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—¡El régimen que debo seguir! ¡El régimen que debo seguir! ¡Vos también, vos también tenéis uno que seguir, bonita!
—¿Cuál, padre mío?
—No venir a la celda de los prisioneros, o, al menos, salir lo más aprisa posible; ¡caminad, pues, delante de mí, y ligerita!
Rosa y Cornelius intercambiaron una mirada.
La de Rosa quería decir:
«Ya veis.»
La de Cornelius significaba: «¡Que sea lo que el Señor quiera!»
XI
EL TESTAMENTO DE CORNELIUS VAN BAERLE
Rosa no se había equivocado. Los jueces acudieron al día siguiente a la Buytenhoff, a interrogaron a Cornelius van Baerle. Por lo demás, el interrogatorio no fue muy largo; estaba comprobado que Cornelius había guardado en su casa aquella correspondencia fatal de los De Witt con Francia.
No lo negó en absoluto.
Solamente existía, a los ojos de los jueces, la duda de que aquella correspondencia le hubiera sido entregada por su padrino, Corneille de Witt.
Pero como, después de la muerte de los dos mártires, Cornelius van Baerle no tenía nada que ocultar, no solamente no negó que el depósito le había sido confiado por Corneille en persona, sino que todavía contó cómo, de qué forma y en qué circunstancias le había sido confiado.
Esta confidencia implicaba al ahijado en el crimen de su padrino.
Existía complicidad patente entre Corneille y Cornelius.
Cornelius no se limitó a esta confesión: dijo toda la verdad con respecto a sus simpatías, sus costumbres y sus familiaridades. Explicó su indiferencia en políticas, su amor por el estudio, por las artes, por las ciencias y por las flores. Contó que nunca, desde el día en que Corneille había venido a Dordrecht y le había confiado aquel depósito, lo había tocado ni incluso mirado.
Se le objetó que a ese respecto era imposible que dijera la verdad, ya que los papeles estaban encerrados justamente en un armario donde cada día se hundían las manos y los ojos.
Cornelius respondió que eso era verdad, pero que él no metía la mano en el cajón más que para asegurarse de que sus cebollas estaban bien secas; y que solamente dirigía la mirada a él para asegurarse de si sus cebollas comenzaban a germinar.
Se le objetó que su pretendida indiferencia con respecto a ese depósito no podía sostenerse razonablemente, porque resultaba imposible que habiendo recibido semejantes documentos de mano de su padrino, no conociera su importancia.
A lo que él respondió que su padrino Corneille le amaba mucho y, sobre todo, que era un hombre demasiado prudente como para haberle dicho nada acerca del contenido de aquellos papeles, ya que esta confidencia no hubiera servido más que para atormentar al depositario.
Se le objetó que si el señor De Witt hubiera actuado de esa forma, habría añadido al paquete en caso de accidente, un certificado constatando que su ahijado era completamente extraño a esa correspondencia, o bien, durante su proceso, le habría escrito alguna carta que pudiese servir para su justificación.
Cornelius respondió que probablemente su padrino no había pensado que su depósito corriera ningún peligro, oculto como estaba en un armario que era considerado tan sagrado como el Arca por toda la casa Van Baerle; que por consiguiente había juzgado el certificado inútil; que, en cuanto a una carta, tenía algún recuerdo de que un momento antes de su arresto, y cuando estaba absorto en la contemplación de una cebolla de las más raras, el servidor del señor Jean de Witt había entrado en el secadero y le había entregado un papel; pero que de todo aquello no le había quedado más que un recuerdo parecido al que se tiene de una visión, que el sirviente había desaparecido, y que en cuanto al papel, tal vez se encontraría si se le buscaba bien.
En cuanto a Craeke, era imposible hallarlo, teniendo en cuenta que había abandonado Holanda.
Y en lo tocante al papel, era tan poco probable que se encontrara, que no se tomaron el trabajo de buscarlo.
