Tinta, papel, nitrato y celuloide

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From the series: Miradas en la Oscuridad
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Es probable que ninguna otra cinematografía de habla hispana haya hecho tantas adaptaciones de literatura española para sus pantallas, lo cual resulta significativo por diversas razones. Por una parte, es una manifestación innegable de la filia cultural que une a los pueblos hispanoamericanos con la nación que, por entonces, bajo la dictadura de Francisco Franco, insiste por todos los medios en que es “la madre patria” de todas las Repúblicas de habla hispana del continente americano. Por otro lado, es significativo que el fenómeno se haya originado en un contexto de inexistencia de relaciones diplomáticas entre la dictadura franquista y los gobiernos mexicanos de “la familia revolucionaria” que rigen a la nación, y que así le disputaban a España cualquier intento de hegemonía sobre “las hermanas Repúblicas hispanoamericanas” del continente. Por otra parte, ese cine, que con aquella frecuencia tan marcada por la literatura española parecía hacerle un guiño de neutralidad a la nación y a la sociedad españolas, frente a la condena diplomática implícita en la tozudez de los gobiernos mexicanos, contribuyó probablemente a una buena difusión y conocimiento de aquella literatura, a través de un cine realizado de manera muy decorosa, entre las audiencias de habla hispana que pudieron conocer aquella literatura mediante las pantallas, quizá más que por medio de la lectura directa de las obras en versión impresa.

Dentro de aquellas obras literarias, llevadas a la pantalla por el cine mexicano, algunas han sido ampliamente reconocidas, desde la época de su realización e incluso en la actualidad, con títulos como La barraca (Roberto Gavaldón, 1943), sobre Vicente Blasco Ibáñez; Pepita Jiménez y La malquerida (Emilio Fernández, 1946 y 1949), sobre Juan Valera y Jacinto Benavente, respectivamente; y sobre todo Doña Perfecta (Alejandro Galindo, 1950), sobre Benito Pérez Galdós, entre muchos otros filmes mexicanos de ascendencia literaria española que se podrían citar. La importancia de esta filmografía radica en que La barraca fue considerada en su momento, y sigue siendo considerada hasta la fecha, en la perspectiva de algunos críticos, incluso en España, como una obra de innegable valor cinematográfico, como se demuestra en el texto alusivo al filme. Por otra parte, además de los aciertos de Pepita Jiménez y La malquerida, la última de las películas citadas, Doña Perfecta, quizá resulte significativa porque terminó por ser una especie de síntesis fílmica entre lo español y lo mexicano. Este asunto, abordado en el último capítulo, da cuenta de la forma en que su adaptador y director, Alejandro Galindo, “mexicanizó” la historia y la trasladó del contexto de las guerras carlistas (entre fuerzas liberales y conservadoras) en la España del siglo xix a la lucha entre liberales y conservadores en el siglo xix mexicano, con agudas referencias a la reforma liberal, al conservadurismo tan flagrante y retardatario de algunos sectores de la sociedad mexicana, la decimonónica, e incluso la contemporánea, la Guerra de Reforma, el conflicto entre un Estado laico y el catolicismo reaccionario, etcétera.

Rodada en el contexto del gobierno de Miguel Alemán (1946-1952), que en diversas instancias fue visto como una especie de “contrarrevolución” por su desplazamiento hacia la derecha y por ser contrario a las propuestas del ideario revolucionario que hasta entonces habían animado el discurso político mexicano, el del Partido Revolucionario Institucional, el filme tiene las características de una alegoría. Parece referir, mediante el recurso de ubicar la acción en el pasado mexicano del siglo xix, el oscurantismo todavía presente en amplios sectores de la sociedad mexicana, la que al parecer está volviendo por sus fueros ya desde mediados del siglo xx nacional, a la vez que se preservan referencias a la historia española que se enlazan, también desde el siglo xix, con las que eran situaciones muy sentidas entre la colonia española en México, en relación con la dictadura franquista vigente en ese entonces.

