Ladrar al espejo

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En esos días recibí buenas noticias de mi familia (mi hijo y su pareja conseguían trabajo) y en España triunfaba la moción de censura del PSOE, llegando de nuevo a la Presidencia del país un socialista. Detalles que me venían como de muy lejos, pero que demostraban que la vida “real” seguía adelante ajena a nuestras vicisitudes en el barco, pequeñas como una molécula pero que llegaban a absorber todo nuestro esfuerzo. Pero os lo digo a corazón abierto, lo mío a bordo también era muy real. Había quedado con Mario que intentaríamos remontar el segundo río de esta travesía, el Sévre Niortaise, que desemboca al Norte de La Rochelle en otro mar interior, esta vez entre la Isla de Ré y el Continente, llamado Pertuis Breton. Su desembocadura se seca en bajamar en varias millas a la redonda. Pero en pleamar permite acceder primero a través de cultivos de mejillones, luego a través de un paisaje campestre de los de hacer reverencias, y finalmente superando una esclusa y un puente levadizo, a la ciudad de Marans (46º 18,76’ N; 0º 59,64’ W). Se recorren nueve millas retorcidas como un signo de interrogación, entre humedales y abundante vida salvaje, especialmente aves, en el seno de una reserva natural. El acceso es bastante difícil, por secarse la desembocadura y abrir la esclusa solo en el momento de la pleamar local (que a su vez se retrasa veinte minutos respecto a La Rochelle), y además mediante el único y extraño sistema de avisar por teléfono al esclusero 24 horas antes. Es una de las últimas esclusas de apertura manual que queda en Francia, se construyó en 1882 y está catalogada como monumento histórico. Lo de avisar el día anterior no sé si será solo para que el esclusero madrugue como nosotros o también para que vaya tonificando los bíceps para la manivela. El Sévre Niortaise no lo había recorrido en mi anterior viaje a Bretaña, y me apetecía mucho conocerlo. Pues al llamar desde La Rochelle para que me abrieran el día siguiente resultó que el puente levadizo estaba averiado, o sea que no se podía pasar a Marans sin desarbolar, y la reparación llevaría varios días (me abriría la esclusa pero no el puente). No quedó más remedio que echar la rodilla a tierra y cambiar de planes, porque naturalmente no iba a desarbolar solo para conocer Marans, y tuvo que quedar para otro viaje.

Finalmente el martes por la noche llegó Mario después de un largo viaje desde Murcia. Entre el trasnoche y que el miércoles por la mañana no paraba de llover, estuvimos esperando una escampada que no se presentó y salimos de La Rochelle casi a las 12 h bajo la lluvia. Nos esperaban 36 millas hasta Les Sables-d’Olonne, nuestro destino alternativo al no poder ir a Marans.

La opinión de Iker

¿Cuál es tu trabajo? ¿Dónde estás ahora? ¿Qué ves por la ventana?

Trabajo en una multinacional del neumático, y ahora mismo estoy sentado en una mesa, en casa viendo como la primera depresión del otoño nos pasa por encima. ¡Llueve mucho!

¿Podrías describirnos un día normal de tu vida en tierra?

Actualmente mis días están dedicados al cuidado de mi hija Noa, que ya tiene casi 4 años y está hecha una campeona. Muchos días vamos al barco a merendar y a enredar por allí.

¿Podrías describirnos un día normal de navegación de esta travesía?

El día anterior, durante la cena, preparamos la travesía del día siguiente, miramos meteo y dejamos todo más o menos preparado. La subida de Las Landas (en la que he estado yo) son etapas largas, así que madrugábamos. Al llegar a puerto, después de arranchar el barco, una vuelta por el pueblo para hacer turismo, ¡y vuelta a empezar!

Cuéntanos algo que hayas aprendido en tu parte del viaje.

