Tinta, papel, nitrato y celuloide

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From the series: Miradas en la Oscuridad
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En concreto, a Churchill sí le era conveniente que Argentina se mantuviera neutral, que no le declarara la guerra al Eje, y arguyó fieramente con Roosevelt para evitar a toda costa que el gobierno estadounidense obligara a Argentina a declararse pro Aliada, con el cuento de que podría recibir los beneficios que Estados Unidos pudiera darle como premio. De haberse concretado aquello, se habría puesto a la República Argentina bajo la égida de Estados Unidos, arrebatándola de la esfera de influencia cultural, y de la órbita económica de Gran Bretaña, donde históricamente había estado. Es decir, en la cuestión argentina se debatía no únicamente la posición de esa República en el conflicto bélico, sino la hegemonía estadounidense y británica sobre América Latina, y no únicamente durante la Segunda Guerra Mundial, sino con la vista puesta también en el escenario de la posguerra.

Todo esto no se sabía así de claro. No resulta evidente si se acude únicamente a la prensa como fuente privilegiada para explicar un proceso histórico; y aun si pudiera decirse que un historiador acucioso pudo haberlo intuido, el hecho incontrastable es que hoy se sabe y se puede sostener, con base en documentos, que son distintos de la prensa, a la que en última instancia no descalifican ni anulan, sino que complementan, corrigen o completan en sus contenidos. Por añadidura, queda claro otra vez el rol de la prensa como agente de la historia. El editorial de la prensa mexicana contra la postura de neutralidad de Argentina, dirigido contra su canciller del momento, es solamente un ejemplo, entre múltiples, tanto en la prensa mexicana como en la argentina, de la forma en la cual periodistas y empresas periodísticas de ambas naciones se enfrascaron en la guerra de declaraciones y opiniones, que a su vez era reflejo de la guerra de sus gobiernos en el tema.

La lección aprendida, cuando menos en lo que a un investigador concierne, es que hace falta saber cuando menos algo de historia, antes de ir a revisar, registrar, indizar, etcétera, contenidos de “periódicos viejos”, como dicen algunas veces los alumnos; y sobre todo hace falta que cuando todo esto se lleve a cabo, el investigador (académico o estudiante) vaya claramente advertido de que se está aproximando a una, y solamente una, de todas las fuentes posibles que le serán necesarias si de verdad quiere aproximarse a una mirada cuando menos un poco más integradora, completa y compleja, del hecho histórico que investigue. Desde luego, sin dejarnos dominar por la ansiedad del absoluto, por la ambición de lograr “el todo” de algo, por la soberbia de lo que se pretende como “la historia total”. Una cuestión es cierta, y es la de que podemos tener la certeza de que vale la pena intentarlo cuando sea posible, y que algo gratificante y útil se puede obtener a final de cuentas, sobre todo cuando se trata de procesos de docencia / investigación académicas.

El resquicio de la historia cultural

Como contraparte de esta perspectiva, existe una gran ventaja con la prensa, que realmente no tenemos con documentos oficiales o diplomáticos. La prensa nos abre también una veta riquísima cuando se trata de historiar con base en los que genuinamente son signos privilegiados de un contexto histórico específico, los testimonios y referencias que remiten a una serie de valores, usos y costumbres, modas, mitos, rituales y, junto con todos estos elementos inmateriales, toda una multitud de artefactos de la más diversa índole. Todos ellos, en conjunto, constituyen un complejo entramado, integrador del verdadero y más completo tejido de lo social. Existen en los testimonios periodísticos, por otra parte, indicios de la estrecha relación existente (y no siempre muy evidente) entre asuntos aparentemente banales y elementos de una infraestructura y superestructura reales, y efectivamente operantes e interactuantes (más que determinantes absolutos) con los factores constitutivos del tono de una vida cotidiana, del devenir que se expresa en los antes mencionados valores, rituales, mitos, usos y costumbres y artefactos, etcétera, mismos que es necesario recuperar cuando se trabaja en la historia cultural, en paralelo con la tradicional historiografía de corte político, diplomático o económico.

