Ladrar al espejo

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Así pues, salimos de la Turballe a las 7.30 h por la necesidad de llegar a Belle-Île con la pleamar, para la apertura de la esclusa de las 15 h. Por eso no nos quedó más remedio que salir bajo un chubasco, y luego aguantar varios diluvios por el camino que hacían ebullir la superficie del mar, aunque hablar de superficie era un eufemismo ya que había tanta agua por encima como por debajo de la línea de flotación. Aun así conseguimos hacernos las 27 millas a vela en unas seis horas y llegar justo cinco minutos antes de la pleamar. ¡Hay que fastidiarse con esta meteorología bretona, llegar a Belle-Île (en teoría “La Isla Bella”) en pleno junio con todo el Pescanova puesto! Esperábamos un paisaje bello como una primavera japonesa y encontramos una tierra que cuando conseguíamos verla entre la lluvia era de un solo color, el marengo, bajo un cielo gris como un elefante recién lavado.

Eso sí, el recorrido estuvo lleno de emociones fuertes. Vimos la primera manada de delfines de este viaje, se acercaron al Corto Maltés por babor y había varios chiquitines. Por la radio empezaron a anunciar ejercicios de tiro del ejército francés. Resulta que no practican solo en Las Landas, también los hacen en esa costa y estaban anunciando maniobras para los próximos días, con dos fragatas que iban a efectuar fuego real y un desembarco. No conseguí coger las coordenadas porque solo las daban en francés, sin decirlas luego en inglés como es lo habitual, a toda velocidad y sin repetirlas, y eran polígonos con varios vértices que anotar. Lo que sí entendí es que estarían navegando por la zona las dos fragatas y que estaba prohibido acercarse a 150 metros de su popa y a 100 metros de su costado. ¡A cualquiera se le ocurre acercarse a “eso”! Tendría que preguntar en Capitanía las fechas y las coordenadas porque los ejercicios iban a ser allí, en la misma bahía de Quiberon por donde tendríamos que pasar para seguir de Belle-Île hacia el Norte. Al llegar a Belle-Île vimos dos grandes barcos de color gris naval fondeados frente al puerto de Le Palais, que es la capital y el puerto principal, y eran las fragatas de los ejercicios que se nos habían adelantado.

Por otra parte decidimos atajar entre la cadena de islas que se desprende de la península de Quiberon hacia el Sureste, concretamente entre Houat (47º 23,34’ N; 2º 57,73’ W) y Hoedic (47º 20,38’ N; 2º 52,74’ W). Son unas islas preciosas que me hubiera encantado conocer. Pero no tienen puerto, hay que desembarcar en playas o zonas de varada, y están rodeadas de peñascos, o sea que no era precisamente el mejor día para arriesgarse. Nuevamente tendrían que quedar para otro viaje. El simple paso entre las dos islas, que se dice así, con media frase, fue una yincana entre escollos espumeantes, balizas, marcas cardinales y esquivar otros barcos que enseguida os contaré, y a veces bajo chubascos en que parecía que de repente se hacía de noche de lo oscuro que se ponía. Y lo de los otros barcos es que con aquella meteorología tan poco católica nos sorprendió ver una cantidad enorme de veleros llenando el horizonte, y navegando todos aparentemente hacia Belle-Île. Los había de todas las formas y tamaños, y con velas de varios colores (los de velas rojas suelen ser veleros de época). Luego nos enteramos de que era una regata amistosa de asociaciones que enseñan a disfrutar de la vela a personas con distintas problemáticas médicas o sociales, como nosotros en Carpe Diem a los niños de oncología 2 . Se ve que lo organizan con mucho tiempo y luego no quieren o no pueden anularlo porque llueva. Y por si todo lo anterior fuera poco, por la radio empezaron a anunciar un temporal del Norte con viento hasta fuerza 7 para el martes (estábamos a domingo) lo que a lo mejor nos retenía en Belle-Île algún día. Aunque dentro de lo malo el puerto tan bien protegido de Le Palais, cerrado con una esclusa, sería un buen sitio para aguantar el temporal.

