Read the book: «100 Clásicos de la Literatura», page 867

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La idea de asistir a un baile no habría entusiasmado tanto a Catherine como aquella breve excursión. Tenía grandes deseos de conocer Woodston, y su corazón palpitaba de alegría cuando, una hora más tarde, Henry, vestido ya para marcharse, entró en la habitación donde se hallaban las dos amigas.

—Vengo con ánimo moralizador, señoritas —dijo—. Quiero demostrarles que todo placer tiene un precio y que muchas veces los compramos en condiciones desventajosas, entregando una moneda de positiva felicidad a cambio de una letra que no siempre es aceptada más tarde. Prueba de ello es lo que me ocurre para lograr la satisfacción, por demás problemática, de verlas el miércoles próximo en Woodston, y digo problemática porque el tiempo, o cualquier otra causa, podría desbaratar nuestros planes. Por lo demás, me veo obligado a marcharme de aquí dos días antes de lo que pensaba.

—¿Marcharse? —preguntó Catherine con tono de desilusión—. ¿Por qué?

—¿Que por qué? ¿Cómo puede usted hacerme semejante pregunta? Pues porque no tengo tiempo que perder en volver loca a mi vieja ama de llaves para que les prepare a ustedes una comida digna de quienes han de comerla.

—Pero ¿habla usted en serio?

—En serio y apenado, porque, la verdad, preferiría quedarme.

—¿Y por qué se preocupa usted, después de lo que dijo el general? ¿Acaso no le manifestó claramente que no se molestara, que nos arreglaríamos con lo que hubiera en la casa?

Henry se limitó a sonreír.

—Por lo que a mí y a su hermana respecta —prosiguió Catherine—, creo completamente innecesario que se vaya. Usted lo sabe muy bien. En cuanto al general, ¿acaso no le dijo que no era necesario que se tomase molestias? Y aun cuando no lo hubiera dicho, creo que quien como él puede tiene a su disposición una mesa tan excelente en toda época del año, no sentirá comer medianamente por una vez.

—¡Ojalá sus razonamientos bastaran para convencerme! ¡Adiós! Como mañana es domingo no regresaré hasta después de verlas en Woodston.

Salió Henry, y como a Catherine le resultaba más fácil dudar de su propio criterio que del de él, pronto quedó convencida, a pesar de lo desagradable que le resultaba el que se hubiese marchado, de que el muchacho obraba justificadamente. Sin embargo, no pudo apartar de su mente la inexplicable conducta del general. Sin más ayuda que su propia observación había descubierto que el padre de sus amigos era muy exigente en cuanto a sus comidas se refería, pero lo que no acertaba a comprender era el empeño que ponía en decir una cosa y sentir lo contrario. ¿Cómo era posible entender a quien se comportaba de ese modo? Evidentemente, Henry era el único capaz de adivinar los motivos que impulsaban a su padre a obrar como lo hacía.

Todas las reflexiones la conducían al mismo triste convencimiento. Desde el sábado hasta el miércoles tendrían que arreglarse sin ver a Henry, y eso no era lo peor, sino que la carta del capitán Tilney podía llegar durante su ausencia. Además, cabía el temor de que el miércoles hiciera mal tiempo. Tanto el pasado como el presente y el porvenir se le antojaron igualmente lúgubres a la muchacha. Su hermano era desgraciado; ella sufría por la pérdida de la amistad de Isabella, y Eleanor por la ausencia de Henry. Necesitaba de algo que la distrajera. Sentía tedio del bosque, del jardín, del plantío y del orden perfecto que en ellos reinaba. La misma abadía no le producía ya más efecto que una casa cualquiera. La única emoción que podía provocar en ella cuanto la rodeaba era el recuerdo, doloroso por cierto, de las insensatas suposiciones que la habían llevado a comportarse de manera tan vergonzosa. ¡Qué revolución se había operado en sus gustos! Con lo mucho que había deseado vivir en una abadía, y ahora encontraba mayor placer en la idea de habitar una rectoría confortable como la de Fullerton, sólo que mejor aún. Fullerton adolecía de ciertos defectos que seguramente no tendría Woodston. Si al menos el miércoles llegara pronto... Y llegó a su debida hora y con un tiempo hermoso. Catherine era completamente feliz.