De acuerdo a lo anterior, un historiador puede adentrarse en el mundo de las aristocráticas y tradicionales fuentes para la escritura de la historia (las constituciones, los edictos, los tratados, los comunicados oficiales y diplomáticos, las declaraciones, las actas, los manifiestos, etcétera), y no siempre, y a veces con mucha dificultad, se puede captar a plenitud, a través de esta clase de documentos, la mentalidad de una época, el tono de la cotidianidad, la textura y los matices de lo colectivo, de lo que remite a una vida social diversa y rica en sus manifestaciones, que se concretan en el imaginario de un momento.

Pero hoy en día está claro que con todo y lo menospreciado que habían sido como fuentes para el historiador, las secciones de la prensa referidas a la publicidad, los deportes, los espectáculos, la cultura, la sociedad, etcétera, ofrecen también una opción no sólo curiosa o atractiva (aunque a veces juzgada superficial) que es necesaria, y por necesaria complementaria, a las fuentes de la historiografía de tono marcadamente político, diplomático o económico, que es a veces la que predomina tanto en la enseñanza como en la investigación. Las primeras solían hacer hincapié en los grandes personajes, en sus hechos, sus hazañas y en las fechas en que éstas fueron realizadas; la otra pone el énfasis en los modos de producción, las relaciones de trabajo, el valor de la fuerza de trabajo, los mercados y bienes de capital, la distribución de los bienes y productos de carácter económico, etcétera, y la manera en que los procesos de producción e intercambio de bienes y servicios determinan una estructura social y/o las relaciones sociales en ella.

Sin embargo, muy pocas veces las historiografías tradicionales habían posibilitado una percepción más clara, vívida, de la forma en que los grandes hechos de los grandes hombres, y las incidencias de los complejos procesos económicos, se expresan en el nivel de la cotidianidad, de lo social, de lo colectivo, de lo popular. En este punto es en el que se hace necesario recordar, junto con Agnes Heller, que “[...] la transformación de la vida cotidiana, de las relaciones y circunstancias de los hombres, no es anterior ni posterior a la transformación política y económica, sino simultánea con ella”.7

Lo cotidiano crea una serie de intersecciones entre los aspectos materiales e inmateriales de la vida humana, de lo social; y en su tránsito de lo público a lo privado, de lo individual a lo colectivo, y viceversa, tiene manifestaciones concretas en bienes y servicios, en productos de consumo colectivo, en necesidades, deseos y temores, que se expresan en hábitos de consumo, patrones de comportamiento y formas de entretenimiento que integran un todo susceptible de ser estudiado, junto con los considerados grandes personajes, las grandes ideas y los grandes procesos económicos, diplomáticos y políticos.

La especificidad y el pragmatismo de la historiografía política y el economicismo provocaron un relativo retraso en la aceptación de una visión culturalista8 de la historiografía, que venturosamente llegó al fin para dar cauce a lo que hoy son los estudios culturales y dentro de ellos la historia cultural. En ella, como una de las más jóvenes vertientes de la historiografía, no se desdeña ni lo político ni lo económico, sino que se busca establecer su imbricación y las formas de su expresión en el ámbito de lo cotidiano, de lo social. Si entendemos a la cultura como el conjunto de los elementos materiales e inmateriales pertenecientes a un grupo social en un tiempo y espacio determinados, podemos establecer muy fácilmente las referencias a la lengua, las ciencias, las técnicas, las instituciones, las normas, los valores, los símbolos, los patrones de comportamiento asimilados y socialmente transmitidos, así como la forma en que todo esto se expresa en el ámbito concreto de la vida cotidiana, de los individuos y las sociedades.