Nunca había subido Las Landas. Es una zona de navegación que hay que “comprender”. Son etapas largas, puertos con condicionantes de mareas, una zona de prácticas de tiro, que hay que cumplir a rajatabla... ¡Son unas cuantas variables que tienes que manejar! Esta travesía me ha servido para conocer cómo plantear la navegación por esa zona.

¿Qué ha sido lo mejor? ¿Y lo peor?

Para mí el mejor momento del viaje fue la noche desde Arcachon subiendo a Royan. El viento vino, y navegamos toda la noche a 5/6 nudos con viento de través y no demasiado frío, haciendo guardias de dos horas cada uno. ¡Una noche increíble para navegar! Lo peor, las horas de motor desde Capbreton a Arcachon.

¿Repetirías la experiencia? ¿Por qué?

Sí. Desde mi punto de vista, aunque tengas barco propio, hay que navegar lo máximo posible en otros barcos o en otros proyectos. Siempre se aprende y además te obliga a adaptarte a otras maneras de hacer las cosas. Es la mejor manera de multiplicar tus recursos y crecer como navegante.

¿Recomendarías al propietario de un velero pequeño que haga travesías largas con él? ¿Por qué?

¡Pregunta difícil esta! Tengo claro que para disfrutar del mar no hace falta necesariamente un barco grande. Según yo lo veo, el límite lo van a poner tu conocimiento de la navegación, el tiempo del que dispongas y tus ganas. Mucho más atrás estará el barco. Si sabes hacerlo en un 34 pies, probablemente sepas también hacerlo en un 23 pies. Nadie mejor que uno mismo sabe si el barco que tienes es el indicado PARA TI. Lo que para una persona le parece cómodo, para otra persona puede resultar lo contrario.... y todo es respetable… venimos a disfrutar.

Respondiendo a la pregunta... contestaría que sí, claro que se pueden hacer travesías en barcos pequeños... solo es cuestión de tiempo y determinación. Pero también he de decir que, a pesar de pensar de esta manera, yo mismo me pasé a una eslora mayor... y la verdad que no volvería atrás.

¡Buena proa a todos!

Capítulo 5
Las primeras islas

Y claro, salir a las 12 h tuvo sus consecuencias. Nos hicimos las 36 millas en diez horas, casi todas a vela, alternando chubascos de los que hacen salir humo del mar con ratos de sol, y en un único bordo amurados a babor gracias al viento del Oeste. Pasamos entre la isla de Ré y el Continente, y luego paralelos a la costa. A las 19.30 estábamos frente a Bourgenay (46º 26,25’ N; 1º 40,70’ W)

que era nuestro destino alternativo si algo se complicaba, pero a pesar de la hora decidimos seguir a Les Sables. Yo ya lo conocía de mi navegación anterior por Bretaña y preferimos continuar, lo que hizo que llegáramos a Les Sables (46º 29,31’ N; 1º 47,44’ W) a las 22 h, prácticamente de noche porque aunque el sol no se había puesto estaba nublado y lloviendo. Nos dirigimos al Quaie Garnier, el más cercano al centro, donde ya no contestaban por la radio y fuimos directos al pantalán de visitantes. En la oscuridad y bajo la lluvia, en aquel pantalán llamado "deseo" unos navegantes desaprensivos habían amarrado su barco justo en medio del espacio disponible. La mujer nos vio llegar y no solo no lo corrió al ver que intentábamos alcanzar el pantalán, sino que se fue para dentro y no nos ayudó a amarrar en el huequecito que nos dejaba.

