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100 Clásicos de la Literatura

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Frédéric objetó que no sabría cómo arreglarlo. Nada más fácil, haciéndose recomendar a los patriotas del Aube por un club de la capital. Se trataba de leer, no una profesión de fe como se veía diariamente, sino una exposición seria de principios.

—Llévemela usted; yo sé lo que conviene a la localidad. Y podrá usted, repito, prestar grandes servicios al país, a todos nosotros, a mí mismo.

En tiempos semejantes debían auxiliarse mutuamente, y si Frédéric tenía necesidad de algo, él o sus amigos…

—¡Oh! Mil gracias, querido amigo.

—A cuenta de revancha, bien entendido.

El banquero era decididamente un hombre excelente.

Frédéric no pudo dejar de reflexionar sobre su consejo; y muy pronto una especie de vértigo le deslumbró.

Las grandes figuras de la Convención pasaron ante su vista. Le pareció que una aurora magnífica iba a descubrirse. Roma, Viena, Berlín, estaban en insurrección; los austríacos, arrojados de Venecia; Europa entera se agitaba. Aquella era la hora de precipitarse en el movimiento, de acelerarlo quizá; y después le seducía el traje que se decía que llevarían los diputados. Ya se veía con el chaleco y faja tricolor; y aquel prurito, aquella alucinación se hizo tan fuerte, que se sinceró con Dussardier.

El entusiasmo del excelente muchacho no flaqueaba.

—Cierto, preséntese usted; seguro.

Sin embargo, Frédéric consultó a Deslauriers. La oposición idiota que dificultaba al comisario en su provincia había aumentado su liberalismo. Le envió inmediatamente violentas exhortaciones.

No obstante, Frédéric tenía necesidad de ver aprobado su proyecto por un mayor número de gentes, y confió la cosa a Rosanette, un día que la señorita Vatnaz estaba allí.

Era esta una de esas célibes parisienses que todas las noches, cuando han dado sus lecciones, o procurado vender sus cuadritos, colocar modestos manuscritos, vuelven a su casa con el barro en las enaguas, se hacen la comida, se la comen enteramente solas, y después, con los pies sobre una estufilla y a la luz de una lámpara sucia, sueñan con el amor, con la familia, el hogar, la fortuna, con todo lo que les falta. También, como muchos otros, había saludado en la Revolución el advenimiento de la venganza, y se entregaba a una propaganda socialista desenfrenada.

La emancipación del proletario, según la Vatnaz, no era posible sino por la emancipación de la mujer. Quería su admisibilidad a todos los empleos, la verificación de la paternidad, otro código, la abolición, o al menos una reglamentación del matrimonio más inteligente. Entonces, cada francesa se casaría con un francés o adoptaría a un anciano. Era preciso que las nodrizas y las parteras fueran funcionarias asalariadas por el Estado; que hubiese un jurado para examinar las obras de las mujeres, editores especiales para las mujeres, una escuela politécnica para las mujeres, una guardia nacional para las mujeres; todo para las mujeres. Y puesto que el gobierno desconocía sus derechos, deberían vencer a la fuerza con la fuerza. Diez mil ciudadanas, con buenos fusiles, podían hacer temblar al ayuntamiento.

La candidatura de Frédéric le pareció favorable a sus ideas, y le animó, mostrándole la gloria en el horizonte. Rosanette se alegró de tener un hombre que hablase en la cámara.

—Y después te darán, quizá, un buen puesto.

Frédéric, hombre de todas las debilidades, fue conquistado por la demencia universal. Escribió un discurso y marchó a enseñárselo al señor Dambreuse.

Al ruido de la puerta que se cerraba se levantó una cortina detrás de la ventana y apareció una mujer. No tuvo tiempo de reconocerla; pero en la antesala le detuvo un cuadro: un cuadro de Pellerin, colocado sobre una silla, provisionalmente, sin duda.

Aquello representaba la República, o el progreso, o la civilización, bajo la figura de Jesucristo conduciendo una locomotora que atravesaba una selva virgen. Frédéric, después de un minuto de contemplación, exclamó:

—¡Qué bajeza!

