre excelente que comía se mezcló en el asunto, afirmando que la batalla terminaría en breve; además, era preciso cumplir con el deber.

Entonces la mariscala redobló sus sollozos. Frédéric estaba exasperado; le dio el bolsillo, la abrazó vivamente y desapareció.

Al llegar a Corbeil, en la estación le dijeron que los insurrectos habían cortado los carriles en algunos sitios, y el cochero rehusó llevarle más lejos, porque sus caballos, según decía, estaban «rendidos».

Sin embargo, mediante su protección, obtuvo Frédéric un malísimo cabriolé, que, por la suma de sesenta francos, sin contar la propina, consintió en llevarle hasta la barrera de Italia. Pero a cien pasos de la barrera su conductor hizo que se bajara, y volvió. Frédéric iba por el camino, cuando de repente un centinela cruzó la bayoneta. Cuatro hombres le sujetaron, vociferando:

—¡Uno más! ¡Cuidado! ¡Registradle! ¡Bandido! ¡Canalla!

Y su estupefacción fue tan profunda, que se dejó arrastrar hasta el puesto de la barrera, en el punto mismo donde convergen los bulevares de los Gobelinos y del Hospital, y las calles Godefroy y Mouffetard.

Cuatro barricadas formaban al extremo de las cuatro vías enormes taludes de piedras; algunas antorchas alumbraban; a pesar del polvo que se levantaba, distinguió soldados de línea y guardias nacionales con la cara negra, despechugados, hoscos. Acababan de tomar la plaza y habían fusilado a muchos hombres; su cólera duraba todavía. Frédéric dijo que llegaba de Fontainebleau a socorrer a un camarada herido que vivía en la calle Bellefond; nadie quiso creerle al principio; se examinaron sus manos, hasta se le acercaron para asegurarse de que no olían a pólvora.

Sin embargo, a fuerza de repetir la misma cosa, acabó por convencer a un capitán, que mandó a dos hombres que le llevaran al puesto del Jardín Botánico.

Bajaron el bulevar del Hospital. Soplaba una fuerte brisa, que le reanimó. Volvieron después por la calle del Mercado de Caballos. El Jardín Botánico, a la derecha, formaba una gran masa negra, mientras que a la izquierda, la fachada entera de la Pitié, iluminada en todas sus ventanas, llameaba como un incendio, y por detrás de sus cristales pasaban sombras.

Los dos hombres de Frédéric se marcharon; otro le acompañó hasta la Escuela Politécnica.

La calle Saint-Victor estaba muy oscura, sin un farol de gas ni una luz en las casas. De diez en diez minutos se oía:

—¡Centinela, alerta! —Y este grito, lanzado en aquel silencio, se prolongaba como la repercusión de una piedra que cae al abismo.

Algunas veces se aproximaba el son de los pesados pasos de una patrulla de cien hombres lo menos; siseos y choques vagos de hierro se escapaban de aquella masa confusa, que, alejándose con rítmico balanceo, se confundía con la oscuridad.

En medio de las encrucijadas había un dragón a caballo, inmóvil. De cuando en cuando, pasaba un correo a escape, y luego volvía el silencio. El rodar de los cañones sobre las piedras, a lo lejos, resultaba sordo y formidable; el corazón se estremecía con aquellos ruidos, tan diferentes de todos los ruidos ordinarios; hasta parecía que contribuían a prolongar el silencio, profundo, absoluto, silencio negro. Algunos hombres de blusa blanca se acercaban a los soldados, les decían una palabra y se desvanecían como fantasmas.

El puesto de la Escuela Politécnica estaba atestado de gente. Algunas mujeres ocupaban el umbral, pidiendo ver a sus hijos o a sus maridos. Las enviaban al Panteón, transformado en depósito de cadáveres. Y nadie escuchaba a Frédéric, que se obstinaba jurando que su amigo Dussardier le esperaba, que iba a morirse. Al fin le asignaron un cabo para conducirle a la calle de Saint-Jacques, en la alcaldía del duodécimo distrito.

La plaza del Panteón estaba repleta de soldados acostados sobre paja; amanecía, y los fuegos de los vivaques se apagaban.