Estas referencias muy agudas, tanto por Galindo como adaptador y realizador, como por parte de la crítica de prensa como la que desarrollaban españoles exiliados, entre ellos el muy notable Álvaro Custodio, dan cuenta pues, finalmente, de una manifestación fehaciente de la interacción entre cine (la película Doña Perfecta, de Alejandro Galindo), literatura (la novela Doña Perfecta, de Benito Pérez Galdós), y las críticas sobre la obra fílmica y la literaria que se manifestaron en la prensa, mediante la pluma de escritores como el mencionado Custodio, entre otros, además de críticos, analistas e historiadores posteriores. Fue aquella una forma muy afortunada de lograr, en el centro del debate entre lo mexicano y lo extranjero en el cine nacional, una buena síntesis entre ambos aspectos, en una película de ascendencia española en su historia, pero muy mexicana en las pantallas y para las audiencias, entre las que sigue contando con amplio reconocimiento.

De esta manera, y con estos tres capítulos a cargo de Francisco Peredo Castro, se concluye este viaje imaginario propuesto por todos los autores presentes en este volumen, para invitarnos a escuchar, en sentido figurado, las voces y los diálogos entre prensa, literatura y cine, entre pasado y presente, entre historiografía tradicional e historiografía cultural, en una interacción que los autores de este libro proponemos como una forma necesaria para abordar las intrincadas formas de la relación entre individuos, sociedades, contextos y formas de la creación artística, cultural e intelectual.

Francisco Martín Peredo Castro

Isabel Lincoln Strange Reséndiz

Ciudad de México, septiembre de 2020.

Prensa, literatura, cine e historia.

Interacciones en el entorno cultural

mexicano del siglo xx

Francisco Martín Peredo Castro,*

La utilización de la prensa, de la literatura, del cine y de la historiografía, es decir de la escritura, sobre la historia, impresa y publicada, como fuentes para una nueva historiografía, desde la perspectiva de un historiador contemporáneo, y en relación con el ejercicio profesional o académico de la historiografía, implica partir de una premisa fundamental: estos cuatro tipos de fuentes son objetos y a la vez sujetos de la historia. Dicho en otros términos, la prensa, la literatura, el cine y la historiografía, como objetos de la historia, deben ser vistos en su doble papel, de fuentes de información, por una parte, y de agentes de los procesos históricos que se aluden, refieren, estudian, difunden o se investigan en ellas, por otra.

Esto es importante porque dichas fuentes de información se han utilizado desde hace mucho tiempo y se consideran privilegiadas para la escritura de la historia (principalmente la prensa, la historiografía antigua y hasta la literatura, aunque no tanto el cine). Al enfatizar que nos son útiles por la información que nos proveen, respecto a los acontecimientos de su tiempo, tanto los de su contexto como los referidos en el momento en que fue escrito, y luego impreso, cada ejemplar que consultamos de esos tipos de fuentes (periódicos, novelas históricas o cualquier otra obra literaria, historias académicas, oficiales, institucionales o ajenas a cualquier sistema), se nos olvida a veces, cuando menos un poco, que lo que esas fuentes, esas empresas editoriales publicaron, y por la forma en que lo hicieron, permiten advertir una postura determinada. La de los grupos empresariales, editoriales, o institucionales, del periódico si se trata de prensa; de los autores, si es literatura, y de autores, instituciones y organismos diversos, si se trata de obras historiográficas. Todos tuvieron una posición frente a hechos, procesos y protagonistas de la historia que estudiamos, y que constantemente sometemos a revisión, reconsideración y reescritura.

Así, por ejemplo, en la historiografía sobre la Revolución mexicana, se puede establecer que la caída del régimen maderista (mayo de 1911-22 de febrero de 1913), y por la manera en que ocurrió, estuvo determinada, en alguna medida, por el rol que la prensa satírica jugó denostando la imagen del que después fue conocido como “el mártir de la democracia”. Mediante caricaturas que lo disminuían por su personalidad, lo ridiculizaban por sus prácticas más o menos cotidianas (como el espiritismo o la homeopatía), lo descalificaban por su forma de gobernar, lo cuestionaban por las medidas que tomaba, o por las que eludió (como la reforma agraria que le demandaban los zapatistas) y sobre todo, lo anulaban por la comparación permanente que se hacía de su imagen, incluso de su apariencia y su estatura, en relación con la del dictador derrocado, Porfirio Díaz, aquel proceso se sostuvo hasta que la imagen de Madero fue permanentemente minada, socavada, y denostada, hasta extremos de escarnio y de tragedia.

