La MANE y el movimiento estudiantil en Colombia

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Aunque hubo otros hechos similares en esos años, lo ocurrido en la Universidad de Antioquia en 1987 ilustra con dramatismo el grave problema que se cernía sobre las instituciones educativas superiores. En efecto, ese año fueron asesinados profesores defensores de derechos humanos, como Héctor Abad Gómez y Leonardo Betancur, cuando salían de la funeraria luego de rendir homenaje a una víctima más de los sicarios. Meses más tarde cayó asesinado Jaime Pardo Leal, profesor de la Universidad Nacional y dirigente de la Unión Patriótica. Y no fueron los únicos casos. Lo sucedido en las universidades públicas, aunque de menor escala que en otros escenarios nacionales, fue suficientemente preocupante como para alertar a los movimientos estudiantiles sobre los peligros de la instrumentalización guerrillera y de la amenaza paramilitar. La respuesta fue variada e incluyó desde protestas llenas de ira ante las violaciones de derechos humanos hasta pacíficos encuentros, como los llamados campamentos Chucho Peña,32 que se realizaron en el segundo lustro de los 80 para hacer las respectivas denuncias.

En ese contexto, se entiende el impacto que produjo la acción estudiantil de fines de 1989 y gran parte de 1990, encaminada a impulsar la Asamblea Constituyente y a tener presencia en ella. Aunque iniciada en las universidades privadas y en círculos cercanos a Luis Carlos Galán, candidato liberal a la Presidencia asesinado en agosto de 1989, la iniciativa contó con cierto apoyo en las universidades públicas, en especial por parte de simpatizantes de las guerrillas en camino de desmovilizarse. No fue un movimiento masivo, como el que acompañó a Camilo Torres a mediados de los 60, como el que paralizó prácticamente todas las universidades en febrero de 1971 o como el que se manifestó en los inicios del Gobierno de López Michelsen, y ni siquiera logró unificar a los grupos participantes, que se dividieron en dos, lo que impidió sacar más de un delegado a dicha asamblea a pesar de que habían sido los más activos en su convocatoria, pero este “movimiento” mostró signos de repolitización de la vida universitaria, en el sentido de introducir allí los debates públicos no solo sobre temas nacionales, sino también sobre el devenir mismo del mundo académico. Incluso los puestos estudiantiles en las instancias colegiadas de las universidades públicas, vacíos durante años por una intransigente abstención, comenzaron a ser ocupados en esos años (Jiménez y Figueroa, 2002, pp. 203-207). De alguna forma, el anhelado encuentro con el país “nacional” se había producido bien en la lucha callejera, como en el paro cívico de 1977, o bien en la acción institucional en favor del respeto a los derechos humanos o en el impulso a una asamblea constituyente para producir un nuevo pacto social.

Crisis y recomposición (1991-2011)

El contexto mundial de fines del siglo XX y comienzos del XXI está marcado por la caída del socialismo “realmente construido”, especialmente de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y su área de influencia, y por el aparente triunfo de la globalización neoliberal. Ello significó el debilitamiento del horizonte utópico para las izquierdas y los movimientos sociales, que de todas formas siguen resistiendo al neoliberalismo, especialmente desde fines de los 90. Esta ideología, propia del capitalismo tardío, está debilitada pero sigue viva, y más en países como Colombia. En los 90, tanto en América Latina como en Europa del Este, se produjo el retorno a la democracia liberal, pero sin que mejorasen las condiciones de existencia de los sectores menos favorecidos. Ello explica el temporal giro hacia la izquierda en el continente, con los diversos matices que ella albergaba, aunque desde hace un lustro la derecha esté de retorno al poder.

Colombia, aparentemente, ha ido en contravía de esta tendencia, pues los últimos gobiernos fueron de marcada tendencia neoliberal, especialmente el de Álvaro Uribe Vélez (2002-2010), que además contó con grandes dosis de autoritarismo. Su sucesor, Juan Manuel Santos (2010-2018), continuó esas orientaciones económicas, aunque fue menos polarizador que Uribe Vélez y dio algunos pasos positivos en cuanto a la búsqueda de una salida política al conflicto armado con la insurgencia.

