Cuando íbamos a ser libres

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HABRÁ DESDE HOY ENTERA Y ABSOLUTA LIBERTAD DE IMPRENTA

La libertad de imprenta, tal como se enuncia en el preámbulo de este decreto de 1813, figura entre aquellos derechos considerados indispensables para sostener la idea de ciudadano libre. No se trataría de una libertad que se alcanza, sino de una que se devuelve, en un gesto que repara una injusticia histórica y sigue la lectura lockeana de las libertades civiles. En medio del entusiasmo independentista, se afirma que la libertad de imprenta es el sostén de la opinión pública, garantía para la difusión del saber y antídoto contra la tiranía. Pero los artículos del decreto revelan también que esta libertad trae consigo eventuales conflictos, pues no solo se trata de una herramienta de defensa ante el poder, sino también de la definición de expectativas referidas a las relaciones públicas por escrito entre los ciudadanos. En parte desde ahí arrancarán varios debates posteriores donde se revisarán los supuestos de este decreto, cuyos límites quedaron en evidencia con el explosivo crecimiento de la prensa en la década de 1820.


Decreto de la Junta de Gobierno, con acuerdo del Senado, sobre la libertad de la prensa, 23 de junio de 1813

Sesiones de los Cuerpos Legislativos de la República de Chile (Santiago: Imprenta Cervantes, 1877), tomo i, pp. 282-283

Después que en todas las naciones cultas y en todos los tiempos se ha hablado tanto sobre la utilidad de la libertad de imprenta; cuando todos conocen que esta es la barrera más fuerte contra los ataques de la tiranía, y que jamás ha existido un Estado libre sin que todos sus habitantes tengan un derecho de manifestar públicamente sus opiniones; cuando hemos visto que los déspotas han mirado siempre como el medio más seguro de afianzar la tiranía prohibir a todo ciudadano la libre comunicación de sus ideas, y obligarle a pensar conforme a los caprichos y vicios de su gobierno; y finalmente, cuando todos íntimamente conocen que tan natural como el pensar le es al hombre comunicar sus discursos, sería presunción querer decir algo de nuevo sobre las ventajas de este precioso derecho tan propio de los hombres libres, y que el gobierno quiere devolverles, convencido de que es el único medio de conservar la libertad, formar y dirigir la opinión pública y difundir las luces. En su virtud, decreta:

I

Habrá desde hoy entera y absoluta libertad de imprenta. El hombre tiene derecho de examinar cuantos objetos estén a su alcance; por consiguiente, quedan abolidas las revisiones, aprobaciones y cuantos requisitos se opongan a la libre publicación de los escritos.

II

Siendo la facultad que los hombres tienen de escribir con la limitación de que se guarde decoro y honestidad, faltar a esta condición es un delito. Si el que falta agravia a un tercero, a este corresponde la acusación ante la junta protectora, de que después se hablará. Si el escrito publicado expone la seguridad y tranquilidad públicas, la religión del Estado o el sistema de gobierno, a todos los ciudadanos y en especial al ministerio fiscal corresponde su acusación. Tan sagrada e inviolable es a los ojos de la ley la reputación de los gobernantes o supremos magistrados como la de los ciudadanos particulares, y en esta materia todos tienen el mismo derecho a quejarse.

III

La libertad de la prensa se pone bajo la suprema tuición y cuidados del Senado, quien en todos tiempos debe responder al gobierno y a los chilenos del encargo más sagrado que le ha confiado la patria. Un senador, nombrado por su cuerpo, es especialmente comisionado para velar sobre esta libertad, y sin su audiencia no podrá condenarse alguno por haber abusado.

IV

Una junta compuesta de siete individuos de ilustración, patriotismo e ideas liberales, protege también la libertad de la prensa; y en todo caso de reclamación contra un escrito, declara si hay o no abuso de esta libertad. Si lo hay, las justicias ordinarias conocen del delito y aplican las penas que corresponden. Ningún tribunal, ningún juez puede proceder a conocer y castigar crimen de esta clase sin la previa declaración del hecho, que debe dar la junta protectora, de que hay abuso.

