No miraré su rostro

Text
Read preview
Mark as finished
How to read the book after purchase
Font:Smaller АаLarger Aa

10

Las mujeres no comprendían, pero se persignaron. ¡Mil días de indulgencia! ¿Es harto o es poquito? No sabían, sonaba a bastante. El almanaque del más allá manejaba otra dimensión. Nada de cuentas con el Bristol, un día de indulgencia es un misterio. La misa de Velación de la Dolorosa avanzaba y el clérigo predicaba que los verdaderos cristianos prestarían ayuda a los taponadores del río, pues lo que hacían beneficiaría al barrio.

Mientras las palabras revoloteaban en la capilla repleta de parroquianos, el abuelo Horacio yacía hundido en la zanja. En mitad del esfuerzo, dejó al cura y a Lenin fundidos en un solo dogma para dar paso a la imagen de su hijo tendido en la cama del hospital. Apareció también, como un estorbo, la llamarada de aquella tarde lluviosa. Un tropel de pensamientos lo quemaba mientras su cuerpo, cada vez más aterido en el lodazal, resollaba con dificultad junto al de sus compañeros. Iba y venía por aquel camino tortuoso repasando su vida. Pensaba que el cura era el todopoderoso del barrio, lo que equivalía a una ofensa a la razón. Le parecía oír a Mardoqueo cuando decía que cuatro décadas de repeticiones habían terminado por domesticar a los villajavieranos, hasta inducirlos a aceptar como natural algo tan postizo como el rezo diario y tanto mandamiento inútil. En el barrio estaba prohibido fumar, beber, jugar cartas, dados, parqués, inclusive bailar cogidos. El noviazgo entre un obrero y una marucha solo era posible luego de superar todas las pruebas establecidas por el cura, empezando por el meticuloso estudio de la hoja de vida pasada, presente y futura del pretendiente, para comprobar si su más grande deseo era convertirse en un santo varón. Solo entonces el cura autorizaba una visita mensual en el patio del edificio, a la vista de todos, pero el aspirante no podía acercársele a la marucha sino hasta después de haber recibido la bendición en misa solemne. El cura ejercía un férreo control hasta de la única tienda del barrio ubicada en el edificio del Círculo donde también funcionaba la salacuna, la escuela, la Caja de Ahorros, los dormitorios de las maruchas, el teatro de las comedias, la capilla, la sacristía y la casa cural. El jesuita español nunca simpatizó con el cine, ese demonio recién inventado que, decía él, amenazaba la moral cristiana y las buenas costumbres. Había cosas que el hombre no debía inventar. Prefería las comedias, sobre todo las españolas, tan recatadas y humorísticas, decía. Mardoqueo criticaba al cura. Decía que era tan anticuado que no perdía oportunidad para hablar contra las ideas liberales. Le reconocía la capacidad de persistencia con la cual había embaucado a las damas más prestantes de la alta alcurnia bogotana para instaurar los comedores infantiles y la alfabetización para los obreros, quienes, entre letra y letra, recibían su dosis de catequización. Que la Caja de Ahorros había sido concebida por Villafarde para administrarle a los obreros su dinero que lo malgastaban en licor y en juegos. Los analfabetos no saben manejar su plata, se enloquecen, afirmaba el cura. De esta forma consolidó las finanzas del Círculo de Obreros. Su palabra debía cumplirse en forma inmediata y sin discusión, como en el ejército. Esos apetitos castrenses se remitían a su juventud, cuando empezó a desarrollar esa propensión a uniformar a las personas, tal como lo había hecho con las maruchas y los niños de la escuela del Círculo, a quienes hacía formar en pequeñas falanges para entrar y salir de clases. Aunque en los últimos años tuvo que modificar su proyecto de Villa Javier como el Barrio de Dios, para amortiguar las deudas que el Círculo había contraído. Fue un golpe mortal haber tenido que quitar la reja, límite y a la vez protección para su rebaño. No pudo resignarse al hecho inevitable de tener que vender las casas para pagar la deuda pendiente con la Caja. Ambas variantes eran definitivas para que “La ciudad de Dios en Bogotá”, el sueño preciado que justificaba su existencia en este mundo, su venida de España, la verdadera huella de su paso por la Tierra, sufriera los mordiscos de la modernidad, es decir, del capitalismo que era otra cara del ateísmo. La Caja era una de sus creaciones y no podía permitir su liquidación. Vender las casas era la única solución. Necesitaba dinero para capitalizarla. Los ricachos de Bogotá se habían cansado de aportar a ese barril sin fondo. Puso en un platillo su sueño de barrio obrero como paraíso terrenal en Bogotá, y en el otro, la Caja de Ahorros, el dinero. La balanza se inclinó hacia las finanzas, arrebatándole la más bella ilusión de su vida, como se lo confesó a su amigo Enrique Acosta en una dolorosa carta escrita en el refectorio poco antes de morir. El crecimiento de Villa Javier fue su fracaso.