Si bien la Constitución de 1991 consagró el Estado social de derecho, incorporó también elementos neoliberales de desmonte del Estado. Así, desde comienzos de los 90, con el Gobierno de César Gaviria (1990-1994), se produjo una apertura económica que afectó a la industria y la agricultura, perjudicada esta también por el declive de la caficultura. Paralelamente, continuó y se degradó la guerra interna, y cada vez fue más evidente la influencia del narcotráfico en todos los actores armados, incluida la insurgencia. Esto produjo una dramática crisis humanitaria sin parangones en el continente y casi en el mundo.33 En ese contexto se entiende la crisis organizativa del movimiento estudiantil, como también los recientes intentos de recomposición. Veamos con más detalle esta historia reciente, que le debe mucho a los momentos anteriores.

Si retornamos a la figura 1, que muestra las luchas estudiantiles, constatamos que el reflujo vivido desde finales de los años 70 continúa en los 90 y que solo comienza a recuperarse en 1997, pero lo hace con contundencia solo diez años después. En medio de este reflujo, se produjo una nueva reforma de la educación superior, con la Ley 30 de 1992. Si bien el Gobierno de Gaviria no la tenía como prioridad, sí le urgía adecuar los entes universitarios al nuevo contexto global y nacional (Lucio, 1993). Dicha ley intentó reorganizar el sistema de educación superior, definiéndola como un servicio “público”.34 Este “sistema” incluye no solo las universidades como tal, sino los institutos técnicos y las escuelas tecnológicas; en realidad, se trata más de una educación postsecundaria que exclusivamente universitaria. Además de fortalecer el papel vigilante del Estado —por medio del Icfes— ante la proliferación indiscriminada de instituciones de educación superior, se crearon instancias formales de coordinación, como el Consejo Nacional de Educación Superior (CESU), en el que los estamentos propiamente universitarios son la minoría.35 Ante la precaria situación financiera de las universidades públicas, la Ley 30 propuso atar el incremento de los aportes estatales al índice anual de precios al consumidor para mantenerlos en pesos constantes (artículo 86), y para responder a la presión de los estamentos universitarios y adecuarse a las pautas de autonomía y autogobierno proclamadas por la Constitución del 91, se abrió la puerta a supuestos procesos participativos en la designación de sus autoridades, pero reservándose el Estado la última palabra por medio de los consejos superiores de las universidades (artículo 64).

Todos estos temas, así como la elaboración de la reglamentación propia de cada universidad, serían puntos de controversia en el mundo universitario y estallarían en la coyuntura de 2011 a raíz del proyecto gubernamental de reforma de la Ley 30, del que nos ocuparemos más adelante. Que dicha ley no solucionó los problemas de la educación superior es constatado por los abundantes conflictos que se dieron en esos años en torno a la designación de las directivas universitarias —comúnmente de forma no democrática—, la autonomía universitaria y los problemas financieros y de bienestar.36 Estos serían los principales motivos de las luchas estudiantiles en este periodo, a los que se agrega la demanda por la vigencia de los derechos humanos, que, como ya veíamos, creció desde los años 80, cuando estalló de nuevo la guerra interna, atizada por el narcotráfico.

De esta forma, desde que se posesionó Ernesto Samper (1994-1998), le llovieron críticas por la financiación de su campaña con dineros del tráfico ilegal, en lo que se conoció como el Proceso 8000. Los estudiantes, especialmente de las universidades privadas, estuvieron en primera fila desfilando de forma simbólica con atuendos alusivos a dicha denuncia, pero también marcharon, junto con miles de ciudadanos, contra la violencia y para reclamar una salida política al conflicto armado. Las demandas presupuestales de las universidades públicas no amainaron en esos años y aumentaron en 1999 cuando se discutía el plan de desarrollo de Andrés Pastrana (1998-2002), en especial por la pretendida disminución de los aportes estatales y por la intención de reemplazarlos por el aumento de las matrículas (García, 2002, p. 189).