La insurrección había dejado en este barrio formidables huellas. El pavimento de las calles se encontraba de uno a otro extremo lleno de hoyos desiguales. Sobre las arruinadas barricadas quedaban todavía ómnibus, cañerías de gas, ruedas de carretas; algunos charcos negros en ciertos sitios debían de ser de sangre. Las casas se veían acribilladas de proyectiles, y su armazón se descubría por los desconchones del yeso. Algunas persianas, sujetas de un solo clavo, colgaban como jirones; como las escaleras se habían hundido, las puertas se abrían al aire. Se percibía el interior de las habitaciones con sus papeles en pedazos; cosas delicadas resultaban a veces conservadas intactas. Frédéric tuvo ocasión de ver un reloj, el palo de un papagayo, grabados…

Cuando entró en la alcaldía, los guardias nacionales charlaban sin parar de los muertos de Bréa y de Négrier, del representante Charbonnel y del arzobispo de París. Se decía que el duque de Aumale había desembarcado en Boloña; Barbès, huido de Vincennes; que la artillería llegaba de Bourges, y que afluían los socorros de las provincias. Hacia las tres, alguien trajo buenas noticias: parlamentarios del motín estaban en casa del presidente de la Asamblea.

Entonces la gente se alegró, y como Frédéric tenía aún doce francos, hizo traer doce botellas de vino, esperando de ese modo apresurar su libertad. De repente, se creyó oír un tiroteo; miraron al desconocido con ojos desconfiados; podría ser Enrique V.

Para no contraer responsabilidad alguna, le transportaron a la alcaldía del undécimo distrito, de donde no le permitieron salir antes de las nueve de la mañana.

Fue corriendo hasta el muelle Voltaire. En una ventana abierta, un viejo, en mangas de camisa, lloraba con los ojos hacia lo alto. El Sena seguía su curso apaciblemente; el cielo se veía enteramente azul; los pájaros cantaban en los árboles de las Tullerías.

Frédéric atravesaba el Carrousel cuando pasaron unas angarillas. La guardia presentó las armas inmediatamente, y el oficial dijo, llevando la mano a su chaleco: «Honor al valor desgraciado». Esta frase se había hecho casi obligatoria; el que la pronunciaba parecía siempre solemnemente conmovido. Un grupo de gentes furiosas que escoltaba las angarillas gritaba:

—¡Nos vengaremos! ¡Nos vengaremos!

Los coches circulaban por el bulevar; las mujeres, delante de las puertas, hacían hilas. Sin embargo, el motín estaba vencido o faltaba muy poco; una proclama de Cavaignac, fijada hacía un instante, así lo anunciaba. De lo alto de la calle Vivienne apareció un pelotón de móviles. Entonces los vecinos lanzaron gritos de entusiasmo, se quitaban los sombreros, aplaudían, bailaban, querían abrazarlos, ofrecerles de beber, y las señoras de los balcones arrojaban flores.

Por fin, a las diez, en el momento en que gruñía el cañón para tomar el barrio de Saint-Antoine, llegó Frédéric a casa de Dussardier, encontrándole en su buhardilla, acostado de espaldas y durmiendo. De la pieza próxima salió una mujer andando sin hacer ruido; era la señorita Vatnaz.

Llevó a Frédéric a un rincón y le contó cómo había recibido su herida Dussardier.

El sábado, encima de una barricada, en la calle Lafayette, un pillete cubierto con la bandera tricolor gritaba a los guardias nacionales: «¿Vais a tirar contra vuestros hermanos?». Al acercarse, Dussardier bajó el fusil, apartó a los demás, saltó sobre la barricada, y de un zapatazo derribó al insurrecto, arrancándole la bandera. Le hallaron en los escombros con el muslo agujereado por un lingote de cobre; había sido preciso extraer de la llaga el proyectil.

La Vatnaz había venido aquella misma noche, y desde entonces no le abandonaba. Preparaba con cuidado todo cuanto necesitaba para curar la herida, le ayudaba a beber, adivinaba sus menores deseos, iba y venía más ligera que una mosca, y le contemplaba con tiernos ojos.