En el proceso en el que cada sociedad se dota a sí misma de una personalidad, de una identidad específica, e independientemente de la pluralidad de las formas en que cada grupo social crea, recrea y expresa su universo cultural propio, es un hecho que dentro de todas las sociedades, en todos los tiempos, la cultura se expresa también como “un conjunto de artefactos de consumo general”: ropa, calzado, medicamentos, formas de entretenimiento, medios de transporte, utensilios, literatura en sus diversas expresiones, música, canciones y, ya en la era industrial moderna, películas, discos, programas de televisión, revistas, etcétera.9

Además, todos los elementos inmateriales, junto con los artefactos arriba mencionados, constituyen lo que propiamente conocemos como la cultura. Estos elementos de la cultura, patrimonio tradicional, sobre todo en sus inicios, de unas minorías privilegiadas, se convierten a continuación en productos o mercancías culturales destinadas a un consumo colectivo, y a la larga popular, con lo cual se origina lo que hoy conocemos como la cultura de masas y/o la cultura popular. Cultura de masas porque todo ese cúmulo de elementos de una cultura en especial son propios de las sociedades modernas, posteriores a la revolución industrial, que produce bienes y servicios en serie, consumidos de manera masiva casi siempre bajo el influjo de la acción de los medios de comunicación colectiva, que al popularizarlos los despojan de su origen aristocrático, recrean el ciclo de la producción y consumo masivos, y los constituyen propiamente como la “cultura popular”, por contraste con la “alta cultura”, o las prácticas culturales de las élites (como la ópera).

 

Se trata de establecer que uno de los grandes valores de la prensa es el de servir (junto con otras fuentes, como la literatura, la música, las artes populares, o la cultura popular de entretenimiento, entre otras expresiones y prácticas socioculturales), como una fuente privilegiada de un quehacer en el que “el gran valor de la historia cultural es el establecimiento de las conexiones existentes entre las diferentes actividades o áreas del desarrollo humano”,10 en una circunstancia histórica específica, entendiendo a ésta última como “la unidad compuesta por fuerza productiva, estructura social y forma mental”.11 Se trata simplemente de que la historia cultural permite establecer las relaciones existentes entre todos (o varios de) los factores integradores de la vida social y de la historia cotidiana.

Todo lo antes descrito plantea la posibilidad de que a la prensa, pero también a la literatura, a los productos culturales de los medios (filmes, discos, radionovelas, telenovelas, fotonovelas, carteles, historietas, etcétera), se les pueda preguntar siempre sobre “la totalidad de las actividades que caracterizan las reproducciones singulares productoras de la posibilidad permanente de la reproducción social”.12 La prensa, y en general todos los elementos que hoy son fuentes válidas para la historiografía, son, en concreto, factores importantes, si bien no los únicos cuando se les considera de manera aislada en la escritura de la historia cultural, de la historia social o, simple y llanamente, de la historia.

En la historia por venir, la prensa seguirá siendo, y cada vez más, una fuente importante, además de atractiva, para escribir la historia de la gente común, la historia desde abajo, teniendo siempre en cuenta los márgenes que marcan la necesidad de una saludable relatividad y flexibilidad en las consideraciones teóricas y metodológicas sobre la prensa como fuente para la historiografía. Y si a la prensa se le puede preguntar por esas manifestaciones concretas, cotidianas, se diría que “vulgares” (en el mejor sentido), de factores y productos culturales explicables por su relación con lo político y lo económico, conviene reiterar que no es el ánimo de exclusión entre las fuentes lo que mejor sirve para la escritura de la historia, sino la complementariedad de todas las fuentes posibles, de entre todas las existentes, la que verdaderamente puede ser la base de su riqueza.

