No miraré su rostro

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4

Y por aquel espejo viajó la memoria aún más atrás… Una semana antes del “Gran crimen”, punto de quiebre de la desgracia nacional, lo recluyeron en el Hospital San José, junto a la Plaza de mercado España. No lo dejaban ver ni siquiera de su esposa. No es conveniente, mi señora, y menos con ese niño de brazos. Las tías Eugenia y Elena, maruchas, como llamaban a las mujeres que militaban en la Legión de las Marías, se turnaban para acompañarla, llevarle comida y ayudar en los oficios de la casa. Antes y después de cada alimento rezaban con devoción, se lavaban las manos a cada rato y le esculcaban la cabeza al niño con obsesiva meticulosidad, aterrorizadas de que pudieran encontrar un piojo enredado en su cabello reciente. Horacio, el padre de Teodobaldo, dormía en la sala en un catre de lona, de esos de tijera llamados de campaña.

Dejemos de hablar y actuemos, vean cómo está Teodobaldo por el tifo. Hay que desviar el Fucha, el maldito bicho llegó por el río, ¿por dónde más? Vamos a alejarlo del barrio. Lo llamaron “caño” y le juraron la guerra. Horacio se opuso, pero no pudo detenerlos. Hicieron a un lado su lógica. No querían ver el río tan cerca. Horacio llevaba puesta la gorra gris que tanto le gustaba y que tanta confrontación suscitó con el cura. ¡Quítese eso de la cabeza!, recordó el grito del clérigo cinco años atrás, furioso, en plena reunión del Círculo de Obreros. ¡A Villa Javier no entrará nunca ese diablo de Lenin!

¿Lenin? Este curita está chiflado. ¿Qué tiene que ver Lenin? La voz temblorosa del clérigo español retumbó en la capilla y su dedo disparó directo a la gorra. A Horacio no le quedó más remedio que guardarla en el bolsillo del pantalón y apaciguar un inesperado fuego encendido en su pecho. Quiso responderle, decirle que él se ponía lo que le daba la puta gana, que dejara de joder, curita marica, una gorra no le hacía daño a nadie. Pero alcanzó a echarle nudo a la lengua porque allí estaba presente su nuera. Entonces sintió el mismo impulso que en Chía durante los días de desasosiego: recogerse entre los árboles, abrazarse a uno de ellos y recostar el pensamiento. Juntar el trotecito de su corazón al rumor telúrico del árbol, para soportar la furia.

¿Qué culpa tiene el río? El único que le prestó atención fue Mardoqueo quien, como buen gaitanista, iba de reunión en reunión, aquí San Cristóbal, allí Vitelma, allá Las Cruces, jugando al tejo, oyendo discursos, preparándose para la victoria. Por eso no le jaló a la torcida del Fucha. Háganle, les dijo, cuando triunfe Gaitán traeremos máquinas y lo haremos más rápido. ¡No, no!, protestó Horacio, ni de fundas, el mundo está patas arriba, ¿a quién se le ocurre cambiar el curso de un río? Pero los demás hicieron pucheros y dijeron manos a la obra, la mayoría manda. Se echaban esa mentira cuando el cura no estaba. Escogieron el primer viernes de abril para empezar, con misa y bendición de picas, palas y manos. En Villa Javier todo pasaba por el cedazo de la purificación celestial. Mientras el cura oficiaba, Horacio pensaba en su hijo postrado en el hospital a la buena de alguna monja enfermera que le alcanzara agua para refrescar los labios resecos por la fiebre.

Desempleado, Horacio enfrentaba cada día como a un largo hastío. Pero aquella desquiciada empresa lo puso en movimiento, era un hombre de acción y pretendía hacerlos desistir en algún momento. Muy temprano y en silencio, alistó la pica y la pala. Agüita de panela con abundantes gotas de limón para prevenir infecciones. Lavó la taza y la colocó en el escurridero. Aún no amanecía y él ya estaba dispuesto en el canapé con su gorra calada, apoyadas las manos en el mango de la herramienta. Quieto en el frío, su mente hervía con los recuerdos de Chía: Teodobaldo era un niño, vivían en una finca atravesada por el tren, pequeña, fruto de una desventajosa distribución familiar que obligó al chico a trabajar desde pequeño. Envueltos en la neblina, mañaneaban a empujar el ganado. De repente, el tren brotaba de entre las entrañas de aquella mole blancuzca, escupiendo tizne hacia el cielo de plomo en su paso hacia Zipaquirá. Arreaban el ganado derechito al comedero, los animales resoplaban, despedían vaho por las narices como dragones sabaneros… Al niño lo bautizaron en El Castillo de La Caro, en Chía, y al cura que ofició, hermano del arzobispo Emilio de Brigard, dueño de una de las carboneras más grandes de la región, no se le notaba ningún vestigio del carbón en sus manos blancas, casi transparentes, femeninas de tanta alcurnia ociosa.