—¿No es verdad, eh? —dijo el señor Dambreuse, que apareció al pronunciar aquella frase, imaginándose que concernía no a la pintura, sino a la doctrina glorificada por el cuadro.

Martinon llegó en el mismo momento. Pasaron al gabinete, y Frédéric sacó un papel de su bolsillo, cuando la señorita Cécile, entrando repentinamente, articuló con aire de candidez:

—¿Está aquí mi tía?

—Ya sabes que no —replicó el banquero—. Pero no importa; haz como si estuvieras en tu cuarto, señorita.

Apenas salió, Martinon parecía buscar su pañuelo.

—Lo he olvidado en mi paletó; dispensen ustedes.

—Bien —dijo el señor Dambreuse.

Evidentemente, no se engañaba en aquella maniobra, y aun quizá la favorecía. ¿Por qué? Pero muy pronto volvió Martinon y Frédéric empezó su discurso. Desde la segunda página, que señalaba como una vergüenza la preponderancia de los intereses pecuniarios, el banquero torció el gesto. Luego, abordando las reformas, Frédéric pedía la libertad de comercio.

—¡Cómo…! Permítame usted.

El otro oía y continuaba. Reclamaba el impuesto progresivo, una federación europea y la instrucción del pueblo, estímulos amplios para las bellas artes.

—Aunque el país suministrara a hombres como Delacroix y Hugo cien mil francos de renta, ¿qué mal habría en ello?

Y concluía con algunos consejos a las clases superiores.

—No economicéis nada, ¡oh, ricos! Dad, dad.

Se detuvo y permaneció en pie. Sus dos oyentes, sentados, no hablaban; Martinon abría mucho los ojos; el señor Dambreuse estaba muy pálido. Por fin, disimulando su emoción, con agria sonrisa dijo:

—Es perfecto el discurso de usted. —Y elogió la forma bastante por no tener que expresarse respecto del fondo.

Aquella virulencia de parte de un joven inofensivo le asustaba, sobre todo como síntoma. Martinon trató de tranquilizarle. El partido conservador, dentro de poco, tomaría su revancha seguramente; en muchas villas se había echado a los comisarios del gobierno provisional; las elecciones estaban fijadas para el 23 de abril: había tiempo; en resumen, era preciso que el señor Dambreuse mismo se presentara en el Aube, y desde entonces Martinon no le abandonó ya, se convirtió en su secretario y le rodeó de filiales cuidados.

Frédéric llegó muy satisfecho de sí mismo a casa de Rosanette. Allí estaba Delmar, y le dijo que «definitivamente se presentaba candidato en las elecciones del Sena». En un manifiesto dirigido «al pueblo», en que le tuteaba, el autor se vanagloriaba de comprenderlo «a él» y de haberse hecho, atendiendo a su bien, «crucificar por el arte», de tal suerte que era su encarnación, su ideal; creía efectivamente tener sobre las masas una influencia enorme, hasta llegar a proponer más tarde, en un despacho ministerial, concluir él solo con una conmoción popular, y en cuanto a los medios que emplearía, contestó únicamente:

—No teman ustedes; les enseñaré mi cabeza.

Frédéric, para mortificarle, le notificó su propia candidatura. El comediante, en el momento en que su futuro colega visitara la provincia, se declaró su servidor y ofreció introducirlo en los clubes.