Lo mismo aplica para todas las demás tipos de fuentes que referimos en este capítulo introductorio. El cine es hoy aceptado también como una fuente válida para la historiografía. Es un producto que se genera con fines económico / comerciales y de entretenimiento, primordialmente, pero sus planteamientos están determinados por las perspectivas, posiciones, filiaciones (políticas, religiosas, ideológicas, etcétera), de quienes están detrás de su hechura. Es decir, un filme, en muchos sentidos, es un agente del proceso sociocultural que se vive en el momento en que se produce y se lanza al mercado para su consumo. A la vez, sobre todo pasado el tiempo, cuando la perspectiva histórica lo posibilita con mayor claridad y facilidad, el análisis del cine, de los filmes, como fuentes de interrogación para la escritura de la historia, lo convierten también en una fuente primordial de conocimiento. Vale la pena reiterar, como hicimos con la prensa, que el filme por sí solo no es tampoco una fuente válida para la historiografía, si se le considera de manera aislada, porque en esas circunstancias a lo más que puede dar lugar es a una crítica, a una opinión, que en todo caso será la posición del crítico frente al filme. Pero en interacción con todo el otro espectro de fuentes posibles (la prensa, la publicidad, la literatura, y los archivos históricos de todo tipo, como los gubernamentales-oficiales-institucionales, diplomáticos, empresariales, familiares, etcétera), sin duda alguna el valor de un filme como fuente para la historiografía, y no únicamente para la crítica del filme per se, se acrecienta de manera exponencial y productiva en términos de resultados.

Una vasta red de vasos comunicantes

Citemos como ejemplo la notoria interacción que ocurrió entre cine, literatura y prensa en el contexto mexicano de la primera mitad del siglo xx. Durante los últimos años treinta, la realización de filmes como El indio (de Armando Vargas de la Maza, 1939), basado en una obra literaria homónima de Gregorio López y Fuentes, adaptada para la pantalla por él y por un dramaturgo reconocido, Celestino Goroztiza, es perfectamente ilustrativa de la política indigenista del régimen cardenista, que había creado el Departamento de Asuntos Indígenas y el Departamento de Educación Indígena (ambas entidades precursoras de lo que después sería el Instituto Nacional Indigenista). Por añadidura, la novela que dio pie a la película había sido ganadora del Premio Nacional de Literatura de la época, lo cual denota una posición oficial para premiar a los intelectuales y creadores alineados con la que era una política oficial del régimen, la del indigenismo, que se manifestó en varios otros filmes, como La noche de los mayas (de Chano Urueta, 1939), que contó con la intervención de Antonio Médiz Bolio, o bien Adiós mi chaparrita (René Cardona, 1937), basada a su vez en una novela, Rancho estradeño, de Rosa de Castaño. Si a esta interacción entre política oficial, cine y literatura e indigenistas, sumamos además lo dicho en la prensa respecto a todo aquel conjunto de interacciones, tenemos un panorama más completo de cómo ocurrió aquella alineación que tuvo un cambio muy drástico durante los años cuarenta, cuando México se encontró en guerra con las potencias del Eje y en el bando de los Aliados.

En el panorama bélico, México y su cine fueron convocados por Estados Unidos para producir cine de propaganda contra el Eje, a favor de los Aliados, y de tono pro estadunidense y pro panamericano. Así, el cine mexicano adoptó una vocación universalista-cosmopolita que le llevó a adaptar múltiples obras de la literatura universal, en filmes en los que de manera subrepticia, entre líneas, estaban con frecuencia los discursos contra las tiranías, contra la injusticia, a favor de la libertad, de la hermandad, etcétera. Se contrató inclusive a un agente en Hollywood, Paul Kohner, para gestionar la adquisición de los derechos de las obras de la literatura universal que se llevarían a las pantallas mexicanas y de todo el mundo de habla hispana, pues la estrategia era realizar propaganda fílmica en todas las repúblicas del continente. Junto con aquella interacción entre políticas oficiales (la estadunidense y la mexicana), cine y literatura, fue fundamental el impacto de la prensa, como agente promotor y halagador de toda la estrategia.13

Adicionalmente, México no se divorció de su filiación cultural con España, con la “madre patria”, y mucho menos con todas sus “hermanas” repúblicas latinoamericanas, con todo y lo franquista que fuera España e inclusive en la inexistencia de relaciones diplomáticas con ella. Así, España no dejó de ser fuente nutricia para la producción fílmica mexicana, a través de la multitud de obras literarias españolas que fueron adaptadas en el cine nacional, como La barraca, de Vicente Blasco Ibáñez; Pepita Jiménez, de Juan Valera; La malquerida, de Jacinto Benavente, o El abuelo, de Benito Pérez Galdós, utilizado para el filme Adulterio (de José Díaz Morales, 1945).