Finalmente llegamos a Le Palais (47º 20,81’ N; 3º 9,02’ W) a las 14.52 h. No ocupamos la parrilla de ninguna radio, pero después de las dificultades para mí era una emoción especial porque de aquí en adelante ya no conocía la costa, mientras que hasta ese punto la había recorrido en mi anterior navegación a Bretaña, en 2015. O sea que llegaba con todos los sentidos abiertos a las novedades. El puerto está presidido por La Ciudadela, un impresionante fortín construido por Vauban (vuelve a aparecer en el relato) en el siglo XVIII. Es un puerto de ferries que unen la isla al Continente, y sus idas, venidas y maniobras añaden una dificultad más al ya de por sí difícil tráfico en ese puerto complicado. Porque en efecto tiene cuatro dársenas. Un antepuerto no esclusado que no tiene una protección absoluta de los elementos, especialmente cuando sopla del Norte al Este, que deja entrar las olas y el fondeo es movidito. En verano colocan en este antepuerto unos pantalanes flotantes provisionales para los barcos que esperan la apertura de la esclusa. Cuando no los han colocado, o están llenos, solo queda esperar en las boyas; o fondeado, sin acceso directo a tierra. En total cuarenta plazas. Luego viene el “Puerto de varada”, que como su nombre indica se seca en bajamar, y está lleno de pequeñas embarcaciones locales. A continuación el “Bassin a flot”, pasando una esclusa y un puente levadizo, que está dragado a 2,5 metros y es donde se sitúa en muelle comercial y la mayoría de los atraques para la náutica deportiva. La esclusa y el puente se abren solo desde una hora antes a una hora después de la pleamar aproximadamente (depende del coeficiente) y solo durante el día, de 6 a 22 h. A un lado está el muelle comercial, con grúas para pequeñas cargas, naves y almacenes, y enfrente el muelle deportivo con pantalanes. El espacio es reducidísimo y los pantalanes (noventa plazas) no tienen fingers. Colocan a los barcos abarloados unos a otros hasta en filas de cinco o seis. Esa distribución es incomodísima, porque tienes que pasar tus amarras y tus tomas de luz y agua por encima de los demás barcos, para ir a tierra tienes que saltar igualmente de barco en barco, y si de repente un día se quiere marchar uno de los del interior tienen que hacer la maniobra todos los de fuera, dejarle salir y volver a colocarse. Un auténtico lío, pero sin otra solución en un puerto tan abarrotado y además en una isla, porque la única alternativa es no dejarte entrar y hacerte volver al Continente. Y finalmente el cuarto es el “Bassin de la Saline”, el más interior, separado del Bassin a flot solo por un puente levadizo que se abre a demanda, pero ya sin esclusa, dragado a dos metros, y reservado para barcos locales y con diez plazas para visitantes.


Bueno, pues al entrar en Le Palais no tardó en acercarse a nosotros un marinero en una Zodiac para situarnos. Había dos o tres por el puerto exterior recibiendo a todos los que llegaban, y desplazándose en las Zodiac a una velocidad endiablada y derrapando en las curvas, como si toda su vida fuera una recta final. Vimos que a los de la regata los estaban haciendo esperar fuera fondeados, y a los demás nos situaban al fondo del puerto exterior a estribor, justo tras el amarradero del ferry, en un trocito de muelle donde nos abarloamos de tres en tres. Allí esperamos como una hora, durante la cual el tiempo cambió, el cielo se despejó y nos quitamos la ropa de aguas para empezar sudar, y la marinería nos fue pidiendo nuestros datos para situarnos luego en el interior. Había que tenerlo todo claro dado el escaso tiempo de apertura de la esclusa. Luego casi se nos cae la baba al ver que hacían pasar primero a todos los barcos de las causas perdidas, aunque alguno hubiera llegado más tarde que nosotros. Fueron como unos cincuenta barcos, y todos comentábamos si habría sitio dentro para todos o nos harían pasar la noche fuera. Fue un desfile de diversas embarcaciones tripuladas por gente variopinta (algunos con dificultades motoras, otros con patologías psíquicas, etc.), y con mucha cartelería colgada por las bordas relativa a los hospitales o instituciones que esponsorizaban cada barco. Al final nos tocó a nosotros y en una fila lentísima nos fueron pasando al interior. Vimos que los de la regata estaban en el Bassin a flot apretados como termitas, y ya trajinando sus amarras, cables y mangueras para intentar acomodarse en aquella dársena que se les quedaba pequeña como un dedal. Más adelante un marinero me reconoció que nunca se habían visto tan apurados para acomodar a todos los barcos de un solo día. Al Corto Maltés, viéndonos tan pequeños y después de volver a preguntarnos nuestro calado, nos ofrecieron un amarre con finger en la cuarta dársena, el Bassin de la Saline, asegurándonos que estaríamos más cómodos. Y así fue, tras pasar el segundo puente levadizo entramos en una especie de pequeño fiordo donde el agua estaba lisa como el mercurio, con una zona arbolada a estribor y una calle poco transitada a babor, donde nos dieron un atraque con finger y torre de luz y de agua en nuestra misma proa. Por el tambucho veíamos una auténtica selva de árboles en vez de la selva de mástiles a que estamos acostumbrados en las marinas. Un chollo después de lo que habíamos visto fuera.