A las diez en punto, y en un coche tirado por cuatro caballos, salieron de la abadía, y, después de un agradable paseo de veinte millas aproximadamente, llegaron a Woodston, un pueblo grande, populoso y bastante bien situado. Catherine no se atrevía a expresar su admiración por aquel lugar delante del general, que no cesaba de disculpar lo vulgar del paisaje y la pequeñez del pueblo. La muchacha, en cambio, pensaba que era el lugar más bello que había visto en su vida. Con profundo placer observó las casas y las tiendas por delante de las que pasaban. Al otro extremo del pueblo, y un poco alejada de éste, se hallaba la rectoría, un edificio sólido y de construcción moderna cuya importancia aumentaba un segmento semicircular de avenida separada del camino por un portillo de madera pintado de verde. En la puerta de la casa hallaron a Henry, acompañado de un cachorro de Terranova y dos o tres terriers, compañeros de su soledad y tan dispuestos como su amo a darles la bienvenida.

La imaginación de Catherine se hallaba demasiado ocupada al entrar en la casa para poder expresar sus sentimientos con palabras, hasta tal punto que no reparó en el aspecto de la habitación en que se hallaban hasta que el general no le pidió su opinión sobre ella. Entonces sí bastó una sola mirada para convencerla de que jamás había visto estancia alguna tan confortable como aquélla. Sin embargo, no se atrevió a expresarse con absoluta franqueza, y la frialdad de su respuesta desconcertó al padre de Henry.

—Ya sabemos que no es una gran casa —dijo—. No admite comparación con Fullerton ni con Northanger. Al fin y al cabo, debemos considerarla como lo que es: una rectoría pequeña, pero decente y habitable. No es inferior a la mayor parte de estas viviendas. ¿Qué digo inferior? Creo que habrá pocas rectorías rurales que la superen. Desde luego, podrían introducirse mejoras. No pretendo sugerir otra cosa. Más aún, estaría dispuesto a realizar cualquier obra que fuera razonable; por ejemplo, colocar una ventana, y eso que no hay cosa que deteste más que una ventana colocada, como si dijéramos, a la fuerza...

Catherine no había seguido con suficiente atención el discurso del general para comprender su significado, ni sentirse aludida por él, y como quiera que Henry se apresuró a introducir nuevos temas de conversación, y su criado entró al poco tiempo con una bandeja de refrescos, acabó el general por recobrar su habitual complacencia antes de que la muchacha perdiera la serenidad por completo.

La estancia sujeta a discusión era de un tamaño bastante considerable; bien dispuesta y perfectamente amueblada, hacía las veces de comedor. Al abandonarla para dar un paseo por el jardín hubieron de pasar primero por una habitación utilizada por el amo de la casa, en la que aquel día reinaba, por casualidad, un orden perfecto, y luego por otra que en su día haría las veces de salón, y con cuyo aspecto, a pesar de no estar amueblada aún, a Catherine le pareció adecuado para satisfacer al propio general. Tratábase de una estancia de admirables proporciones, cuyas ventanas bajaban hasta el mismo sucio y permitían disfrutar de la hermosa vista de unos campos floridos. Con la sencillez que la caracterizaba, la muchacha preguntó:

—¿Por qué no arregla usted esta habitación, señor Tilney? ¡Qué lástima que no esté amueblada! Es la habitación más bonita que he visto jamás... La más bonita del mundo.

—Yo espero —dijo el general con una sonrisa de satisfacción— que antes de mucho estará arreglada. Sólo esperamos ponerla bajo la acertada dirección de una dama.

—Si yo viviese en esta casa, ésta sería mi habitación favorita. Miren qué preciosa casita se ve allá entre aquellos árboles. Parecen... Sí, son manzanos... ¡Qué belleza!

—¿De veras le agrada? —le preguntó el general—. No se hable más. —Se volvió hacia su hijo y agregó—: Henry, darás a Robinson la orden de que esa casa quede tal como está.

Aquella muestra de amabilidad sorprendió nuevamente a Catherine, que guardó silencio. En vano le rogó el general que expusiera su opinión en lo referente al papel y los cortinajes que convenían a aquella habitación. No le fue posible obtener una sola palabra. Contribuyeron, por fin, a restablecer la tranquilidad de ánimo de la muchacha, disipando el recuerdo de las embarazosas preguntas de su viejo amigo, la fresca brisa que corría en el jardín y la vista de un rincón de éste, sobre el cual había comenzado a actuar hacía año y medio el genio organizador de Henry. Catherine pensó que jamás había visto lugar de recreo más bello que aquél, en torno a un prado desnudo de árboles.