El mismo Cornelius no insistió mucho sobre ese punto, ya que, suponiendo que aquel papel se hallara, podía no tener ninguna relación con la correspondencia que constituía el cuerpo del delito.
Los jueces parecieron querer empujar a Cornelius a defenderse mejor de lo que lo hacía; utilizaron frente a él aquella benigna paciencia que denota o bien a un magistrado interesado por el acusado, o bien a un vencedor que abate a su adversario, y que, siendo completamente dueño de él, no tiene necesidad de oprimirlo para perderlo.
Cornelius no aceptó en absoluto esta hipócrita protección, y en la última respuesta que profirió con la nobleza de un mártir y la calma de un justo, dijo:
—Me preguntáis, señores, cosas a las que no tengo nada que responder, sino la exacta verdad. Ahora bien, la exacta verdad es ésta. El paquete entró en mi casa por el camino que he explicado; protesto delante de Dios que ignoraba y que ignoro todavía su contenido; que solamente en el día de mi arresto supe que ese depósito era la correspondencia del ex gran pensionario con el marqués de Louvois. Protesto, finalmente, que ignoro cómo ha podido saberse que ese paquete estaba en mi casa, y sobre todo cómo puedo ser culpable por haber recogido lo que me traía mi ilustre y desgraciado padrino.
Éste fue todo el alegato de Cornelius. Los jueces deliberaron.
Consideraron:
Que todo brote de disensión civil es funesto por cuanto resucita la guerra que a todos interesa extinguir.
Uno de ellos, y era un hombre que pasaba por un profundo observador, estableció que ese joven tan flemático en apariencia, debía de ser muy peligroso en realidad, supuesto que debía ocultar bajo su manto de hielo que le servía de envoltura un ardiente deseo de vengar a los señores De Witt, sus allegados.
Otro hizo observar que el amor a los tulipanes se alía perfectamente con la política, y que está históricamente probado que varios hombres de los más peligrosos han trabajado en un jardín ni más ni menos como si fuera su oficio, aunque en el fondo estuvieran ocupados realmente en otra cosa. Ejemplo, Tarquino el Viejo, que cultivaba adormideras en Cumas, y el gran Conde, que regaba sus claveles en la fortaleza de Vicennes, y ello en el momento en que el primero meditaba su regreso a Roma y el segundo su salida de la prisión.
El juez concluyó con este dilema:
O Cornelius van Baerle quiere mucho a los tulipanes o quiere mucho a la política; en uno a otro caso, nos ha mentido: en primer lugar porque está probado que se ocupaba de la política y ello por las cartas que se han hallado en su casa; a continuación porque se ha probado que se ocupaba de los tulipanes. Los bulbos que están allí dan fe de ello. Finalmente, y aquí está la enormidad; ya que Cornelius van Baerle se ocupaba a la vez de los tulipanes y de la política, el acusado era, pues, de una naturaleza híbrida, de una organización anfibia, trabajando con igual ardor la política y el tulipán, lo que le otorgaría todos los caracteres de la especie de hombres más peligrosos para la tranquilidad pública, y una cierta o más bien, una completa analogía con los grandes cerebros de los que Tarquino el Viejo y el señor De Conde proporcionaban hace un momento un ejemplo.
El resultado de todos esos razonamientos fue que el príncipe estatúder de Holanda sentiría, sin duda alguna, un agradecimiento infinito hacia la magistratura de La Haya por simplificarle la administración de las Siete Provincias, al destruir hasta el menor germen de conspiración contra su autoridad.
Este argumento privó sobre todos los otros, y para destruir eficazmente el germen de las conspiraciones, fue pronunciada por unanimidad la pena de muerte contra Cornelius van Baerle, culpable y convicto de haber participado, bajo las inocentes apariencias de un aficionado a los tulipanes, en las detestables intrigas y en los abominables complots de los señores De Witt contra la nacionalidad holandesa, y en sus secretas relaciones con el enemigo francés.