En el largo mandato de Álvaro Uribe Vélez, las luchas estudiantiles se incrementaron por motivos similares. En 2003 hubo convergencias ciudadanas en las que participaron los estudiantes en contra de un referendo que pretendía modificar la Constitución y de la anunciada reelección del presidente. Igualmente, mucha gente se movilizó por esos años en contra de los tratados de libre comercio (TLC), especialmente con Estados Unidos. Aunque los resultados no le fueron siempre favorables a la protesta ciudadana, con estas acciones se rompía el unanimismo que el régimen quería imponer de forma autoritaria. Por ese tiempo, en la Universidad Nacional se desplegó un movimiento contra la segunda rectoría de Marco Palacios y contra su intento de amoldar la institución a los requerimientos de la globalización neoliberal y al régimen uribista.37 En 2007, los estudiantes de distintos niveles educativos acudieron de nuevo a las calles en contra de la reforma al Sistema General de Participaciones (SGP) —comúnmente llamado de transferencias del Ejecutivo central a las regiones—, que afectaba al sistema educativo general, y contra el nuevo plan nacional de desarrollo en lo que se refería al pasivo pensional de las universidades públicas, a las que el Estado obligaba a negociar con el aporte de una parte de sus propios recursos, lo que afectaba sus ya de por sí precarios ingresos.38

 

Las denuncias de represión estatal, aunque fueron constantes en ese tiempo, se incrementaron en los últimos años del mandato de Uribe, máxime en 2008, cuando el presidente autorizó a la policía a entrar a las universidades en caso de protestas sin el previo consentimiento de las autoridades académicas. Así, no solo se restringían los derechos ciudadanos sino que se limitaba más la autonomía universitaria. Estos reclamos iban paralelos a las denuncias de violencia paramilitar contra las universidades públicas, en especial las de la costa Atlántica, Antioquia, Caldas y los Santanderes.

Como se desprende de este sumario recuento,39 los reclamos estudiantiles de los últimos años tocaron aspectos como la autonomía universitaria, la financiación de las entidades públicas y el bienestar universitario integral, la calidad académica, las relaciones con la sociedad y la vigencia de las libertades democráticas y los derechos humanos, puntos que conformarían el Programa Mínimo agitado por el movimiento estudiantil de 2011. Es hora de considerar dicha coyuntura con cierto detenimiento.

Para los estamentos universitarios era claro que la Ley 30 de 1992 adolecía de problemas, como hemos visto, y que los cambios ocurridos en la sociedad colombiana y el mundo en los últimos veinte años exigían su adecuación, pero otra cosa fue la propuesta de reforma al sistema de educación superior que apresuradamente y de forma inconsulta presentó el Gobierno de Juan Manuel Santos al Congreso, en octubre de 2011, como el Proyecto de Ley 112.40 Veamos por qué.

Un tema que se aducía como justificación para la reforma era la baja cobertura de las instituciones de educación superior (IES), como ahora se designa a las universidades y las instituciones técnicas y tecnológicas.41 Prácticamente hay un consenso en el mundo universitario sobre la ampliación de la cobertura, pero lo discutible es a qué costo.42 En este terreno, el Gobierno le pedía mayor esfuerzo a las IES públicas mientras les exigía mejorar la calidad, lo cual era contradictorio si no había una planeación para incrementar los cupos y, sobre todo, si no había una adecuada financiación para dar este salto.

Ahora bien, aquello de la calidad de la educación también es materia de controversia. Como lo muestran Miñana y Rodríguez (2011), expertos en el tema, nunca se la definió en el proyecto oficial a pesar de ser el comodín que permanentemente se usaba en el articulado. Estos analistas distinguen entre calidad como producto y como proceso, y en ambos casos era engañosa su apelación, pues, por donde se mirara, terminaba significando indicadores que se volvían fines en sí mismos o una gestión de excelencia. Todo ello tiene un sabor mercantil ajeno al campo educativo y distante de lo que podría ser la calidad de vida de los estamentos universitarios. En todo caso, la evaluación de la calidad era central en el proyecto gubernamental para los procesos de acreditación, para acceder a las instancias de decisión como el CESU o para la distribución de recursos. Además, por si fuera poco, el Ministerio delegaba la labor de evaluación en entes externos al sistema de educación superior.43