Un breve paseo por el campo y a través del pueblo, seguido de una visita a las cocheras para examinar las obras que estaban llevándose a cabo en ellas, y un rato de alegre expansión y jugueteo con los cachorros, que apenas podían sostenerse aún sobre las patas, entretuvieron el tiempo hasta las cuatro de la tarde. Catherine se asombró al saber la hora. A las cuatro debían comer, y a las seis, emprender el regreso. Nunca había visto transcurrir un día con mayor rapidez...

Ya sentados a la mesa, la muchacha observó, sorprendida, que la inesperada abundancia de platos no provocaba comentario alguno por parte del general. Lejos de ser así, el buen señor no dejaba de mirar hacia los trincheros, como en espera de encontrar alguna fuente de fiambres. Sus hijos, por el contrario, advirtieron que el padre comía con más apetito del acostumbrado en mesas que no fueran la suya, sorprendiéndoles también, y en mayor grado, la escasa importancia que concedió al hecho de quedar convertida la manteca, por imperdonable descuido de la servidumbre, en un líquido repugnante y aceitoso. A las seis en punto, y una vez que hubo terminado el general su café, subieron nuevamente al coche.

Los halagos y comentarios risueños con que en el transcurso de aquel día se vio obsequiada Catherine la convencieron de cuáles eran las pretensiones del general. Si hubiera podido tener la misma seguridad en cuanto a los deseos de Henry, habría abandonado Woodston sin dudar de que le esperaba un porvenir risueño y feliz.

27

A la mañana siguiente el cartero trajo para Catherine una inesperada misiva de Isabella, que rezaba así:

Bath. Abril.

Mi queridísima Catherine:

Con la mayor alegría recibí tus dos cariñosas cartas, y me disculpo por no haberlas contestado antes. Estoy realmente avergonzada de mi pereza a la hora de escribir, pero la vida en esta detestable población no deja tiempo para nada. Desde que te marchaste, casi todos los días he tenido en la mano la pluma para comunicarte mis noticias, pero alguna ocupación de escaso interés impidió siempre que cumpliera mi propósito. Te ruego que me escribas nuevamente y que dirijas tu carta a mi casa. Gracias a Dios, mañana abandonaremos este odioso lugar. Desde tu partida no he disfrutado nada en él; cuantas personas me interesaban, ya no están aquí. Creo, sin embargo, que si te viera no sentiría ciertas ausencias. Ya sabes que eres la amiga que más quiero.

Estoy bastante preocupada por lo que a tu hermano se refiere; figúrate que desde que marchó a Oxford no he tenido noticias suyas, y ello me hace temer que haya surgido entre nosotros algún malentendido. Tal vez tu intervención pueda solucionar este asunto. James es el único hombre a quien he querido, y necesito que lo convenzas de ello. Las modas primaverales han llegado ya, y los nuevos sombreros me parecen sencillamente ridículos. No quisiera hablarte de la familia de la que ahora eres huésped porque me resisto a incurrir en una falta de generosidad o hacerte pensar mal de personas a quienes estimas. Sólo deseo advertirte que son muy pocos los amigos de quienes podemos fiarnos y que los hombres suelen cambiar de opinión de un día para el siguiente. Tengo la satisfacción de manifestarte que cierto joven, por el que siento la más profunda aversión, ha tenido la feliz ocurrencia de ausentarse de Bath.

Por mis palabras adivinarás que me refiero al capitán Tilney, quien, como recordarás, se mostraba dispuesto, al marcharte tú, a seguirme e importunarme con sus atenciones.