Los visitaron todos: los rojos y los azules, los furibundos y los tranquilos, los puritanos, los místicos y los calaveras, aquellos en que se decretaba la muerte de los reyes, aquellos en que se denunciaban los fraudes del comercio; y por todas partes los arrendatarios maldecían a los propietarios; la blusa, al frac, y los ricos conspiraban contra los pobres. Muchos querían indemnizaciones como antiguos mártires de la política; otros imploraban dinero para poner en marcha inventos, o se trataba de planes falansterianos, proyectos de bazares cantonales, sistemas de felicidad pública. Y luego, acá y allá, algún relámpago de ingenio en aquellas nubes de necedad; apóstrofes, súbitos como salpicaduras; el derecho formulado en un juramento, y flores de elocuencia en labios de un galopo, que llevaba el tahalí de un sable sobre su pecho desnudo y sin camisa. A veces también se veía a un caballero, aristócrata, humilde de maneras, diciendo cosas plebeyas, y que no se había lavado las manos para aparentar que estaban callosas. Un patriota le reconocía, los más virtuosos le amenazaban y se iba de allí con la rabia en el alma. Se debía, por afectación de buen sentido, denigrar siempre a los abogados y lanzar, con la mayor frecuencia posible, estas locuciones: «Apretar su piedra al edificio», «problema social», «taller».

Delmar no perdía las ocasiones de tomar la palabra; y cuando no encontraba nada que decir, su recurso era ponerse el puño en la cadera, el otro brazo en el chaleco, y se volvía de perfil bruscamente, de modo que se viera bien su cabeza. Entonces estallaban los aplausos; los de la señorita Vatnaz, en el fondo de la sala.

Frédéric, a pesar de lo endeble de los oradores, no se atrevía a arriesgarse. Todas aquellas gentes le parecían demasiado incultas o demasiado hostiles.

Pero Dussardier se puso a buscar, y le anunció que existía, en la calle Saint-Jacques, un club titulado el Club de la Inteligencia. Semejante nombre daba buenas esperanzas. Además, llevarían amigos.

Y, en efecto, llevó a los que había invitado a su ponche: el tenedor de libros, el corredor de vinos, el arquitecto; hasta fue Pellerin, y quizá Hussonnet; y en la acera, delante de la puerta, se hallaba Regimbart con dos individuos, de los cuales el primero era su fiel Compain, hombre un poco rechoncho, picado de viruela, con los labios encarnados, y el segundo, una especie de mono negro, extremadamente peludo y que solo conocía por ser «un patriota de Barcelona».

Pasaron por un corredor y después fueron introducidos en una gran pieza, de uso de carpintero sin duda, y cuyas paredes, nuevas aún, olían a yeso. Cuatro quinqués colgados paralelamente daban allí una luz desagradable. Sobre un estrado del fondo había una mesa con una campanilla; más baja, otra, que servía de tribuna, y otras dos a los lados, más pequeñas, para los secretarios. El auditorio que llenaba los bancos estaba compuesto de antiguos aprendices, peones, literatos inéditos. Entre aquellas hileras de paletos de cuellos grasientos se veía, de cuando en cuando, la cofia de alguna mujer y el bourgeron de un obrero.

 

El fondo de la sala estaba repleto de obreros, que habían ido allí, sin duda, por ociosidad, o llevados por los oradores para hacerse aplaudir.

Frédéric tuvo cuidado de colocarse entre Dussardier y Regimbart, quien, apenas se sentó, puso sus dos manos sobre el bastón, su mentón sobre las dos manos, y cerró los párpados, mientras que, en el otro extremo de la sala, Delmar, en pie, dominaba la asamblea.

En la mesa presidencial apareció Sénécal.

El buen dependiente había pensado que aquella sorpresa agradaría a Frédéric; mas, por el contrario, le molestó.

La muchedumbre demostró a su presidente una gran deferencia. Era de aquellos que el 25 de febrero había querido la inmediata organización del trabajo; al día siguiente, en el Prado, se había pronunciado porque se atacara al ayuntamiento; y como cada personaje se arreglaba entonces por un modelo, el uno copiaba a Saint-Just; el otro, a Danton; el otro, a Marat; él trataba de parecerse a Blanqui, que a su vez imitaba a Robespierre. Sus guantes negros y su pelo cortado al rape le daban un aspecto rígido, extremadamente conveniente.

Abrió la sesión contra la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, acta de fe habitual. Después, con vigorosa voz, entonó Los recuerdos del pueblo, de Béranger.

Otras voces se elevaron.

—No, no; eso no.

—¡«La gorra»! —se pusieron a aullar, en el fondo, los patriotas.