Entre las maniobras, los papeleos y la ducha se nos pasó la tarde. Las duchas más cercanas eran compartidas con un camping y dejaban mucho que desear, los siguientes días utilizaríamos las más cercanas a la Capitanía, aunque teníamos que ir en bici porque estaban muy lejos. Estaban circulando por el edificio de los aseos los personajes variopintos de la regata y alguno nos pilló desprevenidos. Algunos iban en grupo y se metían al baño equivocado. En el nuestro entró un hombre de mediana edad como revisando los dispensadores de papel y los secadores de manos, pero nos sorprendió que no llevaba nada para abrirlos ni donde anotar ni nada. Luego empezó a preguntarnos cosas inconexas que no entendíamos, hasta que comprendimos que el inconexo era él, dicho con todo respeto por su patología, por supuesto. Solo lo cuento como anécdota. Al volver a bordo estuvimos hablando con una chica a la que habíamos visto tendiendo la ropa en un pequeño barco mercante sin edad, de color rojo fuego, a nuestra popa. Estaba firmemente agarrado al fondo con el mundillo vegetal más variado, y a pesar de su cochambrez cogía huéspedes. Nos contó que lo gestionaba su padre, un antiguo capitán del ferry, que al jubilarse se quedó a vivir en ese barco y alquilaba habitaciones. Ella estaba de visita y no pudo darnos muchas más informaciones.

 

Era domingo, estaba todo cerrado, y los últimos días habíamos llegado a puerto tan tarde que tampoco habíamos podido ir a la compra, así que teníamos la despensa vacía. En el muelle de la regata los estaban agasajando con una cena al aire libre y estuvimos tentados de incorporarnos, pero acabamos saciando las fatigas del estómago en una pizzería. En Le Palais las gaviotas habían desarrollado una ingeniosa manera de conseguir comida. Ya no se conformaban con sacar restos de las papeleras, es que estaban esperando a la salida de la pizzería y si te veían salir con la pizza en la mano, sobre todo si eran niños, te intentaban dar un susto para que se te cayera y comérsela en el suelo. Un refinamiento de la evolución de la especie.

Dimos unas vueltas por Le Palais antes de acostarnos, llamándonos la atención algunos inventos locales sorprendentes. Como la bahía, con excepción de la dársena detrás de la esclusa, se seca en bajamar, la gente ha inventado lo inimaginable. Por ejemplo un catamarán dedicado a paseos turísticos que, necesitando quedarse fuera para no hacer depender su negocio del horario de la esclusa, le habían puesto bisagras a las popas para poder levantar los timones y que no se clavasen en el fondo. También nos gustó una solución para los anexos en los puertos superpoblados, ¡dejarlos amarrados en corto al muelle de manera que al bajar la marea se quedaran colgados!

El día siguiente alquilamos un Renault 4L, mi coche mítico, para dar la vuelta a Belle-Île. Es curioso los coches que todavía circulan y se alquilan en las islas. Este era una auténtica joya, el empleado me recordó que no tenía ni dirección asistida ni asistencia en la frenada, para que no me confiase, y la única concesión a la modernidad era que le habían puesto un techo solar. Los cristales tenían los pestillos rotos y había que sostenerlos cerrados, si querías seguridad, con un destornillador, aunque realmente allí no hacía falta. ¿Dónde diantres iría nadie con un coche robado en una isla de 16 kilómetros que solo tiene tres carreteras y algunos caminos?