Le pareció ver al pequeño Teodobaldo jugando, ya no en la carrilera, sino encaramado sobre la tapia pisada de aquella casa de Villa Javier, abriendo los brazos para volar, en una extraña conexión con aquel instante en que se debatía contra el tifus en una arrinconada cama de hierro. Días más tarde, fuera ya de peligro, le contará lo apabullado que se había sentido por las maldiciones y lamentos de heridos y borrachos moribundos. En su desaliento ignoraba de dónde salían tantos desquiciados, nada sabía del Gran crimen y creía que la fiebre le producía visiones. Muerto sobre muerto, el caos se apoderó del hospital, de la ciudad, del país, pura agresión oscura, ciega, él aislado, ni alimentos de afuera, ni conversa. Aislado entre los moribundos, los ensangrentados y lunáticos, los baleados y apuñalados… Fruto de los saqueos, hombres miserables llegaban vestidos con elegantes gabardinas que les quedaban grandes, saco encima del saco, puro paño inglés perforado por un tosco puñal, anillos en todos los dedos salpicados de sangre. Mujeres con las tripas afuera, andrajosas de pelucas amonadas, vistosos collares, tacones altos. La borrachera más grande y costosa de la historia de Colombia.

Unos golpecitos en la puerta lo hicieron aterrizar de nuevo en el canapé. Se echó la pica y la pala al hombro, se reacomodó la gorra y salió sin hacer ruido para no despertar a su nuera ni al recién nacido. Era la silueta de un derrotado, extraño enterrador de un río que iba a cumplir con un mandato impuesto por una mayoría despistada.

5

Con sus cascos metálicos y fusiles al hombro se apoderaron del potrero donde los obreros acostumbraban jugar al fútbol los domingos. Antes del amanecer las siluetas camufladas y sigilosas levantaron sus tiendas de campaña y encendieron fogatas entre el Fucha y las casas de tapia pisada. A las primeras del día corrió la voz en el barrio de que la tropa había llegado para protegerlos. Es lo menos que debe hacer un gobierno católico para con el barrio de Dios, dijo Quimérico Núñez. Al mediodía y con el anuncio de un cielo cargado, la delegación del Círculo de Obreros se apresuró a visitar al comandante para darle la bienvenida. Llevaron los agradecimientos en forma de papas saladas y gallina sancochada, yuca sudada y pico de gallo salpicado de ají. No alcanzaron a entregar la ofrenda cuando se enteraron de que no había nada que agradecer, que la tropa estaba allí para custodiar el acueducto de Vitelma, el edificio de la Imprenta Municipal y, sobre todo, la fábrica de municiones de San Cristóbal. ¡Soldado!, gritó el comandante, ¡lleve el mecato que nos trajeron de regalo y entrégueselo al cocinero! Tres ollas, tres viajes… Tenemos orden de disparar contra cualquier merodeador. El comandante los miró sin parpadear. Al que asome las narices se las aplastamos. Encapotadas figuras montaban guardia bajo el aguacero que se vino de sopetón. Sobresalía el bultito alargado de los fusiles bajo los capotes de caucho. Los delegados regresaron decepcionados (se perdieron las papitas y la gallinita y la yuquita), dejaron atrás las tiendas de lona que cuchicheaban temblorosas bajo el chiflón que se desgajaba del páramo de Cruz Verde. Agua venteada, malos augurios.