La sentencia llevaba subsidiariamente que el susodicho Cornelius van Baerle sería sacado de la prisión de la Buytenhoff para ser conducido al cadalso erigido en la plaza del mismo nombre, donde el ejecutor de las condenas le cortaría la cabeza.
Como esta deliberación había sido formal, había durado una media hora, y durante esta media hora, el prisionero había sido reintegrado a su prisión.
Fue allí donde el escribano de los Estados vino a leerle el fallo.
Maese Gryphus estaba retenido en su lecho por la fiebre que le causaba la fractura de su brazo. Sus llaves habían pasado a las manos de uno de sus criados supernumerarios, y detrás de ese criado, que había introducido al escribano, Rosa, la bella frisona, había venido a colocarse en el rincón de la puerta, con un pañuelo sobre la boca para ahogar sus suspiros y sus sollozos.
Cornelius escuchó la sentencia con un rostro más asombrado que triste.
Leída la sentencia, el escribano le preguntó si tenía algo que objetar.
—Por mi fe, no —respondió—. Confieso solamente que entre todos los motivos de muerte que un hombre precavido puede prever para evitarlos, no hubiese sospechado jamás éste.
Tras esta respuesta, el escribano saludó a Cornelius van Baerle con toda la consideración que ese tipo de funcionarios conceden a los grandes criminales de todo género.
—A propósito, señor escribano —dijo Cornelius, cuando aquél se disponía a salir—. ¿Para qué día es la cosa, si me hacéis el favor?
—Pues, para hoy —respondió el escribano, un poco molesto por la sangre fría del condenado.
Un sollozo estalló detrás de la puerta.
Cornelius se inclinó para ver quién había dejado escapar aquel sollozo, pero Rosa, adivinando el movimiento, se había echado hacia atrás.
—Y —añadió Cornelius—, ¿a qué hora es la ejecución?
—Al mediodía, señor.
—¡Diablo! —exclamó Cornelius—. Me parece que he oído dar las diez hace menos de veinte minutos. No tengo tiempo que perder.
—Para reconciliaros con Dios, sí, señor —dijo el escribano inclinándose hasta el suelo—, y podéis solicitar al ministro de vuestra preferencia.
Diciendo estas palabras, salió andando hacia atrás, y el carcelero suplente iba a seguirle, cerrando la puerta de Cornelius cuando un brazo blanco y tembloroso se interpuso entre ese hombre y la pesada puerta.
Cornelius no vio más que el casco de oro con orejeras de puntillas blancas, tocado de las bellas frisonas; no oyó más que un murmullo al oído del carcelero; pero éste entregó sus pesadas llaves a la blanca mano que se le tendía y, descendiendo unos escalones, se sentó en medio de la escalera, guardada así en lo alto por él, y abajo por el perro.
El casco de oro dio media vuelta, y Cornelius reconoció el rostro surcado de lágrimas y los grandes ojos azules anegados de la bella Rosa.
La joven avanzó hacia Cornelius apoyando sus dos manos sobre su desgarrado pecho.
—¡Oh, señor, señor! —exclamó.
Y no acabó.
—Mi bella niña —replicó Cornelius emocionado—, ¿qué deseáis de mí? De ahora en adelante no tengo ya ningún poder sobre nada, os lo advierto.
—Señor, vengo a reclamar de vos una gracia —dijo Rosa tendiendo sus manos mitad hacia Cornelius, mitad hacia el cielo.
—No lloréis así, Rosa —advirtió el prisionero—, porque vuestras lágrimas me enternecen mucho más que mi próxima muerte. Y, vos lo sabéis, cuanto más inocente es el prisionero, con más calma debe morir a incluso con alegría, ya que muere mártir. Vamos, no lloréis más y decidme vuestro deseo, mi bella Rosa.
La joven se dejó caer de rodillas.
—Perdonad a mi padre —pidió.
—¡A vuestro padre! —exclamó Cornelius asombrado.
—Sí, ¡ha sido tan duro con vos! Pero es así por naturaleza, es así con todos, y no es a vos particularmente a quien ha tratado con brutalidad.