Otro tema de disputa pública y de gran movilización estudiantil en los últimos años, como hemos constatado en estas páginas, es la financiación de las universidades públicas. La Ley 30 (artículo 86) aseguraba un aporte estatal que se incrementaría anualmente en pesos constantes. Al final del Gobierno de Uribe, se creó adicionalmente un fondo o “bolsa común”, que se repartiría entre ellas de acuerdo con unos indicadores de “gestión”, de los cuales el principal era la ampliación de la cobertura. Pero con ello no se sufragaron los crecientes costos de las IES, y, peor aún, se estimuló un desproporcionado aumento de la matrícula en algunas universidades de provincia, con el fin de hacerse a la bolsa, sin que hubiera infraestructura para atender dicho incremento, lo que deterioró más la calidad de la educación superior.

Solo considerando estos temas era claro que se debía modificar la Ley 30, pero la propuesta que Santos puso a circular en el primer semestre de 2011 tenía problemas de forma y de fondo. En cuanto a la forma, el proyecto del Ministerio de Educación no fue discutido ampliamente con la comunidad universitaria, y escasamente se hizo con los rectores.44 Más de fondo, la propuesta tuvo serios problemas que fueron resaltados en las protestas universitarias, así como por otras voces críticas. Por ejemplo, en la búsqueda de recursos para ampliar la cobertura “con calidad”, se acudía a dos mecanismos que terminarían convirtiendo a la educación en una mercancía y privatizando la educación pública.45 Por una parte, se habló de impulsar la inversión privada en la educación superior por medio de fundaciones con ánimo de lucro nacionales o extranjeras. Aunque este punto se retiró del proyecto presentado formalmente al Congreso a comienzos de octubre de 2011, el espíritu mercantil de la educación superior permaneció en el articulado, incluso cuando se hablaba de instituciones “mixtas” sin definir qué eran.46

Por otra parte, el Gobierno de Santos propuso aumentar su aporte en proporción al incremento del producto interno bruto (PIB), lo que ponía a las IES públicas al vaivén del desarrollo económico y hacía que sus recursos siempre estuvieran rezagados en relación con el PIB (Rodríguez, 2011). Las sumas estatales que se otorgasen adicionalmente —por ejemplo, un prometido incremento de “tres puntos reales” entre 2012 y 2014 o el 10 % de la Ley de Regalías para ciencia y tecnología— serían distribuidas según indicadores de “gestión” de las universidades públicas, de los cuales el principal era la ampliación de la cobertura, como se dijo. Adicionalmente, el Gobierno fomentaría los créditos para que los estudiantes ¡pagaran sus matrículas y se sostuvieran! Esto último —que se plasmaría parcialmente en el programa Ser Pilo Paga, que veremos luego— es una expresión del esquema de financiación por la vía de la demanda, según la lógica neoliberal, que tiende a sustraer al Estado del subsidio a la oferta, esquema mercantilista que ya ha mostrado ser inadecuado en el sistema de salud.47

Otro problema nada despreciable del proyecto de reforma de la Ley 30 presentado por el Gobierno Santos era que aumentaba el control estatal en el sistema de educación superior y deterioraba la autonomía universitaria (“Reforma a la Ley 30”, 2011).48 Un último elemento que molestó a los estamentos propiamente universitarios fue la utilización que hizo el Gobierno de los institutos técnicos y tecnológicos, a los que buscaba fortalecer financieramente y les permitió ofrecer títulos de posgrado para ponerlos en contra de las universidades, a las que, al tiempo, tachaba de privilegiadas. Esto produjo en el aludido proyecto una nivelación de todas las llamadas IES, sin que hubiera una organización jerárquica del sistema de educación superior que diferenciara claramente los niveles de enseñanza, sus especificidades y los requisitos que cada uno exige.49

Estas y otras falencias fueron percibidas prontamente por la comunidad universitaria,50 incluidos los rectores, pero fueron los estudiantes, especialmente los de pregrado, quienes se pusieron al frente de la movilización. De nuevo hay que decir que este proceso no surgió de la noche a la mañana. Ante la crisis financiera de las universidades públicas y la inminente reforma de la Ley 30, además de las otras demandas ya señaladas, grupos estudiantiles venían reuniéndose en los últimos años en busca de formas organizativas acordes con los nuevos vientos políticos globales y nacionales, al menos desde 2007.51