Nuevamente encontramos que pese a la reticencia oficial y diplomática del gobierno mexicano frente al régimen franquista, la filiación cultural pro hispanista de los sectores empresariales del cine, y de una parte de la sociedad mexicana, impactó en esta interacción entre cultura social, cine y literatura, que también tuvo expresiones de encomio en la prensa, sobre todo en la crítica cinematográfica que, a ambos lados del Atlántico, refirió aquel fenómeno cultural de trama muy compleja. España, que a través de su Consejo de la Hispanidad luchaba con denuedo por evitar el divorcio de las sociedades latinoamericanas respecto a su posición como “eje rector cultural” de las “hijas de la madre patria”, creó con el tiempo una Unión Cinematográfica Hispanoamericana (ucha), a través de la cual premió los esfuerzos de las cinematografías latinoamericanas (principalmente la argentina y la mexicana), por mantener los vínculos culturales con la España franquista.

Finalmente, como un ejemplo más de interacción entre políticas oficiales y diplomáticas, cine, literatura y prensa, podemos mencionar el fenómeno del latinoamericanismo fílmico del cine mexicano. Éste se originó porque así como era urgente, a principios de los cuarenta, el discurso propagandístico a favor de los Aliados, de Estados Unidos como defensor de la libertad y la democracia, del panamericanismo (es decir, el argumento de la unidad de América frente a Europa o Asia), también se buscó promover una unidad a través de la “identidad latina”, que fundara el latinoamericanismo fílmico.14 Así, el vehículo fundamental fueron las adaptaciones cinematográficas de las obras literarias del escritor latinoamericano que entonces estaba en boga, el venezolano Rómulo Gallegos, de quien se llevaron a la pantalla obras como Doña Bárbara, Canaima, Cantaclaro, La trepadora, etcétera, en una estrategia político-diplomática que también se intersectó con el cine, la literatura y la prensa, por cuanto ésta no dejó de encomiar el acierto del cine nacional al involucrarse por los caminos de la literatura latinoamericana. No solamente la prensa mexicana sino también la extranjera alabaron aquel cine mexicano de vocación “latinoamericanista”. Se consideraba más legítimo y “natural”, por la identidad cultural entre las repúblicas latinoamericanas, que este movimiento lo desarrollara el cine mexicano y no el cine de Hollywood, donde se suponía que el resultado habría sido artificioso, falso, ilegítimo y, a final de cuentas, fracasado cultural y económicamente.15

Cine, prensa y literatura como procesos de comunicación y procesos históricos complejos

En toda la explicación anterior, está detrás un planteamiento que ahora parece verdad de Perogrullo, pero que hasta hace poco tiempo no era muy fácilmente aceptado en los medios académicos. En la época contemporánea, en casi todos los estudios de Ciencias Sociales y Humanidades, y aun en otros campos disciplinarios, cuando se habla de lo que se suele denominar como la era de la globalización, se suele pasar por alto que esta etapa se alcanzó en gran medida por la enorme diversificación, complejidad y enriquecimiento de los procesos, los medios y las estrategias de comunicación, merced a la potenciación de los mismos debido a la convergencia tecnológica que entre el final del siglo xx y el principio del siglo xxi los hizo posibles tal como ahora los viven las diversas sociedades del mundo. Históricamente, los procesos de comunicación han sido siempre cruciales en la conformación de las sociedades a través de los tiempos, por su incidencia en la socialización, la aculturación, la integración, etcétera, de los individuos y los grupos sociales. De tal modo, han sido sustanciales en la constitución de las identidades locales, regionales, nacionales, religiosas, raciales, culturales, etcétera, a través de la creación de representaciones, imaginarios sociales, mentalidades, ideologías, mismas que tienen en la comunicación colectiva una de las bases fundamentales para su constitución.