El abuelo Horacio no supo cuánto tiempo transcurrió envuelto en esa mezcla de elucubraciones y recuerdos, porque el frío lo agotó en una hilaridad callada. Añoraba la arboleda, volvía a sentir ese deseo de abrazarse a un árbol. A su árbol, cuyas raíces hundidas en la tierra le imprimían la forma de extremidad paquidérmica.

Los más pudientes llegaron con comida ante la señorita Anamaría. Otros, hombres jóvenes llenos de vida, acudieron con sus propias palas dispuestos a ayudar. Inclusive el capitán Sepúlveda, al mando de la tropa, envió a cinco soldados como refuerzo. La señorita Anamaría le pidió a Honorio Casallas que les prestara a Icononzo, su empleado, el mismo que había estado al comienzo del taponamiento, para que los guiara. Y así, ya tarde en la tarde, se trasladaron hacia el río bajo la luz de varias lámparas de petróleo.

Allí estaban, dormidos entre el lodo. Parecían lagartos echados en un foso, no se movían. Tal era el cuadro cuando llegó el grupo de jóvenes con sus palas al hombro, las tres maruchas con los portacomidas, y el piquete de soldados.

La neblina invasiva y el frío lacerante hundían sus garras en la tierra. En el primer golpe de vista no los distinguieron. ¿Dónde estarán?, se preguntaron, pero no alcanzaron a formular el interrogante de nuevo porque un soldado sospechó su presencia en ciertas formas pompéyicas del barrizal, a la luz parpadeante de las coleman. Las maruchas no pudieron controlar un grito y poco faltó para que dejaran caer los portacomidas.

¡Oh, Dios! ¿Qué les ha sucedido?

Miraban y no creían. No se explicaban por qué estaban tirados en la zanja, cubiertos de lodo, quietos, sin ninguna herramienta y con una sonriente máscara de barro.

¡Pronto, hay que sacarlos!, gritó una marucha, y su voz impulsó a los de las palas, que las dejaron en el suelo y se aprestaron al rescate junto con los reclutas.

11

Oculto en la esquina como un ladrón, Benjamín aguardó a que la calle estuviera solitaria para acercarse hasta la puerta azul. Con timidez soltó dos, tres golpecitos. Aurora, que sentada en el borde de la cama tejía una servilleta, detuvo la puntada y dirigió la mirada fuera de la habitación, atisbando en el aire del patio. ¿Será imaginación mía? Pero cuando quiso continuar con el tejido los golpes se repitieron apremiantes. Dejó la tarea sobre la mesita y salió, bajo la rendija de la puerta asomaba una sombra. ¿Quién es? ¡Ya voy, un momento! ¿Cuál es el afán?

Benjamín sintió deseos de salir corriendo, aún podría hacerlo antes de pasar la vergüenza que lo esperaba. Pero se resistió a huir animado por la imagen de Briceida que lo llamaba como un poderoso sortilegio y continuó adelante con su propósito. Sintió que algo en su interior se agigantaba. La puerta se abrió. Tragó saliva al oír que le reprochaban el afán. Entonces tartajeó un saludo: Sumercé, vengo a pedirle un favorcito… Debe ser muy urgente por lo que parece, respondió ella. Sí, es algo muy confidencial y no sé..., me da mucha pena. Deje la pena a un lado y hable de una vez, estoy ocupada… No sé cómo empezar... Mire, Benjamín, vaya dese una vuelta por ahí y cuando vea clara la confusión que tiene, vuelve… No, tiene que ser ahora porque es una emergencia y sumercé es la única que puede ayudarme. ¿La única?, preguntó ella entre desconfiada y curiosa. Sí, lo he meditado mucho y antes de que se me engarrote la pensadera debo hacerlo. A ver, a ver, ¿hacer qué?, si va a decir algo dígalo de una vez, tengo mucho qué hacer para estar con acertijos.