V

Los individuos de esta junta pueden ser eclesiásticos o seculares, y solo duran un año en el ejercicio de sus funciones. Su elección es en la forma siguiente. El Senado, el cabildo y la misma junta que acaba forman, cada uno por votación secreta, una lista de quince individuos que tengan los requisitos necesarios para entrar en la junta protectora (en esta primera elección se omite la lista que debía formar dicha junta). Estas listas se pasan al gobierno, quien, a presencia de los tres cuerpos proponentes, hará poner en un cántaro tantas cédulas cuantos individuos contienen las tres, y se sacarán a la suerte veintiuna cédulas. Los individuos de las siete primeras son los vocales de la junta, y los restantes serán suplentes para los casos de recusación, enfermedad o implicancia de los propietarios. No hay embarazo para que las personas propuestas por un cuerpo lo sean también por otro, con tal que entre todos alcance al número de veinticuatro, que se reputa suficiente para determinar en primera y segunda vista.

VI

Estos vocales, al recibirse, harán juramento de sostener en cuanto sea justo el derecho que tienen los ciudadanos a publicar sus escritos. El acusado puede recusar hasta diez vocales, sin que se le obligue a expresar causa.

VII

De las resoluciones de esta junta puede apelarse a la misma junta compuesta de siete individuos de los que proveyeron el auto reclamado, quienes revisarán el asunto en la misma forma que se dispone para primera vista.

VIII

Convencido el gobierno de que es un delirio que los hombres particulares disputen sobre materias y objetos sobrenaturales, y no pudiendo ser controvertida la moral que aprueba toda la iglesia romana, por una excepción de lo determinado en el artículo 1°, declara: que los escritos religiosos no pueden publicarse sin previa censura del ordinario eclesiástico y de un vocal de la junta protectora. Siempre que se reclamare sobre un escrito que trate de materias religiosas, seis individuos sorteados de entre el total que compone las últimas listas presentadas para la elección de vocales, unidos al diocesano, declaran ante todas cosas, a pluralidad, si la materia que se reclama es o no religiosa; y resolviendo que lo es, se sortean entonces cuatro vocales eclesiásticos del mismo total de las listas, y no habiéndolos, se completa su número con los examinadores sinodales más antiguos residentes en la capital, y estos, unidos al diocesano, examinan en la forma ordinaria si hay o no abuso.

IX

De todo escrito es responsable su autor, y, si es anónimo, el impresor, quien también debe responder de la publicación de un escrito religioso sin la censura dispuesta en el artículo 8°.

X

Todo ciudadano que directamente, por amenazas o de otro cualquier modo indirecto, atentase contra la libertad de la imprenta, se entiende que ha atacado la libertad nacional. Deben imponérsele las penas correspondientes a este delito y principalmente la de privársele en adelante de los derechos de ciudadanía.

Dado en el palacio de gobierno.— Santiago, 23 de junio de 1813.—Francisco Antonio Pérez.— José Miguel Infante.— Agustín Eyzaguirre.—Egaña, secretario.

NINGUNO PUEDE APETECER LO QUE NO CONOCE

La paradoja que explora este escrito de 1817 es sintomática de la inestabilidad del proceso independentista, y da cuenta de la forma en que los más convencidos entendían los obstáculos del período. El tibio entusiasmo de las mayorías por abrazar la libertad solo podía explicarse desde una carencia, y esa carencia daba sentido a la promesa emancipadora del proyecto ilustrado. Si la ignorancia y la censura eran las razones últimas de la postración, con solo pronunciar esos nombres ya era posible imaginar por dónde iba la salida: la educación en los nuevos principios haría evidente la superioridad de la vida libre. Era un argumento muy de época, y no necesariamente útil al propósito de sus adherentes. Pocos años después, una versión menos sofisticada de esta misma idea terminará justificando la adopción de formas autoritarias en espera de mejores condiciones para el despliegue de la libertad.