Por el contrario, en el otro extremo estaba una motora gigantesca, un megayate de tres pisos del que salió una pareja madura no solo a ayudarnos a amarrar, sino a cambiar sus tomas de corriente eléctrica para hacer sitio a la nuestra bajo aquella lluvia como una lámina de cristal. Debían echar de menos a sus hijos o ser almas de la caridad, porque la mujer nos preguntó si teníamos hambre y nos ofreció una hamburguesa caliente. Nos dio vergüenza y dijimos que no, aunque llegábamos con el estómago pegado al espinazo. Luego nos contaron que venían en ese barcarrón desde California. Sí, lo habéis oído bien, desde California. Del Pacífico al Atlántico por el paso del Noroeste, o sea, por el Polo Norte al Norte de Canadá, Groenlandia, Islandia y Europa. Ahora estaban yendo al Mediterráneo y querían llegar a Israel. ¡Y todo a motor! Alucinante. Y menudo consumo de combustible. Nos contaron que tenían un depósito de 15.000 litros, que consumía 24 litros a la hora, y que navegaban a ocho nudos. Y por allí no vimos a ningún marinero, o sea que aquella mole la manejaban ellos dos. Siempre que nos cruzábamos tenían unas palabras amables, en una mezcla de italiano, inglés, francés y español. Una pareja de las que no se resignan a retirarse a casa para ver la tele y hacer tricot. Por el contrario a la pareja joven del velero le faltaba un hervor y no nos daba ni los buenos días.

Utilizamos la mañana siguiente para descansar, ducharnos, hacer la compra, y ver los preparativos de la Golden Globe. Por cierto, las oficinas y aseos de la marina, donde nos habíamos quedado, están en el mismo pantalán flotante, y hacía raro ver las volutas y arabescos del agua de la ducha cuando venían olas. La Golden Globe es una réplica vintage de la primera regata de la vuelta al mundo en solitario de 1968, con barcos y medios técnicos de aquella época, y los participantes iban a tomar la salida en Les Sables. Aquel año mítico fue el de los hippies, el de la revolución de mayo del 68, el anterior a llegar el hombre a la luna, y ni siquiera se sabía si era posible hacer esa vuelta al mundo a vela. De hecho en la de 1968 se apuntaron nueve barcos y solo uno consiguió volver a Europa, el Suhaili, de Robin Knox-Johnston, que se convirtió en el primer hombre en lograr esa hazaña. Fue la regata en la que a Moitessier, el peso pesado de la vela francesa, le dio la venada y decidió no volver a Europa cuando la iba ganando, ese gesto con el que troqueló la vida de muchos navegantes de los años sesenta y posteriores. Al pasar el cabo de Hornos, en vez de remontar el Atlántico hacia Inglaterra decidió seguir hacia el Este para alcanzar otra vez el Pacífico, solo por el gusto de estar en el mar y seguir navegando, porque no le apetecía volver a Europa, y según él “para salvar su alma” (¿qué habría fumado?). No sé si será por la necesidad de ocupar las portadas (se habló más de Moitessier desde entonces que de Knox-Johnston, el ganador) o porque realmente pasar el cabo de Hornos te desencadena una fiebre o una chaladura específica que te obliga a seguir. El propio Knox-Johnston, que desconocía la decisión de Moitessier, que le precedía, escribió en su diario de navegación el 18 de enero de 1969 al pasar el cabo de Hornos (¡y ya llevaba 219 días en el mar!):

 

Mi primer impulso después de doblar el Cabo de Hornos fue continuar yendo hacia el Este. La sensación de haber pasado lo peor era enorme, y supongo que ese impulso era una manera de hacerle una burla al mismo Océano Austral, casi como para decirle: te he vencido y ahora volveré a hacerlo para demostrártelo. Afortunadamente esa fase pasó inmediatamente. Un periodo de tiempo frío e incómodo puso las cosas en su perspectiva correcta. Empecé a pensar en baños calientes, pintas de cerveza, en el otro sexo y en filetes de carne, y me metí en el Atlántico camino de casa.

Y más adelante, el 7 de abril de 1969 (llevaba 298 días en el mar) escribía:

El empuje que, al cruzar Hornos, me había hecho desear navegar se había roto finalmente. El mar no era ahora un entorno sino un obstáculo entre mi casa y yo. De pronto, deseaba ver a mi gente y a mi país, y cuanto antes mejor.