El momento más difícil fue cuando tuvo que confesarse a sí mismo, mientras se lo confesaba a ella, la verdad de su doble debilidad: estaba enamorado de Briceida y no tenía palabras para decírselo. Quería confesarlo por medio de una carta, pero..., aquí fue cuando Benjamín tuvo que vérselas en serio porque la garganta se le negó y escaseo la saliva. Al fin, después de que ella le ofreciera un vaso de agua, farfulló su gran verdad con la cabeza gacha: no sé escribir…, ni leer. Comprobó en el mismo momento de decirlo que, tanto Briceida como las palabras, le eran necesarias para vivir.

Ella lo miró sorprendida. Tendrá que aprender y cuanto antes mejor, le dijo. Nunca había sentido esta necesidad, le confesó Benjamín, avergonzado. Inscríbase en el programa del Círculo, es gratuito. Seguiré su consejo, pero esta es una emergencia: le pido el favor de que la escriba sumercé. ¿Qué dice?, ¡cómo se le ocurre, si usted es el que sabe lo que siente! Yo le voy dictando. ¿Estoy oyendo bien? Por lo que más quiera, ayúdeme. Ella movía la cabeza, negándose. Briceida se dará cuenta por la letra, argumentó. Eso no importa, cuando ella lea lo que yo le digo la letra será lo de menos.

Ella pensó que en esto último podía tener razón, pero algo se le resistía y arreció sus razones: ¿Por qué no le habla? ¿Qué necesidad tiene de que sea a través de una carta? Benjamín se aferró: no me siento capacitado para hablarle, las palabras se me enredan en la garganta y además usted sabe lo difícil que es hablar estas cosas a solas, aquí, en Villa Javier. Una última posibilidad se jugó ella: estoy segura de que si le habla lo entenderá. No, qué vergüenza, por escrito es más elegante y puedo decírselo casi todo… No esté tan seguro de eso, las palabras muchas veces son esquivas y dicen cosas diferentes a lo que queremos expresar.

 

Palabra más, palabra menos, ella terminó sacando el plumero, el frasco de tinta azul, una hoja de papel y el secante, se sentó en la mesa del comedor y copió, con su delicada letra palmer, lo que Benjamín le dictaba, pero exigió que le dijera a Briceida la verdad, incluido el pedido que le ha hecho de que escribiera la carta. Fue un momento muy difícil para Benjamín, pero no le quedó otro camino que aceptar.

Al terminar, Aurora pasó el cartón secante sobre las palabras aún húmedas, tapó el tintero y antes de doblar la hoja le dijo a Benjamín que la iba a leer en voz alta por si acaso algo había quedado mal. No, dejémosla así, seguro que está muy bien, dijo él, cautivo ya del afán. Usted verá, pero al menos aguarde a que la doble y la ponga en un sobre. Benjamín se la arrebató y salió de prisa. Dios la bendiga por siempre, sumercé, muchas gracias, algún día se lo pagaremos. No alcanzó a terminar la frase porque tropezó y poco faltó para caer de bruces en el corredor. Iba tan cargado de entusiasmo que las cosas a su paso se hacían móviles. Aurora alcanzó a gritarle que dejara la puerta así, que ella la cerraba.

12

Repicaban las campanas cuando el abuelo y los demás taponadores llegaron al barrio dando tumbos. Intentaban caminar erguidos pero no podían. Se golpeaban contra las paredes, tropezaban, caían al suelo, se levantaban y volvían a caerse. Su risa era incontrolable y balbuceaban un sartal de incoherencias. Los niños sintieron temor, pero al descubrirlos borrachos disfrutaron de lo lindo con sus torpezas. Al oír la chacota, Eugenia dejó el sonajero con que entretenía al niño y atravesó el corredor a paso ligero, abrió la puerta y se asomó. Al distinguir al abuelo tirado en mitad de la calle, corrió a avisarle a Aurora que se encontraba deshollejando las papas del almuerzo. Ahí está tu suegro tirado en la calle. ¿Qué dice? Dejó el cuchillo sobre el poyo, se limpió las manos en el delantal y salió a paso ligero echándose bendiciones.