Belle-Île (su nombre completo es, en realidad, Belle-Île-en-Mer, o sea, “isla bella en el mar”) es la más grande de las islas bretonas, con 20 x 9 kilómetros de extensión y 71 metros de alto en su punto culminante. Para no hacer aquí un recorrido turístico de ella solo voy a contar algunas cosas que me llamaron la atención relacionadas con el mundillo náutico. Fuimos al segundo puerto de la isla, Sauzon (47º 22,48’ N; 3º 12,98’ W), al Norte, situado en un profundo fiordo que se seca completamente en bajamar. Fue un gran puerto pesquero que tuvo su apogeo en 1878. Sus fachadas coloreadas, sus callejuelas estrechas y su iglesia (donde una pareja mayor, con la piel arrugada como la de las tortugas, estaba tocando la gaita y se oía en todo el pueblo) le daban un aspecto precioso. A pesar de ser grosso modo un solo fiordo, la información local es un poco pretenciosa porque afirman que consta nada menos que de cuatro puertos: Port Bellec, una simple playuca con boyas fuera del puerto y nada protegida; el “avant-port” o antepuerto, también con boyas y calado máximo de dos metros, en estos dos está prohibido fondear por la presencia de muchas cadenas en el fondo que prácticamente te garantizan que en ancla se enroca; el puerto de varada, que se seca; y el “Bassin de Pen-Prad”, una esquinita al Suroeste del anterior, separada por un pequeño espigón, que ya no es accesible para visitantes en razón de su colmatación de lodos. Otra cosa era la realidad de asomarse al puerto y pensar en entrar allí con el barco: el fondo estaba bastante guarrete, con basa y piedras, y la mayoría de los barcos, hasta los calzados con puntales, estaban tumbados de mala manera. Me hice el firme propósito de intentar evitar los puertos de varada.

Nos sorprendió que en algunas iglesias hubieran sustituido el crucifijo por un barco, que ocupa el lugar preeminente en el altar. El crucifijo entonces lo situaban en el coro, a espaldas de la gente. Lo vimos en varias iglesias, e incluso vimos barcos sobre andas para sacarlos en procesión, como a los santos. Son exvotos muy habituales en las iglesias de los puertos, ofrendas de alguien que cree que la Virgen o un santo le libró de un naufragio, pero que aquí habían desplazado al mismísimo crucifijo y lo debían ver con naturalidad. También nos llamó la atención la utilidad que se puede dar a un velero abandonado, concretamente montarle la botavara al revés y utilizarla de tendal.

Fuimos a la Pointe des Poulains (47º 23, 31’ N; 3º 15,10’ W) en el extremo Norte de Belle-Île, un faro grandioso con alcance de 23 millas en un islote clasificado como reserva natural, al que se puede acceder en bajamar. Un cartel contenía este aviso:

Atención, ustedes pueden quedar prisioneros en el Islote des Poulains. En marea alta, con coeficiente superior a 70, la playa que le separa de la punta queda cubierta por el mar durante varias horas.

Nosotros pasamos en bajamar sin problemas. La senda peatonal es muy agradable y transcurre al lado del Fuerte de Sara Bernhardt, convertido en museo. Fue una famosa actriz de teatro del siglo XIX que veraneaba allí, en Les Poulains. También fuimos al Grande Phare de Goulphar (47º 18,64’ N; 3º 13,64’ W) de 52 metros de alto, en la costa Oeste, y en su entorno las famosas “agujas” de Port Coton (47º 18,30’ N; 3º 14,39’ W). Son unas rocas que salen en vertical del agua, como agujas, y que inmortalizó Claude Monet en algunos de sus lienzos. Su nombre se debe a que cuando hay temporal el agua rompe contra ellas deshaciéndose en espuma blanca, como algodón. Han construido un paseo costero que sigue los pasos del pintor, y puedes hacerte una foto con la misma perspectiva que tuvo él cuando dibujó sus acuarelas, cuyos puntos exactos están marcados y numerados del 1 al 5. Fue en el curso de un viaje previsto de dos meses y medio por Bretaña y Belle-Île, en el que le gustó tanto la isla que finalmente no salió de ella. Es más, no salió de ese pequeño tramo de costa salvaje que tanto le cautivó, donde posaba el caballete frente a una roca y rehacía el mismo dibujo hasta cuatro y seis veces. Finalizamos la ruta visitando Locmaria, en el Sureste de la isla. Su iglesia románica con fachada blanca inmaculada tiene, curiosamente, un crucifijo en el exterior. Es el edificio religioso más antiguo de la isla (siglo XI) y venera a “Nuestra Señora del Tronco Torcido”. Se cuenta que unos piratas holandeses cortaron un árbol que crecía delante de la iglesia para reemplazar el mástil roto de su barco. La Virgen retorció el tronco para que no les sirviera. Las tradiciones religiosas siempre martillean el mismo clavo, y si dan con una población supersticiosa y facilona desarrollan las historias hasta extremos inverosímiles, de los que luego no saben salir si alguien les interroga con ciencia. En sus inmediaciones visitamos otro “puerto” pretencioso, Port Maria (47º 17,64’ N; 3º 4,56’ W) que no es más que una ceja de arena con un espigón donde a duras penas se llegaría con un anexo inflable.