Volviendo a nuestro viaje, todavía no había llegado a Les Sables ninguno de los barcos participantes en la réplica de la Golden Globe y nos quedamos con las ganas. Por el camino sentimos tristeza al ver abandonado otro barco mítico, el “Findomestic”, un velero de seis metros con el que el italiano Alessandro Di Benedetto dio la vuelta al mundo en 2009 por los tres cabos, en solitario y sin asistencia. En mi navegación anterior a Bretaña, tres años antes, le habíamos visto en el varadero, detrás de una valla, pero al menos expuesto a los visitantes y con unos carteles explicando su hazaña y buscando esponsor para la siguiente participación en la Vendée Globe de 2016. Es un barco un poco más pequeño que el Corto Maltés con el que dio la vuelta no ya a España o a Francia, como nosotros, sino al mundo, y además sin escalas, en solitario, sin asistencia exterior, y sin motor. Salió y volvió a Les Sables-d’Olonne y por eso tiene cierta vinculación con ese puerto, que por desgracia se había convertido en su cementerio. Ahora estaba criando caracoles y sujeto por palés en un patio trasero.

Cuando ya estábamos preparando la salida después de comer, vimos que la hélice había trabado un manojo de algas y tuvimos que sacar el motor para quitarlas. ¡Si hubiéramos sabido lo que nos esperaba en el descenso por los canales al Mediterráneo! Este revoltijo no solo le quita velocidad al barco y aumenta el consumo, sino que puede provocar un calentón y un grave accidente al obstruirse la toma de agua de refrigeración. Más adelante, ya navegando, comprobé que al intentar subir la orza en una empopada, solo subía hasta la mitad. Supuse que también había cogido algas en la quilla, y las siguientes veces ya subía bien, o sea que se soltaron solas. Nos habíamos planteado una etapa corta tras la paliza del día anterior, por eso nos permitimos salir por la tarde: 18 millas hasta Saint-Gilles-Croix-de-Vie (46º 41,44’ N; 1º 57,32’ W) en la costa frente a la isla de Yeu. Fue una travesía de cinco horas con poco viento del Oeste y mucho calor, casi toda con la mayor y el espí viendo deslizarse lentamente el campanario y los rascacielos de Les Sables bajo el horizonte. Llegamos a puerto a las 20 h. El puerto de Saint-Gilles-Croix-de-Vie tiene el romántico nombre de “Port la Vie”, o sea, “Puerto de la Vida” y está en la desembocadura del río “de la Vie”, después de un largo espigón de casi un kilómetro de largo que intenta impedir la colmatación de arena de la entrada. El canal que discurre paralelo a este espigón está dragado a 1,2 metros, pero es muy estrecho y sus márgenes ascienden enseguida a tan solo 20 cm de fondo. La Guía Imray advierte:

La entrada es estrecha y expuesta a los vientos del Suroeste; la marea vaciante tiene una fuerza de hasta seis nudos. Por tanto la entrada es peligrosa cuando los vientos fuertes se oponen a la marea. Incluso en condiciones moderadas es mejor entrar o salir al final de la marea creciente.

Cuando llegamos apenas había viento y la marea era muerta, o sea que para nosotros fue fácil como una suma sin llevadas. El espigón aboca a una marina grande y bien equipada después de una cerrada curva del río a estribor. La Capitanía es un edificio moderno con una planta baja acristalada y una torreta desde donde se tiene acceso a la vista de todo el puerto. Hay que pasarla para llegar al pantalán de visitantes, uno larguísimo (130 metros) y con menos de 1,5 metros de calado en bajamar, que está en la siguiente curva del río, en la orilla derecha. La Guía Imray advierte de que este pantalán suele estar abarrotado, y así fue. Nosotros entramos muy despacio y mirando el fondo, porque a pocos metros de la canal y del pantalán se veía un fondo de basa donde a las gaviotas solo les cubría por el tobillo. Nos tuvimos que quedar abarloados a otro barco porque ya no había sitio. Aunque ahora es una sola ciudad, Saint-Gilles-Croix-de-Vie se originó de la unificación de dos comunidades a ambos lados del estuario del río “de la Vie”, Saint-Gilles-sur-Vie y Croix-de-Vie. En la Edad Media ya era un importante puerto, y ahora su principal actividad es la pesca de sardinas, el turismo, y el astillero Bénéteau, uno de los grandes fabricantes de barcos deportivos en Francia. Aunque río arriba de nuestra posición aún había puentes, los barcos a motor que podían pasar por debajo aún utilizaban los meandros siguientes para fondear en campos de boyas.

