Geografías imaginarias y el oasis del desarrollo

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II

El conocimiento no es neutro. No es algo que usted tenga contenido desde siempre. El conocimiento se construye, se va produciendo en marcos, en contextos, en trayectorias.

El conocimiento, que podríamos llamar «saber», es también geopolítica, es decir, es necesario verlo desde la arqueología que lo fabrica. Desde tal perspectiva, la imagen se produce desde órdenes discursivos y culturales que apelan a dar autoridad a la visión, como planteó el geógrafo inglés Denis Cosgrove. De este modo, lo que usted ve como evidente precisamente busca ser articulado con la constancia de un orden, de un marco, de un patrón, de una simetría.

¿Es evidente lo que vemos?

Sí, por una parte, sí. Porque no somos conscientes de la mediación, de la interferencia que producen las imágenes en nosotros. Así, cuando vemos la cordillera de Los Andes desde Santiago, vemos también la imagen de una frontera nacional que nos permite delinear nuestro hogar, el yo nacional. Ese hogar existe, qué duda cabe. Y, sin embargo, no preexiste a su proceso de construcción de sentido. Hay allí, por tanto, un arraigado camino de colonización del saber que hace que al ver a Los Andes sepamos que es el límite de nuestro hogar nacional. La montaña, Los Andes, por tanto, es mediada, intervenida, por la imagen que la nación ha ido proyectando en ella: el espectador, como en un espejo, observa la imagen que se presenta, pero al mismo tiempo es observado por la representación, lo que hace que se sienta parte de la «comunidad nacional».

En 1895, por ejemplo, el influyente diplomático e ingeniero-geógrafo Eduardo de la Barra manifestaba que «la Naturaleza puso entre ambas naciones (Chile y Argentina) la gran cordillera nevada de Los Andes para dividir sus tierras y sus aguas, por la «raya» imborrable de la cumbre». En otras palabras, proyectaba en la cordillera un hito impuesto por la naturaleza para definir a las naciones. ¿Tenía –o contenía– «la naturaleza» el sentido de lo nacional? ¿Era la naturaleza chilena o argentina? Claro que no, dirá usted, ¡qué absurdo suena!, y sin embargo en la actualidad en Chile la cordillera de Los Andes conserva la imagen de una barrera, línea o raya cuya omnipresencia natural sirve para separar dos naciones, la chilena y la argentina. Esa imagen solo se esfuma, y en las últimas décadas lo hace seguido, cuando nos sentimos parte de otra comunidad: la global.

La escala de aquella representación, como puede verse, es de nivel nacional. ¡Pero esa imagen fue construida desde la capital, Santiago! La frontera es antes una frontera cultural o discursiva que una frontera material. Hay allí un tema de fondo en nuestro planteamiento. Tanto así que, en definitiva, la frontera no deja ver la montaña, quedando relegada a su función política.

En la práctica, sin embargo, Los Andes es muy porosa en el resto del territorio nacional. Antes y hoy Los Andes vive una serie de intercambios, conflictos, circulaciones o vínculos de un lado y otro, por lo que, en la práctica, proyecta en escalas menores o locales, más que una barrera, un área de soporte de relaciones sociales y culturales. Pero estas prácticas quedan sometidas a la imagen rígida de la frontera política, es decir, de Los Andes como barrera, línea, biombo o raya.

¿No surgen otras tantas imágenes desde Santiago? ¿No implican esas imágenes modos de comprensión, de colonización o disciplinamiento social que nos impide sospechar de su proceso de construcción?

Con la imagen del desarrollo se da un proceso similar. Esa sólida imagen está arraigada, podríamos decir, «hasta los huesos». Por lo tanto, se nos aparece como evidente e incuestionable. Y nos resulta así porque observamos síntomas, pruebas que hacen que la imagen se torne sólida. Es una imagen, en cierto modo, palpable y comprobable en el día a día. Hay innumerables artefactos que nos colocan en la trayectoria del desarrollo: aquí están las tiendas prestigiosas del mercado global (H&M y otras), aquí se paga con dinero plástico, aquí hay más de un smartphone por habitante, aquí hay muchos plasmas en frágiles casas, aquí hay facilidad para acceder al crédito («¡solo debe apretar un clic!»); aquí está la torre más alta de Latinoamérica, etc. Pero no solo eso, hay otras escalas donde esa imagen se materializa: aquí hay una evidente creación de riqueza, aquí están presentes numerosos grupos de inversores del mundo; en fin, aquí hay cifras macroeconómicas estables y marcos legales de protección a la inversión. Por lo mismo, aquí se crece en cifras, en números azules… un azul que se ve reflejado en los edificios corporativos de la modernidad y en una geografía de una economía que dialoga con el mundo y que se instala en rankings y grupos de siglas (OCDE, FMI, APEC) donde solo entran países que producen mayor riqueza… junto a ello, aquí existe una gran concentración de la riqueza, una desigualdad social muy grande e impactos socioambientales también elevados.