El torrente cayó como si quisiera apagar las llamas que a lo lejos devoraban el edificio de la Gobernación, el Palacio de Justicia y los alrededores de la Plaza de Bolívar. Lenguas gigantescas saltaban de un lado a otro, se tragaban los almacenes ya saqueados de la carrera Séptima, las ferreterías, engullían las destrozadas oficinas de los periódicos, retorcían el tranvía, carbonizaban las iglesias, arrasaban manzanas enteras. En aquella orgía, danzaba el animal salvaje, el delirio escarbaba en el corazón de los bogotanos, alguien vio que de entre los escombros surgían hordas de extraterrestres que se comían a los muertos. Prohibido hablar de eso, Marianito, censura total. Titulares al cajón. El torrente seguía. Preferible decir que una vieja desdentada y harapienta iba por la Séptima riendo a carcajadas. O que un hombre de piel negra temblaba detrás de la estatua de Bolívar. Cualquier cosa, menos de los lunáticos.

Con el humo y los saqueos brotaron mil cosas inefables y aterradoras. Aparte los zombies comehombres, oleadas de piojos, pulgas, ratas y otras sabandijas huyeron hacia la periferia, hacia los barrios, hacia Villa Javier, el primer barrio obrero construido bajo la férula del cura español Jota María Villafarde. Cuadrícula de ciento catorce casas y una carbonera, un gran edificio blanco de dos pisos junto a la plazoleta, una capilla, agrupado todo como un proyecto de barrio celestial, cinco manzanas rodeadas por una reja de hierro forjado empotrada sobre una base de piedra y sostenida por columnas también de piedra extraída del río Fucha y transportadas en carretas tiradas por caballos. Hileras de árboles al norte, por El Aserrío, mansión llena de misterios y leyendas: que fue casa de descanso del Virrey Solís, que polvorería de gran calado, que aserrío, que correccional para muchachas casquivanas pero desprotegidas, que convento de monjas… Un bosque de eucaliptos cerraba al oriente. La reja pretendía mantener a raya las tentaciones mundanas, que no entrara el pecado en la villa, proteger la santa paz soñada por el jesuita español. Verja engarfiada contra el demonio de la carne y el ateísmo. Pero para los jóvenes juerguistas y enamorados aquello era pan comido. La saltaban hacia un lado y hacia el otro. De nada servía el enrejado, y menos para defender al barrio de la triple plaga que huía del centro de la ciudad: piojos, pulgas y ratas que se colaban a saltitos en el “barrio de Dios”.

 

En su afán delirante, los villajavieranos perseguían pulgas día y noche, las destripaban entre las uñas hasta agarrotarse los dedos. De las ratas se defendían con palos y piedras, les tendían trampas con pan envenenado y vidrio molido, las espantaban con el fuego de teas hechas con trapos empapados de petróleo. A veces, los soldados extenuados, irritados, hambrientos y asustados con la torturante rasquiña, y tanta rata acechándolos y mordisqueándoles las botas y las correas de los fusiles, las correteaban empujándolas hacia el río.

Este fue el inesperado desorden que trajo al barrio el asesinato de Gaitán. Los odios fratricidas fueron inferiores a las plagas. Al enterarse del magnicidio, Horacio fue hasta la casa de Mardoqueo Navarro, el gaitanista, para estrechar su mano y presentarle las condolencias. Era mucho para esos godos, le dijo. Mardoqueo estaba pálido. Olvidémonos de las máquinas que les prometí para desviar el río, parecía decir con su pasmo.

Muy despacio, los soldados pasaron revista a sus tiendas de lona. Se les veía el cansancio de la noche, la pesada tarea de sofocar a la turba, de proteger los edificios públicos y esquivar a los francotiradores encaramados en los campanarios: esos que olían a incienso, se echaban la bendición y disparaban. Horacio veía en los reclutas el recelo y la sangre inyectada en su mirada triste de autómatas. Sabía que otros iguales a estos (¿o serían los mismos?), parapetados en los tanques, habían disparado contra la multitud en la Plaza de Bolívar. Soldados idiotizados por las órdenes de sus superiores, la mar de sangre y mutilación, ahora se distribuían: unos revisaban las carpas en el potrero, otros recorrían el barrio de puerta en puerta pidiendo comida: papitas sumercé, gallinita por lo que más quiera, bollitos de maíz, ¿no habrá guarapito, paisano? Defender la patria produce hambre. Y sed. También miedo y fatiga y confusión. Y ganas de salir corriendo, sino fuera por la ley de fuga. Otra papita, madrecita, y un tris de ají, aquí, encima de la yuquita. Parece papa pastusa, pero es tocarreña. Almidón que da la tierra. No tire los huesos por ahí, soldado, más bien déselos a los canchosos que tiene detrás.