Sin título

El Amigo de la Ilustración, Santiago, Núm. 1, 1817, en Colección de antiguos periódicos chilenos, 1817, Guillermo Feliú Cruz, ed. (Santiago: Imprenta Universitaria, 1951), pp. 347-349

Solo el pueblo culto e ilustrado conoce los bienes de la libertad, y es el único que puede tributar a este ídolo sagrado los sacrificios y adoraciones debidas. Por el contrario, un pueblo ignorante jamás aspirará a ser libre; porque ocultándole su misma ceguedad, cuanto le importa serlo; lejos de estimularle a una empresa tan útil y gloriosa, le hace dócil a las cadenas e insensible a los males de una miserable esclavitud. ¿Mas en dónde hallaremos el comprobante de estas verdades? ¿Será acaso difícil su demostración? No: no lo es; pues en nosotros mismos tenemos el ejemplar a la vista, si reflexionamos un poco.

Vio Chile la aurora de una tan bella revolución: rompiéronse a su luz las cadenas y los grillos; y púsose en nuestras manos el inestimable tesoro de la libertad. Unas medidas sabias y enérgicas, una actividad infatigable, un valor intrépido y osado, una constancia heroica y un ardiente y puro patriotismo parece deberían desplegarse en esta crisis, tanto para perfeccionar la obra comenzada, cuanto para defendernos de la usurpación y tiranía. ¿Pero qué sucedió? Una indecisión culpable, una poltronería perjudicial, un miedo con honores de valor, una inconstancia vil, unas personalidades ridículas y un egoísmo desmascarado, fue el conjunto brillante de nuestras virtudes políticas. ¡Qué rasgos y esfuerzos tan propios de unos hombres educados en la bárbara escuela de la ignorancia! ¡Qué fruto tan bello de la incivilización en que hemos vegetado! ¡Cuánta complacencia debió producir en los tiranos una conducta semejante! ¡Y qué motivos tan poderosos para excitar la compasión de los sabios! Aquellos chilenos poco ha juguete de la ambición y del orgullo; miserables tributarios de una insaciable codicia; esclavos viles del despotismo y la tiranía; y hombres que sepultados en el abatimiento, eran desconocidos del rango de las demás naciones; verse por una combinación feliz de circunstancias, elevados a la clase de hombres libres: árbitros de su propia felicidad, dueños absolutos de sus haberes; y representando en el gran teatro del universo, no ya como humildes siervos de un déspota extranjero, sino como seres más nobles, y como miembros de una sociedad independiente y nueva; estos mismos chilenos, vuelvo a repetir, lejos de inflamarse con la perspectiva brillante de una mudanza tan gloriosa y de ser incansables hasta consolidar el edificio grande de su libertad, ¿por qué se muestran tan tibios, tan flojos, tan pusilánimes y tan indolentes? ¿Por qué no les mueve ni la esperanza de una suerte feliz, ni el temor de recaer en el oprobio y la miseria? ¿Qué sueño, qué embriaguez o qué letargo es este tan profundo? ¿Cuál es la causa de una insensibilidad tan funesta? ¿Qué es lo que ofusca con tanta fuerza los espíritus? Qué ha de ser, sino la oscuridad y las tinieblas. Qué ha de ser, sino esa densa nube de necias y groseras preocupaciones, bajo cuya maléfica influencia hemos tenido la desgracia de nacer y educarnos. Y qué ha de ser, sino la copa fatal de la ignorancia con que brinda la tiranía para adormecer a los incautos pueblos, y luego encadenarlos a su arbitrio. Pero aún más claro.

 

Ninguno puede apetecer lo que no conoce; y ninguno puede decidir sobre la justicia o injusticia de las acciones humanas, ignorando los principios del derecho. Ahora pues, ¿cómo desearían los chilenos los bienes de la libertad, si jamás los habían conocido? ¿Cómo temblarían al contemplarse otra vez en el miserable estado de la esclavitud, si creían que este era el mejor género de vida a que estaban destinados? ¿Cómo mirarían con horror a sus opresores, si estaban persuadidos que su autoridad dimanaba del mismo Dios? ¿Cómo se resentirían de las injusticias, vejámenes y ultrajes, si les habían enseñado desde la cuna a respetar como leyes divinas, aun las más arbitrarias de los déspotas peninsulares? ¿Cómo reclamarían sus prerrogativas y sus fueros, si se les había ocultado cuidadosamente que les competían algunos? ¿Cómo salir de este caos miserable, si estaban cerrados todos los conductos? ¿Y cómo finalmente acertar a distinguir lo que convenía a sus verdaderos intereses, si carecían de conocimientos sobre la materia? Amados compatriotas, vosotros habéis procedido muy mal; pero no me atrevo a culparos de malicia. Nuestra flojedad y nuestros errores deben atribuirse a nuestra misma ignorancia. El bárbaro español que nos oprimía puso siempre todo su conato en hacernos salvajes, y en identificarnos con los brutos para decretar a su antojo de nuestra suerte con la misma facilidad que el pastor dispone de un rebaño manso de ovejuelas. Pero vosotros sois hombres, y sois americanos. Empeñaos en conocer lo que os pertenece como hombres y luego procederéis como buenos americanos. Procurad ser sabios y cultos; que así seréis luego felices y también seréis el honor de nuestra patria.