Desde que nos acercamos al pantalán vimos que nos seguía, y luego nos ayudaba a amarrar, un chico que reconoció al Corto Maltés porque es de Santander. Nada menos que Javier Cifrián Montenegro (“Cifri” en el mundillo) el navegante cántabro que estaba preparándose para la Mini-Transat de 2019. Es la regata más dura que se conoce, cruzar el Atlántico en barcos de 6,5 metros, en solitario y compitiendo. También la llaman “la Transat de los pobres”, por los limitados presupuestos al lado de las otras regatas oceánicas. En la primera edición, en 1977, participó un barco de Santander, el Cañamín. Ahora la participación exige haber demostrado ser capaz de navegar en solitario, y para acreditarlo tienen que hacer mil millas sin asistencia. Para hacer esas mil millas Cifri se había subido más al Norte de las islas Scilly o Sorlingas (49º 55,83’ N; 6º 20,03’ W) en el Suroeste de Inglaterra, frente a Cornualles. Eso sí que es ser un navegante de cuerpo entero. Sin reconocerle, habíamos escuchado el día anterior por la radio sus conversaciones con otro solitario que estaba haciendo la misma ruta clasificatoria. Pues resulta que cuando estaba ya de vuelta y solo le faltaban sesenta millas le venció el sueño y naufragó el día anterior a vernos. En las travesías en solitario se duerme muy poco y con un solo ojo, y los accidentes por quedarse dormido son de lo más habitual. Incluso hay partidarios de que se prohíban las travesías en solitario porque por definición es imposible mantener la vigilancia permanente, como exige El Reglamento Internacional Para Prevenir Los Abordajes en el Mar (RIPAM):

REGLA 5. Vigilancia. Todos los buques mantendrán en todo momento una eficaz vigilancia visual y auditiva, utilizando asimismo todos los medios disponibles que sean apropiados a las circunstancias y condiciones del momento, para evaluar plenamente la situación y el riesgo de abordaje.

Cifri tuvo la suerte de varar en arena (en la playa justo al lado de la entrada a Saint-Gilles-Croix-de-Vie) y con pocas olas, y no le había pasado nada ni a él ni al barco. Lo malo es que ahora tendría que repetir las mil millas de preparación porque tienen que ser sin asistencia, y para sacar el barco de la playa tuvieron que remolcarle. Cifri había intentado sacarlo por sus medios, hasta tirándose al agua de noche y con el fondeo en la mano buscando aguas profundas, y eso medio dormido, pero no había tenido fuerzas para mover el barco cuando la marea ya se había empezado a retirar. Eso sí que es cuando llueve sopa solo tener tenedor. Pero lo llevaba con buena filosofía, y ya estaba pensando en el mejor momento para repetir las mil millas.