Así, los fenómenos políticos, sociales, culturales, etcétera, de la época contemporánea no se explican, en las sociedades en lo particular, o en el mundo globalizado, si no se tiene en cuenta el papel fundamental que en todos ellos asumen los procesos de comunicación que implican ciertamente medios y tecnologías cada vez más avanzadas e innovadoras. Pero sobre todo involucran protagonistas (grupos políticos o empresariales, por una parte, y organizaciones de la sociedad civil ahora, por otra, que abogan por los receptores, las audiencias o los usuarios de la comunicación), así como estrategias seguidas por cada uno de los interesados (individuos y agrupaciones), empeñados en disponer para su servicio y para sus beneficios de las potencialidades de la convergencia tecnológica y los dividendos (económicos, políticos, ideológicos o culturales) de la cada vez más compleja trama de la comunicación colectiva social, local, regional, nacional, internacional o global.

El proceso, desde luego, no es en absoluto nuevo. Se puede ubicar a la imprenta, y a su uso generalizado, como el origen de la era “mediológica”. De entonces a la fecha, todas las innovaciones técnico-mediáticas no han dejado de determinar el curso de la historia y la transformación de las sociedades. Si tomamos como ejemplo el poder y la utilización de los medios para la entronización de ciertas expresiones de la cultura de una región, como representativas del todo de una nación, podemos percibir que dicho proceso de construcción artificiosa de una “identidad” ocurrió a lo largo de la primera mitad del siglo xx en varias naciones, con recursos como las industrias de radio, discográfica y fílmica.

 

Sucedió así que por el papel que jugaron la industria radiofónica, la industria discográfica y después la industria del cine, en México terminó por imponerse el folclor de una región, el Bajío mexicano (Michoacán, Jalisco, Guanajuato, etcétera), como representativos a ojos propios y extraños del “todo” de la nación mexicana. Esto ocurrió, desde luego, con el consecuente sacrificio o invisibilidad del folclor y las características, peculiaridades y riqueza de la especificidad de todas las otras regiones y manifestaciones culturales que integran, esas sí, en conjunto, el “todo” de la nación mexicana: el folclor de la huasteca, tanto la veracruzana como la hidalguense; el folclor del norte de la República mexicana; el folclor yucateco, el de Oaxaca, el guerrerense, el sinaloense, etcétera.

Algo similar ocurrió en España cuando se adoptó como representativo del “todo” de la nación española al folclor de Andalucía (con peinetas, mantillas y castañuelas de por medio), en desdoro de la multiplicidad de regiones que componen el mosaico cultural español, con Cataluña como una de las regiones más renuentes a someterse a aquella imposición político-mediática. Algo similar sucedió con Alemania, en la cual el folclor de una de sus regiones, Bavaria, pretendió imponerse como representativa del “todo” de la nación alemana, también rica y diversa en todas sus expresiones y manifestaciones culturales, en su diversidad regional, religiosa (aunque se asuma por algunos como nación mayoritariamente protestante) e incluso lingüística, por las variaciones del alemán que se habla en diversas regiones del país.

Ahora bien, si nos concentramos en la utilización del cine como fuente para la historia, tendríamos que traer a colación la verdad incuestionable de que el estudio de los medios de comunicación y sus productos no es, en primera instancia, una especie de entretenimiento meramente frívolo, enajenado de los procesos político-económicos, diplomáticos o socioculturales. El estudio de los medios y sus productos, en estrecha relación con los contextos políticos, económicos, diplomáticos, sociales y culturales, sin que forzosamente se tenga que hacer énfasis en las consabidas historias políticas o económicas per se como las únicas determinantes y que debamos tener en cuenta, nos lleva entonces a la consideración de la industria cinematográfica y sus industrias adyacentes (la publicidad cinematográfica, la prensa cinematográfica, el cartel cinematográfico, etcétera) como parte de un entramado más complejo. En él hablamos de un medio de comunicación, de un medio de expresión artística, un medio de entretenimiento pero también de goce estético para sus consumidores; un medio que se ha utilizado con fines proselitistas, propagandísticos, en momentos coyunturales (como las guerras mundiales del siglo xx), y también como un medio para la creación cotidiana de ciudadanía, para la construcción cotidiana y sostenida de la identidad, de sentidos de identificación, pertenencia, adhesión a valores, principios, tradiciones, mitologías, imaginarios, etcétera, en la llamada historia de tiempo largo, o de larga duración, cuando no hay coyunturas o rupturas en el devenir histórico. En ambas, pero sobre todo en el apacible navegar en el tiempo, se forjan identidades, mentalidades, representaciones del ser propio y de “los otros”, de los cuales nos distinguimos a través de la forma en que nos representamos y a través de la manera en que representamos a los demás dentro del mundo, en que existimos y cohabitamos con todos. Desde luego, no se desconoce que también un hecho coyuntural, trágico, de corta duración, puede tener gran alcance en la configuración de estos procesos.