Y cantaron en coro la poesía del día:

¡Abajo el sombrero ante mi gorra!

¡De rodillas ante el obrero!

A una palabra del presidente se calló el auditorio. Uno de los secretarios procedió al extracto de las cartas.

—Algunos jóvenes anuncian que queman todas las noches, delante del Panteón, un número de La Asamblea Nacional, y a la vez invitan a todos los patriotas a seguir su ejemplo.

—¡Bravo! ¡Aceptado! —contestó la multitud.

—El ciudadano Jean-Jacques Langreneux, tipógrafo, calle Dauphine, quisiera que se levantara un monumento a la memoria de los mártires de thermidor.

—Michel-Évariste-Népomucène Vincent, exprofesor, emite el deseo de que la democracia europea adopte la unidad de idiomas. Podría utilizarse una lengua muerta, como, por ejemplo, el latín perfeccionado.

—No, nada de latín —exclamó el arquitecto.

—¿Por qué? —preguntó un maestro de estudios.

Y aquellos dos señores entablaron una discusión, a la que se mezclaron otros, lanzando cada cual su frase para deslumbrar, no tardando en convertirse en fastidiosa, de tal suerte que muchos se marchaban.

Pero un viejecito, que llevaba en lo más bajo de su frente, prodigiosamente, altas gafas verdes, pidió la palabra para un comunicado urgente.

Se trataba de una memoria sobre la distribución de los impuestos. Las cifras corrían en ella, sin verse el fin. La impaciencia estalló primeramente por algunos murmullos y conversaciones; pero nada le turbó. Después se pusieron a silbar, llamaban a Azor. Sénécal respondió al público; el orador continuaba como una máquina. Fue preciso, para detenerle, tirarle de la manga. El buen hombre pareció salir de un sueño, y dijo, quitándose tranquilamente sus gafas:

—Perdón, ciudadanos, perdón. Me retiro, dispensadme.

El fracaso de aquella lectura desconcertó a Frédéric. Tenía su discurso en el bolsillo, pero hubiera valido más una improvisación.

Por fin, el presidente anunció que iban a pasar al asunto importante, a la cuestión electoral. No se discutirían las grandes listas republicanas. Sin embargo, el Club de la Inteligencia tenía perfecto derecho, como cualquier otro, para formar una, «con perdón de los señores del ayuntamiento», y los ciudadanos que solicitaran el mando popular podían exponer sus títulos.

—Ande usted —dijo Dussardier.

Un hombre con sotana, pelo rizado y de fisonomía petulante, había ya levantado la mano. Declaró, tartamudeando, llamarse Ducretot, presbítero y agrónomo, autor de una obra titulada De los abonos. Le remitieron a un círculo horticultor.

Después, un patriota de blusa ocupó la tribuna. Era un plebeyo ancho de espaldas, de fisonomía gorda y muy dulce, con largos cabellos negros. Recorrió la asamblea con una mirada casi voluptuosa, echó hacia atrás la cabeza y, separando los brazos, dijo:

—Habéis rechazado a Ducretot, hermanos míos, y habéis hecho bien, pero no ha sido por irreligión, porque todos nosotros somos religiosos.

Muchos escuchaban con la boca abierta, con aire de catecúmenos y pinturas estáticas.

—No ha sido tampoco porque es sacerdote, porque nosotros también somos sacerdotes. El obrero es sacerdote, como lo era el fundador del socialismo, nuestro maestro Jesucristo.

Había llegado el momento de inaugurar el reinado de Dios. El Evangelio llevaba derechamente al 89. Después de la abolición de la esclavitud, la abolición del proletariado. Se había pasado de la edad del odio y estaba por empezar la edad del amor.

—El cristianismo es la llave de la bóveda y el fundamento del nuevo edificio…

—¿Se burla usted de nosotros? —exclamó el corredor de alcoholes—. ¿De dónde ha salido semejante sandío?