Le invitamos a cenar a bordo y fue una noche muy agradable, compartiendo historias tan lejos de casa bajo una luna musulmana que iluminaba todo. A mí lo que más me animó es que encontraba el Corto Maltés enorme y comodísimo. Lo comprendí perfectamente cuando más tarde nos enseñó su bólido, el “Urro”, al que bautizó así en honor a una esquina preciosa de la bahía de Santander, el cabo donde nace el pantalán de Calatrava. Es la mínima expresión de un “barco” y nos asombró lo espartano que es un Mini-Transat. Se entra a cuatro patas, no tiene asientos ni mesa, la cocina es un simple campingas amarrado al puntal que sujeta el palo, no hay aseo (se hace todo en un caldero) y la cama es una tabla con un saco de velas encima, donde no dormiría ni Simón el Estilita. Pues ellos aguantan allí varias semanas de regata y otros, como Cifri, hasta lo han convertido en su apartamento para vivir siempre que estaba fuera de Santander. Admirable. El día siguiente llevaría el barco a su puerto base en la Rochelle para las reparaciones y prepararse para la repetición de las mil millas. Como lo iba a llevar a motor (un fueraborda creo que de 4 CV, ¡y yo diciendo que el mío de 8 CV es pequeño!) y no tenía depósitos de gasolina, le dimos dos de cinco litros que llevábamos para las etapas interminables de Las Landas y que ya no necesitábamos. Nos despedimos con un abrazo rígido recordándole que la prudencia es la mejor parte del valor, y aún nos saludamos el día siguiente antes de la partida. Por desgracia el gafe le siguió acompañando, y unas semanas después, cuando estábamos en St. Valery-sur-Somme entrando a los canales, nos enteramos de que en la siguiente regata tuvo que abandonar por un problema eléctrico.

El día siguiente, 8 de junio, recorrimos tranquilamente Saint-Gilles porque la etapa hasta la Isla de Yeu era corta y podíamos salir tarde. Llegamos a un estanque de barcos de juguete (46º 41,

4’ N; 1º 55,9’ W) que es una atracción muy original para los niños y que vimos en otros puertos en este viaje. El de Saint-Gilles-Croix-de-Vie está situado tras una esclusa que retiene el cauce del río “Le Jaunay”, un afluente del río “de la Vie”. Son barcos eléctricos para los niños, como los coches de choque pero en el agua. Allí había faros y balizas, y varios sitios de “desembarco” para que aprendieran a hacer las maniobras. Después recorrimos el pueblo, hicimos la compra y salimos a las 13 h.

Fue una navegación veraniega, con sol y el mar llano como una cama con la sábana recién estirada. Al salir de Saint-Gilles el viento era del Oeste, justo de morro, pero a lo largo de la tarde fue rolando al Norte y nos permitió alcanzar Yeu en unos cuantos bordos, haciéndonos las 22 millas en siete horas, todas a vela en una ceñida maravillosa.

Al poco de salir escuchamos por la radio un Pan Pan de una motora blanca con dos personas a bordo, a dos millas de Saint-Gilles, con avería de motor y solicitando remolque. Aunque estaba a nuestra popa no habríamos podido con ella y al poco rato se ofreció otro velero con más potencia de motor a llevarla a puerto. Peor fue la siguiente. A media tarde salió un Pan Pan de una motora con dos personas, con incendio a bordo, entre la isla de Yeu y el Continente, pidiendo ayuda y remolque hasta Saint-Gilles. El señor tenía la voz rara y al principio nos pareció que estaba llorando. La de Salvamento Marítimo le pidió el teléfono (cuando hay incendio puedes quedarte sin batería y la radio deja de funcionar) y al cabo de un rato dijo a la lancha de salvamento que había hablado con el señor y “el pánico se había reducido”. Pero claro, el interesado lo estaba oyendo por el canal 16, como todos los barcos a la redonda y seguramente todos sus amigos del puerto, y quiso dejar claro al colegueo que de pánico nada, que los dos a bordo estaban muy tranquilos y habían apagado el incendio, pero seguían necesitando remolque porque se habían quedado sin motor. Estaban como a seis millas de nosotros, pero claro, con nuestro fueraborda no podíamos remolcarle. Finalmente les fue a recoger la lancha de Salvamento de Saint-Gilles. El señor siempre hablaba con la misma voz y era su tono lo que hacía parecer que estaba en pánico. En los pueblos pequeños nadie es Perico el de los Palotes, todos están fichados y bien fichados, y más con aquella voz y cuando le vieran regresar a puerto con el barco quemado, y él, obviamente, no quería quedarse con el sambenito de que tuvo pánico. Toda la conversación fue por el canal 16.