Pero con cuánta admiración vemos aún en nuestros días que muchos libros que pueden ilustrarnos, una chusma numerosa de hipócritas y de ignorantes los condena atrevidamente como nocivos y heréticos. ¿Por qué? Porque deben mirarse como tales unos libros que no van por el estilo de los que nos permitían leer los españoles. ¿Y por qué? Porque son unos libros que tal vez ridiculizan el abuso de nuestras costumbres, nuestras preocupaciones y los supersticiosos absurdos que introdujo la tiranía como máximas religiosas y verdades reveladas, para cimentar mejor su trono y para autorizar sus crímenes y atrocidades. Es preciso pues desengañarse que unos pueblos nutridos con la leche de la ignorancia perderán bien poco de su carácter antiguo, si no se abren las puertas a la razón. Sus luces tienen un estrecho y necesario enlace con la libertad; y así mientras aquéllas no se propaguen y dilaten, tampoco puede tener esta unos dignos amigos y defensores. La independencia de la razón y la libertad de escribir son la salud del género humano. Fíjense las restricciones legítimas y discurra y escriba cada uno sin embarazo. Estimule el gobierno a que todos contribuyan con sus conocimientos, y tóquense todos los resortes posibles para llegar al fin que nos hemos propuesto.

LAS IDEAS IMPERFECTAS DE LIBERTAD

Este artículo de 1818 tuvo el mérito de avanzar una definición sustantiva de la idea de libertad, enriqueciendo el uso más frecuente —como antónimo de tiranía— presente en los primeros debates independentistas. El autor, Antonio José de Irisarri, explora aquí la idea de “libertad social”, que supone responsabilidad en su ejercicio bajo la conciencia de lo que implica la convivencia cívica. De ese modo denunciaba cierto ánimo levantisco e ingenuamente revolucionario, el temido fantasma del faccionalismo y la sedición, que ponía en riesgo no solo la viabilidad del proceso autonomista, sino también el respeto a los derechos ciudadanos. En una clave similar aborda el otro extremo de la ecuación, el poder que debía o no concentrar el gobierno, advirtiendo que una excesiva sustracción de atribuciones, motivo recurrente en la retórica liberal, constituía también un riesgo para la estabilidad del nuevo orden. Bajo esas claves, Irisarri criticaba a los enemigos y blindaba el gobierno de Bernardo O’Higgins, del cual era funcionario y firme adherente.


Libertad

El Duende de Santiago, Santiago, 22 de junio de 1818, Núm. 1, pp. 1-8

La libertad ha sido el único objeto de nuestros empeños, desde que comenzamos nuestra gloriosa lucha contra los españoles. Este ha sido el único fin que nos propusimos por consecuencia de nuestros sacrificios, cuando formamos el propósito de arrancar el gobierno de Chile de las manos de nuestros opresores. Por ahora podemos decir, que estamos libres de aquella tiranía antigua; pero debemos examinar si gozamos de la libertad que apetecíamos.