Su insistencia creció con el tiempo, hasta el punto que se convirtió en mi sombra. Otras chicas tal vez se hubieran dejado engañar, pero yo conozco la volubilidad del sexo. El capitán se marchó hace dos días para unirse a su regimiento y confío en no verlo nunca más. Nunca he conocido hombre tan pretencioso como él, y desagradable por añadidura. Los dos últimos días de su estancia en Bath no se apartó ni por un instante del lado de Charlotte Davis. Y yo, lamentando tal demostración de mal gusto, no le hice caso alguno. La última vez que le encontré fue en la calle y me vi obligada a entrar en una tienda para evitar que me hablase. No quise mirarlo siquiera. Después lo vi entrar en el balneario, pero por nada del mundo habría consentido en seguirlo. ¡Qué distinto de tu hermano! Te suplico me des noticias de éste. Su conducta me tiene realmente preocupada. ¡Se mostró tan cambiado cuando nos separamos! Algo que ignoro, quizá una leve dolencia, quizá un catarro, lo tenía como entristecido. Yo le escribiría si no hubiera extraviado sus señas y si, como antes te decía, no temiese que hubiera interpretado equivocadamente mi actitud. Te ruego que le expliques todo lo ocurrido de manera que le satisfaga, y si aun después de hacerlo abriga alguna duda, unas líneas suyas o una visita a Pulteney Street, la próxima vez que se encuentre en la población, bastarán, imagino, para convencerlo. Hace mucho que no voy a los salones ni al teatro, salvo anoche, que me asomé, por breves instantes, con la familia Hodge, obligada por las chanzas de estos amigos y por el temor de que mi retraimiento se interpretara como una concesión a la ausencia de Tilney. Nos sentamos junto a los Mitchell, que se mostraron muy sorprendidos de verme.

No me extraña su perfidia, y hubo un tiempo en que les costaba trabajo saludarme. Ahora extreman las expresiones de su amistad, pero no soy tan tonta como para dejarme engañar. Además de tener, como sabes, bastante amor propio, Anne Mitchell llevaba un turbante parecido al que estrené para el concierto, pero no logró el mismo éxito que yo. Para que un tocado como ése siente bien, hace falta un rostro como el mío; por lo menos así me lo aseguró Tilney, quien añadió que yo era objeto de todas las miradas. Cierto que sus palabras no pueden influir en modo alguno en mi ánimo. Ahora visto siempre de color violeta. Sé que estoy horrorosa, pero es el color predilecto de tu hermano, y lo demás poco importa. No te demores, mi querida y dulce Catherine, en escribirnos a él y a mí, que soy, ahora y siempre...

Ni a persona tan confiada como Catherine era capaz de engañar tamaña sarta de palabras artificiosas. Las contradicciones y falsedades que de la carta se desprendían fueron advertidas por la muchacha, que se sintió avergonzada, no sólo por lo que a Isabella concernía, sino por aquel que hubiera podido enamorarse de ella. Encontraba tan repugnantes sus frases de afecto como inadmisibles sus disculpas e impertinentes sus pretensiones. ¿Escribirle a James? Jamás. Por ella, Isabella jamás volvería a tener noticias de su hermano.

Al regresar Henry a Woodston, Catherine le hizo saber, así como a Miss Tilney, que el capitán había escapado al peligro que lo amenazaba, y tras felicitarlos por ello, pasó a leerles, presa de profunda indignación, algunos pasajes de la carta. Una vez que hubo terminado la lectura, exclamó:

—Para mí, Isabella y la amistad que nos unía son agua pasada. Debe de creer que soy idiota, pues de lo contrario no se habría atrevido a escribirme estas cosas; pero no lo lamento, ya que me ha servido para conocer más a fondo su carácter. Ahora veo claramente cuáles eran sus intenciones. Es una coqueta incorregible, pero su estratagema no le ha servido conmigo. Estoy segura de que jamás ha sentido verdadero cariño por James ni por mí, y lo único que deploro es haberla tratado.

—Dentro de poco le parecerá imposible el haberla conocido —dijo Henry.

—Sólo hay una cosa que no acabo de comprender. Ahora veo que Isabella alimentó desde un principio ciertas pretensiones respecto al capitán, pero... ¿y éste? ¿Qué motivos pudieron impulsarlo a cortejarla con tal insistencia y a llevarla a romper sus relaciones con mi hermano si pensaba desistir de su propósito?

—No es difícil suponer cuáles fueron los motivos que indujeron a mi hermano a obrar como lo hizo. Frederick es tanto o más vanidoso que Miss Thorpe, y si no ha sufrido hasta ahora serios disgustos es gracias a su entereza de carácter. De todos modos, ya que los efectos de su conducta no lo justifican ante sus ojos, más vale que no tratemos de indagar las causas que la provocaron.

—Entonces ¿no cree usted que sintió cariño por Isabella?

—Estoy convencido de que ni por un instante pensó en ella seriamente.

—¿Lo hizo movido únicamente por un deseo de molestar, de hacer daño?

Henry asintió lentamente.