¿Quién se pregunta de dónde viene y hacia dónde va a parar esa riqueza? Qué importa, si las cifras son positivas, eso debe ser lo relevante. Y como en el fútbol, debemos exclamar y festejar cuando nos dicen: «este mes nos ubicamos en un porcentaje de mayor crecimiento… hemos subido una posición».


Santiago de Chile - Fotografía de Juan Melgarejo en Pixabay.

No en vano la imagen del desarrollo lleva varias décadas de diseño, de producción valórica. Es tan profunda que incluso el 75% de la población que no supera los $500 mil de ingreso mensual (unos USD$700,00 aproximadamente) y que presenta niveles precarios de acceso a la salud, la educación y la seguridad social, dirá que Chile, como lo hizo ya el ex presidente Ricardo Lagos años atrás, «avanza a tranco firme al desarrollo». Esa ciudadanía defenderá la idea de desarrollo por un asunto muy simple: es el lente cultural que nos ha ido moldeando, que nos representa, es decir, es la comprensión que, intervenida por el despliegue de sentidos, un «nosotros» desarrollado fabrica desde el relegado sitial de un «ellos» no desarrollado. Claro, porque ¡Bolivia no es como nosotros! Es un «otro» extraño subdesarrollado, ¡miren qué exótico!

Pero ¿no es esta una historia antigua? Desde nuestro punto de vista, la propia estructura oligárquica de nuestra sociedad lleva a que la imagen del desarrollo sea aún más robusta, ya que ella se instala, como diremos insistentemente en este libro, en el futuro. Es una imagen que promete redención y libertad. ¡Y la promete aquí en la tierra!

¿Qué otras imágenes se construyeron cuando el ferrocarril avanzaba hacia la segunda mitad del siglo XIX a toda prisa hacia el sur llevando la bandera del progreso? Muchas, muchas que fueron quedando atrás desde los eslabones de ese progreso: el “bosque irracional” de los mapuches para dar paso a la Suiza chilena desde las blancas y nevadas montañas del Llanquihue y los prístinos lagos del sur; el “salvajismo indígena” por una racional manera de organizarse y ordenar la propiedad privada, bandera que puso Cornelio Saavedra con la llamada Pacificación de la Araucanía; los ritmos de un tiempo que se hizo más corto, porque Santiago fue apareciendo en el horizonte de pueblos que solo se comunicaban en lo que hemos llamado el país de las cuencas… es decir, de manera oeste-este…¡encerrados en su pasado!, ¡lejos del futuro!; una valorización inusitada de la ciudad por sobre los «atrasados» campos (¿no era una fórmula para vaciar el territorio y controlar de manera más limpia los grandes latifundios?); en fin, también llevaba el ferrocarril el progreso cuando sacaba el trigo de tierras que antes tuvieron otros modos de vida y otros destinos… ese fue el progreso, el tren su excusa y las imágenes geográficas de este largo y angosto país el mecanismo para ejercer control social y territorial, porque ellas fueron fundamentalmente «modernas».

Las frases de Benjamín Vicuña Mackenna nos parecen muy actuales en el contexto del dominio y colonización de sentidos que conlleva el concepto del desarrollo, otrora llamado civilización y progreso. Siendo diputado por Valdivia en 1868, plantea en la Cámara de Diputados una justificación del avance del progreso a las tierras de la Araucanía del siguiente modo:

…Bruto indomable, enemigo de la civilización porque solo adora todos los vicios en que vive sumergido, la ociosidad, la embriaguez, la mentira, la traición, y todo ese conjunto de abominaciones que constituye la vida del salvaje. Se invoca la civilización a favor del indio, ¿qué le debe nuestro progreso la civilización misma? Nada, a no ser el contagio de barbarie con el que ha inficionado nuestras poblaciones fronterizas, por lo que la conquista del indio es esencialmente, como lo ha sido en Estados Unidos, la conquista de la civilización.