Es evidente, entonces, que entre la multitud de factores que contribuyeron al derrocamiento del gobierno de Madero, aquel tipo de periodismo fue también protagonista fundamental, en tanto le generó a la sociedad un distanciamiento tal, un extrañamiento extremo y una carencia de empatía para con su gobierno, que hizo parecer a su régimen como endeble y susceptible de ser derrocado, sacrificable, como finalmente ocurrió y de manera tan trágica. Este es un ejemplo evidente del papel que la prensa jugó como “agente” de la historia, junto con los otros agentes, los de carne y hueso, entre ellos Félix Díaz, el sublevado; Victoriano Huerta el traidor; Henry Lane Wilson, el embajador estadunidense como intrigante, solapador o soliviantador del golpe de Estado, hecho que finalmente se fraguó mediante el llamado “pacto de la embajada”, para derrocar a Madero y Pino Suárez, como las víctimas del suceso histórico que ahora conocemos como “la decena trágica”, en el que un proceso de comunicación periodística fue factor fundamental, junto con todos los demás elementos de aquel complicado ajedrez.

 

Un historiador avezado tendrá claro que esa prensa, la de la época en que ocurrieron los hechos, no es solamente una fuente de información en la que se pueden consultar datos, nombres, descripciones y explicaciones sobre lo sucedido. A la larga, los contenidos, las perspectivas planteadas por los autores (articulistas, editores, caricaturistas, etcétera), habrán de dejarle claro que esa prensa y sus hacedores fueron también agentes y protagonistas del proceso que refirieron. Después, el historiador que desee ahondar más en todos aquellos acontecimientos, probablemente podría y tendría quizá que recurrir a la literatura de la Revolución mexicana, particularmente aquella que, incluso con personajes y tramas ficticias, desarrolle sus tramas dramáticas, sus narraciones, su construcción de personajes, teniendo como contexto el del maderismo y su fatal desenlace. Puede ser que el historiador, además de la prensa en sus diversos géneros (noticia, reportaje, editorial, caricatura, etcétera), y de la literatura en sus géneros (como novela, teatro, cuento, poesía, etcétera), desee recurrir también a la música (particularmente el género del corrido revolucionario), y en última instancia hasta el cine, por las formas de la representación de toda aquella trama.

Puede ser que quizás el historiador, en su esfuerzo para obtener un panorama lo más amplio posible en cuanto a perspectivas, fundamentos, razones y percepciones sobre lo sucedido, concluya que debe realizar también algunas revisiones y evaluaciones más. De una buena parte, la historiografía ya publicada sobre esos acontecimientos (del maderismo en este caso), que referidos en prensa, literatura, música y hasta cine u otros productos culturales de los medios de comunicación (como historietas, radionovelas, telenovelas, etcétera), y narrados de manera más formal, rigurosa, objetiva, etcétera, se supone, por los historiadores, dice algo más. A final de cuentas, el historiador-historiógrafo se encuentra casi siempre con que en las obras, no obstante sus pretensiones (de objetividad, imparcialidad, rigurosidad, acuciosidad metodológica, etcétera), también se acusan la mentalidad, los intereses, las filias y las fobias de los historiadores y de las instituciones u organizaciones para las que ejercieron en su momento su labor de historiógrafos.

Más todavía. Para mayor complejidad de la cuestión, se topará de frente con un hecho que es casi un axioma. Por lo general los historiadores escriben sobre el pasado a partir de preocupaciones y determinaciones de su presente, de su contemporaneidad, de su propio contexto, a partir del cual vuelven la vista a un pasado en el que encuentran alguna ligadura con su presente, sus intereses y sus inquietudes. Y entonces la tarea de reescribir la historia se vuelve todavía más compleja y desafiante, porque exige también una diégesis en la cual cada obra utilizada (periodística, literaria, historiográfica, filmográfica, etcétera), requiere ser adecuadamente ubicada en su contexto de producción, en las circunstancias que la explican a partir de su momento, y en la red de relaciones que la originan.