Si solo llamásemos libertad, aquel estado de absoluta independencia en que jamás se hallaron los hombres y que solo pudo ser imaginado por ciertos filósofos de nuestro tiempo, para sorprender con su pintura a los pueblos abatidos, desde luego confesaremos que no la hemos adquirido, y que no la adquiriremos jamás, porque es un imposible. El hombre, criado para vivir en sociedad, no pudo gozar un solo día de su vida de aquella libertad con que la naturaleza dotó a los brutos. La organización de nuestro cuerpo, las facultades de nuestra alma, nuestras necesidades, nuestras pasiones; todo nos convence, que nunca pudimos hallarnos colocados ventajosamente en la situación desamparada del tigre, del león o del jabalí. Los que imaginaron al hombre errante en los bosques, viviendo como bestia, luchando con las fieras, y gozando de la libertad que gozan estas, se imaginaron un hombre de otra naturaleza, que no conocemos; rompieron las vallas del tiempo que nos descubre la historia, y fueron a buscar, en el obscuro campo del olvido, lo que no podían hallar en medio de las luces de la verdad.

La independencia absoluta de las fieras está garantida con la dureza de su constitución, y con la fuerza de las armas naturales, que sacan del vientre materno. El hombre demasiado débil para luchar con el tigre, con el león, con el oso, y con las otras especies de bestias feroces, no pudo resistirlas sino apartándose de ellas, poniendo reparos contra su fuerza, reuniéndose a sus semejantes, y haciendo valer en su favor los arbitrios que le sugería su natural disposición. Por esto hallamos desde los tiempos más remotos el establecimiento de la sociedad, ya en las rancherías, o aduares, ya en pueblos menos rústicos, ya en ciudades cómodas, ya en fin en soberbias y dilatadas provincias. Así pues, convendremos en que la libertad propia del hombre, no es, ni puede ser absoluta, como la de los animales, criados para vivir a su arbitrio, sino aquella de cuyo goce no resulte un mal a los demás, aquella de que todos los individuos saquen un igual beneficio.

La sociedad proporciona a todos sus miembros unas ventajas que nacen de la obligación mutua de cada individuo; y sería la mayor quimera suponer en alguno de los socios, o en todos ellos, la libertad para faltar a estas obligaciones. Cuando todos se conviniesen en romper los vínculos que los unen, dejarían de ser socios, y por consiguiente no podían llamar social aquel género de libertad frenética de que usaban. Cuando una parte del todo se declarase contra las obligaciones comunes, esta parte, sin derechos, se haría enemiga de la otra, y sería vencida y castigada por aquella, en cuya unión debía haber mayor fuerza. Y si ni el todo, ni una parte considerable puede faltar a sus obligaciones, sin destruirse, menos podrá hacerlo cada individuo en particular.

Sentados estos principios inconcusos, definiremos la libertad social: aquella facultad de hacer en nuestro beneficio todo lo que no ofenda a los derechos de los otros. Debemos explicar en esta definición que nuestro beneficio no es solamente aquello que contribuye a hacer nuestra vida soportable, sino también todo lo que la imaginación y el capricho nos hace mirar como goces de la felicidad. La sociedad solo puede impedirnos hacer lo que no perjudica a los demás miembros de ella, sin ligar nuestra libertad a más estrechos límites, que los que naturalmente tiene el interés común. Así es, que no seremos libres cuando se nos prohíba hacer aquello que es indiferente a los demás, y de cuya ejecución no puede venir un mal a nuestros compatriotas. Nos jactaremos, sí, de nuestra libertad cuando sujetándonos al cumplimiento de nuestros deberes sociales, hagamos lo que estos nos permiten, sin traspasar la línea de nuestras facultades.

Esto supuesto, podemos ya decidir, si gozamos en Chile de la libertad social o si hemos mudado de tiranos, cuando acabamos de echar por tierra la antigua tiranía. ¿Se nos prohíbe hacer lo justo o ejecutar lo indiferente? No, por cierto. Todo se nos concede hacer, menos aquello que redundaría en daño común, aquello que solo pudiera ejecutarse libremente en medio de una anarquía horrorosa. Comparemos nuestra libertad política con la de los otros países del antiguo mundo, en donde se cree que la hay más bien radicada; y hallaremos que aunque nuestros sacrificios han sido menos que los hechos en aquellas partes, nada tenemos que envidiarles sino lo que es obra del tiempo y de mil felices ocurrencias.