¿De quién es entonces esta patria desarrollada, civilizada? ¿Para quién es la patria que progresa y se moderniza? ¿Cuántas invisibilizaciones se dan hoy en nombre del desarrollo, como antaño cuando se invocaba la civilización y el progreso?

III

Deseamos dejar claro que siendo este libro un ensayo que reflexiona en las imágenes y su poder político, es especialmente un libro que busca indagar también, o tal vez por lo mismo, en lo que hay detrás de la imagen que proyecta la geografía nacional. Como diría Nietzsche, este libro busca desenmascarar la imagen del desarrollo y establecer una relación que extrañamente se hace menos evidente: el vínculo entre los discursos del desarrollo que han dibujado cierta geografía imaginaria de Chile y un discurso actual sobre la crisis climática que, de una u otra forma, parece operar bajo códigos similares que ya se han conocido, pero esta vez, al menos en principio, buscan movilizar otras acciones, otras decisiones. Pero ¿se moverán otras racionalidades? Desde aquella plataforma tal vez se dé cuenta de una relación más profunda: qué sociedad hemos construido y en qué nos hemos convertido.

 

Por estos días que se habla a diario sobre el cambio climático, la imagen del desarrollo se torna sostenible y todos y todas son imágenes biodegradables, verdes o están pasando «de las palabras a la acción», como planteaba una minera en una gigante inserción publicitaria. No hay por estos días una empresa forestal o una minera que no este contribuyendo «de modo concreto» a evitar el calentamiento global. En paralelo, a los ciudadanos se nos pide «una ducha de tres minutos» y acciones individuales para que juntos sumemos en el camino de la salvación del planeta. Es paradójico, porque desde este punto de vista el cambio climático estaría logrando algo que por años, largos años ya, no se visualizaba: que trabajemos bajo lógicas comunitarias. ¿Estamos ante un cambio de paradigma? Es incierto pero, desde nuestro planteamiento, es ésta otra imagen. La COP25, que finalmente terminó realizándose en Madrid y que originalmente se realizaría en Chile, es decir, la vigésimoquinta vez que el mundo se da cita para discutir sobre acciones globales para enfrentar el cambio climático, impacta de manera directa en los discursos y en lo que ellos proyectan. No olvidemos que durante décadas se ha resaltado que uno de los pilares de la supuesta «libertad» es precisamente el carácter individual de la ganancia y la competencia, y que desde aquella fundamental base se construye el progreso y el éxito. Desde allí se puede «emprender», como se le llama de modo insistente en nuestro país.

Al respecto, el laureado biólogo chileno Humberto Maturana, con una lucidez que asombra, planteaba hace poco, a propósito del cambio climático, dos asuntos que nos resultan claves y que volveremos a traer a colación acá más adelante. Por un lado, que cambio climático ha habido siempre y que sería extraño que el clima no cambiase. En ello los ciclos y los tiempos son otros. Pero, a su vez, manifestaba que el real problema estaba en la poca madurez de vida en comunidad que tenemos a nivel nacional y mundial. Es decir, en un sistema donde lo individual es «libertad» se pierden trayectorias comunitarias que implican pensar en conjunto.

Tal vez del mismo modo el cambio climático sea un problema de otra escala. En lo inmediato, el desarrollo requiere crecimiento económico e idealmente a porcentajes elevados. ¿No hay una directa relación entre ese crecimiento y el cambio climático o al menos en el calentamiento global?

En las últimas cinco décadas, el país ha sustentado su desarrollo en la extracción de las materias primas, es decir, en comprender a la naturaleza como un objeto y como «naturaleza muerta». Esa naturaleza acá en Chile sigue siendo «barata», ya que aún se sustenta en la idea de su infinitud. Es, por tanto, compatible con una explotación intensiva. ¡Todo apunta al crecimiento!

Es muy llamativo cómo el cambio climático se ha impregnado en la sociedad, llegando incluso a plasmarse en maratónicos programas televisivos, pero también en la opinión de cada ciudadano: «la culpa es del cambio climático». Hay en esto, como ha dicho el geógrafo belga Erik Swyngedouw, una suerte de «ecología del miedo». No es difícil observar el carácter apocalíptico que adquiere el tema del cambio climático. ¿No hay allí otra maquinaria que se desenvuelve para fabricar la asociación entre cambio climático y «fin de la tierra»?