Aquella interrupción causó gran escándalo. Casi todos se subieron en los bancos y vociferaban con el puño extendido: «Ateo, aristócrata, canalla», mientras que la campanilla del presidente sonaba incesantemente y redoblaban los gritos de «¡Al orden!». Pero intrépido, y sostenido, además, por «tres cafés» tomados antes de venir, se movía en medio de los otros.

—¡Cómo! ¡Yo un aristócrata! ¡Vamos!

Consentido que al fin se explicaría, declaró que jamás se viviría en paz con los sacerdotes, y puesto que se había hablado hacía un momento de economía, sería una famosa la de suprimir las iglesias, las sagradas formas y, finalmente, todos los cultos.

Alguien le objetó que iba lejos.

—Sí, voy lejos. Pero cuando un barco se ve sorprendido por la tempestad…

Sin esperar al final de la comparación, otro le contestó:

—Conformes; pero eso es demoler de un solo golpe, como un albañil sin discernimiento.

—Insulta usted a los albañiles —aulló un ciudadano cubierto de yeso. Y obstinándose en creer que le habían provocado, vomitaba injurias, quería batirse, se montaba en su banco. No bastaron tres hombres para echarle fuera.

No obstante, el obrero continuaba en la tribuna. Los dos secretarios le advirtieron que debía bajar; él protestó contra la violencia que se le hacía.

—No me impediréis gritar: ¡Eterno amor a nuestra querida Francia; amor eterno también a la República!

—Ciudadanos —dijo entonces Compain—; ciudadanos.

Y a fuerza de repetir «ciudadanos» obtuvo algún silencio; apoyó en la tribuna sus dos manos coloradas, que parecían zoquetes, adelantó el cuerpo, entornó los ojos y dijo:

—Creo que sería preciso dar mayor extensión a la cabeza de ternero.

Todos callaron, pensando haber oído mal.

—Sí, a la cabeza de ternero.

Trescientas carcajadas estallaron a la vez. El techo tembló. Ante todas aquellas caras trastornadas por la alegría, Compain se echó atrás y replicó, furioso:

—¡Cómo! ¿No conocéis la cabeza de ternero?

Aquello fue un paroxismo, un delirio. Apretaban los costados; algunos hasta se caían al suelo, debajo de los bancos. Compain, no pudiendo continuar, se refugió cerca de Regimbart y quiso llevárselo.

—No; me quedo hasta el final —dijo el ciudadano.

Aquella respuesta decidió a Frédéric; y como buscase, a izquierda y a derecha, a sus amigos para sostenerle, vio, delante de él, a Pellerin en la tribuna. El artista se dirigía a la multitud.

—Quisiera saber dónde está el candidato del arte, a todo esto. Yo he hecho un cuadro…

—No tenemos qué hacer con los cuadros —dijo brutalmente un hombre flaco, que tenía manchas rojas en los pómulos.

Pellerin exclamaba que le interrumpían.

Pero el otro, en tono trágico, replicó:

—¿No debía haber abolido ya el gobierno, por un decreto, la prostitución y la miseria?

Y aquella frase le valió inmediatamente el favor del pueblo, tronando contra la corrupción de las grandes poblaciones.

—Infamia y vergüenza. Deberíamos atrapar a los burgueses al salir de la Maison d’Or y cruzarles la cara. ¡Si el gobierno no favoreciera, al menos, el escándalo…! Pero los empleados de consumos son muy indecentes con nuestras hijas y nuestras hermanas.

Una voz profirió de lejos:

—Eso es gracioso.

—A la puerta.

—Se nos sacan contribuciones para pagar el libertinaje. Así, los grandes sueldos de actor…

—A mí —exclamó Delmar.

Saltó a la tribuna, apartó a todo el mundo, tomó su postura, y declarando que despreciaba las triviales acusaciones, se extendió sobre la misión civilizadora del cómico. Puesto que el teatro era el foco de la instrucción nacional, votaba por la reforma del teatro, y, en primer término, no más direcciones, no más privilegios.

—Sí, de ninguna manera.

El juego del actor enardecía a la multitud y se cruzaban mociones subversivas.

—¡No más academias! ¡No más institutos!