Ambas propuestas de aproximación que hasta ahora planteamos, contienen desde luego multitud de aristas, que reclaman de nosotros en la academia la posibilidad de, cuando menos, reflexionar acerca de ellas. Sobre todo cuando se trata de prevenir a las comunidades estudiantiles que, con un poco menos de formación, menos experiencia, menos perspicacia o malicia, quedan siempre en riesgo de incurrir en errores que pueden ser perfectamente evitados, con un poco de prevención, y con más y mejor entrenamiento para interactuar, actuar y decidir respecto a las fuentes de información e investigación. Además, por otra parte, se suma a la problemática la cuestión de los archivos (gubernamentales, diplomáticos, empresariales, familiares, institucionales, etcétera), que en una perspectiva positivista en extremo suelen ser considerados como los repositorios de “la verdad”, porque se supone que lo que los documentos dicen es lo que realmente sucedió. Es una realidad también que multitud de hilos de la trama histórica, de la interacción entre personalidades, de sus posiciones personales, frente a hechos, circunstancias y desenlaces, pueden no haber llegado al papel, al documento, al “testimonio”, aparente repositorio de “la verdad”, cuya valía se la otorga el estar resguardado en un archivo.

Conocidos son los casos de burócratas que se limitaron a obedecer normas institucionales, a obedecer “órdenes superiores” y originaron verdaderas tragedias (como Adolf Eichmann en la Alemania nazi), sin siquiera tener clara conciencia de su impacto, e incluso exhiben en su descargo documentos que en teoría los exonerarían, si no fuera porque el factor humano, la capacidad de albedrío, la acción en conciencia, etcétera, suelen ser tomados en cuenta también a la hora de los juicios. Pueden darse los casos de otros burócratas que movidos por una agenda personal o grupal, encuentran la forma efectiva y exitosa de ocultarla, o disimularla, tras el entramado de normatividades institucionales y reglamentos jerárquicos. Éstos son los que se expresan en sus documentos, como explicaciones de sus acciones, como desempeño “institucional”, simple y llano, dejando en una zona muy obscura para el crítico / analista / intérprete de los documentos, la posibilidad de detectar en profundidad lo que realmente dicen o permiten inferir los documentos, tan glorificados en la historiografía del siglo xix como los repositorios de “la verdad”, pero tan necesitados siempre de rigurosos análisis, crítica, interpretación y explicación.

Casos emblemáticos en la historiografía mexicana han sido, sin ir demasiado lejos, la contrastante posición de la sociedad mexicana frente a la figura del conquistador Hernán Cortés (dividida en dos posturas que hacia los años treinta del siglo xx parecían irreconciliables: la de los hispanistas frente a los indigenistas),1 o la perspectiva que se tuvo frente a Agustín de Iturbide, concebido durante el siglo xix como el legítimo consumador de la Independencia de México frente a España, para luego terminar condenado al ostracismo historiográfico por la historiografía “revolucionaria” del siglo xx. Por último, se puede mencionar el caso reciente de los esfuerzos por reivindicar la figura histórica de Porfirio Díaz, precisamente cuando los gobiernos y las políticas neoliberales se implantaron en México, dejando atrás el discurso de la “revolución viva” de los regímenes del pri, hasta antes de 1988, que habían colocado a Porfirio Díaz como parte del panteón de los villanos de la historia nacional. Ahí pernoctó, condenada y vilipendiada, la figura del dictador, sin posibilidades de redención alguna. Esto fue así hasta que en años muy recientes, el proceso de revisión / reivindicación ocurrió. A través de diversos productos culturales escritos y de los medios audiovisuales (como el fascículo de Enrique Krauze y el Fondo de Cultura Económica sobre Porfirio Díaz. Místico de la autoridad, dentro de una serie denominada Biografía del poder; los subsiguientes fascículos sobre Porfirio Díaz editados por Editorial Clío, también de Enrique Krauze; el programa de televisión que se derivó de la primera de las obras mencionadas, y finalmente la telenovela El vuelo del águila [de Jorge Fons y Gonzalo Martínez, 1994-1995], producida por Televisa / Ernesto Alonso), la historia dio un giro. El de la estrategia empresarial / privada y los recursos que fueron utilizados para reivindicar / rehabilitar la figura histórica de Porfirio Díaz, en un contexto muy específico: el de los gobiernos y las políticas neoliberales que con el régimen de Carlos Salinas de Gortari tuvieron su cúspide, entre 1988 y 1994.2