En efecto, después de un tiempo de dispersión del movimiento estudiantil, a fines de los 90 y comienzos de la siguiente década se dieron procesos organizativos propiciados, como solía ser en el pasado, por sectores de izquierda.52 Paralelamente, comenzaron a darse encuentros estudiantiles que dieron origen a la Coordinadora Nacional de Estudiantes Universitarios (CNEU), que se planteó como un espacio de interlocución entre organizaciones estudiantiles ya existentes, lo que limitaba su cobertura. Por diferencias entre las organizaciones que la conformaban, prácticamente dejó de existir a mediados de esa década. En posteriores encuentros estudiantiles, especialmente en 2009 y 2010, se insistió en fortalecer los procesos organizativos de base en las universidades y otras instituciones de educación superior.

Finalmente, en marzo de 2011, cuando ya el Gobierno había presentado a la opinión pública el proyecto de reforma de la Ley 30, hubo un nuevo encuentro en la Universidad Nacional de Bogotá convocado por las organizaciones estudiantiles existentes. Allí se expresó su voluntad para hacer un trabajo unitario, deponiendo el sectarismo que antes las separaba, para impulsar un espacio amplio llamado la Mesa Amplia Nacional Estudiantil (MANE). Era tan lesiva la propuesta de reforma del Gobierno que las organizaciones existentes, nacionales y regionales, decidieron articularse y abrirse más allá del estudiantado de las universidades públicas para incluir al de las privadas y al de los institutos técnicos y tecnológicos. Había un deseo de trascender las organizaciones nacionales existentes para llegar a las bases regionales. En este paso también influyeron los aprendizajes previos, como ya hemos descrito, y aunque subsistían tensiones entre las organizaciones convocantes, estas habían aprendido a ceder en aras de la unidad, al menos por el momento álgido de lucha en 2011.

La MANE fue un espacio de encuentro amplio que no quiso definir su carácter y que contaba con una estructura horizontal, alimentada por las plenarias, en las que funcionaban tres mesas: de movilización, organizativa y programática. Entre encuentro y encuentro, trabajaban el Comité Operativo —conformado por dos delegados de cada proceso organizativo— y las comisiones de Comunicaciones, Derechos Humanos y Académica. La MANE pretendió, sin lograrlo del todo, reproducirse en niveles similares en las regiones e incluso por universidades.53

Como en 2011 se cumplían cuarenta años del movimiento estudiantil de 1971, y para convocar una amplia movilización unitaria, se elaboró un nuevo Programa Mínimo. Los seis puntos de que constaba recogían las demandas previas universitarias, pero también plasmaban los énfasis de cada organización que convergía en la MANE. Estos se pueden resumir así: 1) financiación estatal adecuada de las universidades públicas, 2) autonomía y democracia universitaria, 3) bienestar integral, 4) calidad académica, 5) libertades democráticas y respeto a los derechos humanos y 6) estrecha relación universidad-sociedad.

Para mediados del año, ya se conocía el proyecto de reforma de la Ley 30, pero no se sabía cuándo lo radicaría el Gobierno en el Congreso. De eso dependía la hora cero del paro nacional estudiantil, aunque, de hecho, algunas universidades ya estaban en huelga. A comienzos de octubre, en el comité operativo realizado en Cali, se decidió que cada universidad se lanzaría a paro según su ritmo, pero que todas debían coincidir cuando se radicara el proyecto. Así, se concertó un paro nacional de 48 horas para los días 12 y 13 de octubre, pero luego se estableció como indefinido hasta que el Gobierno retirara el proyecto de reforma.54