—Pues entonces confieso que su conducta me resulta doblemente antipática —dijo Catherine—. Sí; a pesar de que con ella resultamos favorecidos todos, no puedo disculparlo. Menos mal que el daño que ha causado no es irreparable. Pero supongamos que Isabella hubiera sido capaz de sentir verdadero amor por él, supongamos que se hallara verdaderamente interesada...

—Es que suponer a Isabella capaz de sentir afectos profundos es suponer que se trata de una criatura distinta a la que en realidad es, en cuyo caso su conducta habría merecido otros resultados.

—Es natural que usted defienda a su hermano.

—Si usted hiciera lo propio con el suyo no le preocuparía el desengaño que pueda sufrir Miss Thorpe. Lo que ocurre es que tiene usted la mente obstruida por un sentimiento innato de justicia y de integridad que impide que la dominen los naturales impulsos de su cariño fraternal y un lógico deseo de venganza.

Tales cumplidos acabaron de disipar los amargos pensamientos que embargaban el ánimo de Catherine. Le resultaba difícil culpar a Frederick mientras Henry se mostraba tan amable con ella, y decidió no contestar la carta de Isabella ni volver a pensar en su contenido.

28

Pocos días más tarde el general se vio obligado a marchar a Londres. Su ausencia duraría una semana aproximadamente, pero a pesar de ello salió de Northanger lamentándose de que una urgente necesidad lo privase de la grata compañía de Miss Morland y recomendando a sus hijos que procuraran por todos los medios cuidarla y distraerla. La marcha de Mr. Tilney hizo pensar por primera vez a Catherine que en ciertas ocasiones una pérdida puede resultar una ganancia. Desde el momento en que quedaron solos los tres amigos se consideraron felices: podían entretenerse en lo que prefiriesen, reír sin tapujos, comer con tranquilidad y en absoluta confianza, pasear por donde y cuando les apeteciese. En una palabra: podían disponer libremente de su tiempo, sus placeres y hasta de sus fatigas y cansancio. Tales hechos hicieron ver a la muchacha cuan absorbente y completa era la influencia que sobre todos ellos ejercía el general y lo mucho que les convenía quedar libres de ella por un tiempo.

Tanta confianza y bienestar la llevaron a sentir cada día mayor cariño por el lugar aquél y por las personas que la rodeaban, hasta el punto de que le hubiera parecido perfectamente dichoso cada minuto de cada uno de los días que transcurrían veloces si el temor de verse obligada a alejarse en breve plazo de Northanger no hubiesen mermado en parte su felicidad. Desgraciadamente, iba a cumplirse la cuarta semana de su permanencia en aquella casa. Antes de que regresara el general habría transcurrido ya, y prolongar por más tiempo la estancia podía interpretarse como un abuso de confianza. La idea era dolorosa, en verdad, y para librarse cuanto antes de tal preocupación, Catherine resolvió hablar de ello con Eleanor, proponiendo la marcha, y deduciendo luego de la actitud y contestación de su amiga la decisión que convenía adoptar. Convencida de que si lo demoraba mucho tiempo le resultaría más difícil tratar la cuestión, aprovechó la primera ocasión que tuvo de hablar a solas con Eleanor para plantear el asunto, anunciando su decisión de regresar a su casa. Eleanor se mostró sorprendida e inquieta; contestó que había esperado que la visita se prolongara mucho más; hasta se había permitido creer —sin duda porque tal era su deseo— que la estancia de Catherine en Northanger habría de ser muy larga, y añadió que si Mr. y Mrs. Morland supieran el placer que a todos proporcionaba la presencia de la muchacha en aquella casa, seguramente tendrían la generosidad de permitirle que demorase la vuelta.

Catherine se apresuró a rectificar:

—No es eso. Si yo me encuentro bien, mis padres no tienen prisa alguna...

—Entonces, si me permites insistir —dijo Eleanor, tuteándola— ¿por qué quieres marcharte?

—Porque ya llevo mucho tiempo en esta casa, y...

—¡Ah! Entonces, si es que los días se te hacen muy largos, no insistiré.

—De ningún modo... No es eso... Sabes que encantada me quedaría otro mes.