En virtud de todo lo expuesto, y con la finalidad de ilustrar mejor a lo que este libro y sus capítulos se refieren, este documento inicial propone utilizar ejemplos de la prensa que tienen que ver con las dos guerras mundiales del siglo xx, con la propaganda cinematográfica que en ambas guerras se difundió, con el uso de la literatura con fines proselitistas y con el papel de la prensa, tanto en relación con las guerras como con la propaganda fílmica que a través de dicha prense se apuntalaba, como una forma de interacción entre política, diplomacia, cine, literatura, periodismo, e historia.

Una primera afirmación me sirve para reiterar un planteamiento establecido antes: la prensa como fuente para la historiografía generalmente no contiene todo sobre un hecho o personaje, ni tampoco dice siempre la verdad absoluta y definitiva sobre nada. Es decir, acudir a la prensa como el libro mágico que nos proveerá de todo lo que necesitamos saber sobre un hecho histórico, o privilegiarla por sobre otras fuentes, como la literatura, el cine u otros productos mediáticos (porque son meros medios de “entretenimiento”), nos pone en el riesgo de tomar como “la verdad” las que en realidad también son visiones parcializadas de los asuntos y personajes, visiones determinadas por relaciones de poder, económicas, ideológicas, de personalidades que son protagonistas de procesos de comunicación que a su vez son, en efecto, también procesos históricos, determinados por multitud de factores.

De entre la multitud de acontecimientos que se suscitaron durante la Segunda Guerra Mundial, uno muy discutido en la prensa, no sólo la mexicana, sino también la internacional, fue el hecho de que cuando en mayo de 1942 el gobierno de México declaró la existencia de un “Estado de Guerra” de nuestro país contra las potencias agrupadas en el Eje, casi todos los países latinoamericanos secundaron a México, y a final de cuentas a Estados Unidos, en lo que entonces se propalaba como “la defensa de la democracia”.3 Sin embargo, hubo varios países que no sólo se declararon “neutrales” frente al conflicto durante varios años de la guerra, sino que cuando finalmente asumieron la postura Aliada, el caso extremo fue el de la República Argentina, que lo hizo menos de un mes antes de la rendición de Alemania nazi frente a los ejércitos Aliados en Europa. Así, México y Argentina se convirtieron en protagonistas de una serie de diatribas que, si se analizan únicamente a través de la prensa, parecen ilustrar muy nítidamente los perfiles de ambos países durante el conflicto. México aparecería así como el país democrático, pro Aliado y antifascista por excelencia, y Argentina como un país antidemocrático, antialiado y pro fascista, cuando en realidad no era la nación argentina sino en todo caso sus gobiernos.

La gran paradoja de todo esto es que la situación era totalmente contraria, cuando menos en lo que respecta al Cono Sur y su relación con Europa durante la Segunda Guerra Mundial. Es muy cierto que en Argentina se habían sucedido, al iniciar el decenio de los años treinta, una serie de gobiernos de carácter militar, conservador, antidemocrático y, en varios casos, muy corruptos, como los de José Félix Uriburu (1930-1932), Agustín Pedro Justo (1932-1938), Roberto Marcelino Ortiz (1938-1940) y Ramón S. Castillo (1940-1943), seguidos en esos mismos años cuarenta por las dictaduras militares de los presidentes de la “Revolución del 43”, Arturo Rawson, Pedro Pablo Ramírez y Edelmiro Farrel, sucesivamente, hasta que en junio de 1946, ya con la guerra terminada, inició su mandato Juan Domingo Perón. Pero los regímenes argentinos mencionados, sobre todo los militares, que mostraron una clara vocación de simpatía por el fascismo, ya francamente amenazante para el mundo entero desde 1933, iban muy a contracorriente de la filiación democrática que la sociedad argentina había manifestado en sucesivos movimientos de protesta y huelgas contra dichos regímenes.4