—Ha sido castigado, querida Rosa, incluso más que castigado por el accidente que le sobrevino, y yo le perdono.
—¡Gracias! —contestó Rosa—. Y ahora, decidme, ¿puedo hacer a mi vez algo por vos?
—Podéis secar vuestros bellos ojos, querida niña —respondió Cornelius con su dulce sonrisa.
—Pero por vos… por vos…
—El que no dispone más que de una hora para vivir, es un gran sibarita si tiene necesidad de alguna cosa, querida Rosa.
—¿Ese ministro que os han ofrecido?
—He adorado a Dios toda mi vida, Rosa. Le he adorado en sus obras, bendecido en su voluntad. Dios no puede tener nada contra mí. No os pediré, pues, un ministro. El último pensamiento que me ocupa, Rosa, se relaciona con la glorificación de Dios. Ayudadme, querida, os lo ruego, en el cumplimiento de este último pensamiento.
—¡Ah, señor Cornelius, hablad, hablad! —exclamó la joven inundada en lágrimas.
—Dadme vuestra bella mano, y prometedme no reíros, niña mía.
—¡Reír! —exclamó Rosa desesperada—. ¡Reír en este momento! Pero entonces ¿vos no me habéis mirado, señor Cornelius?
—Os he mirado, Rosa, con los ojos del cuerpo y los ojos del alma. Jamás mujer más bella, jamás alma más pura se había ofrecido a mí; y si no os miro más a partir de este momento, perdonadme, es porque, dispuesto a salir de la vida, prefiero no tener nada que echar de menos en ella.
Rosa se sobresaltó. Cuando el prisionero decía estas palabras, sonaban las once en la torre de la Buytenhoff.
Cornelius comprendió.
—Sí, sí, apresurémonos —dijo—. Tenéis razón, Rosa.
Entonces, sacando de su pecho, donde lo había ocultado de nuevo cuando pasó el temor de ser registrado, el papel que envolvía los tres bulbos, explicó:
—Mi bella amiga, he amado mucho las flores. Era en los tiempos en que ignoraba se pudiera amar otra cosa. ¡Oh! No os ruboricéis, no interpretéis mal, Rosa, aunque os hiciera una declaración de amor, esto, pobre niña, no tendría ninguna consecuencia; abajo, en la Buytenhoff, hay un cierto acero que dentro de sesenta minutos dará cuenta de mi temeridad. Así pues, decía que amaba las flores, y había hallado, por lo menos así lo creo, el secreto del gran tulipán negro que se creía imposible, y que es, lo sepáis o no, el objeto de un premio de cien mil florines propuesto por la Sociedad Hortícola de Haarlem. Esos cien mil florines, y Dios sabe que no me lamento por ellos, esos cien mil florines los tengo aquí en este papel; están ganados con los tres bulbos que encierra, y que podéis coger, Rosa, porque os los doy.
—¡Señor Cornelius!
—¡Oh! Podéis cogerlos, Rosa, no causáis ningún mal a nadie, niña mía. Estoy solo en el mundo; mi padre y mi madre han muerto; no he tenido nunca hermana ni hermano; no he pensado nunca en enamorarme de nadie, y si alguien se ha enamorado de mí, no lo he sabido jamás. Por otra parte, ya podéis ver, Rosa, que estoy abandonado, ya que en esta hora solamente vos estáis en mi calabozo, consolándome y socorriéndome.
—Pero, señor, cien mil florines…
—¡Ah! Seamos formales, querida niña —dijo Cornelius—. Cien mil florines serán una hermosa dote a vuestra belleza; obtendréis los cien mil florines porque estoy seguro de mis bulbos. Los tendréis pues, querida Rosa, y no os pido a cambio más que la promesa de casaros con un muchacho valiente, joven, al que vos améis y que os ame tanto a vos como yo amaba las flores. No me interrumpáis, Rosa, que no dispongo más que de unos minutos…
La pobre chica se ahogaba bajo sus sollozos.
Cornelius le cogió la mano.