El ejemplo más claro de todo ello sería la forma en la cual, durante la primera mitad del siglo xx, cuando menos, prácticamente todos los Estados prominentes del mundo, en términos de disposición de tecnología mediática, y de poder para utilizarla en función de sus fines e intereses, fueron descubriendo los que percibieron como valores potencialmente muy útiles de los medios en cuanto a sus facultades de adoctrinación, ideologización y configuración ideológica. Muy temprano, en la transición del siglo xix al siglo xx, el magnate del periodismo estadunidense, William Randolph Hearst, atizó una primera campaña de propaganda antiespañola durante la guerra de independencia de Cuba. Simultáneamente, ese mismo magnate del periodismo amarillista por excelencia impulsó también una campaña de denuestos contra la Revolución mexicana; iniciada la Primera Guerra Mundial promovió también una campaña de difamaciones contra México, los mexicanos y los latinos en general, por la supuesta amenaza que signficaban para Estados Unidos en el contexto de la Primera Guerra Mundial. Existieron planteamientos fílmicos en Estados Unidos sobre supuestas conspiraciones de “todos los países latinos, de América y Europa”, contra esa nación; o bien de alianzas de espías mexicanos y latinos, con espías y agentes alemanes o japoneses, para atacar, desestabilizar o “subyugar” a Estados Unidos.16 A propósito de ese periodo, se debe señalar la guerra de propaganda mediática (a través de carteles, panfletos, y películas) organizada por prácticamente todos los participantes en aquella primera gran conflagración del siglo xx, pues tanto Alemania como Estados Unidos, Italia o Francia, Gran Bretaña y todos los demás participantes, utilizaron todos los medios a su alcance para tratar de influir en sus sociedades respecto al conflicto en el que participaban.

Después, triunfante la revolución soviética, en 1919 Vladimir Lenin declaró que de todos los medios, el que más le importaba era el cine, por sus evidentes poderes para la ideologización de las masas. Después del periodo de entre guerras, la mayor parte de los Estados que protagonizaron la Segunda Guerra Mundial volvieron a enfrascarse en una utilización de los medios (la prensa, la radio, la publicidad, la cartelística, el cine, etcétera) con fines propagandísticos y de persuasión ideológica. Al ascenso del fascismo italiano en los años veinte, del nazismo alemán en los treinta, se sumarían también los esfuerzos propagandísticos de Japón, de Gran Bretaña, de Estados Unidos. Desde luego, también los de México, que durante el cardenismo creó el Departamento Autónomo de Prensa y Publicidad (el dapp), para cubrir las necesidades propagandísticas que se atenderían mediante aquel organismo oficial, pero también con apoyos diversos a la producción mediática de la iniciativa privada, como la de los empresarios de la Cinematográfica Latinoamericana, S. A. (los estudios clasa en Calzada de Tlalpan entonces). El dapp se creó para atender en general las necesidades de todo el sector de comunicación y medios del país, pues se consideraba fundamental todo aquello para la construcción y fortalecimiento de la nueva identidad nacional y para el fortalecimiento de la unidad nacional, en el umbral de la Segunda Guerra Mundial.