Como reflexionaremos en el capítulo final de este libro (el de la ducha de los tres minutos), cambio climático ha habido siempre; de hecho, lo extraño sería que no cambiase el clima y, en efecto, por otra parte, es bastante obvio, ya que a los actuales niveles de extracción de materias primas y de producción industrial la Tierra se vea aún más impactada. ¿Desaparece la Tierra? ¡Por supuesto que no! Decir que la Tierra desaparece es no salir de la trampa que la Modernidad le puso a la cultura en su relación con la naturaleza. La desaparición de la Tierra depende en buena medida del sol, pero el impacto en muchas especies biológicas es inminente, así como la amenaza en la biodiversidad; y en este marco, parece preocupante que efectivamente la especie humana también se vea interpelada.

Estamos en una época de cambio, qué duda cabe. Como muy bien lo ha expuesto Foucault, lo humano ha muerto. Esta idea es ya antigua en los estudios filosóficos, ya que interpela al fin de un ser humano que se autocomprendió en tiempos de la Ilustración como un ser dotado de Razón y Libertad, lo que le otorgaba un «juicio propio». Esta obsoleta idea, en tanto estamos insertos en patrones de conducta, en sistemas de conocimiento (somos pre-juicio antes que juicio, como ha expresado H.G. Gadamer), sigue, sin embargo, alimentando de modo notable el discurso del desarrollo. Hoy nos empezamos a reconocer en lo Cyborg y en las múltiples imágenes que la revolución digital nos comienza a regalar, y aquello genera impactos en aquella antigua autocomprensión ¿Llegará el día en que nuevas generaciones se pregunten por qué los llamados seres humanos tenían la extraña práctica de comer vacas? O Se preguntarán, ¿por qué trataban a los animales, a los perros o caballos, como esclavos cuando son seres tan fieles, amistosos y capaces de estar horas mirando el horizonte, algo que para nosotros es casi imposible? ¿No es extraño hoy mirar cómo eran tratados los negros en los siglos XVII y XVIII, otrora animales también, en el negocio más rentable que ha tenido la modernidad y soporte de la conquista de América: la esclavitud?

Entonces, ¿por qué razón asociamos cambio climático a algo abstracto, a algo que pareciese tener oficina en París o Londres, es decir, lejos? ¿No es posible buscar respuestas en los rostros y despojos que ha dejado y va dejando el camino al desarrollo?

¿No hay en todo esto un exceso de imágenes que nos colonizan día a día?

IV

Hace ya muchos años, y de modo muy precoz, Guy Debord nos hablaba de la Sociedad del Espectáculo. Es una tesis fascinante sin duda, aunque desoladora a la vez, y nos parece que refleja o que nunca fuimos modernos (como ha dicho Bruno Latour y en cierto modo Jürgen Habermas) o que, por el contrario, estamos en el peak del discurso de la modernidad, si entendemos por modernidad la relación desigual y separada que se produce entre lo humano (la cultura) y lo no humano (la naturaleza), y donde ese humano monopoliza sin más el mundo a partir de su supuesta capacidad de «razonar» (también llamada inteligencia). Con todo, Debord, desde el espectáculo que supone la modernidad, nos plantea una tesis aguda: el momento histórico en el cual la mercancía completa su colonización de la vida social:

El espectáculo es la imagen invertida de la sociedad en la cual las relaciones entre mercancías han suplantado relaciones entre la gente, en quienes la identificación pasiva con el espectáculo suplanta la actividad genuina… El espectáculo no es una colección de imágenes, es una relación social entre la gente que es mediada por imágenes.

Así entonces, ¿por qué no hay en Chile una evidente asociación entre desarrollo y cambio climático o entre consumo y cambio climático? En una noticia publicada recientemente se leía que para hacer un jean se requieren 7.500 litros de agua. ¡Solo un jean! Y, sin embargo, gran parte del sentido de nuestras vidas pasa precisamente por ese consumo.