En México, por el contrario, después de un régimen como el cardenista (1934-1940), en general de talante muy progresista, republicano y pro Aliado, se habían exacerbado las posturas conservadoras que no vieron con buenos ojos la justicia redistributiva que se intentó mediante el apoyo a las clases obreras, o mediante la reforma agraria, no se vio con buenos ojos el apoyo a la República española, y el consecuente repudio al régimen franquista, cuando finalmente se convirtió en dictadura, y tampoco tuvieron buena acogida entre los sectores reaccionarios, e incluso algunos sectores intelectuales elitistas, las cruzadas cardenistas a favor de indígenas y campesinos. Finalmente, a propósito de ocurrencias como la de la “educación socialista”, incluida ex profeso en el artículo 3º constitucional, se abrió la puerta para que emergiera un conservadurismo de corte ultramontano, que se expresó nítidamente en el sinarquismo mexicano (demasiado cercano al fascismo europeo), y luego en la candidatura presidencial de Juan Andrew Almazán, como intento derechista para suceder a Lázaro Cárdenas en la Presidencia, para aminorar los ímpetus “revolucionarios” en el país.

 

La real situación del país es perfectamente perceptible en la prensa antes de la guerra que, como la sociedad mexicana, no era pro Aliada. Cuando finalmente, después de un gran esfuerzo de política interna y diplomacia (como la presión estadounidense) se logró un viraje de la prensa mexicana, y a través de ella se buscó virar también la postura de la sociedad, se generó entonces la apariencia de un país por completo democrático, pro Aliado y antifascista; y el diferendo que México sostuvo con los países que no asumieron su postura se manifestó con artículos, editoriales, notas informativas, reportajes, etcétera. Uno de aquellos editoriales fue muy ilustrativo porque permitió entrever el tono de los reclamos y reproches que México y Argentina se hacían mutuamente respecto a sus posiciones en la arena internacional.

A propósito de las condenas que México hacía de Argentina por su postura “neutral”, pero que era acusada de pro fascista, porque sus gobernantes lo eran aunque no lo era el grueso de su sociedad, la nación argentina respondía a su vez descalificando las críticas de México, prácticamente aduciendo que el gobierno de Ávila Camacho era un simple títere del de Estados Unidos, que le tenía puesto un bozal y lo jalaba a su postura y a su antojo. Y entonces la reacción airada, nacionalista, de la prensa mexicana, ya tornada en antifascista en un plazo muy breve, no se hizo esperar. Se le respondió a don Raúl Ruiz Guiñazu, entonces ministro de Relaciones Exteriores de la República Argentina, lo siguiente:

[…] Lo curioso, sin embargo, es que hable de bozales quien proclama la conveniencia del triunfo totalitario y ardientemente lo desea [...] ¡Cortos se quedan los bozales junto a los medios de opresión y sojuzgamiento que los nazis emplean! [...] Justamente estas perspectivas, precisamente la estimación consciente del programa de esclavizamiento que persiguen las potencias agresoras contra el mundo libre, es lo que determinó, lo que anima y fortalece la decisión unánime de América al alinearse del lado de las naciones que pugnan por la libertad, por la dignidad humana, por el decoro y por la civilización. Este frente que la América libérrima forma contra la barbarie nazi no es el dominio del bozal, como falsa, aunque explicablemente supone el canciller argentino, quien, a fuer de presumible totalitario, acaso sonríe a este pequeño instrumento de sujeción, que él sería el primero en recibir con indicaciones de ponérselo dado que ocurriera el triunfo que apetece […] Y en cuanto al espantapájaros de “la expansión militar, política y económica de los Estados Unidos”, arma predilecta de la quinta columna, y que el señor Ruiz Guiñazu esgrimió quizás ingenuamente ante la Cámara de su país, harto mellada se encuentra a estas horas, y dudamos que, al igual que los otros despectivos desahogos del canciller, constituye elemento de convicción para el hermano pueblo del Plata [...] Al contrario. Bien sabido es que éste se halla en perfecto desacuerdo con la política internacional de su Gobierno; y que a pesar de que, por virtud de un “estado de sitio” de sospechoso cariz totalitario se pretenda acallar allá la opinión, el pensar y el sentir del pueblo argentino discrepan en absoluto de sus actuales mandatarios. En la defensa de la libertad, en la suprema aspiración a la libertad, el cóndor de los Andes vuela junto con las demás águilas de América.5