Al verla, el abuelo parpadeó como si un chispazo de lucidez luchara en su cerebro contra los efectos del alcohol. ¡Qué vergüenza!, le dijo, vamos para la casa. Al tomarlo del brazo para ayudarlo comprobó que no hay fardo más pesado que un borracho. Entre las dos hermanas lo llevaron a rastras, seguidos por los niños. Estando en el umbral de la puerta, apareció en la esquina el sacerdote con su larga sotana negra y su cabello blanco, acompañado de la señorita María Casas que vestía su traje azul a dos piezas, ella, su consejera y maestra de siempre, la misma que veinte años atrás la enroló en la Legión de las Marías y le enseñó las normas de urbanidad y comportamiento y la había alertado contra la chabacanería y las costumbres vulgares, contra los excesos de los hombres quienes, no solo no sabían hablar con delicadeza a las mujeres, sino que eran pendencieros y patanes, y les gustaba la política mezclada con licor y la vida licenciosa… Aurora quiso desaparecer, empujar al abuelo de un solo empellón al interior de la casa para que ni el cura ni su maestra lo vieran. Pero no pudo evitar que su suegro se fuera de lado y cayera de nuevo al suelo como un bulto de papas. El cura y la consejera abrieron tamaños ojos y taladraron a Aurora con la mirada, mezcla de desprecio y reproche. El clérigo se echó la bendición (la consejera lo imitó) y sin decir palabra siguieron de largo hacia el corrillo, le gritaron a los niños que fueran a sus casas de inmediato y a esas palabras imperativas el cura sumó una carga de bendiciones para empujarlos, como si de aquellos cortes de aire al filo de la mano salieran dardos disparados hacia los traseros de los niños que se alejaron, pero no entraron en las casas sino que se quedaron observando, entre risas, cómo el cura y su dama de compañía daban media vuelta y se marchaban llevando el compás, como si fueran muñecos de cuerda.

Un rato después, arropado en su cama de tijera y sin alientos para sostener la taza de leche caliente con miel que le ofrecía Aurora, se sintió tan agobiado por sus pensamientos, que no prestó atención a las recriminaciones y recibió las cucharadas de la bebida hasta quedar dormido.

¡Si hubiéramos tenido una de estas!, dijo Severiano Albornoz, a la vez que levantaba la botella de cerveza como un trofeo. Era el sábado siguiente, en la tienda de Mercedes. Si te caíste con la garganta seca, ¿cómo hubiera sido jartando?, se burló Benedicto Moreno, desde un taburete de madera sin pulir. Los demás rieron. Yo me hubiera contentado con una taza de agua de panela caliente, dijo Emiliano Montoya, recargado en el marco de la puerta. ¡Ah, yo si no!, hubiera preferido un trago doble de aguardiente, protestó Horacio, sentado en un bulto de papa tocarreña. Acomodados en otros bultos estaban: Eurípides Rivera, en el de la papa pastusa; Eudoro Hincapié en uno de yuca; Rogelio Tarazona sobre uno de arracacha; y Filiberto Ramírez, llegado a última hora, en el de maíz.

Celebraban en aquella tienda del Camino viejo de San Cristóbal, alejados de la vigilancia del cura y porque en Villa Javier no se conseguía licor. Así daban vida a la que sería después su tertulia semanal. Entre cerveza y cerveza recordaban y volvían a recordar, no solo su propia tozudez de taponar el brazo del río, sino también esa jornada de terror del 9 de Abril. La mayoría de ellos eran conservadores, pero coincidían con el abuelo en condenar el crimen de Gaitán. Entraban en contradicción cuando tocaban los acontecimientos anteriores al asesinato, pues Horacio era un aguerrido contradictor del gobierno de Ospina Pérez y le parecían monstruosas las propuestas de Laureano Gómez. Pero la amistad primaba y aunque muchas veces se caldeaban los ánimos, terminaban estrechando las manos y brindando por la salud de cada uno.