Pero el movimiento estudiantil no se limitó a hacer proclamas o aislados paros: desde marzo se movilizó nacionalmente casi una vez por semana.55 Así, el 7 de abril participó masivamente en una protesta conjunta con los sindicatos del magisterio, acción que se volvió a repetir el 17 de mayo. Luego del receso de medio año, retornaron las movilizaciones y los encuentros de la MANE. A inicios de septiembre, el estudiantado nacional salió de nuevo a las calles con los sindicatos magisteriales. Para ese momento, varias universidades —la UIS, la Tecnológica de Pereira, la de Pamplona, la de Antioquia, la UPTC, la del Atlántico y la del Tolima— estaban en cese por problemas particulares. El 12 de octubre, como se dijo, hubo otra marcha para dar inicio al paro nacional, y luego, el 26 del mismo mes, se produjo el “abrazo a las universidades” o “abrazatón”. Después, el 3 de noviembre, hubo una jornada nocturna conocida como la “marcha de antorchas”, y el 10 de noviembre se dio la movilización más multitudinaria, que fue convocada como la “toma de Bogotá”, pero terminó siendo una marcha triunfal, pues se celebraba el anuncio del Gobierno de retirar el Proyecto de Ley 112. Pocos días después, se suspendió el paro mientras se acordaba con el Gobierno el procedimiento para la elaboración de la nueva propuesta de reforma y se exigía el cumplimiento de todos los puntos del Programa Mínimo.56 El 24 de noviembre, por último, se dio una jornada continental acordada con estudiantes chilenos y de otros países latinoamericanos.57

 

El impacto de estas movilizaciones radicó no solo en el gran número de participantes y la cobertura nacional, que incluía estudiantes de secundaria, profesores, padres de familia, egresados y ciudadanía en general, sino en su carácter pacífico y en las formas simbólicas y lúdicas de protesta, como los “abrazatones”, los “besatones”, los pupitrazos y la presencia de estudiantes disfrazados, como en carnaval, o incluso desnudos.58 Algunas de estas iniciativas fueron espontáneas —como abrazar a los policías en vez de enfrentarlos con violencia— y tuvieron mucho impacto en la opinión pública. También fue importante la participación de voceros estudiantiles y profesorales en debates parlamentarios, siguiendo una agenda política, aunque la MANE siempre insistió en que el espacio privilegiado de discusión eran las universidades y la calle. Sin embargo, esas intervenciones fueron claves, porque a partir de ellas el movimiento construyó alianzas con fuerzas partidistas críticas del proyecto de reforma oficial. El aval que en un inicio le dieron los rectores a la movilización, al oponerse al espíritu mercantil de la propuesta oficial, también sirvió para los propósitos de esta, al menos en un principio. La gran solidaridad ciudadana fue igualmente definitiva, y para ello la MANE tuvo el acierto de enmarcar su lucha en el reclamo amplio de la defensa del derecho a la educación. Con todo, el gran logro de que el Gobierno retirara el proyecto —algo único en la dinámica reciente de los movimientos sociales en el país— se le debe a los integrantes de la MANE y al movimiento estudiantil en general.

Pero no todo fue “color de rosa” en esa lucha. Por una parte, la MANE tuvo que soportar la descalificación por parte del Estado y aun de las directivas universitarias, que, luego de que el Gobierno retirara aquello de las fundaciones con ánimo de lucro, tacharon a los estudiantes de radicales e ignorantes, cosas que el movimiento rebatió lúcidamente. Tampoco fue poca la represión estatal que soportó la MANE, especialmente por parte del Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad), e incluso hubo detenidos, heridos y hasta un muerto en algunas refriegas.59

Por otro lado, casi paralelamente a sus logros, la MANE se vio desbordada por momentos y tuvo que lidiar con varias tensiones, como el cuestionamiento a sus mecanismos de toma de decisiones en las asambleas —si por consenso, como era la intención original, o por votación, como tuvieron que proceder en momentos álgidos—, la emergencia de un discurso antiorganización por parte de sectores “independientes”, la discusión sobre las vocerías nacionales y la articulación de procesos regionales con la dinámica nacional, de hecho centralizada en Bogotá y particularmente en la Universidad Nacional (Cruz, 2017, pp. 100-109). No sobra recordar que Bogotá es la ciudad donde no solo está la mayor población universitaria del país, sino donde están radicados los dirigentes de las organizaciones establecidas, que suelen aparecer como voceros de la MANE. En últimas, el tema organizativo fue el punto de quiebre de la unidad, pues siendo la MANE un espacio de encuentro estudiantil y no una organización formal, centralizada y vertical, como solían ser las del pasado, era difícil contar con una forma orgánica que garantizara que todos fueran escuchados.

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