La información que recibíamos ese día era que se confirmaba el temporal del Norte para el día siguiente, martes 12 de junio. Pasamos una noche heladora y cayendo chuzos de punta, de esas que te despiertas soplándote los dedos. En Bretaña la diferencia de temperatura entre la noche y el día es impresionante, parece que no existiera el término medio, y eso en un barco mal aislado te hace la vida incómoda. Yo ya lo conocía de mi navegación anterior por esas costas, y por eso había cogido los sacos de plumas en vez de los de edredón, y a pesar de eso pasaba frío. Pues por la mañana, cuando nos asomamos al mar esperando ver la anunciada tormenta agitando su piña colada, resultó que la predicción fue un fiasco total y finalmente tuvimos un día veraniego, con un vientecito del Norte, el mar en una calma casi tan grande como las del Ecuador, y sobrándonos calor para revender. Lo malo era que la esclusa de Belle-Île solo abría a las 14.30 h y ya no nos daba tiempo para llegar a la siguiente isla, Groix. Además habría ejercicios de tiro en un triángulo al Oeste de la desembocadura del río Etel, que era nuestro segundo posible destino, y si decidiéramos entrar al Etel tendríamos un problema adicional a su ya complicada embocadura, que describiré más adelante. Por eso no nos quedó otra que hacer una pausa y tomarnos otro día de descanso en Le Palais: hacer la colada en una lavandería, callejear, cotillear, ir al mercado, mirar tiendas, entretenernos viendo la vida de la gente o echar una siesta de las de perder el conocimiento. Eso es también la vela de crucero.

Respecto al mercado, nos había llamado la atención que una esquina del puerto de varada estaba llena de conchas y restos de moluscos, una acumulación patológica, hasta el punto de que había afectado a su calado en esa esquina. El día de mercado lo comprendimos. En ese rincón había varios puestos de mariscos, y al acabar el mercado lo que se estaba estropeando lo tiraban al mar. Cuando había agua no se notaba, pero en bajamar se veía toda la cochambre.

Además visitamos la Ciudadela Vauban (otra vez Vauban), un fortín que se alza a espaldas de Le Palais vigilando el puerto (47º 20,96’ N; 3º 9,26’ W). Está rodeado por una alta muralla construida entre 1802 y 1877. Actualmente es un museo y un hotel, y la entrada está restringida. Mario y yo le echamos un poco de cara (no fuimos los únicos) y pasamos al recinto del hotel para conocer el interior de las murallas. Son impresionantes, con almenas en esquinas inverosímiles, cañones apuntando a lontananza y unas vistas extraordinarias sobre el puerto y Le Palais.

Volvimos a recorrer las callejas del pueblo, encontrando a un artesano que hacía maquetas de barcos de pesca con la concha de un mejillón, y con una presentación curiosa en la que se veían los pasos seguidos para lograrlo. Además descubrimos un hotel tocayo de mi barco, el Hotel Corto Maltés. Y al acabar el día, como para dar un toque surrealista a nuestra despedida de Belle-Île antes de agitar los pañuelos, nos fijamos en una curiosa señal de tráfico. Era después de una rotonda en que habían utilizado una vieja baliza marítima para dar la curva y a la vez indicar algunas direcciones. Al salir de ella había un cartel indicador de carretera donde, debajo de otras ciudades (Bangor, Locmaria y Sauzon) y debajo de la indicación de la estación de autobuses, la quinta indicación señalaba la dirección para “la libertad de perderse”, hacia la derecha. Nos sorprendió y nos hizo gracia el concepto tan diferente de la seriedad que tienen en Francia, porque una indicación así sería inconcebible en España.

El día siguiente abriría la esclusa a las 5.30 h y nos tocaría madrugar para pasarla. Iríamos hacia el Norte, y según cómo viéramos el mar intentaríamos entrar en el río Etel o seguiríamos hasta la siguiente isla, Groix.

2 Contado en los libros Carpe Diem. Vela solidaria en Santander, Antequera: ExLibric, 2015, y La sonrisa de Mikel. Dibupoemas de supervivencia, Antequera: ExLibric, 2013.

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