El pueblo inglés ha sido desde muchos años ha, uno de aquellos que por su constitución y su carácter han conservado la libertad civil sobre los más sólidos fundamentos. En la corte de aquel grande imperio, a pesar de ser la residencia del rey y de muchos príncipes, jamás se veía un soldado por las calles: todo el orden admirable de aquella inmensa población era obra de la moral de los habitantes: la ley obraba sin el auxilio de la fuerza armada. El hombre gozaba de la seguridad más grande imaginable, y podía decir, que nadie juzgaría de sus acciones, sino por el poder que él mismo le prestase a otro ciudadano. Las sabias instituciones del juicio por jurados, y de la ley que llaman del habeas corpus, daban a los ingleses la mejor garantía de no ser juzgados por sus enemigos, ni ser privados de su libertad, sino cuando fuesen realmente criminales. Mas hoy la Corte de Londres está llena de soldados y de oficiales, que ostentan el uniforme militar con tanto empeño cuanto era en otro tiempo el que ponían en ocultarlo; la ley del habeas corpus ha estado suspensa un año entero, y quién sabe hasta cuándo lo estará; los ministros están facultados para aprehender a los ciudadanos sospechosos; el pueblo no puede reunirse sin cometer un delito de sedición; por todas partes se ven monumentos de libertad, pero monumentos de una libertad arruinada; por todas partes se oyen clamores inútiles; y por todas partes se oyen también los aplausos del gobierno por estas mismas medidas.

 

Pasemos de Inglaterra a Francia, y veremos en este país de revoluciones todos los vestigios del horror y toda la existencia de la tiranía. La sangre francesa, derramada por torrentes, para anegar en ella a los antiguos tiranos, ha sido tan inútil, como los demás esfuerzos y sacrificios hechos en el continente de Europa por afianzar una nueva dinastía, más tiránica que la anterior. Allí veremos los lugares, en que se ejecutaron los mayores atentados en nombre de la libertad; allí veremos las plazas, y las calles, en donde se inmolaban por centenares a los mismos republicanos, que no eran amigos de los gobernantes; allí veremos las casas, los palacios en donde brillaron como relámpagos tempestuosos, la asamblea, el directorio, el tribunado, el consulado, y el imperio. Preguntaremos a los franceses ¿qué fruto produjo tanta sangre derramada? ¿Cómo habéis vuelto al estado en que os hallabais, cuando comenzó vuestra revolución? El vulgo necio callará confundido, pero los sabios nos contestarán: “Quisimos llevar la libertad hasta confundirla con la licencia; no permitimos la ejecución de cuanto nos ocurría hacer; nosotros éramos nuestros mismos tiranos, y debía sucedernos, que llegase el día en que suspirásemos por las primeras víctimas de nuestro rabioso furor”.

La República de Holanda ya no existe sobre la tierra; y en su lugar solo hallaremos un nuevo reino, que obedece las órdenes del Príncipe de Orange. Los holandeses, tan celosos en otro tiempo de su libertad, tan felices bajo la administración republicana, ya parecen otros hombres de opuestos principios e inclinaciones, pues ni aún osan quejarse de la tiranía. ¿Y cuál pudo ser la causa de esta mutación de carácter y de gobierno? Ninguna otra más que el abuso de la libertad.

Florencia, Génova y Venecia, las repúblicas más célebres del antiguo mundo, han caído bajo la dominación de los reyes, no por otra causa que la que produjo la ruina de Holanda. Debilitados los resortes del gobierno con la oposición de los partidos, y de las facciones, no se han hallado en estos países libres, ni la energía, ni la fuerza necesarias para contrarrestar al poder formidable de un rey, que dispone de sus vasallos como de sus esclavos, y se hace obedecer sin permitir replicar. Mientras los hombres libres han perdido el tiempo en discusiones sobre la justicia, y conveniencia de sus proyectos, los tiranos han aprovechado los momentos propios para la victoria, y venciendo con la celeridad han hecho inútiles los esfuerzos del poder más racional y más justo.