6

¡Hay que rapar a los niños! La orden llegó del Centro de Higiene. ¡Vamos a dejar sin nido a los piojos! La nota la trajo un soldado. De inmediato, reunión en la casa del Círculo. La sesión más ejecutiva en la historia del barrio. Una marucha leyó en voz alta la orden firmada por el médico director. Al terminar, el cojo Garzón se puso de pie y propuso dejar esa labor en manos de Russi, el peluquero que conocía la cabeza de todos los hombres en el barrio, chicos y grandes. Hacía muchos años motilaba a domicilio. ¡Estoy de acuerdo!, la voz aguardientosa de Filiberto Ramírez, el sastre. ¡Yo también!, Jesús María Cristancho, el otro carpintero. Sacaron una butaca de madera y la pusieron frente a la capilla, cada niño esperaría su turno. Una brigada de tres vecinos fue de casa en casa llamando a los niños o trayéndolos de las orejas. ¿Y a las niñas, quién las motila? Qué pregunta, pues el mismo Russi. ¿Cómo? Sí, como oye, el mismo Russi porque de lo que se trata es de tusar, pelar, dejar las cabezas como totumas.

Tu mamá se enteró por los gritos del Mono Tavera: ¡Nos van a rapar! ¡Nos van a rapar! ¿Qué está diciendo este muchachito? Sí, para quitarle el escondite a los piojos.

Cuando los encargados llegaron dijeron que el niño era muy pequeño para raparlo, y siguieron. La romería parecía una de las noventa y tres procesiones importadas por Villafarde. Los papás iban detrás de los niños para saber de qué trataba el asunto. La fila rodeaba la plazoleta, un niño, el primero, se sentó en la butaca, sábana blanca anudada al cuello. Russi no llegaba. ¿Qué esperamos?, preguntó Quimérico Núñez, el presidente del Círculo de Obreros. Nadie supo dar razón. ¿Quién quedó encargado de llamarlo? Nadie respondió. Vaya usted, compadre, le dijo a Benjamín Alvarado que en ese momento se hallaba ahí, parado como una estaca, con los ojos puestos en la anatomía de Briceida Guzmán, la marucha que le quitaba el sueño de un tiempo para acá. Benjamín dudó, pero cuando Briceida volteó a mirarlo, se animó. Sí, claro, voy por la bicicleta. Y echó a correr, contento, con la fuerza de un enamorado. De repente se devolvió: ¿Y dónde vive? Quimérico se rascó la cabeza. ¿Quién lo sabrá? Preguntémosle al cojo Garzón, él fue quien lo propuso. Fueron hasta la carpintería del proponente, pero tampoco sabía. Ni Ramírez, ni Cristancho. En Villa Javier nadie tenía idea de cómo localizarlo.

Benjamín recorrió las calles de Villa Javier en su bicicleta. Era su corazón ilusionado el que pedaleaba. Aquí y allí preguntaba por el peluquero. Procuraba hacer todo muy bien para ser digno de Briceida Guzmán. Asumió que ella lo veía. A pesar de su rítmico andar no pudo averiguar nada. Tropezó con un hombre que nunca había visto antes y que le enseñó los dientes como una fiera, al levantarse del suelo. ¿No sabe frenar?, mire cómo me ha aporreado, ¡so bruto!... Benjamín intentó explicarle, pero no pudo detenerse, timoneó para no perder el equilibrio. Su bicicleta no tenía frenos. Dio una vuelta y regresó donde el hombre para excusarse, pero ya no estaba. Qué extraño, pensó. Al volver a la plazoleta se encontró con que Filiberto Ramírez ya trasquilaba a los niños con sus tijeras de sastrería, enfundado en una bata blanca de mangas largas y con guantes de cuero negro. Levantaba las cabelleras y chasqueaba las tijeras al aire: ¡Zas, zas! Bailarín de cuerda, daba un giro a su cuerpo y abría su mano enguantada para dejar caer el cabello en un caneco que Briceida Guzmán destapaba y se apresuraba a tapar de nuevo. La fila se entorchaba alrededor de la improvisada peluquería. Los niños querían ver lo que les harían. Filiberto era ágil en el tijereteo, con razón cobraba caro por la hechura de los trajes. El sastre, ahora peluquero, procuraba cortar al rape, deslizaba la tijera sobre las cabecitas, alacrán hambriento. Pero por más que se esforzaba, quedaban unos pelos más largos que otros.