—¡No más comisiones!

—¡No más bachillerato!

—¡Abajo los grandes universitarios!

—¡Conservémoslos! —dijo Sénécal—, pero que se confieran por sufragio universal por el pueblo, único juez verdadero.

Lo más útil, por otra parte, no era eso. Se necesitaba, en primer lugar, pasar el nivel sobre la cabeza de los ricos. Y los presentó atracándose de crímenes bajo sus dorados techos, mientras que los pobres se retorcían de hambre en sus buhardillas, cultivando todas las virtudes. Los aplausos se hicieron tan fuertes, que se interrumpió. Durante algunos minutos permaneció con los párpados cerrados, la cabeza atrás y como meciéndose sobre aquella cólera que levantaba.

Después se puso a hablar de una manera dogmática, con frases imperiosas como leyes. El Estado debía ampararse del banco y de los seguros.

Abolirse las herencias; establecerse un fondo social para los trabajadores. Otras medidas serían buenas para el porvenir; aquellas bastaban al presente; y volviendo a las elecciones, añadió:

—Necesitamos ciudadanos puros, hombres enteramente nuevos. ¿Hay alguno que se presente?

Frédéric se levantó. Hubo un murmullo de aprobación, producido por sus amigos. Pero Sénécal, tomando una figura a lo Fouquier-Tinville, se puso a interrogarle acerca de sus nombres, apellidos, antecedentes, vida y costumbres.

Frédéric le contestaba sumariamente y se mordía los labios. Sénécal preguntó si alguien tenía obstáculo que oponer a aquella candidatura.

—No, no.

Pero él sí lo veía. Todos se inclinaron y alargaron las orejas. El ciudadano protestante no había dado una cierta suma prometida para una fundación democrática: un periódico. Además, el 22 de febrero, aunque fue suficientemente advertido, había faltado a la cita en la plaza del Panteón.

—Yo juro que estuvo en las Tullerías —exclamó Dussardier.

—¿Puede usted jurar haberle visto en el Panteón?

Dussardier bajó la cabeza. Frédéric se callaba; sus amigos, escandalizados, le miraban con inquietud.

—Al menos —replicó Sénécal—, ¿conoce usted un patriota que nos responda de sus principios?

—Yo —dijo Dussardier.

—¡Oh!, eso no es bastante; otro.

Frédéric se volvió hacia Pellerin. El artista le contestó por multitud de gestos, que significaban: «Amigo mío, a mí me han rechazado, ¿qué diablos quiere usted que le haga?».

Entonces, Frédéric tocó con el codo a Regimbart.

—¡Oh, sí, es verdad, ya es tiempo; voy allá!

Y Regimbart subió la escalera; después, indicando al español que le había seguido, añadió:

—Permitidme, ciudadanos, que os presente a un patriota de Barcelona.

El patriota hizo un gran saludo, movió como un autómata sus ojos de plata, y con las manos sobre el corazón, dijo:

—Ciudadanos, mucho aprecio el honor que me dispensáis, y si grande es vuestra bondad, mayor es vuestra atención.

 

—¡Pido la palabra! —gritó Frédéric.

—Desde que se proclamó la Constitución de Cádiz, ese pacto fundamental de las libertades españolas, hasta la última revolución, nuestra patria cuenta numerosos y heroicos mártires.

Frédéric, una vez más, quiso hacerse oír.

—¡Pero ciudadanos…!

El español continuaba:

—El martes próximo tendrán lugar, en la iglesia de la Madeleine, unos funerales.

—¡Pero esto es absurdo, nadie comprende!

Aquella observación exasperó a la muchedumbre.

—¡A la calle, a la calle!

—¿Quién, yo? —preguntó Frédéric.

—Usted mismo —dijo majestuosamente Sénécal—. Salga usted.

Se levantó para marcharse y la voz del íbero le respondía.

—Y todos los españoles desearían ver allí reunidas las diputaciones de los clubes y de la milicia nacional. Una oración fúnebre, en honor de la libertad española y del mundo entero, será pronunciada por un miembro del clero de París en la sala Bonne-Nouvelle. Honor al pueblo francés, que llamaría yo el primer pueblo del mundo, si no fuese ciudadano de otra nación.