—Escuchadme —continuó—, así es cómo procederéis. Coged tierra en mi jardín de Dordrecht. Pedid a Butruysheim, mi jardinero, tierra de mi platabanda número 6; plantad en ella y en una caja profunda esos tres bulbos, que florecerán en el próximo mayo, es decir, dentro de siete meses, y cuando veáis la flor en su tallo, pasad las noches protegiéndola del viento, los días salvándola del sol. Florecerá negra, estoy seguro. Entonces haced llamar al presidente de la Sociedad Hortícola de Haarlem. Hará constatar por el congreso el color de la flor, y os entregará los cien mil florines.
Rosa lanzó un gran suspiro.
—Ahora —continuó Cornelius enjugando una temblorosa lágrima en el borde de su párpado y que era causada más bien por este maravilloso tulipán negro que no debía ver nunca—no deseo ya nada, sino que el tulipán se llame Rosa Barloensis, es decir, que recuerde al mismo tiempo vuestro nombre y el mío, y como no sabiendo latín, podríais olvidar seguramente esta palabra, procuradme un lápiz y un papel para que os la escriba.
Rosa estalló en sollozos y le tendió un libro encuadernado en piel, que llevaba las iniciales C. W.
—¿Qué es esto? —preguntó el prisionero.
—¡Ay! —respondió Rosa—, es la Biblia de vuestro pobre padrino, Corneille de Witt. De ella tomó la fuerza para sufrir la tortura y oír sin palidecer su sentencia. La hallé en esta habitación después de la muerte del mártir, y la he guardado como una reliquia; hoy os la traía, porque me parecía que había en este libro una fuerza verdaderamente divina. No habéis tenido necesidad de esta fuerza que Dios ya había puesto en vos. ¡Dios sea loado! Escribid encima lo que debéis escribir, señor Cornelius, y aunque tengo la desgracia de no saber leer, lo que escribáis será cumplido.
Cornelius cogió la Biblia y la besó respetuosamente. —¿Con qué escribiré? —preguntó.
—Hay un lápiz en la Biblia —contestó Rosa—. Estaba ahí y lo he conservado.
Era el lápiz que Jean de Witt había prestado a su hermano y que éste no había pensado en devolverle.
Cornelius lo cogió, y en la segunda página —porque, como se recuerda, la primera había sido arrancada—, próximo a morir a su vez como su padrino, escribió con una mano no menos firme:
Este 23 de agosto de 1672, a punto de rendir, aunque inocente, mi alma a Dios sobre un cadalso, lego a Rosa Gryphus el único bien que me queda de todos mis bienes en este mundo, ya que los otros han sido confiscados; lego, digo, a Rosa Gryphus, tres bulbos que, en mi convicción profunda, deben dar en el mes de mayo próximo el gran tulipán negro, objeto del premio de cien mil florines ofrecido por la Sociedad de Haarlem, deseando que ella cobre esos cien mil florines en mi lugar y como mi única heredera, con la sola condición de casarse con un hombre joven de aproximadamente mi edad, que la ame y a quien ella ame, y de dar al gran tulipán negro que creará una nueva especie el nombre de Rosa Barloensis, es decir, su nombre y el mío reunidos.
¡Dios me halle en gracia y a ella en salud!
CORNELIUS VAN BAERLE.
Luego, devolviendo la Biblia a Rosa:
—Leed —dijo.
—Ya os he dicho —respondió la joven—que, por desgracia, no sé leer.
Entonces Cornelius leyó a Rosa el testamento que acababa de hacer.
Los sollozos de la pobre niña se redoblaron.
—¿Aceptáis mis condiciones? —preguntó el prisionero sonriendo con melancolía y besando la punta de los dedos temblorosos de la bella frisona.
—¡Oh! No sabría, señor —balbuceó ella.
—No sabríais, niña mía, y ¿por qué?
—Porque hay una condición que no podría mantener.
—¿Cuál? Creo, sin embargo, haber hecho lo conveniente para nuestro tratado de alianza.