En aquel mismo instante quedó decidido que no se marcharía, y, al desaparecer uno de los motivos del malestar de Catherine, se alivió considerablemente el peso de su otra preocupación. La bondad y la solicitud mostradas por Eleanor al rogarle que permaneciera más tiempo entre ellos, y la satisfacción que mostró Henry al saber que había resuelto quedarse, sirvieron para que Catherine supiese lo mucho que la apreciaban. Ello contribuyó a borrar de su ánimo todo pesar que no fuera esa leve y perenne inquietud que todos los humanos procuramos sostener y alimentar como elemento indispensable de nuestra existencia. Catherine llegó a creer en ocasiones que Henry la quería, y en todo momento que la hermana y el padre del joven verían con gusto el que formase parte de la familia. Tales suposiciones acabaron por convertir sus otras inquietudes en pequeñas e insignificantes molestias del espíritu.

A Henry no le fue posible obedecer las instrucciones de su padre, quedándose en Northanger y atendiendo a las señoras todo el tiempo que duró la ausencia del general, pues un compromiso adquirido previamente lo obligó a marchar a Woodston el sábado y permanecer allí un par de noches. El viaje del muchacho en aquella ocasión no revistió, sin embargo, tanta importancia como la vez anterior. Menguó, sí, la alegría de las muchachas, pero no destrozó su tranquilidad, y tan a gusto se hallaban ambas ocupadas en las mismas labores y disfrutando de los encantos de una amistad que se hacía cada vez más íntima, que la noche de la marcha de Henry no abandonaron el comedor hasta después de dar las once, hora inaudita de acostarse dadas las costumbres que se observaban en la abadía. Acababan de llegar al pie de la escalera cuando, a juzgar por lo que permitían oír los sólidos muros del edificio, advirtieron que un coche se detenía a la puerta, y acto seguido el sonido de la campanilla confirmó sus sospechas. Una vez repuestas de la primera sorpresa, a Eleanor se le ocurrió que debía tratarse de su hermano mayor, que solía presentarse inesperadamente, y segura de que así era, salió a recibirlo, en tanto Catherine seguía en dirección a su cuarto, resignándose a la idea de reanudar su relación con el capitán Tilney y pensando que, por desagradable que fuera la impresión que la conducta de éste le había producido, las circunstancias en que lo vería harían menos doloroso aquel encuentro. Era de esperar que el capitán no nombrara a Miss Thorpe, cosa muy probable dado que debía de sentirse avergonzado del papel que en todo aquel asunto había representado. Después de todo, y mientras se evitara hablar de lo ocurrido en Bath, ella debía mostrarse amable con él.

Pasó bastante tiempo en estas consideraciones. Por lo visto, Eleanor estaba tan encantada de ver a su hermano y de cambiar impresiones con él que había transcurrido cerca de media hora desde su llegada a la casa y la joven no llevaba trazas de subir en busca de su amiga.

En aquel momento, Catherine, creyendo oír ruido de pasos en la galería, se detuvo a escuchar; pero todo permanecía en silencio. Apenas hubo acabado de convencerse de que se trataba de un error, un sonido próximo a su puerta la sobresaltó. Pareció que alguien llamaba, y un instante más tarde un movimiento del pomo demostró que alguna mano se apoyaba en éste. Catherine tembló ante la idea de que alguien intentase entrar en su habitación, pero decidida a no dejarse llevar una vez más por las alarmantes suposiciones de su exaltada imaginación, se adelantó y abrió la puerta. Eleanor, y sólo Eleanor, se hallaba detrás de ésta. Catherine, sin embargo, disfrutó muy breves instantes de la tranquilidad que la visión de su amiga le produjo. Eleanor estaba pálida y sus modales revelaban una profunda agitación. A pesar de su evidente intención de entrar en el dormitorio, parecía que le costase trabajo moverse y, una vez dentro, explicarse. Catherine supuso que tal actitud obedecía a una preocupación originada por el capitán Tilney, trató de expresar silenciosamente su interés, obligando a su amiga a sentarse, frotándole las sienes con agua de lavanda y manifestándole tierna solicitud.

—Mi querida Catherine, tú no puedes..., no debes... —balbuceó Eleanor. Tras una breve pausa, añadió—: Yo estoy bien, y tu bondad me destroza el corazón... No puedo soportarla... Me veo obligada a desempeñar una misión...

—¿Una misión?

—¿Cómo haré para decírtelo? ¿Cómo haré...?

Una idea terrible asaltó a Catherine, que volviéndose hacia su amiga, exclamó:

—¿Es quizá un recado de Woodston?