 

Llegamos a Port-Joinville (46º 43,77’ N; 2º 20,77’ W) la capital de la isla de Yeu, a las 20 h. Está al Norte de la isla y tiene un calado de 1,2 metros en el canal de entrada y de 1,5 a 2,5 metros en el interior. La entrada es inconfundible, con una gran pasarela peatonal elevada a babor, sostenida por cuatro patas de hormigón impresionantes y que se adentra en el mar. Toda la zona del antepuerto entrando a estribor se seca en bajamar, y tiene además un muelle a flote con esclusa, con calado de 3,7 metros, para los barcos grandes. Yo había pedido plaza por la radio y me dirigí directamente a la C6 que es la que me habían asignado. Pero al llegar estaba ocupada y me obligó a salir de allí en marcha atrás, pedir aclaraciones (le habían dado la plaza a otro) y buscar y amarrar en la nueva. Pero eso que parece una tontería con el Corto Maltés puede ser una odisea, porque al tener el motor a un lado (en estribor) al dar marcha atrás deriva mucho hacia babor, y eso en el pasillo estrecho de una marina que no conoces, y más con viento de lado, puede acabar en un choque con otros de la fila. Todo terminó bien, recorrimos aquel pueblecito que a pesar de ser “la capital” tenía ese aire de viejo péndulo parado de todas las ciudades insulares, y cenamos en una creperie después de ver la puesta de sol, porque ya era tarde para cocinar a bordo.

Nuestra siguiente etapa debería haber sido hasta la segunda isla atlántica hacia el Norte, Belle-Île, saltándonos la isla de Noirmoutier que yo ya conocía de la anterior navegación a Bretaña. La distancia a salvar era de más de cincuenta millas, lo que nos obligó de nuevo a madrugar. Nos levantamos a las 6 h, pero nos recibió una lluvia que se comía los colores, como todas las de Bretaña, y no pudimos salir a navegar hasta casi las 8 h. Entre ese retraso y que al salir no hacía demasiado viento, calculamos que llegaríamos a Belle-Île al atardecer, con la bajamar, lo que nos impediría entrar en su puerto a flote, que tiene una esclusa que solo abre en pleamar. Como por la noche tampoco abre, no podríamos acomodarnos hasta el segundo día al mediodía, teniendo que pasar esa primera noche en la isla amarrados a una boya sin poder bajar a tierra. Por eso preferimos ir a La Turballe, en el Continente justo enfrente de Belle-Île. En la Turballe se puede entrar con cualquier marea y nos permitiría ir a Belle-Île el segundo día por la mañana, y hacernos las 27 millas que las separan antes de que abrieran la esclusa. Esta es una de las cosas que más me gustan de la vela de travesías y que la diferencian de los viajes en coche: que nunca hay un plan definitivo y tienes que resignarte a que los encuentros, las mareas y la meteorología decidan tu suerte.

La primera hora y media, a sotavento de la Isla de Yeu, se la pasó lloviendo y con un viento local entrado allí como por mera curiosidad, lo que nos obligó a ir a motor. Pero luego se levantó el viento del Oeste y nos hicimos las 41 millas en doce horas, en una larga galopada siempre con el espí, y alternando la mayor con el génova atangonado en orejas de burro según de dónde viniera el viento. Una gozada. Al pasar frente a la desembocadura del Loire, río precioso que exploré en mi anterior viaje a Bretaña, nos sorprendió ver mercantes fondeados a doce millas de la costa, esperando la subida de la marea para meterse por el río. Es impresionante ver barcos fondeados en mitad del mar, y comprender el poco calado que debe haber en la desembocadura, que lo hace tan peligroso. Está plagado de pecios.