—¿Me dais vos los cien mil florines a título de dote?
—Sí.
—¿Y para casarme con el hombre que ame?
—Sin duda.
—¡Pues bien!, señor, ese dinero no puede ser para mí. No amaré jamás a nadie y no me casaré.
Y después de estas palabras penosamente pronunciadas, Rosa dobló las rodillas y estuvo a punto de desmallarse de dolor.
Cornelius, asustado al verla tan pálida y desfallecida, iba a cogerla en sus brazos, cuando un paso pesado, seguido de otros ruidos siniestros, sonó en las escaleras acompañado por los ladridos del perro.
—¡Vienen a buscaros! —exclamó Rosa retorciéndose las manos—. ¡Dios mío! ¡Dios mío! Señor, ¿no tenéis nada más que decirme?
Y cayó de rodillas, con la cabeza hundida en sus brazos, y completamente sofocada por los sollozos y las lágrimas.
—Tengo que deciros que guardéis celosamente vuestros tres bulbos y los cuidéis según las prescripciones que os he dado, y por mi amor. Adiós, Rosa.
—¡Oh, sí! —murmuró ésta, sin levantar la cabeza—. ¡Oh, sí! Haré todo lo que vos habéis dicho. Excepto casarme —añadió por lo bajo—. Porque esto, ¡oh!, esto, lo juro, es para mí una cosa imposible.
Y hundió en su seno palpitante el querido tesoro de Cornelius.
Este ruido que habían oído Cornelius y Rosa, era el que hacía el carcelero que volvía a buscar al condenado, seguido del ejecutor, de los soldados destinados a la guardia del patíbulo, y de los curiosos habituales de la prisión.
Cornelius, sin debilidad, pero sin fanfarronería, los recibió como amigos más que como perseguidores y se dejó imponer las condiciones que quisieron aquellos hombres para la ejecución de su oficio.
Luego, de una ojeada lanzada sobre la plaza por su pequeña ventana enrejada, percibió el patíbulo, y a veinte pasos del patíbulo, la horca, de la cual habían sido descolgadas por orden del estatúder, las reliquias ultrajadas de los dos hermanos De Witt.
Cuando se dispuso a descender para seguir a los guardias, Cornelius buscó con los ojos la mirada angélica de Rosa; pero no vio detrás de las espadas y las alabardas más que un cuerpo tendido al lado de un banco de madera y un rostro lívido medio velado por unos largos cabellos.
Pero al caer inanimada, Rosa, para seguir obedeciendo a su amigo, había apoyado su mano sobre su corpiño de terciopelo, a incluso en el olvido de toda vida, continuaba recogiendo instintivamente el precioso depósito que le había confiado Cornelius.
Y al abandonar el calabozo, el joven pudo entrever en los dedos crispados de Rosa la hoja amarillenta de aquella Biblia sobre la que Corneille de Witt había escrito tan penosa y dolorosamente aquellas líneas que, si Cornelius las hubiese leído, habrían salvado infaliblemente a un hombre y a un tulipán.
XII
LA EJECUCION
Cornelius no tenía que dar más de trescientos pasos fuera de la prisión para llegar al pie del patíbulo.
Al final de la escalera, el perro lo miró pasar tranquilamente; Cornelius creyó incluso observar en los ojos del moloso una cierta expresión de dulzura que lindaba con la compasión.
Tal vez el perro conociera a los condenados y no mordiera más que a los que salían libres.
Se comprende que cuanto más corto fuera el trayecto de la puerta de la prisión al pie del patíbulo, más lleno estuviera de curiosos.
Eran aquellos mismos que, mal apagada la sed de sangre de la que habían bebido ya tres días antes, esperaban una nueva víctima.
Así, apenas apareció Cornelius, un aullido inmenso se prolongó por la calle, se extendió por toda la superficie de la plaza, y se alejó en diferentes direcciones, por las calles que conducían al patíbulo, y que la muchedumbre llenaba.