—No, no se trata de eso —repuso Eleanor, mirando compasivamente a su amiga—. El recado que debo darte no procede de Woodston, sino de aquí mismo. Es mi padre en persona quien me ha hablado.

Eleanor entornó los ojos. El inesperado regreso del general bastaba para deprimir a Catherine, y por espacio de unos segundos no supuso que le quedaba algo peor que oír.

—Eres demasiado bondadosa para que el papel que me veo forzada a representar te haga pensar mal de mí —prosiguió Eleanor—. No sabes lo mucho que lamento cumplir con lo que se me ha pedido. Después de que, con tanta alegría y agradecimiento por mi parte, hubiésemos convenido que te quedarías entre nosotros muchas semanas más, me veo obligada a manifestarte que no nos es posible aceptar tal prueba de bondad y que la felicidad que tu compañía nos proporcionaba se ve trocada en... pero no, mis palabras no bastarían a explicar... Mi querida Catherine, es preciso separarnos. Mi padre ha recordado un compromiso que nos obliga a todos a partir de aquí el lunes próximo. Vamos a pasar quince días en la casa de lord Longtown, cerca de Hereford. Las disculpas y las explicaciones resultan igualmente inútiles. Por mi parte, no me atrevo a ofrecerte ni lo uno ni lo otro.

—Mi querida Eleanor —dijo Catherine tratando de disimular sus sentimientos—. No te sientas tan apenada, te lo ruego. Un compromiso previo deshace todos los que posteriormente se contraen. Lamento mucho tener que marcharme de modo tan repentino, pero te aseguro que vuestra decisión no me molesta. Volveré a visitarte en otra ocasión, o quizá tú podrías pasar una temporada en mi casa. ¿Quieres venir a Fullerton cuando regreséis de casa de ese señor?

—Me será imposible, Catherine.

—Bien, cuando puedas entonces.

Eleanor no replicó, y la muchacha, dominada por otros sentimientos, añadió:

—¿El lunes? ¡Tan pronto! Bien, seguramente tendré tiempo para despedirme, pues podemos salir todos juntos; por mí no te preocupes, Eleanor, me conviene perfectamente salir el lunes. No importa que mis padres no lo sepan. El general permitirá, sin duda alguna, que un criado me acompañe la mitad del trayecto, hasta cerca de Salisbury; una vez allí, estoy a nueve millas de casa.

—¡Ay, Catherine!, si así se hubiera dispuesto mi situación sería menos intolerable. Brindándote tan elementales atenciones no habríamos hecho más que corresponder a tu afecto. Pero... ¿Cómo decirte que está decidido que salgas de aquí mañana mismo, sin darte siquiera ocasión de elegir la hora de partida? Mañana a las siete vendrá a recogerte un coche, y ninguno de nuestros criados te acompañara.

Catherine, atónita y sobresaltada, no halló palabras para contestar.

—Al principio me resistí a creerlo —prosiguió su amiga—. Te aseguro que por profundos que sean el disgusto y el resentimiento que puedas experimentar en estos momentos no superarán a los que yo... Pero, no, no puedo expresar lo que siento. ¡Si al menos estuviese en condiciones de sugerir algo que atenuara...! ¡Dios mío!, ¿qué dirán tus padres? ¡Echarte así de la casa, sin ofrecerte las consideraciones a que obliga la más elemental cortesía! ¡Y esto después de haberte separado de tus buenos amigos los Allen, de haberte traído tan lejos de tu casa! ¡Querida Catherine! Al ser portadora de semejante noticia me siento cómplice de la ofensa que ésta entraña; sin embargo, espero que sepas perdonarme, tú, que has permanecido en nuestra casa el tiempo suficiente para darte cuenta de que yo gozo de fina autoridad puramente nominal y que no tengo influencia alguna.

—¿Acaso he ofendido en algo al general?.—preguntó Catherine con voz temblorosa.

—Por desgracia para mis sentimientos de hija, todo cuanto puedo decirte es que no has dado motivo alguno que justifique esta decisión. En efecto, jamás he visto a mi padre más disgustado. Su carácter es difícil de por sí, pero algo ha debido de ocurrir para que se haya enfadado tanto. Algún desengaño, algún disgusto al que quizá ha concedido exagerada importancia, pero ajenos completamente a ti. ¿Cómo es posible que te trate así?

A duras penas, y sólo por tranquilizar a su amiga, Catherine logró decir:

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Volume:
5250 p.
ISBN:
9782378079987
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