Nosotros debemos tomar lecciones de prudencia en los desastres de los pueblos arruinados por no haber usado de la libertad como debían, y no podemos al mismo tiempo olvidar los males que padecimos algún día por haber confundido la libertad con licencia. Aprendamos a temer en el enemigo de Inglaterra los efectos de la sedición, que exige como remedio de la anarquía, la suspensión de los derechos más sagrados del ciudadano. Temamos, a la vista del estado en que se halla la Francia, los desórdenes de una revolución hecha en favor de la libertad, pero ejecutada bajo el influjo de las pasiones más despóticas. Aprendamos en los sucesos desgraciados de las demás repúblicas, a evitarlos con la moderación, dando al gobierno la fuerza y actividad necesarias, sin robarle el poder, que resulta de la unión, y sin distraerle con las niñerías populares, que inventa la ociosidad y fomenta la malicia.

Ya se ha repetido muchas veces, que el desorden ha sido la única causa de la ruina de Cundinamarca, de Cartagena y Caracas. Los celos indiscretos de aquellos, que temían dar demasiado poder al gobierno, le hicieron tan débil como convenía al enemigo común, y cuando abrumados de las pérdidas y desgracias, puestos al borde del abismo, se quiso confiarle un poder absoluto para reparar el daño anterior, no fue ya tiempo de remedio, porque había llegado el último término del mal. El general Miranda en Caracas debió haber tenido igual gloria que la que tuvo en Anveres [sic] mandando los ejércitos de la república francesa; pero sus compatriotas menos generosos que los extranjeros, y con más necedad que la que debía esperarse, temieron fiar a sus conocimientos y a su virtud la suerte de su patria. En vano este hábil general les manifestaba los peligros, que el vulgo turbulento no acertaba a divisar; solo se acordaron de su debilidad propia cuando todo estaba perdido, y cuando el héroe no podía menos de ser confundido con los cobardes.

En Cundinamarca o Santa Fe, las ideas imperfectas de libertad ocasionaron tal confusión interior, que el enemigo no tuvo más trabajo para vencer, que el de presentarse ante aquellos pueblos desorganizados; estos no habían aprendido más que a hacer revoluciones, y crear soberanías independientes en cada una de las faldas de aquellos cerros, y en cada una de las vegas de aquellos ríos; cuando se les hablaba de los enemigos decían que los pueblos libres eran invencibles; pero tan débiles como presumidos e ignorantes, cayeron todos bajo el poder de Morillo, y pagaron su locura en los cadalsos.

Pasemos ahora a considerar los males que la falsa idea de libertad ha acarreado a nuestros vecinos y amigos de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Allí se nos presenta en la banda oriental un hombre sin talentos políticos, sin instrucción militar, que proclamando la licencia, y permitiendo todos los desórdenes, separa una gran parte de los habitantes de la obediencia al gobierno, y los pone en la necesidad de ser presa de los extranjeros, sus vecinos. Aquellas campañas desoladas, teatro del vandalaje más atroz, no pudieron oponer una resistencia eficaz a las tentativas hostiles de los portugueses; aun cuando hubieran presentado mejores proporciones para defenderse, no habríamos visto otro resultado, porque los hombres sensatos que habitaban el país, se hallaban cansados de sufrir los males de un desgobierno. Si esto no hubiese sucedido, si Paraguay hubiese obrado de acuerdo con la Capital de Buenos Aires, si las demás provincias no hubiesen oído jamás las sugestiones perniciosas de los genios turbulentos, que aspiran a hacer su fortuna a la sombra de los conflictos públicos, el ejército español del Perú hubiera sido mil veces deshecho, y quizá estuviera en la plaza de Lima enarbolada la bandera de la libertad. En este caso yo les dijera a todos los americanos: ahora es tiempo de pensar en nuestros negocios interiores; hasta aquí no hemos podido hacer más que dedicar nuestras fuerzas reunidas contra el enemigo común.

Llevemos, pues, compatriotas, por norte nuestras empresas la libertad social y no la licencia: veamos que las pasiones deben arrastrarnos a nuestro exterminio, si no las enfrentamos, sujetándolas a la razón. Veamos sobre nuestras cabezas la cuchilla española, que nos amenaza: este es el enemigo verdadero de nuestra libertad. Pongámonos a cubierto de este mal inminente, y si queremos hacer locuras, esperemos el tiempo en que sean menos funestas por las circunstancias.