Este editorial, temprana evidencia del “vuelco de muchos grados” que dio la prensa mexicana en su postura frente a los acontecimientos internacionales y la posición del país en ellos, contiene mucha información que es cierta, es correcta, pero no es completa. Es una evidencia clara de que a partir de la declaración de guerra que México hizo al Eje, la prensa nacional se tornó en favor de los Aliados, en contraposición a lo ocurrido hasta antes de mayo de 1942.6 Pero si tomamos este testimonio de prensa como “la verdad” de lo que estaba sucediendo, incurrimos en un gran riesgo, porque lo que realmente pasa durante un hecho o periodo histórico no llega del todo a la prensa. Y entonces surge la necesidad de entender, y ejercerlo en la práctica, el requisito de aceptar y utilizar a la prensa como una fuente, pero únicamente como una más entre las varias que son necesarias en una verdadera investigación histórica. Lo que dice la prensa puede ser utilizado y tomado como válido, siempre que, o a condición de que, se establezca una relación de necesaria e ineludible complementariedad con otras fuentes, dentro de las cuales la prensa sea una entre varias, dentro del conjunto de las que necesita el historiador para sustentar de manera más confiable sus análisis, interpretaciones y planteamientos.

Respecto al hecho tomado como eje inicial de esta exposición sobre Argentina en la Segunda Guerra Mundial, hoy podemos decir, con base en nueva información, proveniente de archivos diplomáticos recientemente desclasificados tanto en Estados Unidos como en Gran Bretaña, que la situación de Argentina era muchísimo más compleja de lo que la prensa de la época permite advertir. Es ahora un hecho sabido que Argentina se mantuvo neutral en la guerra por una razón económica, pues conservando esa postura estaba en posibilidad de vender sus productos agropecuarios tanto a los países fascistas como a los aliados. Es decir, podía comerciar por igual con Alemania que con Gran Bretaña, por más que las simpatías gubernamentales estuvieran con el régimen nazi, que por sí solo no podía satisfacer las necesidades económicas y de comercio que sí se conseguían mediante la interacción comercial con Alemania y a la vez con Gran Bretaña y hasta Estados Unidos.

Pero lo que hoy se sabe, además y con toda certeza, es que aquella no era únicamente una conveniencia para Argentina, sino también para la Gran Bretaña. Hoy se sabe mucho más sobre las muy agudas disputas que en privado, y en secreto, mantuvieron Franklyn Delano Roosevelt y Winston Churchill respecto al “problema argentino”. Roosevelt estaba empeñado en tener a todo el continente americano como parte de los Aliados, o como “su” aliado, no solamente para el periodo de la guerra, sino para configurarlo como su zona de influencia en la posguerra. Churchill, por su parte, tenía temor, y muy bien fundado, de que si Argentina era forzada a declarar la guerra contra los países del Eje, ya no se recibirían en Gran Bretaña, desde Argentina, todos los productos y mercaderías que le eran muy necesarios a la sociedad británica (productos cárnicos principalmente). Había el riesgo de que en la guerra submarina del Atlántico que habían desatado los nazis, todo buque argentino dirigido a las islas británicas podría ser torpedeado por los submarinos alemanes. De ocurrir esto, Gran Bretaña habría quedado en mayor situación de dependencia de la que ya tenía respecto a Estados Unidos, lo cual Churchill quería evitar a toda costa. Por otro lado, Churchill tampoco deseaban el sometimiento de Argentina ante Estados Unidos, pues históricamente Gran Bretaña tenía mayor ascendiente en esa nación por sobre Estados Unidos, y no se deseaba que en la posguerra la perspectiva cambiara a la de América toda como “zona de influencia”, única y absoluta de Estados Unidos, con Gran Bretaña desplazada de su posición privilegiada, históricamente, en el Cono Sur. Éste no era zona de cuasi absoluta hegemonía estadunidense, como sí lo eran México, Centroamérica y el Caribe, por ejemplo.