—¡Aristo! —chilló un quídam, enseñando los puños a Frédéric, que se lanzó hacia el patio, indignado.

Se reprochó su sacrificio, sin reflexionar que las acusaciones que le fueron dirigidas eran justas, después de todo. ¡Qué fatal idea la de aquella candidatura!

¡Pero qué asnos!, ¡qué pillos! Se comparaba con aquellos hombres y aliviaba con su necedad la herida de su orgullo.

Después sintió necesidad de ver a Rosanette. Después de tantas falsedades y tanto énfasis, su gentil persona sería un consuelo. Sabía ella que debía presentarse aquella noche en un club. Sin embargo, cuando entró, ni siquiera le hizo una pregunta.

Se hallaba cerca del fuego, descosiendo el forro de un vestido. Semejante trabajo le sorprendió.

—¿Qué es lo que haces?

—Ya lo ves —dijo secamente—. Compongo mis trapos. Esto es tu República.

—¿Por qué mi República?

—¿Quizá será la mía?

Y se puso a censurar todo lo que pasaba en Francia desde hacía dos meses, acusándole de haber hecho la revolución, de ser la causa de su ruina, de que las gentes ricas abandonaran París y que, más tarde, ella iría a morir al hospital.

—Tú hablas a tu gusto con tus rentas. Por lo demás, al trote que esto va, no las tendrás mucho tiempo.

—Puede —dijo Frédéric—; los más decididos son siempre desconocidos; los brutos con quienes uno se compromete le harían aborrecer la abnegación.

Rosanette le miró con ceño.

—¿Eh? ¿Qué abnegación? ¿El señor no ha tenido éxito, a lo que parece? Tanto mejor; eso te enseñará a hacer dones patrióticos. ¡Oh, no mientas! Sé que les has regalado trescientos francos, porque tu República se hace mantener. Pues bien: diviértete con ella, buen hombre.

Ante aquella avalancha de necedades, Frédéric pasó de su otra contrariedad a una decepción más pesada. Se retiró al fondo de la habitación, y ella se le acercó.

—Vamos, razona un poco. En un país, como en una casa, se necesita un amo; de otro modo, cada cual baila como le place. En primer lugar, todo el mundo sabe que Ledru-Rollin se ve lleno de deudas. En cuanto a Lamartine, ¿cómo quieres que un poeta entienda de política? Puedes mover la cabeza y creerte con más talento que los otros; lo que digo es la verdad, sin embargo. Pero tú discutes siempre, no se puede meter baza contigo. Mira, por ejemplo, a Fournier-Fontaine, de los almacenes de San Roque; ¿sabes cuánto pierde? Ochocientos mil francos. Y Gomer, el embalador de enfrente, este es otro republicano, rompía las tenazas en la cabeza de su mujer, y ha bebido tanto ajenjo, que van a encerrarle en una casa de salud. Como este son todos los republicanos. Una República al veinticinco por ciento. ¡Ah, sí, jáctate!

Frédéric se marchó. La ineptitud de aquella chica, presentándose de repente con un lenguaje populachero, le disgustaba, y hasta se sintió de nuevo patriota.

El malhumor de Rosanette fue en aumento. La Vatnaz la irritaba con su entusiasmo. Creyéndose en misión, tenía ganas de perorar, de catequizar, y más fuerte que su amiga en esas materias, la aplastaba con argumentos.

Un día llegó toda indignada contra Hussonnet, que acababa de permitirse bromas en el club de las mujeres. Rosanette aprobó aquella conducta, hasta declarar que usaría traje de hombre para ir a «decirles a todas lo que se merecían y pegarles». Frédéric entró en aquel momento: «Tú me acompañarás, ¿no es verdad?».

Y a pesar de hallarse él delante, se enzarzaron, haciéndose una la burguesa y filósofa la otra.