De este modo, el patíbulo parecía una isla que estuviera batida por el oleaje de cuatro o cinco tumultuosos ríos.
En medio de aquellas amenazas, de esos aullidos y de estas vociferaciones, para no oírlas, sin duda, Cornelius se había absorbido en sí mismo.
¿En qué pensaba ese justo que iba a morir?
No era ni en sus enemigos, ni en sus jueces, ni en sus verdugos.
Era en los bellos tulipanes que vería desde lo alto del cielo, bien en Ceilán, bien en Bengala, bien más lejos, cuando sentado con todos los inocentes a la derecha de Dios, pudiera contemplar con piedad esta tierra donde habían degollado a los señores Jean y Corneille de Witt por haber pensado demasiado en la política, y donde iban a degollar al señor Cornelius van Baerle por haber pensado demasiado en los tulipanes.
«Cuestión de un golpe de espada —decía el filósofo—, y mi bello sueño comenzará.»
Solamente quedaba por saber si como al señor De Chalais, al señor De Thou, y otras gentes mal ajusticiadas, el verdugo no le reservaba más de un golpe, es decir, más de un martirio, al pobre tulipanero.
No por ello Van Baerle subió menos resueltamente los escalones del patíbulo.
Subió orgullosamente, porque lo estaba, de ser el amigo de aquel ilustre Jean y el ahijado de aquel noble Corneille que los bellacos, reunidos para verle, habían despedazado y quemado tres días antes y colgado en aquel mismo lugar.
Se arrodilló, rezó su oración, y observó no sin experimentar una viva alegría que al posar su cabeza sobre el tajo y manteniendo sus ojos abiertos, vería hasta el último momento la ventana enrejada de la Buytenhoff.
Por fin llegó la hora de hacer ese terrible movimiento: Cornelius posó su mentón sobre el bloque húmedo y frío. Pero en ese momento, a su pesar, sus ojos se cerraron para sostener más resueltamente el horrible alud que iba a caer sobre su cabeza y a engullir su vida.
Un destello brilló sobre el piso del patíbulo; el verdugo levantaba su espada.
Van Baerle dijo adiós al gran tulipán negro, seguro de despertarse diciendo buenos días a Dios en un mundo hecho de otra luz y de otro color.
Tres veces sintió pasar por su cuello tembloroso el viento frío de la espada.
Pero ¡oh, sorpresa!
No sintió ni dolor ni conmoción.
No vio ningún cambio de matiz.
Luego, de repente, sin saber por quién, Van Baerle se sintió levantado por unas manos bastante dulces y se encontró pronto sobre sus pies, un poco vacilante.
Volvió a abrir los ojos.
Alguien leía algo a su lado, sobre un gran pergamino sellado con un gran timbre de cera roja.
Y el mismo sol, amarillo y pálido como conviene a un sol holandés, lucía en el cielo; y la misma ventana enrejada le miraba desde lo alto de la Buytenhoff; y los mismos bellacos, ya no aullantes sino pasmados, le contemplaban desde abajo, en la plaza.
A fuerza de abrir los ojos, de mirar, de escuchar, Van Baerle comenzó a comprender esto:
Que monseñor Guillermo, príncipe de Orange, temía sin duda que las diecisiete libras de sangre que Van Baerle, con unas onzas más tenía en el cuerpo, no hicieran desbordar la copa de la justicia celeste; que había sentido piedad por su carácter y sus apariencias de inocencia.
En consecuencia, Su Alteza le había otorgado la gracia de la vida… Por eso la espada que se había alzado con aquel reflejo siniestro había volteado tres veces alrededor de su cabeza cómo el pájaro fúnebre alrededor de la de Turnus, pero no se había abatido sobre ella y había dejado intactas sus vértebras.
Por eso era que no había sentido ni dolor ni conmoción. Por eso, que el sol continuaba riendo en el mediocre azul, cierto, aunque muy soportable de las bóvedas celestes.