Llegamos a La Turballe (47º 20,65’ N; 2º 30,89’ W) a las 19.30 h. Su acceso no tiene dificultad, pues aunque tiene unos escollos rocosos a babor de la entrada están por fuera de la escollera, que se divisa desde lejos. El puerto está dividido en dos dársenas claramente diferenciadas, la pesquera al Norte, junto a la lonja, con 2,5 metros de calado, y la deportiva al Sur, entrando a estribor, con solo 1,5 metros de calado, pero suficiente para nosotros. Es uno de los pocos puertos de esta costa con acceso a cualquier hora de la marea. Las oficinas estaban ya cerradas y no contestaban por la radio, así que intuimos cuál era el pantalán de visitantes y nos abarloamos a otro velero francés con tres parejas a bordo. Lo tenían alquilado y fueron superamables con Mario y conmigo, nos invitaron a un aperitivo y nos dieron algunas instrucciones para las etapas siguientes. Me dejaron fotografiar sus instrucciones náuticas para Belle-Île, tres de ellos eran de Brest y me dieron consejos para las navegaciones allí con Ana, y me desaconsejaron firmemente varar en el entorno del Monte Saint-Michel por la peligrosidad de la marea, asegurando que por allí nadie lo hace.

Cuando estábamos en esa conversación entró otro velero de unos siete metros, con dos tiarrones a bordo, que obviamente estaban buscando, como nosotros, el pantalán de visitantes. Me sorprendió que todo lo que con nosotros había sido amabilidad con ellos fuera la misma indiferencia con que miraría una vaca un trébol de cuatro hojas. En el pantalán ya no había más sitio y mi primera reacción fue invitarles a abarloarse a nosotros. Pero como nosotros estábamos abarloados a los franceses y el nuevo barco sería ya el tercero que sujetasen sus amarras, la educación manda que sea el barco más cercano al muelle el que tome la iniciativa. Pues nada, no le invitaban a acercarse y todos lo señalaban y hacían escondidamente un gesto de mímica retorciendo la mano delante de la nariz. Luego me enteré de que en Francia eso significa borrachera, tal vez aludiendo a que a los borrachos se les pone roja la nariz, igual que se te pone roja si te la retuercen. El equivalente al gesto español de empinar el codo. Yo no lo entendía y les pregunté por qué sospechaban que iban bebidos. Para mí ninguno de los dos tiarrones tenía aspecto de ser el que al final de la peli se lleva a la chica, pero los hubiera tenido por compañeros de pantalán sin ninguna aprehensión. Por unanimidad dijeron que por la forma de hablar. Claro, no era nuestro idioma y nosotros no percibíamos esos matices. Al final se colocaron en otro hueco vacío, muy cerca de la rampa de varada, y ni nos dirigieron la palabra, aunque a lo mejor por dentro estaban pidiendo nuestras cabezas.

El principal problema de llegar tarde a un puerto es no poder ducharte si se han ido los de la oficina y no tienes la clave para acceder al baño. En La Turballe nos pasó eso. Los franceses del barco de al lado tenían la clave, pero las duchas funcionaban con un “jeton”, que es una ficha como las antiguas de las cabinas de teléfonos, y la máquina que los suministraba no funcionaba. Yo me duché a bordo pero Mario, más valiente, a pesar de la hora se fue a bañar al mar y luego a las duchas con agua fría de la playa. Cenamos a bordo y por la noche nos tocó soportar el crepitar de la lluvia en el techo, porque cayeron varios chubascos que hasta nos despertaron. A cambio por la mañana nos fuimos antes de que abrieran las oficinas, por lo que involuntariamente nos tuvimos que ir sin pagar, aunque no nos pareció incorrecto porque realmente no habíamos recibido ningún servicio.