Aquel sábado de juerga el tema de Horacio fue otro. La primera vez que aquellos asuntos lo impactaron fue charlando con Mardoqueo, y después, tiritando entre el lodo de la zanja, bajo una extraña fiebre, quizás parecida a la que le había ocasionado el tifus a Teodobaldo. Dejó correr sus dudas: Ustedes qué dicen, ¿Villafarde pregonó el socialismo como lo hizo Lenin? Los miró queriendo extraerles una respuesta, saber si entre los dos pregoneros sociales solo existía una diferencia de método. Mardoqueo había dicho que tanto el clérigo español como el bolchevique ruso eran dos soñadores que perseguían un paraíso para los obreros. Eso dijo y si lo habían olvidado, allí estaba el abuelo para recordárselo. La tarde no alcanzó para semejante conversación, ni las cervezas tampoco, ni el aguardiente, ni las palabras. Tertuliarían allí el último sábado de cada mes, hasta cuando aburridos de viejos decidieran marcharse a otra galaxia.

13

Villa Javier en pie de guerra, no por la muerte de Gaitán, sino por la invasión de pulgas, piojos y ratas. A enfrentar ese peligro dedicaban sus esfuerzos las maruchas y los socios del Círculo de Obreros. Briceida pidió que encendieran otra cerilla y otra más, hasta que la cajita de fósforos El Rey quedó vacía. Fue Benjamín quien esta vez sí se apuntó un triunfo al llegar con tres antorchas hechas de trapos empapados en petróleo y las clavó en la plazoleta. Briceida sonrió y le dijo, “Que buena idea”. Benjamín aprovechó para alargarle, entre sombras y resplandores, la temblorosa carta. Briceida la recibió inocente, pero cuando la tuvo entre los dedos y sospechó una lumbre extraña en la antorcha, no supo qué hacer y quiso devolvérsela. Benjamín, sacando alientos de entre las sombras, le susurró: “Léala, la estaré esperando”. Los ojos de los dos se cruzaron un instante entre los vaivenes de las llamas y se alcanzaron a adivinar sus propios fuegos. Con mano trémula, Briceida la deslizó en el bolsillo de su delantal.

Poco antes de medianoche, Briceida tomó la vela de la repisa al pie de la escalera y subió a su dormitorio. Al llegar al descansillo sintió las piernas pesadas y por primera vez en las últimas veinticuatro horas tuvo consciencia de su agotamiento. Entró a la habitación procurando no despertar a las cuatro maruchas compañeras de cuarto. Antes de acostarse se retuvo a sí misma unos instantes frente a la ventana, con sus bocanadas de aire frío, y miró hacia la plazoleta a medio iluminar por las tres antorchas agonizantes. Puso la vela sobre su mesita y se dejó caer en la cama. No había sacado ni tres botones de los ojales, cuando una dicha inesperada la incitó a quedarse quieta, sin quitarse el delantal ni las alpargatas. Se sintió liviana, a punto de volar. No supo cuánto tiempo permaneció así hasta que, tiritando de frío, despertó y cuando se metía entre las cobijas palpó en el bolsillo el bultito que por un instante no reconoció. Cuando su memoria le trajo la carta de Benjamín, toda la calma lograda se esfumó y en su lugar arremetió una temblorosa ansiedad. Quiso leerla pero sin ese atafago que le resecaba los labios. Los rasguños de un temor a no sabía qué, la hicieron dudar. Quizá fuese mejor romper el papelito sin leerlo y dejar los sueños intactos. La voz de Benjamín sonaba en sus oídos como una dulce y desafiante tentación. Sabía que le gustaba a él y, bueno, ella no le era indiferente. Para qué echarse mentiras. Esa forma de mirarla, los ojos puestos en su cuerpo, absorto, y ella con ganas de decirle que no la mirara así porque los demás se darían cuenta y qué pena... Por momentos creyó que lo mejor era no hacer caso a las incitaciones. Ella era una marucha comprometida con Dios y con la comunidad, se debía a los niños de Villa Javier y a la Caja Social de Ahorros. Mientras cavilaba sentada en su cama con el vestido a medio desabotonar, la llama chisporroteó y empezó a extinguirse. Un impulso por aprovechar la última luz se apoderó de ella. Temblorosas las manos, desdobló la esquela. A medida que la llama sucumbía, ella se acercaba más a la moribunda luz para avanzar en los renglones. Alcanzó a leer la última palabra justo antes de que la vela se extinguiera y la noche adquiriera una forma de la ceguera.

You have finished the free preview. Would you like to read more?

Other books by this author