Cornelius, que había esperado a Dios y al panorama tulípido del Universo, quedó realmente un poco decepcionado; pero se consoló haciendo jugar con cierto bienestar los resortes inteligentes de esa parte del cuerpo que los griegos llamaban trachelos y que nosotros denominamos modestamente cuello.
Y luego Cornelius esperó que la gracia sería completa, y que se le iba a devolver la libertad y sus platabandas de Dordrecht.
Pero en eso se equivocó, porque como decía por aquel tiempo madame De Sévigné, había un post scriptum en la carta, y lo más importante de esta carta estaba encerrado en el post scriptum.
Por ese post scriptum, Guillermo, estatúder de Holanda, condenaba a Cornelius van Baerle a prisión perpetua.
No era demasiado culpable para la muerte, pero sí lo era para la libertad.
Cornelius escuchó, pues, el post scriptum, y luego, después de la primera contrariedad producida por la decepción que aquél aportaba, pensó:
«¡Bah! No se ha perdido todo. La reclusión perpetua tiene algo de bueno. Está Rosa en la reclusión perpetua. Están también mis tres bulbos del tulipán negro.»
Pero Cornelius olvidaba que las Siete Provincias pueden tener siete prisiones, una por provincia, y que el pan del prisionero es menos caro en cualquier parte que en La Haya, que es una capital.
Su Alteza Guillermo, que no tenía, al parecer, los medios para alimentar a Van Baerle en La Haya, lo enviaba a cumplir su prisión perpetua a la fortaleza de Loevestein, muy cerca de Dordrecht y, sin embargo, por desgracia, muy lejos.
Porque Loevestein, dicen los geógrafos, está situada en la punta de la isla que forman, frente a Gorcum, el Waal y el Mosa.
Van Baerle sabía bastante historia de su país para no ignorar que el célebre Grotius había sido encerrado en ese castillo después de la muerte de Barneveldt, y que los Estados, en su generosidad hacia el célebre publicista, jurisconsulto, historiador, poeta y teólogo; le habían concedido la suma de veinticuatro sous en Holanda por día para su alimentación.
«A mí, que estoy muy lejos de valer lo que Grotius —se dijo Van Baerle—, me asignarán doce sous con gran trabajo, y viviré muy mal, pero en fin, viviré.»
Luego, de repente, golpeado por un terrible recuerdo, exclamó en voz alta:
—¡Ah! ¡Ese país es húmedo y nuboso! ¡Y el terreno es malo para los tulipanes! Y además, Rosa, Rosa que no estará en Loevestein —murmuró ya en tono menor, dejando caer sobre el pecho la cabeza a la que tan poco había faltado para que cayera más abajo.
XIII
LO QUE OCURRÍA DURANTE ESE TIEMPO EN EL ALMA DE UN ESPECTADOR
Mientras Cornelius reflexionaba sobre su suerte, una carroza se había aproximado al patíbulo.
Aquella carroza era para el prisionero. Se le invitó a subir a ella; obedeció.
Su última mirada fue para la Buytenhoff. Esperaba ver en la ventana el rostro consolado de Rosa, pero la carroza estaba enganchada a buenos caballos que se llevaron enseguida a Van Baerle del seno de las aclamaciones que vociferaba aquella multitud en honor del muy magnánimo estatúder, con una cierta mezcla de invectivas dirigidas a los De Witt y a su ahijado salvado de la muerte.
Lo cual hacía decir a los espectadores:
—Ha sido una suerte que nos hayamos apresurado a hacer justicia con aquel gran criminal de Jean y el muy bribón de Corneille, pues de no haber obrado así, la clemencia de Su Alteza nos los hubiera quitado como acaba de quitarnos a ése.
Entre todos aquellos espectadores que la ejecución de Van Baerle había atraído a la Buytenhoff, y a los que el giro de los acontecimientos había contrariado un poco, el que más era, evidentemente, cierto burgués vestido adecuadamente y que, desde la mañana, había empleado tan bien los pies y las manos, que había llegado a no estar separado del patíbulo más que por la fila de soldados que rodeaban el instrumento de suplicio.