Pero hay allí otro asunto de fondo al que ya hicimos alusión en cierto modo: las ganancias son de pocos y los costos son de todos. En otras palabras, se instala la creencia de que el esfuerzo, siendo de todos, es de base individual y que el proyecto debe ser liderado por una minoría que se encargaría de empujar el programa del desarrollo. Como veremos en este libro, a modo de ilustración de esta idea central, en las zonas de sacrificio la ganancia de las empresas allí presentes es en porcentajes que superan toda media de cualquier manual de un buen negocio. La mayoría de ellas posee sus casas matrices en París, Roma o Nueva York y son, en la práctica, responsables de uno de los mayores impactos del calentamiento global a escala nacional por la altísima emisión de CO2 que producen. Ellas pagan un impuesto a los gobiernos chilenos, como es de suponerse. El punto es que el último «Plan de Prevención y Descontaminación Atmosférica para las comunas de Concón, Quintero y Puchuncaví», anunciado con bombos y platillos en el año 2018 y en funcionamiento a partir de este año 2019, equivale al 0,23% de lo recaudado por el Estado el año 2018 desde tres empresas allí presentes ¡solo en impuestos! Y aquello se hace «para compensar a las comunidades afectadas y sacrificadas por el desarrollo del país». Una cosa es la imagen y otra es el devenir cotidiano que, aunque se mueve desde el parámetro de esas imágenes, también parece desvanecerse en sus prácticas diarias, invisibles, silenciosas.

Entonces, el libro lo invita a caminar y reflexionar en torno a dos asuntos centrales. Por una parte, el discurso del desarrollo produce imágenes que terminan siendo imágenes culturales, arraigadas en nuestro modo de mirar y comprender el mundo. El desarrollo es promesa, y es allí adonde hay que mirar. Así, la cultura del consumo queda en el día a día y la esperanza en el futuro. Por otra parte, ante tal promesa, se asume que los costos son individuales y que siendo las ganancias de una comunidad pequeña esa riqueza es sinónimo de un destino a donde es posible llegar y no solo aportar al desarrollo global, sino también, tal vez lo más increíble, a desarrollarme. No se debe olvidar que el 1% de este país concentra casi el 30% de la riqueza, y que si esto lo llevamos a escala mundial, el mismo 1% concentra casi el 80% de la riqueza, de acuerdo con los datos de Oxfam 2018. Tampoco hay que olvidar que casi el 75% de la población nacional, como ya dijimos, no supera un sueldo de 500 mil pesos, y que, por último, el volumen de deuda adquirida por la población supera todos los niveles de la OCDE (38% con 11 millones de tarjetas de crédito para una población activa, desde el punto de vista laboral, de 8,6 millones, según un informe de la deuda morosa de 2017 realizado por una universidad chilena).

¿No es aquello un nuevo modo de pobreza? ¿No son importantes las palabras de Maturana cuando apunta a que el cambio climático tiene que ver con un aspecto cultural de fondo: comprender el mundo desde lo individual? ¿No sería esa «libertad» un modo muy paradojal de, precisamente, no tener libertad?

A nuestra generación poco le queda por hacer ya. Somos una generación que creció con la imagen del desarrollo, con la imagen del futuro redentor. Podemos visualizar un solo relato en esa memoria que comienza a fabricarse por allá en las décadas de los setenta y ochenta. La imagen del desarrollo es tan cultural que el primer gobierno socialista posdictadura, con Ricardo Lagos a la cabeza, vio el desarrollo en 2010 («El año 2010, para el bicentenario de nuestra Independencia, tendremos un país desarrollado, socialmente justo y culturalmente maduro»), y luego otros lo vieron en el año 2018 o 2025. Qué más da cuál sea el año, si lo relevante es que siempre se instale en el futuro, en la promesa. Tal vez solo nos queda escribir algunas líneas e intentar destapar algunas relaciones para que otros puedan observar el espectáculo que implica el crecimiento, el desarrollo, el éxito y el progreso.

Confiamos en que en las siguientes páginas usted pueda reflexionar sobre las imágenes, sobre el espectáculo del consumo y sobre lo que implica el discurso del desarrollo. En este trabajo queremos ofrecer la oportunidad de una mirada diferente a la geografía de Chile. Precisamente a esa geografía que se escapa de los mapas, de los Atlas y que, sin embargo, queda en otra retina: en la retina de las sensaciones, en la retina de las inquietudes, en la retina de lo que sabemos que molesta, pero no sabemos por qué. Tal como se ha dicho, busca hacer visible esa geografía imaginaria que muchas veces nos resulta ajena, precisamente por eso. Se busca dar cuenta de un territorio ausente en que quede a la vista la noción de un imaginario que nos ha impedido ver otras posibilidades que el mismo territorio nos ofrece.

Este país de geografías imaginarias viene a mostrar una posibilidad de comprensión de nuestro territorio como una suerte de desvelo y posibilidad, como oportunidad y reto, en el que la geografía se entienda como resultado, como producción y no como condición previa, no como preexistencia, no como contenedor ni mucho menos como mero escenario.