—El siguiente –decía cuando ya no podía quitar más y Briceida Guzmán desanudaba la sábana y la sacudía al aire. Chicos y grandes daban un paso atrás huyendo de algún piojo saltón. Otro niño a la butaca, Briceida le colocaba la sábana dejándolo a merced de Filiberto, quien, con un pielroja en los labios, seguía su labor. La marucha le echaba al recién trasquilado un polvo medicinal blanco.

Benjamín la observaba embelesado, pero no encontraba pretexto para acercársele y hablarle. Al ver que Filiberto daba muestras de fatiga y que suspendía por momentos cada vez más prolongados, pensó que había llegado la oportunidad de acercarse a Briceida y se dio a la tarea de buscar otras tijeras para ayudar.

El vecindario lo vio buscando, ya no a Russi, sino a alguien que le prestara unas tijeras. Luego de dos horas de afanosos pedaleos, frustrado y cansado, cuando tornaba de nuevo a la plazoleta, Lucrecia Albornoz lo llamó y le entregó un par de tijeras viejas que encontró en el rincón de los chécheres. Solo debes quitarle el óxido y afilarlas. Benjamín sintió renacer las esperanzas, aunque tuviera que ponerse en el papel de afilador. Quitarles el orín frotándolas con una piedra. Mejor en el taller del cojo Garzón, con la lima triangular, la misma de afilar serruchos. Pasó la mañana tan ilusionado de acercársele a Briceida que ni siquiera almorzó. Al mediar la tarde tuvo las tijeras listas.

Al llegar a la plazoleta lo sorprendió ver a su amada motilando niños, mano a mano con otras dos maruchas. Tres butacas significaban que la oportunidad se había esfumado. Sentado en una silla, Filiberto Ramírez sumergía las manos en un platón con agua tibia y sal marina. Cara de aburrido, con el cigarrillo en los labios y fuera de combate. La cantidad de niños con la cabeza trasquilada y empolvada aumentaba. A fuerza de gregarismo, los pequeños permanecían en la plazoleta a pesar de sentir más frío en las orejas. Según la instrucción del Centro de Higiene, el pelo debía ser quemado en las afueras del barrio y las cenizas enterradas. Lo mismo las ropas de los infectados con el tifus.

¿Quiere colaborar? Preguntó Quimérico Núñez a la estatua que era Benjamín. Sí, sí, tengo un par de tijeras, mírelas. Apenas movía los labios, fijos los ojos en la cintura de Briceida. El presidente intentó una sonrisa condescendiente: No, hombre, no es asunto de tijeras. No me importa, con tal de estar cerca de Briceida haré lo que sea, pensó Benjamín. Suspiraba por esa marucha, cada minuto más atractiva, pero también más inabordable. No había terminado de decir que sí, cuando Quimérico le entregó un caneco. Corre al caño (ya le decían así al río, sin ambages), quema toda esa pelambre y no vayas a ser tan bruto de respirar el humo.

El desencanto se le plasmó en el ceño a Benjamín. Eso no era lo que quería. Ayudar, claro que sí, pero en la plazoleta, cerquita de la mujer que lo conturbaba. Desilusionado, se mostró indeciso. A ver te ayudo a echártelo al hombro, se apresuró Quimérico, como si el peso del caneco fuese la causa de su inmovilidad. A Benjamín, ese rol lo desilusionó. Ver a Briceida Guzmán accionando la tijera con energía, bella con ese moño, la forma ovalada del rostro, la curva de guitarra de su cintura... ¡Ay! El peso del caneco sobre la espalda lo hizo corcovear. A ver hombre, ¿qué te pasa?, párate firme carajo, no seas flojo, presta para acá esas tijeras, te puedes herir.

Pujó. El caneco no era ninguna pluma. La deliciosa imagen de Briceida Guzmán se apachurró. El caneco le talló la espalda. ¡Ayúdeme, que esta hijueputa caneca me va a partir una costilla! Briceida Guzmán lo miró escandalizada: ¡Qué es ese vocabulario!

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