Las mujeres, según Rosanette, habían nacido exclusivamente para el amor o para criar niños y estar al frente de una casa. Según la Vatnaz, la mujer debía tener su puesto en el Estado. En otro tiempo, las galas legislaban, también las anglosajonas, y las esposas de los huroneses formaban parte del Consejo. La obra civilizadora era común. Se necesitaba el concurso de todos y sustituir, por fin, el egoísmo por la fraternidad; el individualismo por la asociación; el sistema parcelario, por el gran cultivo.

—Vaya, ¿ahora entiendes tú de cultivo?

—¿Por qué no? Por otra parte, se trata de la humanidad, de su porvenir.

—Ocúpate del tuyo.

—Eso es cosa mía.

Iban incomodándose y Frédéric se interpuso. La Vatnaz se acaloraba y hasta llegó a defender el comunismo.

—¡Qué tontería! —dijo Rosanette—. ¿Podrá eso llegar jamás?

La otra citó como prueba a los esenios, a los frailes moravios, a los jesuitas del Paraguay, a la familia de los Pingons, cerca de Thiers, en Auvernia; y como gesticulara mucho, su cadena de reloj se enredó con un borreguillo de oro de su colección de dijes.

De repente palideció Rosanette extraordinariamente.

La Vatnaz seguía desenredando su dije.

—No te molestes más —expresó Rosanette—. Ahora conozco tus opiniones políticas.

—¿Qué? —exclamó la Vatnaz, poniéndose tan encarnada como una virgen.

—¡Oh! Ya me comprendes.

Frédéric no comprendía. Había sobrevenido entre ellas, evidentemente, algo más capital y más íntimo que el socialismo.

—Y aun cuando así fuera —replicó la Vatnaz, irguiéndose intrépidamente—. Es un préstamo, querida mía, deuda por deuda.

—¡Caray! Yo no niego las mías. ¡Qué historia por algunos miles de francos! Yo pido prestado, al menos; pero no robo a nadie.

La señorita Vatnaz trató de reír.

—¡Oh! Sí, pondría mi mano en el fuego.

—Ten cuidado, que está tan seca que puede arder.

La vieja señorita le presentó su mano derecha, dejándola levantada a la altura de su rostro, diciendo:

—Algunos amigos tuyos la encuentran aceptable.

—¿Como castañuelas? Serán andaluces.

—¡Mala mujer!

La mariscala hizo un gran saludo.

—Ya no hay atractivos.

La Vatnaz no contestó nada. Algunas gotas de sudor brotaron de sus sienes. Sus ojos se fijaban en la alfombra; estaba jadeante. Por fin, llegó a la puerta, y haciéndola crujir vigorosamente, dijo:

—Buenas tardes. Tendrá usted noticias mías.

—Adiós —dijo Rosanette.

Su violencia la había destrozado. Se dejó caer sobre el diván, toda temblorosa, balbuciendo injurias, derramando lágrimas. ¿Era aquella amenaza de la Vatnaz lo que la atormentaba? No. ¡Bastante le importaba! Después de todo, quizá la otra le debiera dinero. Era el borreguillo de oro un regalo, y en medio de su llanto se le escapó el nombre de Delmar. Luego amaba a aquel botarate.

«Entonces, ¿por qué me ha aceptado? —se preguntó Frédéric—. ¿Qué significa eso de que haya vuelto? ¿Quién la obliga a retenerme? ¿Cuál es el sentido de todo esto?».

Los pequeños sollozos de Rosanette continuaban; seguía sentada en el borde del diván, echada a un lado, con las mejillas entre ambas manos, y parecía un ser tan delicado, inconsciente y dolorido, que se aproximó a ella y la besó en la frente con dulzura.

Entonces, ella le dio mil seguridades de ternura; el príncipe acababa de marcharse y serían libres. Pero en el momento se encontraba… apurada. «Tú mismo lo has visto; el otro día, cuando utilizaba mis forros viejos. No más carruajes ahora». Y no era eso todo: el tapicero amenazaba con llevarse los muebles del cuarto y del gran salón; ella no sabía qué hacer.